Reducido a escombros Por Paula Alfonso

  • Derríbenlo también.

Intenté que mi voz sonara contundente, rotunda, firme. Tirar aquella habitación era lo más acertado, lo más práctico, sin duda lo más inteligente y ya estaba dicho no había vuelta atrás.

  • ¿Está segura?

La pregunta del operario me tomó totalmente por sorpresa, sinceramente no la esperaba. En el recorrido que desde hacía más de una hora llevábamos haciendo por la propiedad se había limitado a anotar una por una todas mis decisiones: esa pared la desplazan para que haga ángulo recto con la otra; esta puerta me gustaría que fuera más grande, de dos vanos, a poder ser; aquí, aprovechando el hueco, quiero un armario… Nunca me ofreció su opinión, ni me regaló una sugerencia, nada, sin embargo, al anunciarle mi deseo de derribar aquella habitación sí lo hizo, ¿por qué?

Sorprendida, le miré a los ojos y me recordaron a los de un jugador de mus que acabara de echar un órdago al contrincante. Su mirada era retadora con un cierto toque de orgullo, y por supuesto esperaba atento mi respuesta. Despegué los labios para contestarle, pero tuve que detenerme, los argumentos, tan sólidos hacía unos instantes, comenzaban a volatilizarse como el humo entre las nubes. Asumí mi derrota, no me quedó otra opción, comprendí que a pesar de lo mucho que lo había meditado, aún no estaba preparada para convertir en escombros la vieja habitación. Con una leve sonrisa a modo de disculpa, me giré y comencé a cruzar el patio para dirigirme hacia ella, tenía que verla de nuevo, era como si algo desde allí me reclamara.

La mañana era radiante, una ligera brisa mecía las ramas del cercano naranjo haciendo que sus flores esparcieran aroma de azahar en todas direcciones. El silencio era casi absoluto. A pesar de que la casa estaba en el centro del pueblo, no se oía ni una voz, ni el ladrido de un perro, ni las llantas de un coche circulando, solo las campanas del reloj de la iglesia se atrevían a alterar esa pacífica atmósfera. Qué diferente de hace 60 años, cuando mis padres construyeron esta casa. Las primeras luces del alba llegaban ya aderezadas con el canto orgulloso de los gallos en sus corrales, esa era la señal inequívoca del inicio de la jornada, al poco la gente abandonaba sus hogares y salían a la calle para saludarse, darse los buenos días, interesarse por los enfermos, hacerse partícipe de las novedades… Todo esto sucedía mientras las mujeres barrían y regaban con agua sus portales y los hombres se encaminaban hacia sus trabajos en las huertas. Entonces todo era movimiento, actividad, vida. Sin embargo, ahora el pueblo parece desierto, y no es que se haya quedado sin gente, sino que la que hay opta, optamos, por perpetrarnos tras las paredes de nuestras casas, no buscamos la complicidad o compañía de otros, sino la seguridad de nuestra guarida.

Había llegado ya a la “cocinilla” —así nos referíamos en nuestra familia a aquel pequeño habitáculo que junto a otras dependencias, también muy antiguas, recibimos con la compra de un espacioso patio que lindaba con nuestra casa—. No modificamos nada en ella, intencionadamente la mantuvimos igual que la tenían sus anteriores dueños, y es que nos gustaba tal y como era. La mostrábamos como algo excepcional, como algo que ya raramente se ve, estábamos orgullosos de ella. Su puerta pintada de verde estaba hecha de sólidos cuarterones, y tras abrirla todavía se podía respirar un olor añejo mezcla de humo y pimentón con el que se aderezaban las longanizas antes de ponerlas a secar. Era pequeña, su techo lo formaban gruesas vigas de madera totalmente ennegrecidas que se apuntalaban en la parte central, el suelo era de ladrillo rojo, pero en determinadas zonas la tierra suelta empezaba a asomar por sus numerosas fisuras. Las paredes, en otro tiempo inmaculadas por las numerosas capas de cal, aparecían ahora surcadas por los regueros que había dejado el agua de lluvia al filtrarse por cualquiera de las goteras.

