Venganza tardía Por Ana Riera

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Cruzar la verja exterior del complejo cuando el guarda vaya a sacarse un café de la máquina del gimnasio. Avanzar hacia el edificio de la izquierda escondido entre los espesos matorrales. Abrir el cuadro de contadores que hay bajo el soportal con la llave que robé a Eduardo. Desconectar la alarma del bloque C cortando el cable amarillo. Si me cruzo con alguien, aplicarle una descarga eléctrica con el aparato negro que llevo en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. Desviar ligeramente la cámara de seguridad hacia la derecha. Subir por las escaleras de emergencia hasta el primer piso. Abrir la ventana del descansillo y saltar a la terraza. Deslizar la puerta de cristal corredera que siempre deja un poco abierta por la noche. Entrar en la casa.

Cruzar la verja exterior del complejo cuando el guarda vaya a sacarse un café de la máquina del gimnasio. Avanzar hacia el edificio de la izquierda escondido entre los espesos matorrales. Abrir el cuadro de contadores que hay bajo el soportal con la llave que robé a Eduardo. Desconectar la alarma del bloque C cortando el cable amarillo. Si me cruzo con alguien, aplicarle una descarga eléctrica con el aparato negro que llevo en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. Desviar ligeramente la cámara de seguridad hacia la derecha. Subir por las escaleras de emergencia hasta el primer piso. Abrir la ventana del descansillo y saltar a la terraza. Deslizar la puerta de cristal corredera que siempre deja un poco abierta por la noche. Entrar en la casa.

Miguel se había repetido tantas veces esas consignas que ahora que por fin había conseguido superar todos los pasos y se encontraba delante de su presa, no podía quitárselas de la cabeza.

Cruzar la verja exterior del complejo cuando el guarda vaya a sacarse un café de la máquina del gimnasio. Avanzar hacia el edificio de la izquierda escondido entre los espesos matorrales. Abrir el cuadro de contadores que hay bajo el soportal con la llave que robé a Eduardo. Desconectar la alarma del bloque C cortando el cable amarillo. Si me cruzo con alguien, aplicarle una descarga eléctrica con el aparato negro que llevo en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. Desviar ligeramente la cámara de seguridad hacia la derecha. Subir por las escaleras de emergencia hasta el primer piso. Abrir la ventana del descansillo y saltar a la terraza. Deslizar la puerta de cristal corredera que siempre deja un poco abierta por la noche. Entrar en la casa.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para dejar la mente en blanco, como le había enseñado la doctora Silva, y volver a llenarla luego con el motivo que le había llevado hasta allí: vengarse de quien le había arruinado su vida.

Se coló en el dormitorio andando de puntillas, con el cuerpo en tensión, muy despacio, todavía más despacio. Su hermano dormía plácidamente en una cama enorme. La sábana color berenjena que le cubría subía y bajaba con cada respiración, arriba y abajo, arriba y abajo. Y con cada bocanada de aire dejaba escapar un extraño silbido que a Miguel le hizo recordar las escandalosas locomotoras de cuando era niño y él quería ser como su hermano mayor. Ahora, allí tendido, parecía un ballenato, un ballenato que se había tragado la locomotora de su infancia.

Miguel se alegró mucho cuando aquella mañana de junio su hermano mayor consintió en llevarle al río. Nunca quería ir con él, pero ese día fue distinto. Miguel estaba contentísimo y dispuesto a hacer todo lo que le pidiera, no se fuera a arrepentir. Por eso se metió en el agua sin rechistar a pesar de que estaba helada. Y le dejó hacerle ahogadillas. La última le pareció muy larga, mucho. Al principio se agobió. Le resultaba terriblemente desagradable y además no entendía lo que pretendía su hermano. Pero luego, de repente, sintió que le embargaba una sensación de paz como nunca antes había experimentado y comprendió que eso era lo que quería enseñarle, que uno podía sentirse genial bajo el agua, en paz con el universo entero, si sabía esperar el tiempo necesario. Y se sumió en un dulce sueño.

Cuando despertó estaba en casa. Miguel recordó la experiencia vivida y pensó que había sido genial. Pero después de eso empezó a costarle pensar con claridad. Se le embotaba la cabeza y se hacía un lío. En el colegio no entendía al profesor y le costaba horas enteras hacer las tareas. Recordaba muy bien el día que su padre le llevó al médico de la ciudad. Le había hecho muchas pruebas extrañas y después había comenzado a ir a otro colegio distinto, con otros imagesniños a los que también les costaba pensar con claridad. Y más adelante le tocó ir al colegio para mayores. Pero ese colegio estaba lejos del pueblo, y de sus padres y de sus amigos. Y se pasaba muchos ratos solo. Por eso tuvo tiempo de darle muchas vueltas y al final llegó a la conclusión de que ya no podía pensar con claridad porque ese día, en el río, al estar tanto rato bajo el agua, se le había llenado la cabeza de líquido, y desde entonces las ideas se le diluían.

