El vecino Por Elisa Pérez

Llaman a la puerta con los nudillos habiendo timbre, qué raro. Quizás los de la mudanza se han olvidado algo…

Minerva se encaminó hacia la entrada sorteando cantidad de cajas y bultos que de forma desordenada se desparramaban por el pasillo, pero antes de llegar volvieron a llamar.

¡Voy…! – gritó al tiempo que abría, después reparó que hubiera sido recomendable revisar por la mirilla antes. Al fin y al cabo no esperaba ni conocía aún a nadie en ese edificio.

—Hola, soy Mariano, tu vecino de arriba. He visto el camión de la mudanza y he pensado que podrías necesitar algo. ¿Te ayudo?

Miró sorprendida hacia el desconocido que la contemplaba con una sonrisa bobalicona y le ofrecía una ayuda que ella no le había pedido.

—No, gracias, se lo agradezco pero sólo yo puedo entender este…

Antes de acabar la frase ese hombre de edad madura en el que comprobó cierta dificultad al caminar, había traspasado el umbral. No supo reaccionar ante semejante descaro.

—Lo primero que debes hacer es revisar el timbre, me parece que no funciona… ¡vaya, hacía mucho que no entraba en esta casa, desde que doña Begoña nos dejó!

Al mismo tiempo que la pena parecía reflejarse en sus ojos, el desconocido dirigía su mirada en dirección al fondo del pasillo, donde la luz del atardecer comenzaba a dejar un tono rojizo en las paredes. Minerva apenas tenía recuerdos de esa casa, la había visitado pocas veces mientras vivía en ella la tía abuela Enriqueta.

—Perdone tengo mucho que hacer, ya ve…

—Si, por eso… te puedo ayudar en lo que quieras: colocar, mover, limpiar…

Minerva siguió sin saber reaccionar. Se sentía como una niña asaltada por un familiar antipático para el que no tiene réplica posible. Se introdujo con tal seguridad que recorrió el poco espacio libre como si fuera su propia casa, así supo esquivar una pila de cajas en el pasillo para pasar al salón y llegar a la habitación principal, un lugar tan íntimo en el que había empezado a ordenar su ropa, sus cosas se encontraban esparcidas sobre la cama o en el suelo, se sentía avergonzada, como si hubiera visto ropa interior, a ella misma en ropa interior. Minerva incluso hizo el gesto de cubrirse la camiseta como si portara un escote excesivo.

—Aquí estará tu habitación, por lo que veo. Aprovecho para recordarte que no está permitida la música ni las reuniones más allá de las 22 horas. Figúrate estas paredes, o valen nada, cualquier cosa que suceda aquí se escucha por todo el edificio, así es, estas paredes lo transmiten todo.

La forma descarada de ojear entre sus cosas, de colarse con aparente educación, la estaba poniendo muy nerviosa.

—Por favor, le tengo que rogar que se vaya, tengo mucho que hacer y….

—Sí, es cierto, yo también tengo cosas que hacer, muchas cosas que hacer, la verdad… te agradezco que me hayas permitido entrar en tu casa.

Con apariencia de cordialidad, resultaba tan descarado que la dejaba perpleja.

Ya en la escalera, a punto de comenzar a ascender los escalones, Mariano se detuvo. Minerva temió por un instante que retrocediera.

—Ah, no te he dicho que mi habitación está situada en lo que has decidido convertir en el salón… No es buena idea. Cámbialo cuanto antes.

La visita había perturbado el desembarco en aquella casa, en aquel edificio. Necesitaba huir de su círculo habitual. Necesitaba olvidar, tener su duelo lejos de todo y de todos. La solución del traslado a esa casa fue un rayo de luz en su existencia. Se ahorraría el alquiler y los gastos los imaginó inferiores. Podría caminar hasta su trabajo o pasear más cerca del centro. Muchas ventajas que la omnipresencia del vecino estaba tornando muy desagradables.

Al día siguiente, al volver del trabajo estaba agotada, deseaba quitarse el uniforme para lanzarse sobre el sofá. Mientras se desnudaba mirando con desgana el desorden que reinaba en la casa, algo la sobresaltó.

Llamaron a la puerta. El sonido hueco de la madera vieja, le recordó lo del timbre.

—Hola vecina. ¿Mónica, Mona, Marina? Mala memoria para los nombres, aunque me suena que empieza con M como el mío, M de Mariano. La verdad es que soy un manitas, así que esta tarde me ocupé de arreglarte el timbre. No tuve necesidad de entrar, aunque podría, claro, tengo llave de todas las viviendas, pero no fue necesario, tenía un crick crash en el cable exterior, muy fácil, demasiado fácil para lo mucho que me gusta reparar estas cosas. Así que ya está, ding dong, pero estaría bien poner otro con un sonido más agradable, hay mucha variedad, puedo ocuparme, no son caros.