El foco de atención, la razón de ser de aquella habitación era el pequeño hogar que sobre una especie de escalón se elevaba a escasos centímetros del suelo. Era un hogar desnudo; ya no había en él badiles, trébedes, cazos o pucheros de latón, pero aun así mantenía su esencia, gracias al pequeño semicírculo de color pardo que había quedado en el suelo, ocasionado por las antiguas capas de ceniza y la media chimenea que a pocos centímetros iniciaba su ascenso, cruzaba el entramado del techo y se abría como una gran boca al exterior. A los lados de este pequeño hogar se disponían dos bancos corridos que en su momento debieron estar cubiertos de seras de esparto para mitigar la frialdad de la piedra y su dureza.

Mientras permanecí allí, de pie frente a aquel peculiar escenario, me di cuenta de lo fácil que resultaba incorporarle actores y dotarlo de vida. Quise imaginar que ya había anochecido, que el hombre acababa de llegar de sus tareas del campo, y tras dejar en la cuadra la caballería y los aperos, se había lavado las manos en una vieja jofaina y ahora se sienta en el banco y siento que me mira sin verme. Es una sensación extraña de estar allí en un tiempo lejano que de pronto se hacía presente. Con sus dedos callosos reúne ramas de brezo seco, apretándolas hasta formar una gavilla y crear una escoba que sustituirá a la vieja y gastada. Su hija, sentada a su lado, sigue atenta todos sus movimientos, recoge los trozos de rama que se caen y se los entrega por si aún pueden ser de utilidad. Tendrá unos 8 o 9 años, cubre su cabeza con un pañuelo gris y calza unas alpargatas que a todas luces parecen quedarle grandes. Como sus piernas aún no llegan al suelo las balancea de manera constante adelante y atrás, adelante y atrás. Finalmente, sentada en una silla baja de enea, de espaldas a mí, está la mujer. Su posición no me permite verle la cara, pero la supongo arrebatada por el calor que desprenden las ascuas de la lumbre. Con una cuchara de madera da vueltas al guiso que lentamente cuece en el interior de un viejo puchero, de vez en cuando se aproxima la cuchara a los labios, sopla y prueba, pero aún no está, devuelve la madera a su sitio y sigue revolviendo. La única iluminación en la pequeña estancia es la que le aporta el fuego, hay un candil colgado de un clavo pero permanece apagado. El silencio allí es casi total, solo se escucha el burbujeo del caldo, el crepitar de la madera al consumirse y el roce que hacen las herramientas entre los dedos del anciano.

Me hubiera gustado haber podido disfrutar más tiempo de esta escena, pero ya estaba bien, tenía que volver a la realidad, no resultaba nada beneficioso para las obras que pretendía iniciar que los albañiles encargados de hacerlas me tomaran por una lunática endemoniada. Me giré para salir de nuevo al patio, pero encontré que la puerta se había cerrado y mis piernas no me respondían, estaban como pegadas al suelo. Volví de nuevo mis ojos al frente y la visión que había imaginado permanecía inalterable, el hombre encorvado sobre sus manos, la niña balanceando sus piernas y la mujer dando vueltas y vueltas al guiso.

No podía ser. Parpadeé, me restregué los ojos, pero la visión no desaparecía. Noté que me asfixiaba, el aire no estaba siendo suficiente para llenar mis pulmones y comencé a ponerme nerviosa. Quise gritar, pedir auxilio, pero tampoco la voz me obedecía. Estaba aterrada.

De repente la mujer detuvo su brazo, sacó la cuchara, la escurrió con dos golpes suaves en el borde del puchero y la depositó en un plato metálico que tenía a su derecha, después apoyó sus manos sobre las rodillas y lentamente, muy lentamente se fue girando hasta quedar frente a mí. A su vez el hombre detuvo sus manos, levantó la cabeza y también me miró, la niña fue la última en dejar quietas sus piernecitas y tras retirarse de la frente un mechón de pelo que le molestaba fijó igualmente sus ojos en mí. Eran seis puntos fijos y brillantes que desde la semioscuridad me taladraban y no podía zafarme, me tenían hipnotizada.