Miguel echó un último vistazo a su hermano, el ballenato traga locomotoras. Luego sacó la cuerda que llevaba escondida en el bolsillo, rodeó con ella el cuello de su hermano y apretó con todas sus fuerzas.

Antes de medianoche Por María José Prats

shutterstock_28898971Rocío se llevó una pésima impresión cuando vio a la mujer que le abrió la puerta de la casa. Vestía un llamativo traje de vivos colores en seda que hacían resaltar aún más las curvas de su figura; calzaba zapatos de tacón de aguja, y el pelo, de color cobrizo, lo llevaba recogido en un maltrecho moño.

—Muy buenas, me llamo Rocío, me mandan de la agencia…

—¡Ah! tú… debes de ser la niñera.

La hizo pasar a la sala, la estancia era amplia y muy luminosa, el mobiliario tenía aspecto de ser muy caro y parte del suelo estaba cubierto por espléndidas alfombras; nada comparado con el estrafalario atuendo de la mujer que con el recargado maquillaje de su cara, más bien parecía una buscavidas, que una señora de clase alta.

En medio de la sala, dentro de una especie de “corral”, se encontraba un bebé que apoyaba sus manos sobre los barrotes para mantenerse en pie. Parecía descuidado y sucio, tenía manchas de moco y comida seca por la cara. Sus finos cabellos estaban pegoteados y grasientos. Rocío pensó que le faltaba un buen baño por el olor que desprendía.

Cuando la madre se acercó al pequeño, este, llorando, le tendió los brazos con avidez, pero la mujer se limitó a mirarlo mientras recogía el bolso depositado sobre el sofá, y una estola con la que cubrió sus hombros.

—Se llama Juan, y es un niño muy histérico que no para de llorar.

La joven se acercó al niño y lo cogió en brazos, y de inmediato el bebé quedó en silencio y comenzó a chuparse la mano.

—No parece tan malo.

—Bueno, ahora está tratando de conquistarte, pero en cuanto te descuides te hará la vida imposible —respondió la madre, mirando el reloj—. Ya son las ocho, se me está haciendo tarde, volveré antes de la medianoche.

Se dirigió a la puerta, recogió las llaves del coche y salió de la casa.

La muchacha jugó un rato con Juan y luego pensó que lo mejor sería darle un buen baño: —“Pobrecito”— dijo, mirándole con ternura.

Tenía el pañal pegado a las nalgas como si hubiese pasado tiempo desde el último cambio. Lo bañó en agua tibia, y le puso polvos de talco en sus irritados muslos. El niño parecía sentirse tan a gusto que sonrió a la joven, mientras ella no podía entender cómo la madre tenía tantas quejas de su propio hijo. Luego preparó el biberón, y se puso cómoda para dárselo. El bebé se movía mucho, como si la luz de la lámpara de la mesilla le molestara, así que la apagó y ambos se quedaron a oscuras en un ambiente muy confortable.

Rocío escuchaba con agrado los ruidos de succión que hacía el pequeño, pero no dejaba de pensar en la madre y se dijo que cuando tuviera sus propios hijos los cuidaría con inmenso cariño.

Estaba pensando en ello cuando de repente vio que, en el techo de la habitación se dibujaban dos puntos de color verde fosforescente. Al principio creyó que se trataba de alguna luz de la calle, pero luego notó que los puntos se movían del techo hacia ambas paredes. Parecían luciérnagas… pero no, se movían demasiado rápido. El bebé se agitó en su regazo con violencia, ella bajó la vista y lanzó un grito; los ojos del pequeño Juan, que seguía tomando el biberón, brillaban en la oscuridad con aquel color verde que se reflejaba en las paredes.

Un acto reflejo le hizo incorporarse de repente, y el bebé se le cayó sobre el sofá donde estaba sentada. El biberón salió disparado al suelo, y el niño empezó a llorar a todo pulmón agitando los brazos y las piernas con desesperación.

La joven quiso vencer su miedo, acercarse y cogerlo, pero no podía, el corazón le latía con fuerza, no dejaba de ver los ojos luminosos que ahora giraban enloquecidos de un lado a otro. Retrocedió y salió del cuarto cerrando la puerta tras de sí. Al rato le llamó la atención el silencio súbito del otro lado de la puerta, iba a abrir pero se detuvo: alguien estaba rascando la madera, mientras la llamaba con una voz de hombre desagradable:

—Vuelve, Rocío, vuelve a darme el biberón.