—Ah, vale, gracias Mariano, no era necesario pero así está bien.

En su reaparición como “manitas” estaba colgado de una euforia rara, parecía que no iba a parar de hablar, y mientras lo hacía cortaba las frases con risitas. Sin tiempo a reaccionar, otra vez se había metido hasta la mitad del pasillo. El crujir de la puerta mientras se cerraba sobresalía en medio del silencio.

—Ayer no te dije algo. Vivo con mi madre. Ella es muy mayor, está sorda. ¿No conocerás a nadie que quiera trabajar en mi casa? Yo no puedo cuidarla todo el día, y necesita mucha ayuda, vaya si necesita ayuda, tú, tan joven y guapa seguro que conoces a alguien bien dispuesta.

—No, lo siento… pero …..

—Yo, otra cosa que quería decirte…

No paraba de moverse, pero se quedó quieto en la entrada del dormitorio que estaba con la puerta abierta. Aunque no exactamente inmóvil: movía sus manos en una gesticulación absurda que estuvo a punto de provocar carcajadas en la dueña de casa. Se dijo a sí misma lo de “dueña de casa”, por ver si eso le daba renovada energía, pero se vio a sí misma incapaz de resistir a ese intruso.

—Mariano, le tengo que pedir que se vaya… no puede entrar en mi casa sin más. Miraré si conozco a alguien… para lo de su madre, digo.

—Tutéame, sí, mejor que me tutees. ¿Ese es el uniforme de tu trabajo? ¿Estabas desnudándote? Lamento interrumpir tu intimidad, pobre, acabas de llegar del trabajo y estarás ansiosa de que te dejen en paz. Pero, ojo, eso no es motivo para que dejes la ropa tirada de esa manera…

Un sudor frío le recorrió la espalda. De pronto dejó de hablar de esa manera atropellada, ansiosa, y la miró de tal manera que la movilizó: se puso más recta que de costumbre, alzó la cabeza, y fue deprisa hacia la puerta que abrió por completo para dar paso a la oscuridad de la escalera. No se oía nada. Él marchó, obediente a su gesto. Sin resistencia y con seguridad le vio subir. Le miro detenidamente: pantalones grises, camisa de cuadros, espalda ancha, piernas gruesas. Le sorprendió que dominara con tanta habilidad su extraña cojera, al subir de dos en dos los peldaños. Se paró en el último. Parecía que iba a decir algo, sin embargo dibujó una extraña sonrisa y continuó su camino.

Una vez más la noche fue espesa. Entre pesadillas apenas pega ojo y durante el día intenta despertar sin conseguirlo. Logra hablar del tema con unas compañeras, lo enmascara como si no fuera con ella “imagínate, padecer a un vecino pesadísimo…”, pero la miran con terror y las dos, tan distintas en edad y condición, huyen despavoridas, “la verdad es que esa amiga tuya lo tiene crudo, no sé cómo se puede sacar de encima a alguien así”.

Cuando regresó a casa recorrió el piso de puntillas, ni encendió la luz, se apañó con la linterna del móvil, hasta que se regañó, diciéndose a sí misma que no puede dejar que la vuelva loca, y encendió las luces y puso la música al volumen discreto de siempre, y se desenvolvió en una grado de felicidad que ya no creía posible. Nadie llamó a la puerta. Al fin podría cenar y dormir en paz.

La tranquilidad duró poco.

Un timbrazo, luego otro y otro más, sin pausas. El despertador de la mesilla marcaba las tres y diez. La luna nueva apenas irradiaba luz, envolviendo de negrura la habitación. Minerva se levantó. Recorrió descalza el pasillo, el suelo estaba frío. Detrás de la mirilla se veía una sombra, había alguien. Parecía un hombre, parecía Mariano.

—Perdona la hora, pero he tenido un problema con mi madre. ¿Tienes alcohol? Seguro que una chica como tú tiene un poco de alcohol. Necesito un poco de alcohol. Perdona los nervios.

—Son las tres y cuarto, estoy dormida, lo siento pero no sé dónde lo puedo tener, ya sabe, la mudanza.

—Te dije que me tutearas. Ya está bien de formalidades.¡¡¡¡Que me tutees mujer!!!! Vas a conseguir enfadarme.

—Venga, hala, no te preocupes por nada, te ayudo a encontrar el alcohol: mi madre se ha hecho una herida en la pierna, lo necesito ahora.