  • No destruyas nuestro hogar — dijo la mujer con una voz ronca y un tono que lejos de parecer una súplica, sonó a orden tajante.

Después fue el hombre el que habló

— Este es nuestro sitio, nos pertenece, aquí, en este mismo lugar donde hoy me siento se sentó mi padre y antes que él mi abuelo. No tienes derecho.

A continuación la niña echó su cuerpo hacia delante y se dejó resbalar hasta que los pies tocaron el suelo, caminó hasta donde yo estaba y buscó mi mano, la frialdad de su piel casi me obliga a rechazarla, pero me estaba agarrando con tanta fuerza que de haberlo intentado no hubiera podido.

  • Adónde iremos después. Déjanos seguir en nuestro hogar.

La dulzura que reflejaba su cara no se correspondía con la persistente firmeza de sus dedos al sujetarme.

  • Tenéis que iros. Respondí, pero mi voz apenas resultó perceptible. Carraspeé y traté de que esta vez sonara más firme, de paso, ayudándome con la otra mano conseguí liberarme de las de la niña.
  • No es vuestro hogar, vosotros hace mucho tiempo que no tenéis hogar, no tenéis nada, debéis marchar, lo que voy a hacer os servirá de ayuda.
  • ¡Por favor!

Al no poder alcanzar mis manos que intencionadamente las había pertrechado bajo mis brazos cruzados, se cogió a mi falda y tirando de ella insistió.

  • ¿Qué mal te hacemos?, eres tú la única que conoce nuestra existencia, déjanos seguir aquí
  • Si no soy yo será otro el que lo haga, hacedme caso, iros, este mundo ya no es vuestro, no os pertenece. Sois un error, una anomalía, estáis solo en mi cerebro. Por favor, idos.

Con una fuerza que no sé de dónde pude sacar, conseguí despegar mis pies del suelo y caminando hacia atrás para no dejar de observarles, como si desconfiara de sus intenciones alcancé la puerta, solo entonces me giré, tomé la aldaba, la levanté y salí al exterior. El contraste con la luminosidad del patio me obligó a cerrar los ojos, pero aun así, protegiéndome con una mano, continué avanzando hasta que encontré al albañil.

Derríbenlo —le ordené— derríbenlo todo.

Serafín y sus mujeres Por Horacio Otheguy Riviera

La silla de ruedas deambula cuesta arriba sin esfuerzo. Serpentea por pura diversión, impulsada no sólo por su energía eléctrica bien comandada, sino sobre todo por la irresistible energía del conductor, de su pensamiento, su creatividad, su música interior. Y cuando llega a la cima del Parque del Oeste, acelera en llano, sus mágicos acordes parecen elevarle hasta superar las copas de los árboles. Gira sobre sí reduciendo la marcha, imaginando el clímax que logrará su voz al narrarle a Blanca el final de su relato. El final que tanto le entusiasma y que acaba de saborear.

 

Frida Castelli.

Serafín Velasco se siente en la gloria en pleno mediodía de verano. La soledad del parque, su gratificante transpiración con aroma a limpio, a perfume de su cuerpo aseado por manos sabias al empezar la mañana, y en la boca el relato urdido mentalmente para ella: ese drama tan accidentado con final en ascendente tensión para que el doctor Evaristo Ledesma deje la bebida ante el inminente perdón de su enamorada hermana. Es tan grande la pena acumulada en sus largas historias paralelas de frustraciones y resentimientos, que el propio Serafín —total inventor de la trama, entusiasta contador de historias que nunca escribe— llegó a pensar que no sería posible reunirlos, facilitarles el camino del reencuentro. Pero sí. Las palabras ganaron las batallas del prejuicio y la condena bienpensante, se batieron los imposibles en su propio terreno y la voz de Serafín se yergue victoriosa: “El doctor y su hermana, Evaristo y Laura Ledesma, se miran largo a través de la lluvia, contienen el ansia de escapar en lentos pero firmes pasos de uno hacia otro. Finalmente se deciden a avanzar empapados. Se abrazan, besan y desnudan muy despacio en medio de la calle, bajo un cielo que aparta la tormenta y deja una llovizna que es telón y caricia, refugio y piedad. Sólo cuando se hablan al oído aumenta la intensidad del agua. No es posible oír lo que se dicen después de tanto tiempo en silencio”.