La muchacha salió disparada hacia la calle, había anochecido y empezaba a llover con intensidad. Se metió en su coche y arrancó. Condujo a toda prisa sin saber bien hacia dónde. La lluvia caía tan fuerte que era imposible ver la carretera. Estaba tan aterrorizada por lo sucedido que ni siquiera podía pensar, todavía le perseguía aquella extraña voz. No podía entender qué había pasado. Se salió de la ruta y entró en un camino perdido irreconocible, sin ninguna señal, el coche se le paró en medio de la fuerte tormenta, sentía frío, cogió el móvil, pero no tenía cobertura. Se dejó caer sobre el volante llorando desconsoladamente.

Lentamente se incorporó, los focos del coche permanecían encendidos, tenía que salir de allí y encontrar el camino de vuelta a su casa. Giró la cabeza hacia el asiento del copiloto para coger de nuevo el móvil, y un grito desgarrador se fundió en la oscuridad.

El bebé estaba a su lado y sus ojos la miraban con una espeluznante fijeza.

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Esperanza Por Luigi De Angelis

The Key by Jackson Pollock

 Vivir era una dura tarea. El agua era escasa, el aire pesado, el suelo estaba cansado y el fuego… ¡oh!, el fuego había tomado la forma de un sol todopoderoso… era implacable.

 ¡Es el efecto final del calentamiento global!, decían mis rudos vecinos.

 Yo habitaba en una pequeña aldea. Bueno, en realidad aldea es una palabra sofisticada. Una interminable pila de rocas rojizas y dunas doradas rodeadas de unas pocas tiendas es una mejor descripción del lugar.

 Un día estaba buscando agua. El esfuerzo era fútil, pero todavía tenía algo de esperanza. No encontré lo que buscaba; en lugar de ello me desmayé. Pensé que estaba muerto, hasta que desperté milagrosamente. Mi cuerpo estaba limpio y fresco, mis labios húmedos. ¡Dios mío!, es agua!, pensé.

 De repente vi una blanca, gigantesca y repugnante oruga. Era una mutación producto del calentamiento global. Estaba asustado y quería dispararle con mi pistola. Luego me percaté de que el monstruo fue mi salvación. Éste tenía una joroba llena de agua, la misma que compartió generosamente conmigo.

 Seguí al animal y me di cuenta de que había más. La naturaleza nos estaba dando una pequeña oportunidad. Estos monstruos blancos tenían un sistema biológico capaz de producir agua. Era extraño, era fascinante, ¡era esperanza! Me emocioné, hasta que observé la llegada de mis vecinos furiosos.

 ¡No!, grité tan pronto como me di cuenta de que estaban armados.

 No te metas con nosotros ahora, dijeron ellos, necesitamos esas jorobas llenas de agua y las tomaremos a como dé lugar.

 Masacraron salvajemente a los monstruos blancos y tomaron violentamente sus jorobas. Casi asesinan mi esperanza… Casi, porque miré hacia abajo y ahí estaba mi pistola… mi última esperanza. Disparé. Y  mágicamente pude ver mi vida ante mis ojos, y lo comprendí todo, y la naturaleza vengativa me abrazó por siempre.

Sorpresa Por Carlos Mollá

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Al acceder al andén tengo que tomar la primera decisión de este viaje. ¿En qué parte del largo descansillo me coloco para esperar el metro? La decisión es clara cuando conozco por dónde cae el acceso a la salida en la estación de destino. Fácil cuando vuelvo a casa. Me dirijo, sin dudarlo, hacia el lugar equivalente en esta estación y me detengo para esperar el convoy con la satisfacción de estarle ganando algunos segundos al tiempo destinado al trayecto.

Pero la mayoría de las veces no tengo esos datos y busco detenerme donde vea que hay menos gente. Al salir de la tenebrosa cueva y convertirse el oscuro monstruo de un único ojo brillante, que habita las tinieblas del subsuelo de la ciudad en un moderno tren de metro, siempre me retiro del borde que separa el andén de las vías por si hubiera algún idiota o demente que se le pudiera ocurrir gastarte una broma pesada y empujarte justo en el momento en el que pasa la ruidosa máquina. Lo que no entiendo es cómo no lo hace todo el mundo. Me sorprende la pachorra con la que la gente espera pegada a la vía, sin horrorizarse ante el peligro que corren con decenas de personas detrás, con no se sabe bien qué morbosas patologías y oscuros deseos. ¡Allá ellos!