No hubo tiempo para más, no hubo tiempo para la reacción. Se había introducido hasta la mitad del pasillo. A Minerva le temblaban las piernas. Él se mostraba tranquilo, seguro, en su ámbito. Ella rebuscó alguna frase que le dejara claro de una vez que tanta familiaridad era excesiva. No la encontró. Se sentía ridícula en su propia casa, como una niña indefensa. Lo vio moverse con insultante desparpajo, revolver cajas y hurgar en cajones. Pasó a su lado, dejando un olor agrio mezcla de comida y sudor que la estremeció, ahora de malas maneras, enfadado, dispuesto a irse.

—En este desastre es imposible encontrar nada. Vaya jaleo, y por lo que veo eres más lenta que una tortuga, vaya a saberse cuando encontrarás algo que valga la pena. Lo mismo hasta pierdes la cabeza, tampoco se perdería mucho. Jajajaja, bueno me he pasado, es que a veces tengo esa vena de humor negro que heredé de mi bisabuelo Eustaquio que lo primero que hacía era reírse de su propio nombre: El de las trompas de las chicas, ese sí que era listo. Ya sabes. Las trompas de Eustaquio, bueno, sí, también las tienen los hombres, ¿o no? Bueno, estas están por el oído y las de Falopio son las de procrear o como se llame, jajaja, ¿pensabas que soy un ignorante? Jajaja. Voy a la farmacia en busca de alcohol, jajaja, mi madre se va a desangrar… y tú serás la única culpable.

Con el corazón volando a miles de pulsaciones, Minerva intentó volver a dormir. Tenía miedo. Trató de recordar con cuántos vecinos se había topado en sus entradas y salidas del edificio en el poco tiempo que llevaba dentro. No recordaba a ninguno, no había oído el timbre o el ruido de una puerta que se cierra. Se levantó de la cama, para mirar por la mirilla. Temía que aún estuviera allí, dispuesto a atravesar la puerta con su olor amargo y su mirada aparentemente bobalicona. Regresó a su habitación, se acercó a la ventana. En el patio interior al que daba, pudo ver en otra ventana una silueta de mujer. Un cierto alivio recorrió su cuerpo: no estaba sola.

Sin embargo, no era suficiente la sombra de una desconocida ante lo que estaba padeciendo. Lamentaba haber cambiado su barrio de siempre pora quel edificio vacío en el que se sentía atemorizada por un perturbado. Con muchas dudas en su cabeza y una profunda tristeza, a punto de llorar -no lo había hecho desde el entierro de su madre- se tapó la cara con las manos en un acto reflejo, como si así pudiera echar fuera de su vida a ese individuo. Pero aparecieron los esperados timbrazos. Dos, tres, cuatro. No respondió. No volvió a sonar el timbre. En el suelo, hecha un ovillo, escuchaba su corazón con la esperanza de que dejara de golpearla.

Decidió pasar la noche en esa postura imposible

No había descansado bien pero se levantó dispuesta a acabar con todo aquello. Para empezar iría a tomar un café con un maravilloso cruasán a la plancha, mantequilla y mermelada. Un ligero reflejo mañanero atravesaba el techo en el rellano. Miró hacia arriba. Nunca se había fijado en los tragaluces amarillentos, ni en que el color vainilla de las paredes se había degradado hacia el marrón. Respiró con alivio al escuchar de fondo una ligera música procedente del piso superior. Decidió bajar andando, sin tomar el ascensor. Le serviría para desentumecer sus piernas. En el hueco del ascensor se proyectaba una sombra. Alguien subía. Por fin conocería a algún vecino más.

—A ti también te gusta madrugar, por lo que veo.

Era demasiado tarde para retroceder. En un espacio de poco más de un metro, el cuerpo de su maldito vecino se aproximaba hacia ella, sin detenerse por la estrechez. Minerva paró en seco. Otra vez él. A través de la ligera luz que penetraba descarada desde la calle, pudo verle. Le pareció mayor, más rancio, con una sonrisa con dientes amarillos que mostraba de forma prominente al reír.

—¿Tu madre cómo está? -balbuceó sin saber por qué le hacía esa pregunta.

—Mayor y sorda.

—¿Y su rasguño de anoche?

—Durmió como un lirón toda la noche. ¡Ya ves, a su edad!

—Pero… ¿ y el alcohol?

—Tengo agua oxigenada y betadine, si necesitas, ya sabes. También le din somnífero, para que durmiera y me dejara tranquilo.

—Me despiertas a las tres y diez para pedirme alcohol para tu madre y ahora me dices que duerme como un lirón toda la noche…!!!!

—Claro… ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Venga, anímate y tutéame, ya te lo he dicho ¡no es tan difícil!