En el rosedal del parque, Blanca escucha el relato de Serafín con su uniforme azul de enfermera, liberados los primeros botones, asomando apenas la carne prieta en un cuerpo pudibundo al que, sin embargo, le brilla una sonrisa que quisiera pasear por la piel del hombre más deseado.

Almuerzo exquisito, ligeros comentarios generales y breve siesta. Todo sin salir del parque, recogidos, solitarios. Al despertar, el amigo-autor está nuevamente solo. Rápida ojeada al fichero mental de personajes, situaciones, ambientes. Bebe el té frío que le dejó Blanca y se entrega de lleno al nuevo material. En las próximas horas recorrerá otro parque, combinará elementos diversos como si escribiese novelas por encargo, sin resuello, al mandato de un editor tirano bajo el más tirano aún rigor del dinero y él, oh, él, se sumerge en cocktail de tópicos: ansioso, alcohólico y cocainómano igualmente imaginario, inventado escritor jamás impreso que teje relatos solamente para ellas, sus dos mujeres: Blanca y Beatriz.

Montaje fotográfico de Carl Warner.

La primera en impoluto azul, excitante en su enfermizo recato. La otra, completamente distinta, trae consigo un cuerpo enamorado de sí mismo, dispuesto a ser siempre bien acogido: altiva, fogosa, libre. Es la dueña del atardecer y la madrugada, quien más horas pasa a su lado. No más llegar junto a Serafín se transporta al ámbito de sus narraciones, siempre agradecida y colaboradora en cuanto detalle pueda participar. Para ella: la aventura de una secretaria que todos suponen virgen y beata, pero resulta gran conocedora de ritos sexuales. Personaje a su medida, Alexandra Miravedí modifica su aspecto para asistir a una subasta. Maquillaje, falda, escote pronunciado: cincela las curvas de una mujer que hará lo que sea con tal de poseer la medalla turquesa, amuleto maya para el pleno dominio del cuerpo y el alma, el placer de la carne y la sabiduría del espíritu. Una aventura trepidante con el viento en contra de un destino que la quiere escindida entre la esclava y la conquistadora, la puritana y la desvergonzada.

Andrei Protsouk.

Entusiasmados por la narración dejan pasar el tiempo. Beatriz corre por el parque, cruza las calles con los semáforos en rojo empujando la silla de ruedas hasta llegar al ascensor, luego a la cocina y el baño donde la desnuda por completo. La ve meterse en la ducha, rememora sin nombrarla la escena de lluvia y reencuentro amoroso de la historia de Blanca con el doctor y su hermana, abre y cierra los ojos, relame la magia del instante. Observa con deleite todos los gestos de quien acaba de quitarse el jabón y ahora rasura el vello púbico con esmero, luego se perfuma, maquilla pómulos, párpados, pinta los labios. Serafín desliza su mirada con emoción y tristeza. Sabe que en esta larga noche se producirá un cambio arriesgado.

Del éxito o el fracaso de su apuesta dependen tres vidas.

El sonido de los propios quehaceres de Beatriz le rescatan del pánico, comparten risa contagiosa, la ve vestirse lentamente y resulta casi más excitante que desnudarla. Otra vez en la silla de ruedas, la acompaña hasta el ascensor y allí se queda un buen rato hasta perder la melodía de su taconeo.