 Siempre me quedo atrás para ser de los últimos en entrar al vagón. Sólo en pocas ocasiones, en los que me encontraba muy cansado, he tenido necesidad de pillar un asiento libre. Así que me preocupo de dejar el sitio suficiente a la gente que se está apeando y después accedo tranquilamente al interior.

Al no ser hora punta, pero sí estar una de las líneas principales, el vagón va medianamente ocupado. Me agarro a una barra y me dispongo a hacer lo que siempre hago, observar a los demás. Soy capaz de sacar las conclusiones más disparatadas mirando las caras y los cuerpos de cada uno de mis compañeros de viaje.

Al cruzarme con la mirada joven y clara de una chiquilla de unos veinte, veintidós años, reparo que sus ojos permanecen fijos en mí y que, de pronto, se levanta y dirigiéndose hacia donde me encuentro, con la mano apuntándome me dice. – Siéntese señor – Marcando con la otra mano el asiento que acababa de dejar vacío.

Con las órbitas de mis ojos desencajadas, reacciono a toda velocidad y trastabillándome con las palabras, le contesto. – No, no, muchas gracias, no hace falta. No tengo ganas de sentarme. Muchas gracias – Ella me sonríe y vuelve a sentarse donde estaba.

Nos sonreímos un par de veces más y me empiezo a dar cuenta de lo que realmente ha pasado.

 Es la primera vez que alguien me deja el sitio en un transporte público. Esa chiquilla me ha mirado bien y se ha dado cuenta de que debo estar mejor sentado que de pie. Está convencida de que lo estoy pasando mal en un vehículo tan peligroso y con tantos sobresaltos. Pero esa conclusión la extrae sólo con verme. Así que debo tener un aspecto lamentable, de viejo extenuado. ¿Y lo hace porque es idiota, o porque ya pertenezco al mundo de la tercera edad? Esto no tenía que haber ocurrido nunca… Bueno, todavía. Pero si sólo hace unos pocos días era yo el chico de 25 años que dejaba amablemente el sitio a las personas mayores. No siento que haya pasado el tiempo necesario para convertirme en un viejo que ya necesita un asiento en cualquier momento de su vida. Pero no soy objetivo. Lo que yo siento no es la verdad que ven los demás.

Está claro que ha pasado toda una vida como un suspiro. La próxima vez aceptaré el sitio muy agradecido.

El mendigo filósofo Por Carlos Mollá

Euro-deuda-Europa_PREIMA20110418_0237_5Era un día horrible, típico de los inviernos de Madrid, frío y con un calabobos tramposo que acababa calándote hasta los calzoncillos. Me recordaba los desangelados días de colegio en los que me sentía muy desgraciado al estar obligado a deambular por los patios con el frío y la humedad metidos en los huesos sin poder dejar de tiritar.

Caminaba cabizbajo para que la capucha de la trenca retrasara lo más posible la inevitable mojadura de toda la ropa y también para ir sorteando los innumerables charcos de las calles de una tierra incapaz de absorber más agua. Mi imagen, con la cartera en la mano, contrastaba claramente con el barrio de chabolas donde me había tocado trabajar. Calles sin ningún orden, viviendas sin número, chicos sin apellidos, familias sin estructura y gente analfabeta, complicaban muchísimo la confección del censo.

Pero todo esto se compensaba con la enorme amabilidad de la gente que, conociendo mi existencia, me esperaban en sus casas con la estufa al máximo y una generosa copa de coñac. Me hacían pasar y sentarme en la mesa del salón, en una cocina, o un dormitorio, para ir rellenando, uno a uno, los datos de cada miembro de los que allí habitaban. Muchas fechas y lugares de nacimiento eran, por supuesto, aproximados.

 Alguna vez intenté rechazar, lo más amablemente que podía, la copa de coñac, pero todo era inútil. Entre las amenazas de indignación y su perseverancia, acababa apurando el bebedizo, a pesar de saber que me iba a sentar fatal. Con semejante carga alcohólica en sangre y pasando del frío de la calle al infierno de las estufas de butano, mi cuerpo ya no regulaba nada y acababa el día temblando como una hoja, con 38º de fiebre, dispuesto sólo para un vaso de leche bien caliente con una cucharada sopera de miel y una aspirina. Sorprendentemente, al día siguiente me despertaba perfectamente para abordar una nueva jornada de trabajo.

En una ocasión accedí a un patio reconvertido en casa por una techumbre de hojalata y tablas. El interior era amplio y diáfano. Apenas había mobiliario. Busqué a alguien y al no encontrar a nadie, saludé con un “Buenos días”, esperando que una voz me invitara a pasar. Desde unos sillones de automóvil situados en el suelo, una voz masculina me preguntó, en voz muy baja, qué quería.