La sonrisa de dientes amarillos se había detenido frente a ella, esperando que Minerva terminara su discurso nervioso. Mientras manoseaba la bolsa de plástico que colgaba de su mano.

La chica no esperó más, echó a correr por las escaleras. No podía continuar junto a ese impertinente y extraño vecino. No miró atrás, llegó agitada frente a su puerta, consiguió abrir la vieja cerradura a pesar del temblor de sus manos. Con un portazo estruendoso se metió en su casa.

La oscuridad de la noche se cernía sobre el salón. No se atrevía a moverse, paralizada sobre el sofá había transcurrido su tarde. No se atrevía a nada, a dormir, ni a encender la radio. Sólo pensar en que el vecino de arriba percibiera que estaba, le revolvía el estómago.

Pediría ayuda a la vecina que había visto la noche anterior en la ventana. Se asomó impaciente, saludando al unísono las manos. Allí estaba la mujer, inmóvil, sin responder a sus aspavientos. Tenía que hacerse fuerte en su soledad. Esa era su vida y así quería que fuese. Estaba oscuro, aunque el atardecer aún no se había rendido a la noche. Golpeó el interruptor de la escalera varias veces. No funcionaba. Un sudor frío la empujó a retroceder en su decisión pero estaba dispuesta a seguir, subió los escalones de madera. En el rellano había una maceta con flores secas, el felpudo contenía un mensaje apenas visible por el desgaste. Tocó el timbre de su vecino. El sonido retumbó con fuerza en el silencio del edificio. Antes de repetir la llamada esperó un rato. Le pareció oír unos pasos que se deslizaban despacio. Cada vez más cerca, supo que estaban junto a la puerta. No había visto que una mirilla grande sobresalía a la altura de su pecho. La mirada que se escondía al otro lado la hizo dudar si había sido buena idea subir.

—Hola, perdone, ¿es usted la madre de Mariano? –la sonrisa forzada que dibujaba su cara fue suficiente para que aquella anciana de rostro plagado de arrugas y pelo gris recogido en un gracioso moño le respondiera del mismo modo.

—Hola, ¿eres Begoña? Hacía mucho que no te veía.

—Ah, no, lo siento…me llamo Minerva –por encima su esa cabeza canosa escrutaba el fondo.

—Ah, ya, la hija de doña Dorotea. ¿Cómo está tu madre? Pero pasa, pasa, hija, no te quedes en la puerta.

—No, disculpe… ¿está Mariano?

—No me acuerdo de tu nombre. ¿Cómo te llamas? Aún recuerdo cómo corrías escaleras abajo delante de tu padre, ¿por cierto cómo está?

—Perdone, tengo mucho que hacer, sólo quería saber si estaba su hijo. Necesito hablar con él.

—Pasa, pasa, te daré un poco de tarta de cumpleaños. El sábado fue mi cumpleaños, 85 años he cumplido, y aquí estoy con cuerda para rato.

Minerva sintió que la conversación con aquella adorable mujer era más agradable de lo esperado. La siguió por el pasillo, avanzaba tan despacio que podría distinguir la cantidad ingente de muebles que había. Con una bata rosa, que dejaba al descubierto unas piernas finas como alambres, y extremadamente blancas como la nieve, parecía que se quebraría en breve. Entró en la única puerta abierta. Minerva dudaba de su decisión, un olor dulzón y tibio envolvía el aire de la casa. Al fondo del salón le sorprendió divisar el busto de un maniquí. Se estremeció.

—Espere, espere, otro día, tengo que irme, soy la vecina de abajo, soy nueva en el edificio y quería conocerla, su hijo me ha comentado que estaba usted enferma.

—Bueno, como quieras. Pero llévate un trozo de tarta de cumpleaños antes de que regrese… –no terminó la frase, por un minuto su semblante se ensombreció.

Los escalones crujían más al bajar que al subir. Con la mano derecha sostenía una servilleta en la que el azúcar del trozo de tarta se desparramaba dejando un rastro blanquecino. Al acercarse a su puerta, sólo tuvo que empujarla para entrar. Juraría que la había cerrado con llave al salir. El miedo la inmovilizaba. Con sigilo se introdujo, dejando la puerta abierta tras de sí. No estaba sola, lo sentía. La mano le temblaba, el corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo retumbar en su cerebro.

—Minerva… ¡te has dejado las llaves puestas! Eso puede ser peligroso para ti. –el repiqueteo metálico se oía claramente.

En su caída, la tarta se estampó en el suelo, desparramando nata y azúcar. Allí estaba Mariano al final del pasillo, su voz era reconocible en medio de la oscuridad imperante.

