- Derríbenlo también.
Intenté que mi voz sonara contundente, rotunda, firme. Tirar aquella habitación era lo más acertado, lo más práctico, sin duda lo más inteligente y ya estaba dicho no había vuelta atrás.
- ¿Está segura?
La pregunta del operario me tomó totalmente por sorpresa, sinceramente no la esperaba. En el recorrido que desde hacía más de una hora llevábamos haciendo por la propiedad se había limitado a anotar una por una todas mis decisiones: esa pared la desplazan para que haga ángulo recto con la otra; esta puerta me gustaría que fuera más grande, de dos vanos, a poder ser; aquí, aprovechando el hueco, quiero un armario… Nunca me ofreció su opinión, ni me regaló una sugerencia, nada, sin embargo, al anunciarle mi deseo de derribar aquella habitación sí lo hizo, ¿por qué?
Sorprendida, le miré a los ojos y me recordaron a los de un jugador de mus que acabara de echar un órdago al contrincante. Su mirada era retadora con un cierto toque de orgullo, y por supuesto esperaba atento mi respuesta. Despegué los labios para contestarle, pero tuve que detenerme, los argumentos, tan sólidos hacía unos instantes, comenzaban a volatilizarse como el humo entre las nubes. Asumí mi derrota, no me quedó otra opción, comprendí que a pesar de lo mucho que lo había meditado, aún no estaba preparada para convertir en escombros la vieja habitación. Con una leve sonrisa a modo de disculpa, me giré y comencé a cruzar el patio para dirigirme hacia ella, tenía que verla de nuevo, era como si algo desde allí me reclamara.
La mañana era radiante, una ligera brisa mecía las ramas del cercano naranjo haciendo que sus flores esparcieran aroma de azahar en todas direcciones. El silencio era casi absoluto. A pesar de que la casa estaba en el centro del pueblo, no se oía ni una voz, ni el ladrido de un perro, ni las llantas de un coche circulando, solo las campanas del reloj de la iglesia se atrevían a alterar esa pacífica atmósfera. Qué diferente de hace 60 años, cuando mis padres construyeron esta casa. Las primeras luces del alba llegaban ya aderezadas con el canto orgulloso de los gallos en sus corrales, esa era la señal inequívoca del inicio de la jornada, al poco la gente abandonaba sus hogares y salían a la calle para saludarse, darse los buenos días, interesarse por los enfermos, hacerse partícipe de las novedades… Todo esto sucedía mientras las mujeres barrían y regaban con agua sus portales y los hombres se encaminaban hacia sus trabajos en las huertas. Entonces todo era movimiento, actividad, vida. Sin embargo, ahora el pueblo parece desierto, y no es que se haya quedado sin gente, sino que la que hay opta, optamos, por perpetrarnos tras las paredes de nuestras casas, no buscamos la complicidad o compañía de otros, sino la seguridad de nuestra guarida.
Había llegado ya a la “cocinilla” —así nos referíamos en nuestra familia a aquel pequeño habitáculo que junto a otras dependencias, también muy antiguas, recibimos con la compra de un espacioso patio que lindaba con nuestra casa—. No modificamos nada en ella, intencionadamente la mantuvimos igual que la tenían sus anteriores dueños, y es que nos gustaba tal y como era. La mostrábamos como algo excepcional, como algo que ya raramente se ve, estábamos orgullosos de ella. Su puerta pintada de verde estaba hecha de sólidos cuarterones, y tras abrirla todavía se podía respirar un olor añejo mezcla de humo y pimentón con el que se aderezaban las longanizas antes de ponerlas a secar. Era pequeña, su techo lo formaban gruesas vigas de madera totalmente ennegrecidas que se apuntalaban en la parte central, el suelo era de ladrillo rojo, pero en determinadas zonas la tierra suelta empezaba a asomar por sus numerosas fisuras. Las paredes, en otro tiempo inmaculadas por las numerosas capas de cal, aparecían ahora surcadas por los regueros que había dejado el agua de lluvia al filtrarse por cualquiera de las goteras.
El foco de atención, la razón de ser de aquella habitación era el pequeño hogar que sobre una especie de escalón se elevaba a escasos centímetros del suelo. Era un hogar desnudo; ya no había en él badiles, trébedes, cazos o pucheros de latón, pero aun así mantenía su esencia, gracias al pequeño semicírculo de color pardo que había quedado en el suelo, ocasionado por las antiguas capas de ceniza y la media chimenea que a pocos centímetros iniciaba su ascenso, cruzaba el entramado del techo y se abría como una gran boca al exterior. A los lados de este pequeño hogar se disponían dos bancos corridos que en su momento debieron estar cubiertos de seras de esparto para mitigar la frialdad de la piedra y su dureza.