Caminando con paso sumiso, le expliqué que venía del ayuntamiento para confeccionar el censo de la población en este barrio. Cuando me tuvo cerca, me miró fijamente, con una mirada retadora y penetrante, convirtiendo el silencio en el momento más terrible de mi vida.

Era un hombre de unos 60 años, sucio como pocas veces he visto a nadie. Abundante barba con matas blancas alternando con otras negras, dando un aspecto aún más desaliñado de lo que estaba. A sus ojos pequeños le acompañaban un gorro de lana negro mugriento y un abrigo que no sé si era oscuro por su color o por la cantidad de años de acumular porquería.

Con pasos largos y lentos, mojado como un pato, un imberbe se acercaba diciéndome no se qué del ayuntamiento. Por supuesto, me importaba un bledo nada que pudiera venir del ayuntamiento. Le miré a los ojos intentando descubrir quién era este imbécil que se animaba a entrar en mi casa con un maletín en las manos. Al cabo de un rato, decidí divertirme con él. Cogí la botella de agua que tenía en el suelo a mi lado y le eché un trago largo, y sin limpiar la boca de la botella le pregunté si quería beber. Me preguntaba si sería capaz de superar su asco, sólo para conseguir ablandar mi resistencia a recibirlo.

Entre la media sonrisa, la palidez de mi cara y los ojos de pollo que me provocaba el pánico de ese eterno silencio, debía tener un aspecto de lo más idiota. Pero estaba decidido a aguantar todo el tiempo que fuera necesario. Intenté dar más explicaciones del porqué me encontraba allí, pero no me salía la voz. Cuando empecé a pensar que lo mejor sería que me diera media vuelta y saliera corriendo, el viejo me ofreció agua de la botella de la que acababa de chuperretear para tomar un trago.

Tardé un poco pero conseguí desbloquear el cerebro y comprobar el reto al que me estaba sometiendo. Haciendo de tripas corazón, estiré el brazo, cogí la botella y me la llevé a la boca para compartir su agua. El sentirme capaz de hacerlo me cargó de animosidad y pude empezar a controlar la situación. Él también se relajó invitándome a sentar en una silla.

Poco a poco se inició una agradable conversación. Al enterarse de que yo era universitario elevó un grado su simpatía hacia mí. Y también el nivel de la charla.

Por supuesto, hablaba mostrándome en todo momento que su experiencia era mucho más válida que mi teórica formación, con lo que la conversación era casi unilateral.

– La situación de la juventud ahora es muchísimo peor que la de mi época – Me explicaba.

– Antes, continuó, los chicos tenían la referencia de un maestro desde muy pequeños. A los doce, trece años, te colocabas como aprendiz de un profesional, que no sólo te enseñaba el oficio, sino, lo que era más importante, te remarcaba la tremenda importancia del trabajo bien hecho. El valor de la calidad de tu tarea. Hoy eso no existe. Vuestros maestros no son exclusivos, atienden a un montón de chicos a la vez y la valoración de vuestro esfuerzo y vuestra calidad se hace de una manera fría y distante.

Me entusiasmó la profundidad del análisis que un mendigo como el que tenía enfrente era capaz de realizar. Momentos como estos me hermanaban con la humanidad. Estaba emocionado.

– Pero existe otro problema peor aún. – Añadió.

Echando el cuerpo para adelante, como si así fuera capaz de atender a sus palabras con más intención, me dispuse a escuchar su razonamiento.

– La sociedad se desmorona a una velocidad inimaginable. Y todo por culpa de las putas.

– ¿Cómo? – Pregunté rápidamente. ¿Por las putas? ¿Por qué por las putas?

– Porque están muy caras.

– Mira -me explicó- Los chicos de mi época, cuando necesitaban descargar, dejaban a sus novias en casa y se iban de putas. Eran baratas y muy accesibles. Recuerdo que en el puente que hay cerca de Francos Rodríguez se ponía una que la llamábamos la peseta, porque costaba solamente una peseta. Tenía una cola enorme de chicos esperando su turno. Cuando terminaba con uno, se limpiaba con una toalla y atendía al siguiente.

En cambio, ahora son tan caras que los muchachos no tienen más remedio que hacerlo con sus novias, con el consiguiente desenlace de dejarlas embarazadas y tener que casarse con ellas, dejando sus estudios y echando su vida a perder. Además, por ser un matrimonio forzado y de edades muy jóvenes, al poco tiempo la mayoría se divorcian, creando un problema económico añadido.