—No puede entrar en mi casa así sin más… ¡¡¡ No puede!!!

—¿Has subido a casa de doña Brígida?

—Eh, sí, he conocido a su madre. Es adorable. .

—¿Mi madre? ¿Doña Brígida? No, ella no es mi madre.

La desesperanza de que aquello no iba bien comenzaba a atenazar el cuerpo de Minerva. Hubiera querido escapar, no quería saber más de la extraña vida de aquel personaje que, con una red de araña fuertemente tejida, quería atraparla dentro. Antes de que tuviera tiempo para reaccionar, el timbre sonó de nuevo. El respingo de la chica fue notorio;el olor de Mariano que se adelantó a abrir la puerta, la volvió a repugnar.

—¿Cómo me has dicho que quieres la sopa? Estamos esperandoos –la dulce anciana estaba en su puerta, dirigiéndose a Mariano.

De espaldas a la pareja, Minerva no quiso moverse. La respuesta de Mariano la dejó petrificada.

—Hoy seremos uno más a cenar.

Fueron unos minutos confusos. No supo qué iba a suceder. Era evidente que no quería cenar con aquellos dos extraños seres, y también era evidente que no debía consentir la posesión sobre su casa, sobre su vida.

—Estoy muy cansada, lo siento, otro día cenaré con ustedes con mucho gusto.

Su voz rota emanaba terror. Empezó a caminar hacia su habitación.

—No puedes negar un plato de sopa a la adorable Brígida, lo ha preparado con mucho esmero… mira la tarta, la tiraste, ahora no puedes hacer lo mismo con su sopa. Te vendrá bien un plato de sopa -la voz de la dulce anciana sonó contundente.

La vio perderse por el oscuro rellano, conteniendo la respiración. No se oían sus pasos, no crujían los escalones. Se había esfumado en alguna dirección. Tras un minuto que pareció un siglo, un ligero chasqueo de llaves terminó con la puerta de arriba cerrándose. Tenía que huir de allí. No sabía cómo pero no podía permanecer un minuto más en aquel edificio, Estaba atrapada con un loco imprevisible y con una anciana que había pasado de adorable a horrenda.

—Esta vez te has superado, Brígida –la voz de Mariano parecía aduladora, a Minerva le sonó hueca.

Pese a su voluntad, aterrada por la escena que tenía delante, allí estaba sentada a la mesa, frente a la madre de Mariano quien fuese. A su izquierda, el hombre tomaba la sopa sorbiendo con ruido en cada cucharada que se acercaba a la boca. Con labios húmedos, miraba hacia el caldo blanquecino de su plato antes de beberlo. A su derecha, un maniquí con un camisón como única vestimenta, se mantenía echado hacia delante en su postura inerte. La anciana no comía, solo miraba, sobre todo a Minerva que tragaba como podíael insulso calducho. Añoró por un instante los sabrosos potajes de su madre.

—Voy a por la tarta… -antes de que la anciana tuviera tiempo de levantarse, Minerva se levantó como un resorte.

—Espere ya voy yo…

Salió del comedor. Se introdujo en la única puerta abierta, las dos estaban cerradas con llave. Desesperada miró hacia el fondo, tenía un objetivo. La ventana. Disponía de muy poco tiempo. La abrió. Antes de que la mano de Mariano la intentara retener, saltó al vacío. No miró abajo.

El golpe fue certero e inmediato. Un crujido de huesos la hizo contenerse del dolor. Tuvo tiempo de mirar hacia arriba. Los ojos de Mariano la miraban fríos y seguros. Junto a él la adorable anciana insistía:

—Sigamos cenando, aún está caliente la sopa.

—Sí será mejor, luego bajo.

El silencio se hizo más evidente para Minerva. Le zumbaban los oídos, le dolía mucho la pierna. Mareada con el golpe podía ver la oscuridad de la ventana de su vivienda, no más de un metro y medio de altura la separaba de ella. En el resto de ventanas divisó la misma silueta que había saludado la noche anterior. Comprendió enseguida. Se preguntó si podría escalar hasta allí. Desconocía ese patio interior, desconocía tantas cosas de ese edificio, se lamentó en medio del dolor. Se había animado a vivir allí sin preguntar nada, estaba entendiendo lo fácil que resultó la compra. Sobre el suelo, exhausta, anhelando que todo aquello fuera una pesadilla, escuchó dos vueltas de llave y unos pasos detrás. Y luego la ambulancia, y el deseo ferviente de pedir socorro y callarse, cerrar la boca, dejar que lágrimas abundantes recorrieran su rostro aniñado.