Antes de volver a entrar en el piso, deja una llave para Blanca bajo el felpudo. Teme que no cumpla lo acordado pero corrige el mal agüero con una acción optimista: silba su aria preferida de I Pagliacci y se instala en la cocina. Hornea la cena, bebe vino blanco, lee un par de cuentos de Maupassant, ve algunas de sus secuencias preferidas de La historia de Adele H… Todo con el fin de completar argumentos y escenas en su fichero mental. Lector y espectador técnico, carente de emociones, al servicio de la creatividad que sus mujeres le reclaman. Da una cabezada y a las 3,45 de la madrugada prepara dos bandejas con pasteles suizos, bombones de frutas con chocolate blanco. En la bandeja que deja en el cuarto de baño agrega un cubo, hielo y champán. En la que deposita en la habitación de huéspedes, vodka y coca-cola.

A las 4,30 en punto, Beatriz reaparece extenuada y hambrienta, la cara limpia de colorines, ojerosa y desprolija como a él más le gusta. Reaparece ávida por saber de sus personajes, por escuchar los matices de su voz entonando historias ajenas. El vapor del agua caliente y las sales, todo el encantador aroma del sudor que escapa por el sumidero y la bañera vuelta a llenarse, los besos sedientos, los besos serenos. Todo el aire y la espuma, olores que reavivan, dulces que embriagan, champán que entona. Todo el aire y su espuma, la debilidad del hombre que no puede andar con sus piernas pero sí acariciar, dejarse estar en los cansados y agradecidos brazos de la joven; todo el placer con que son capaces de soñarse y tenerse alcanza hoy la dimensión de una conquista superior. Desde el cuarto de huéspedes, Blanca les observa por el ojo de la cerradura, el hueco de la puerta entreabierta; bebe una segunda copa, su agobiado pudor escapa por una felicidad que aumenta a medida que avanza descalza. Se detiene a la distancia justa. Es una sombra que debe permanecer intocada. Escucha, mira, se subyuga y maravilla. Beatriz se sumerge en la renovada espuma con hierbas de Guayaquil y abandona para siempre el aroma de los otros que anduvieron por su cuerpo fugazmente a cambio de dinero.

El triángulo recién estrenado impulsa al anfitrión con bravura y desde lo alto desciende en espasmos formidables, gemidos compartidos, sonrisas largamente soñadas. A él le basta ahora con la mirada de Blanca, apenas desnudo un hombro hasta el breve monte de su pecho, y la sabia experiencia de Beatriz.

Mary Nieves Kirn “Verena”.

Blanca da por concluido el rito, se agasaja a sí misma en una penumbra ante sus ojos silenciosos. Allí donde mueren los jadeos y toda impudicia se repliega, Serafín y sus amores confirman inédito camino. A las 3 en punto de la tarde en el Parque del Oeste, Blanca tendrá su historia, ahora un poco más subida de tono, con una joven virgen que despierta la lujuria de un inquisidor. Aún sin reponerse del todo, semidormido, Serafín sigue pergeñando situaciones. En el amplio bolsillo de la silla de ruedas las dos mujeres le han puesto los sobres con dinero para la administración mensual de los tres. Él toma sus manos, besa los dedos uno por uno, acurruca la cabeza entre sus muslos. Ambas le llevan a la cama, le cobijan. Es la primera vez que están juntas a su lado. Se preguntan si serán capaces de compartirle durante mucho tiempo. Y en mudo acuerdo pactan respetar la nueva situación, ignorar otros sentimientos que no sean los que él necesita y dejar que una, dos, o incluso tres veces por semana, Blanca tome las llaves bajo el felpudo, pruebe los manjares que él dejará sobre la cama del cuarto de huéspedes, y consagre toda la pasión que él necesita a través de los ojos: esos ojos negros que iluminan los besos de su hombre recorriendo el apasionado cuerpo de Beatriz, su hermana gemela.