Así que, pensaba yo, que después de tantos años de formación académica y de mis años en la universidad, plagados dominode debates y charlas de todo tipo, leyendo sesudos textos de grandes autores, creyendo, ingenuo de mí, que me estaba acercando a la gran solución de nuestra convivencia, resulta que la solución es tan simple como poner las putas a un euro.

¡Genial!

 

Ninotchka (1939) Por Luigi De Angelis

Ninotchka

 

En los años 30, Hollywood produjo comedias románticas esplendorosas gracias a directores visionarios, guiones inteligentes y estrellas que evidenciaban química de aquella que echa chispas. Ninotchka, un esfuerzo un tanto infravalorado del gran maestro de la comedia fina Ernst Lubitsch, es un magnífico ejemplo de todo lo que Hollywood hizo bien durante aquellos maravillosos años.

La película es una sátira del comunismo envuelta en el ropaje de una suntuosa, cándida y coqueta comedia romántica. El guión es ingenioso y recurre al slapstick, a la comedia costumbrista y a fórmulas tan efectivas y eternas como “la pareja dispareja” y “el pez fuera del agua”. Todo es manejado con delicadeza en esta obra, que no por ello deja de ser fiel a la crítica que pretende realizar de un tema relevante en su época, ni trata a sus personajes como meros hilos conductores de la trama.

El éxito de los personajes radica en el elenco. Los secundarios brindan un soporte admirable mientras Melvyn Douglas, como el galán capitalista, brilla en una parte que demanda de él utilizar todo su  humor y encanto natural. Sin embargo, como ocurría siempre en sus películas, la más notable estrella del show es Greta Garbo, quien, en el papel de una seria comisaria rusa que poco a poco se rinde ante el esplendor de París, logra transmitir con gracia y modos de elegante comediante, ese punto en el que la mujer se debate entre el rigor de sus ideales y la dulzura de sus placeres más anhelados. Es una actuación realmente conmovedora en una película que se ve y admira con una merecida sensación de nostalgia.

Sin retorno Por María José Prats

telefono_movil_lenguaje_corporalEl sonido del teléfono móvil que descansaba a un lado de la mesa del despacho, le distrajo por un momento, él lo miró y reconoció enseguida el número, pero… ni caso, no contestó. Desde hacía tiempo, la pésima rutina de una mala convivencia, la desgana y el hastío, se habían apoderado de ellos cada vez más. Tras unos segundos el aparato dejó de sonar.

Caía la noche cuando Adolfo salió de la oficina, se sentía cansado y se dirigió, como cada día, a casa de su madre, donde le esperaban su mujer Amanda y sus hijos Miguel y José.

Saludó a su madre con un abrazo, y rozó la mejilla de su mujer, estaba fría. Hablaron durante unos pocos minutos y rápidamente se dirigió a su familia:

—Bueno, es suficiente por hoy, vámonos a casa.

Esto sucedía de forma monótona día tras día, como quien contempla un cuadro donde aparece el mismo paisaje. Amanda recogía a sus hijos del colegio, pasaban a ver a la abuela y esperaban allí a su padre.

Y así sucedió una noche más. Sin ganas, se acomodaron en la pequeña y vieja camioneta. Adolfo se aseguró de que cerraran las puertas; preguntó si llevaban todas sus cosas; omitió insistirles de ponerse los cinturones de seguridad, porque difícilmente le hacían caso, así que evitó el comentario. Se sentó al volante y se puso en marcha.

Para llegar a la casa debían atravesar una vieja carretera que pasaba por detrás de un cerro, el camino tenía mala fama, debido a los dos barrancos que le acompañaban, uno a cada lado, dando paso a que cualquiera que anduviera por allí preso de los efectos del alcohol, terminara en el fondo del abismo.

La carretera carecía de luces, así que lo que guiaba a los conductores eran los faros de sus propios vehículos. La gente que habitaba por los alrededores del tenebroso y peligroso lugar, acostumbraba a bombardearlo de mitos y leyendas sobre aparecidos y avistamientos de “bolas de fuego” que atravesaban el cielo.

Debido al clima de la zona, la niebla comenzaba a caer de tal forma que hacía difícil la conducción. Adolfo deseaba llegar cuanto antes a casa. Pisó el acelerador y condujo a demasiada velocidad, corriendo el peligro de salirse de la carretera y caer al barranco con un merecido billete hacia la muerte, y de paso llevarse a su familia con él.

No se percibía ni un solo ruido, no se divisaba ni un coche en dirección contraria, nada que los hiciera sentir que no estaban solos.