Adormecida, contemplaba las cortinas amarillentas, el desconchón de la parte superior de la ventana y un pequeño agujero en la pared de un cuadro inexistente. Su pierna escayolada la impedía moverse.

—Pronto te recuperarás con esta sabrosa sopa.

La anciana le volvía a servir el mismo caldo blanquecino desde hacía dos meses, tras el intento fallido de huida.

Al salir cerró la puerta con llave, dejando sola a Minerva. Hoy el silencio desesperante del lugar se había roto cuando escuchó que alguien hacia ruido en el piso de abajo. Aún era su casa, su maldita casa.

Sobre la escayola rota, quiso gritar sabiendo que nadie podría oír sus lamentos, solo el único maniquí masculino de la casa podía verla a través de sus ojos vacíos. Y los de ella se abrían lacrimosos, asombrados al ver que a pocos metros estaban sus maletas abiertas, su ropa revuelta, sus libros sobre una mesilla, junto a una tetera humeante…

 

 

 

 

Como la piel de una serpiente Por Paula Alfonso

 

Sí, estoy segura, lo que oigo son pasos y vienen tras de mí. Es él, otra vez él. Quisiera girarme, enfrentarme  de una vez por todas y verle la cara, preguntarle por qué, qué es lo que busca, qué persigue, y rogarle encarecidamente que se vaya y me deje en paz, pero no me atrevo. Meto el bolso bajo mi brazo, lo presiono contra mi cuerpo y acelero, acelero todo lo que puedo. El corazón me late de forma desaforada y siento mucho calor.

Miro el suelo y veo mis pies aparecer y desaparecer bajo el vuelo de mi falda en una alternancia regular: izquierdo-derecho; izquierdo-derecho; izquierdo-derecho, ¡más rápido!, les exijo, ¡mucho más rápido!, pero hacen cuanto pueden. Es el peso del abrigo lo que me impide caminar más deprisa. Me lo quitaría abandonándolo sobre el asfalto, como las serpientes cuando mudan su piel, pero en el trasiego de cambiar el bolso de brazo, despojarme de él, tirarlo… consumiría unos instantes que pueden ser cruciales, he de continuar así.

Miro al frente y la calle sigue vacía, solo se oye el tintineante y frenético sonido de mi taconeo sobre la acera en claro contraste con el de sus sordas pisadas, pisadas que delatan zancadas amplias y efectivas, que cada vez le aproximan más a mí.

Y allí a lo lejos la esquina, tengo que alcanzar aquella esquina, es mi tabla de  salvación. Al doblarla sé que me encontraré con el tráfico habitual de un viernes por la noche en una de las arterias más importantes de la ciudad, establecimientos aún abiertos y gentes que comentan el espectáculo que acaban de ver, pero, ¿cuánto falta?, ¿200? ¿300 metros?, ¡Por Dios, una eternidad!

El sonido de sus pasos se ha vuelto más nítido, está más cerca ahora.  Supongo que a la vez que se aproxima ensaya su ataque. Tal vez compruebe el eficaz funcionamiento de su navaja mecánica abriéndola y cerrándola repetidamente, o con bruscos tirones, la solidez de la cuerda que ha elegido para rodear mi cuello. Llevará las manos enguantadas para asegurarse de que, cuando me defienda contra su violencia, no arrastre bajo mis uñas elementos de su piel que puedan servir para identificarle.

¿Cómo he podido ser tan insensata y tomar este atajo? De sobra sé que esta calle es como una gruta vacía y larga por la que nadie circula; solo pretendía ganar unos minutos y llegar a casa cuanto antes. ¡Oh, lo siento, lo siento de verdad!

Ahora, junto al sonido de sus pasos me llega también el de su respiración, jadeante, ansiosa, demasiado próxima, justo a mi espalda. El móvil, tengo que pedir ayuda a través del móvil. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Está en mi bolso. Intento cogerlo, pero las manos me tiemblan ostensiblemente y se han vuelto torpes, muy torpes, además no puedo desviar la atención de mis pies –¡deprisa, deprisa, más deprisa!–. Finalmente consigo abrir la cremallera y mientras busco en el interior, trato de que mi mandato continúe con firmeza: ¡deprisa!, ¡deprisa! Las yemas de mis dedos identifican la carcasa del móvil, lo saco. Corro. Su aliento me ha forzado a ello, pero lo hago de forma errática, torpe, varias veces he estado a punto de caer, y mientras, intento activar el botón de encendido para empezar a marcar. Me falta el aire, no puedo respirar, el sudor resbala por mi frente y me enturbia los ojos, ¿Dónde está la maldita tecla? De pronto todo mi ser se paraliza y quedo clavada en el suelo, su mano acaba de apoyarse con firmeza en mi hombro, el teléfono resbala entre mis dedos y se estrella contra el suelo.