Mientras permanecí allí, de pie frente a aquel peculiar escenario, me di cuenta de lo fácil que resultaba incorporarle actores y dotarlo de vida. Quise imaginar que ya había anochecido, que el hombre acababa de llegar de sus tareas del campo, y tras dejar en la cuadra la caballería y los aperos, se había lavado las manos en una vieja jofaina y ahora se sienta en el banco y siento que me mira sin verme. Es una sensación extraña de estar allí en un tiempo lejano que de pronto se hacía presente. Con sus dedos callosos reúne ramas de brezo seco, apretándolas hasta formar una gavilla y crear una escoba que sustituirá a la vieja y gastada. Su hija, sentada a su lado, sigue atenta todos sus movimientos, recoge los trozos de rama que se caen y se los entrega por si aún pueden ser de utilidad. Tendrá unos 8 o 9 años, cubre su cabeza con un pañuelo gris y calza unas alpargatas que a todas luces parecen quedarle grandes. Como sus piernas aún no llegan al suelo las balancea de manera constante adelante y atrás, adelante y atrás. Finalmente, sentada en una silla baja de enea, de espaldas a mí, está la mujer. Su posición no me permite verle la cara, pero la supongo arrebatada por el calor que desprenden las ascuas de la lumbre. Con una cuchara de madera da vueltas al guiso que lentamente cuece en el interior de un viejo puchero, de vez en cuando se aproxima la cuchara a los labios, sopla y prueba, pero aún no está, devuelve la madera a su sitio y sigue revolviendo. La única iluminación en la pequeña estancia es la que le aporta el fuego, hay un candil colgado de un clavo pero permanece apagado. El silencio allí es casi total, solo se escucha el burbujeo del caldo, el crepitar de la madera al consumirse y el roce que hacen las herramientas entre los dedos del anciano.
Me hubiera gustado haber podido disfrutar más tiempo de esta escena, pero ya estaba bien, tenía que volver a la realidad, no resultaba nada beneficioso para las obras que pretendía iniciar que los albañiles encargados de hacerlas me tomaran por una lunática endemoniada. Me giré para salir de nuevo al patio, pero encontré que la puerta se había cerrado y mis piernas no me respondían, estaban como pegadas al suelo. Volví de nuevo mis ojos al frente y la visión que había imaginado permanecía inalterable, el hombre encorvado sobre sus manos, la niña balanceando sus piernas y la mujer dando vueltas y vueltas al guiso.
No podía ser. Parpadeé, me restregué los ojos, pero la visión no desaparecía. Noté que me asfixiaba, el aire no estaba siendo suficiente para llenar mis pulmones y comencé a ponerme nerviosa. Quise gritar, pedir auxilio, pero tampoco la voz me obedecía. Estaba aterrada.
De repente la mujer detuvo su brazo, sacó la cuchara, la escurrió con dos golpes suaves en el borde del puchero y la depositó en un plato metálico que tenía a su derecha, después apoyó sus manos sobre las rodillas y lentamente, muy lentamente se fue girando hasta quedar frente a mí. A su vez el hombre detuvo sus manos, levantó la cabeza y también me miró, la niña fue la última en dejar quietas sus piernecitas y tras retirarse de la frente un mechón de pelo que le molestaba fijó igualmente sus ojos en mí. Eran seis puntos fijos y brillantes que desde la semioscuridad me taladraban y no podía zafarme, me tenían hipnotizada.
- No destruyas nuestro hogar — dijo la mujer con una voz ronca y un tono que lejos de parecer una súplica, sonó a orden tajante.
Después fue el hombre el que habló
— Este es nuestro sitio, nos pertenece, aquí, en este mismo lugar donde hoy me siento se sentó mi padre y antes que él mi abuelo. No tienes derecho.
A continuación la niña echó su cuerpo hacia delante y se dejó resbalar hasta que los pies tocaron el suelo, caminó hasta donde yo estaba y buscó mi mano, la frialdad de su piel casi me obliga a rechazarla, pero me estaba agarrando con tanta fuerza que de haberlo intentado no hubiera podido.
- Adónde iremos después. Déjanos seguir en nuestro hogar.
La dulzura que reflejaba su cara no se correspondía con la persistente firmeza de sus dedos al sujetarme.
- Tenéis que iros. Respondí, pero mi voz apenas resultó perceptible. Carraspeé y traté de que esta vez sonara más firme, de paso, ayudándome con la otra mano conseguí liberarme de las de la niña.
- No es vuestro hogar, vosotros hace mucho tiempo que no tenéis hogar, no tenéis nada, debéis marchar, lo que voy a hacer os servirá de ayuda.
- ¡Por favor!
Al no poder alcanzar mis manos que intencionadamente las había pertrechado bajo mis brazos cruzados, se cogió a mi falda y tirando de ella insistió.
- ¿Qué mal te hacemos?, eres tú la única que conoce nuestra existencia, déjanos seguir aquí
- Si no soy yo será otro el que lo haga, hacedme caso, iros, este mundo ya no es vuestro, no os pertenece. Sois un error, una anomalía, estáis solo en mi cerebro. Por favor, idos.
Con una fuerza que no sé de dónde pude sacar, conseguí despegar mis pies del suelo y caminando hacia atrás para no dejar de observarles, como si desconfiara de sus intenciones alcancé la puerta, solo entonces me giré, tomé la aldaba, la levanté y salí al exterior. El contraste con la luminosidad del patio me obligó a cerrar los ojos, pero aun así, protegiéndome con una mano, continué avanzando hasta que encontré al albañil.
Derríbenlo —le ordené— derríbenlo todo.