Amanda, callada, muerta de miedo, su hijo José, dormido, y Miguel jugaba con su nuevo móvil. Seleccionó el menú de cámara y se disponía a grabar a todos dentro del auto, mientras comentaba:

—Mira, papá, ¡qué pasada! Tiene cuatro gigas y hasta podré hacer fotos, y además…

Adolfo miró hacia atrás para hacerle una broma a su entusiasta hijo cuando de pronto escuchó un grito que provenía del asiento del copiloto, su esposa gritaba con todas sus fuerzas desesperadamente:

—¡Cuidado!

Aturdido, Adolfo dio un fuerte volantazo y… todo lo demás sucedió demasiado rápido.

Un gran toro enfurecido, con los cuernos afilados y ojos rojos, le miraba dispuesto a hacer lo que fuera por vaciar toda su furia contra la vieja camioneta.

Durante una décima de segundo se quedó petrificado, dejándose caer en las crueles garras del terror. Cuando se decidió frenar, no lo hizo, pensó que si lo hacía les mataría, tenía que pensar deprisa, tenía que ganar tiempo. Amanda boquiabierta, presa del miedo, no podía creer lo que estaba sucediendo, una lluvia de preguntas caía sobre su cabeza, sin obtener respuesta alguna. ¿Cómo era posible lo que estaba sucediendo? ¿Cómo podía existir una bestia como aquella, con aquel tamaño? ¿Cómo es que había sobrevivido a la carretera si a sus lados la decoraban torpemente dos grandes barrancos?

Adolfo giró el volante en un pequeño saliente para esquivar a la bestia. ¿Cómo demonios no lo pensó antes? Logró salir de allí y siguió camino, mientras su mujer no paraba de llorar.

Decidió acelerar hasta que no pudiera más, no soportaba la idea de haber vivido esa experiencia, no sabía qué hacer, simplemente… condujo.

Durante los minutos que habían avanzado, todos estaban en silencio, entonces Adolfo con el corazón casi saliéndosele del pecho dijo:

—¿Qué era esa cosa?

Tan pronto como lo mencionó, miró por el retrovisor para ver si lo había dejado atrás, y entonces enmudeció preso de un pánico insoportable, no daba crédito a lo que estaba sucediendo, el toro les seguía con más furia, corría a una velocidad que casi estaba por alcanzarles, se podían sentir los golpes de sus grandes cuernos contra el automóvil, desviándolo hacia el barranco. Adolfo aceleró aún más, tanto que perdió el control de todo, cerró los ojos y supo lo que venía a continuación: la muerte.

Se sintió indefenso, una miniatura, nada. Quiso pedirle perdón a su esposa, despedirse antes de caer al vacío, pero lo que vio le paralizó, no pudo moverse, no podía hablar: Amanda ya no estaba.

Una mujer con cabeza de toro y ojos muy rojos le habló con voz quebrada, una voz rota que le provocó escalofríos:

—¿Sabes, Adolfo? —Dijo la bestia con voz terrorífica— Eres un ser despreciable, esta tarde te llamaron por teléfono pero te negaste a responder la llamada; solo era con la intención de informarte que tu esposa había fallecido. No, Adolfo, no había nadie hoy en la casa de tu madre. No llevas a tu familia en la camioneta. Has subido al mismo demonio al auto, y en su palacio serás un maravilloso invitado de honor.

 Cellular Kim Basinger

 

 

 

 

Valiente (2012) Por Luigi De Angelis

Valiente

Marcando algunos hitos en la historia del cine de animación en 3D —es el primer largometraje de Pixar con un personaje femenino central, ambientado en el pasado y dirigido por una mujer— Valiente se ganó mi corazón cinéfilo por la innegable belleza de sus cuadros, su sólida narrativa, el inspirado diseño de los personajes y, sobre todas las cosas, por tener el acierto de pasar a un segundo plano el colorido de los musicales y el efecto trepidante de la acción épica para conferirle un lugar de honor, con un ritmo apacible e intimista, a la compleja relación filial de madre e hija.

Mérida es una princesa que no se conforma con las limitaciones inherentes a su género. Apoyada por su padre Fergus, el rey bonachón, pero desalentada por su madre Elinor, la reina apegada a las tradiciones, la joven de espíritu y cabello indomables cometerá un grave error que la llevará a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. En el mágico trayecto que deberán recorrer para enmendar el traspié, Mérida y Elinor estrecharán sus lazos, mostrándole al mundo que un amor puro y verdadero lo conquista todo.

Películas divertidas, originales y llenas de energía hay muchas en el canon de Disney y Pixar, pero no recuerdo ninguna tan hermosa, conmovedora e importante como Valiente; sin duda, distinta a todas las demás.