 

********

 

Estamos en una calle próxima a la Gran Vía, donde el Samur acaba de retirar el cuerpo sin vida de una mujer de unos 60 años, al parecer víctima de un ataque al corazón. Con nosotros está la persona que lo vio todo y avisó a los servicios de urgencias.

Díganos, ¿qué ocurrió?

  • Pues verá esa pobre mujer caminaba a escasos metros de mí, debía ir hablando con el móvil y al querer guardarlo en el bolso se le cayó, como vi que no se había dado cuenta, me aproximé para recogerlo y entregárselo, pero justo cuando le iba a avisar, se desplomó. Ha sido terrible créame.

Se desconoce por el momento la identidad de la persona fallecida, seguramente mañana podremos darles mayor información. Estas han sido las últimas noticias del día. Buenas noches.

 

********

 

-Aquí tienes lo acordado, puedes contarlo si quieres

-Me basta con su palabra. ¿Alguna más?

-Sí, otra. Vive en la calle Sancha de Lara 10, aquí está su fotografía, mayor, sin familia… Ya sabes, tómate tu tiempo, pero hazlo bien.

-¿Acaso tiene alguna queja de las anteriores?

No hubo respuesta, tampoco el que preguntó parecía esperarla, porque tras meter el sobre del dinero junto con la fotografía en el bolsillo de su anorak, se giró y comenzó a caminar en dirección a la salida.

Solo tras escuchar el ruido metálico de la puerta al cerrarse, el otro hombre se sacó la bolsa de tela que le cubría la cabeza y aseguraba su anonimato, enjugó con un pañuelo el sudor de su frente y comenzó a recoger; su maletín de piel, el sombrero, el abrigo, las gafas oscuras y con todo se dirigió también a la calle. El chofer se apresuró en abrirle la puerta de detrás, cerró una vez que lo vio sentado y, ya en su puesto, a través del espejo retrovisor preguntó: ¿A dónde Señor?

-Al Ministerio.

Entró solo en el ascensor, a esas horas ya no quedaba casi nadie en el edificio. Presionó el botón del último piso. Al abrirse las puertas salió con paso decidido, atravesó las dos antesalas y finalmente llegó a la gran puerta. Llamó con los nudillos. Al otro lado una voz le respondió:

-Adelante.

  • Buenas noches, señor -le dijo deteniéndose a dos metros de la gran mesa-. El inmueble de la calle Ferraz ha quedado ya vacío, pueden iniciarse las gestiones de compra.

-Bien -respondió su interlocutor sin levantar la vista de sus folios-, ¿el siguiente?

-Está en la calle Sancha de Lara, señor, es el número 10. Solo queda un propietario que en brev…

-Buenas noches Agustín. Le interrumpió.

Tuvieron que pasar unos segundos para que Agustín entendiera que la entrevista había terminado.

-Buenas noches, señor Ministro.

 

 

 

MILA relato de Ana Riera

Mila

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Las primeras veces respondía agradecida.

–¿Hola bonita, estás bien?

–Sí, gracias.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Mila, me llamo Mila.

Bueno, lo cierto es que al principio no entendía nada de lo que le decían. Las palabras no eran más que ruido sin sentido martilleándole la cabeza. Aunque debía reconocer que las sonrisas que se dibujaban en esas caras desconocidas la tranquilizaban, al menos momentáneamente.

Al cabo de unos días, sin embargo, empezó a comprender esa lengua extraña. Seguramente ayudó que siempre fueran las mismas preguntas.

Sí. Las primeras veces respondía agradecida. Pero transcurridos un par de meses, las preguntas empezaron a molestarle. Tal vez fuera por el hecho de ver que no ocurría nada. Al recibir una de aquellas sonrisas parecía que iba a cambiar algo, pero pasaban los días y todo seguía igual. Fuera como fuese, la sensación de esperanza se había ido desvaneciendo lentamente, como una nube que se deshilacha imperceptiblemente mientras la observas desplazarse por el cielo.

Ahora le fastidiaba abiertamente que le repitieran las mismas preguntas de siempre. ¿Es que no iban a cansarse nunca?

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Tampoco soportaba ya las sonrisas. Al principio había creído que eran sinceras, que tenía sentido aferrarse a ellas. De un tiempo a esta parte, no obstante, le parecían huecas. Incluso le dolían físicamente.

–¿Hola guapa, estás bien?

–Pues no. Lo que estoy es jodida, eso es lo que estoy.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Lo cierto es que no tengo nombre. Lo he perdido porque nadie me ve realmente.