Hay una escena realmente que resume el encanto y el poder de esta obra singular. En ella se puede apreciar a los hombres de los diferentes clanes peleando en el gran salón del palacio. Mérida entra al salón y se dirige a ellos con firmeza e inteligencia, poniendo en práctica las enseñanzas de su madre. Elinor la observa y la guía con gestos expresivos. Allí, en ese preciso momento, vemos a una chica convertirse en mujer, a una mujer rompiendo con la tradición y a una madre reconstruyendo la relación con su hija. La escena, al igual que la película en conjunto, es una rareza en el cine, colmada de símbolos que enriquecen la experiencia de verla e interpretarla y con un poderoso mensaje para personas de cualquier género y edad.

 

El amor en un sueño Por Carlos Mollá

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A trompicones comencé a recobrar la conciencia. Momentos de lucidez y somnolencia se sucedían alternativamente. Notaba que los intervalos de vigilia se iban haciendo mayores y los de sueño más cortos y superficiales, pero la angustia por mantenerme despierto me generaba un desasosiego muy grande y las derrotas que sufría al no poder aguantar con los ojos abiertos me provocaban una desesperación que debilitaba mi voluntad, pero cuando me resignaba a seguir dormido no lo conseguía con la placidez que necesitaba.

No sabía bien dónde me encontraba. No podía aprovechar los momentos de lucidez porque todo estaba oscuro y no reconocía el entorno que me rodeaba. No me encontraba bien, me sentía débil y había partes de mi cuerpo que no sentía. Sólo alcanzaba a mover las piernas y a estirar el torso para acelerar mi despertar y salir de este estado tan angustioso.

Poco a poco me fui relajando mientras se instalaba en mi cabeza la cara de una mujer muy hermosa. Me sonreía con una amabilidad difícil de encontrar. Era de piel morena y ojos negros. Tonos verdes amistosos rodeaban la imagen. Dulce, simpática y fácil de querer. Me tranquilizaba mientras me animaba a dormir, convenciéndome de que todo iría bien.

Al gozar tanto con esa sonrisa, me aferré al sueño para intentar encontrar más pasajes de esa maravillosa ensoñación. Pero sólo alcancé a recordar el tacto de sus manos sobre las mías transmitiendo la paz necesaria que al parecer necesitaba.

Mi amor por ella se disparó en un éxtasis que me llenaba los pulmones y me aceleraba el corazón. – ¡Pero seré idiota! Si no es más que un delirio en un momento que todavía no alcanzo a comprender – Me decía.

Al hablarme a mí mismo, comprendí que la prioridad era saber qué estaba pasando, saber dónde me encontraba y por qué me sentía como drogado y con un cuerpo que no reconocía en su totalidad. Giré la cabeza hacia los lados intentando ver en la oscuridad, palpé a mi alrededor con mi mano derecha, que era la única que podía mover, logré distinguir la tela de una sábana y con la punta de los pies toqué la barra fría del tope de la cama en la que, adiviné, me encontraba.

Pero cada pequeño avance en la recuperación de la conciencia se continuaba con caídas en somnolencia que me entregaban al culto y al goce del amor por esa misteriosa mujer. Ya no me importaba tanto no poder mantenerme despierto, al contrario, sabía que al dormirme, aunque ahora fuera superficialmente, me haría encontrarme de nuevo con ella. Lo malo era que cada vez transcurría más tiempo entre cabezada y cabezada y lentamente me fui acordando de lo que me había ocurrido.

Recordé cómo un enfermero con pinta de rapero en sus tiempos libres, me llevaba al quirófano en una cama con ruedas por pasillos interminables y a través de puertas que se abrían solas. Al llegar al potro de torturas, entre tres me alzaron sobre la mesa de operaciones, donde me mantuve muy nervioso ante la agresión que iba a recibir.

El personal trajinaba a mi alrededor, cada uno a lo suyo y soltando algún comentario. Al rato, me fueron haciendo caso, colocándome el trapo verde, acercando y enchufándome el aparato de seguimiento del corazón y la presión y en eso apareció la cara de la mujer de mi sueño. Sonriente, dulce e irradiando simpatía, me hablaba, y agarrándome la mano, me intentaba transmitir confianza y tranquilidad para que me dejara llevar por el anestésico que me estaba inyectando y así tener una operación y un despertar lo más plácidos posible.08.wir_.skyrock.net_-300x129

El médico me la presentó como la mejor anestesista del hospital.

¡Claro! Era ella, la mujer que me enamoró y me transportó al más hermoso sueño que nunca había tenido.