Eso le habría gustado soltarles a la cara a todas esas personas que se dirigían a ella como si fuera una figura de cristal que fuera a romperse con solo mirarla, pero que luego se marchaban a seguir con sus vidas. Vidas como la que le habían arrebatado a ella hacía unos meses.

–¿Hola guapa, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

 

Ojalá nunca hubiera oído esas preguntas. Ojalá siguiera en su casa de paredes encaladas, oyendo trajinar a su madre en la cocina, tumbada en su cama de madrugada, tapada hasta la barbilla, robando unos minutos más de sueño al día antes de levantarse. Cómo echaba de menos su casa. Ahora que estaba lejos, que la había perdido, recordaba detalles de los que nunca había sido consciente. Como que le gustaba oler el intenso aroma del café inundándolo todo en cuanto bajaba por las empinadas escaleras de buena mañana. O que los primeros rayos de sol se colaran por la ventana bañando la mesa de rincón en la que se sentaba a desayunar, como dándole los buenos días. O sentarse en el viejo sofá arropada con una manta y apoyando la cabeza en el hombro de su padre con el sonido de la radio de fondo.

Mila no podía más y esa tarde explotó. Era un día cualquiera, casi idéntico a todos los que había vivido desde su llegada a ese lugar. Cola para ir al baño y a las duchas recién levantada, cola para desayunar en la gran sala común, vuelta al pabellón prefabricado para dejar las cosas de aseo y coger la ropa sucia, y vuelta a empezar. Cola para lavar la ropa, cola para tenderla en las cuerdas, cola para el reparto de champú o de jabón o de compresas, cola para la comida… Y luego, para rematar, la tortura de las caras sonrientes.

–Hola guapa, me llamo Eva. ¿Estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Mila no pudo evitarlo. Las palabras salieron disparadas de su boca a la velocidad de la luz. Fue como abrir un grifo con demasiada presión.

–No tengo nombre porque nadie me ve. Y estoy jodida, muy jodida. Yo tenía una casa, ¿sabe? Y una vida. Me iba bien. Mi madre chillaba mucho, pero me quería. Y mi padre siempre andaba quejándose, pero también me quería. Y yo a ellos. El instituto nuevo me gustaba, sobre todo porque iban mis dos mejores amigas. Y porque iba Roco, que me tenía loca. Y de repente todo eso, mi mundo entero, ha desaparecido. Y a nadie le importa una mierda. A nadie. O no llevaría aquí muriéndome de asco y de pena tres putos meses sin que ocurra nada, nada de nada. Así que rellene su puto informe, o lo que sea que rellenan, y luego déjeme en paz y siga con su vida, usted que puede.

Cuando terminó, Mila apenas podía respirar. Le faltaba el aire, le temblaban las manos. Sin embargo, le sostuvo la mirada. La mujer que tenía delante la observaba con los ojos muy abiertos. Pasaron varios segundos arrastrándose lastimosamente entre las dos. Por una vez, fue la otra la que acabó mirando al suelo.

Mila seguía alterada, pero poco a poco su respiración fue acompasándose. Aun así, le sorprendió oír la voz de la mujer.

–Tienes razón. Debes pensar que somos gilipollas. Lo siento –dijo sin dejar de mirar el suelo.

Mila no se esperaba estas palabras. Había pensado en marcharse, pero se quedó sentada.

–Tienes derecho a estar enfadada. Lo que te ha ocurrido es una puta mierda. Ni siquiera puedo imaginar cómo te sientes, por mucho que me esfuerce. Creí que hacía algo importante y elevado. Pero ahora mismo me siento como una verdadera estúpida.

Se hizo el silencio, pero esta vez no fue un silencio incómodo. A Mila eso la tranquilizó.

–¿Hay algo que pueda hacer? Quiero decir, ¿hay algo que puede hacer para lograr que te sientas un poquito mejor? Lo que sea, de verdad –añadió la mujer mirándola de nuevo a la cara. Por primera vez desde que había empezado esa pesadilla, por primera vez desde que se había convertido en una refugiada, a Mila le pareció que algo tenía sentido, o al menos que podía llegar a tenerlo. Las primeras lágrimas resbalaron mudas por sus mejillas. Luego llegó el sollozo desconsolado que llevaba reprimiendo desde hacía semanas. Cuando por fin empezó a remitir, mucho rato después, Eva seguía a su lado sujetándole la mano con fuerza entre las suyas.

Mila la miró y supo que esta vez iba a ser distinto. Porque Eva sí la estaba viendo de verdad y eso le permitía ser de nuevo una persona de carne y hueso. En su cara se dibujó una tímida sonrisa.