Cita anónima Por Ana Riera

Carla estaba excitadísima. No veía el momento de que llegara la hora. Sentía un vértigo que le producía náuseas y euforia a partes iguales. Trató de serenarse un poco. Todavía quedaba una hora de reloj. Intentó concentrarse en los gráficos que llenaban la pantalla de su ordenador, pero fue inútil. Su mente hacía rato que volaba lejos. Se levantó, cogió su bolsita de las pinturas y se refugió en el baño. Se refrescó un poco la nuca y se lavó las manos. Observó la imagen que le devolvía el espejo. Hacía tiempo que los ojos no le brillaban de ese modo. Se gustó. Incluso se encontró guapa. Le pareció increíble que la mera perspectiva de lo que iba a suceder pudiera influir hasta ese punto en su aspecto. Se dedicó una sonrisa pícara. Si le quedaba algún asomo de duda, se esfumó por completo en ese preciso instante. No se iba a echar atrás. Ya no.

Todo había empezado con su amiga Nuria. Habían salido a tomar una cerveza. Carla recordaba haberse quejado de Pablo, de su carácter excesivamente previsible.

–Pues haz algo distinto.

–¿Algo distinto? ¿Cómo qué?

–Ten una aventura.

–Joder, Nuria. Tú siempre tan comedida.

Carla quería mucho a su amiga, pero a veces la desconcertaba. A menudo no sabía si le hablaba en serio o si le tomaba el pelo. Como en ese momento. Por eso se lo preguntó.

–¿Hablas en serio?

–Pues claro que hablo en serio. Nada como echar una canita al aire para oxigenar una relación.

–Cualquiera que te oiga pensará que te va mogollón eso de poner cuernos.

–No, no te confundas. Tener sexo con un absoluto desconocido al que ni siquiera le ves la cara no entra en la categoría de poner los cuernos. Al menos no para mí.

–¿Pero se puede saber de qué hablas?

–De Secret Friends.

–¿Me estás vacilando?

Por la cara que puso su amiga supo que no era así. En un primer momento no quiso saber nada. Ser infiel era ser infiel, daba igual si le veías la cara al otro o no. Pero varios días más tarde, tras tomarse un par de vinos con Nuria, le pudo la curiosidad y volvió a sacar el tema. Su amiga le aseguró que todo era de lo más discreto. Escogías un tío viendo sólo su torso desnudo y cuatro líneas que había escrito sobre sí mismo. Luego esperabas a ver si aceptaba tu invitación. Si aceptaba, el día indicado te presentabas en un discreto hotel con una máscara que te llegaba por mensajero. La máscara te cubría la mayor parte de la cara. Sólo dejaba al descubierto tu boca y tus ojos. Protegida tras el anonimato, pasabas una ardiente velada y luego regresabas a tu casa satisfecha y como si no hubiera ocurrido nada. Si lo necesitabas, incluso te proporcionaban una coartada creíble.

Carla le había asegurado a su amiga que ella no estaba hecha para esa clase de cosas. Que no sabría disimular, que se le notaría al volver a casa, que la culpa la volvería loca. El lunes siguiente, no obstante, tras un fin de semana anodino y monótono, llegó al trabajo media hora antes, encendió el ordenador y entró en la página de Secret Friends.

Una semana más tarde, ahí estaba, hecha un manojo de nervios, deseando que llegara la hora. Escoger a su amante ocasional le había resultado más fácil de lo que imaginaba. Fue por la frase de presentación: “soy un buen chico, pero a veces siento la llamada de la selva y no puedo resistirme”. Se había identificado de inmediato. Por suerte, él había aceptado su invitación.

Instintivamente miró una vez más el reloj. Ya faltaba menos. Cogió el lápiz de ojos y se los perfiló de nuevo. Luego se repaso los labios con su carmín favorito. Pensó en echarse unas gotas de perfume, pero cambió de idea. Si iba a ser sexo salvaje, mejor oler a hembra. Se echó un último vistazo en el espejo y salió del baño.

Cuando por fin se montó en el coche media hora más tarde, le temblaban las manos. ¡Resultaba tan excitante! Quedar así, con un desconocido que se oculta tras una máscara, protegida a su vez por el anonimato, y lanzarse directamente a sus brazos, sin preámbulos, sin intercambiar una sola palabra. Sexo puro y duro. Hacía mucho tiempo que no se sentía así. Era revitalizante.

Llegó al hotel a la hora exacta. Ya solo quedaba seguir las instrucciones que había recibido. Debía entrar directamente al garaje y ocupar la plaza 34. En cuanto paró el motor, unas persianas metálicas empezaron a descender desde el techo a ambos lados y por la parte trasera. Medio minuto más tarde, el coche se encontraba encerrado en un pequeño habitáculo. Por un momento, Carla se agobió. Pero fue solo un instante, ya que en seguida vio que delante de ella había una puerta. Al momento se encendió un cartel luminoso que había justo encima. Carla leyó. “No olvide coger su máscara. Colóquesela antes de cruzar la puerta”. Estaba todo milimétricamente pensado.

Más tranquila, cogió la máscara y se la colocó. Comprobó cómo le quedaba en el espejo retrovisor. Era una máscara preciosa y la verdad es que le quedaba muy sensual. Su nivel de excitación se disparó. Bajó del coche, cruzó la puerta con paso decidido y cogió el ascensor que tenía enfrente. Sin necesidad de apretar ningún botón, éste se puso en marcha y la llevó directamente a su habitación. La 434.

Llamó con la señal acordada. Al momento oyó unos pasos y se abrió la puerta. Allí estaba su amante, con su máscara cubriéndole la cara y el deseo saliéndole por todos los poros de la piel. Se acercó a ella taladrándola con la mirada. A Carla se le aceleró todavía más el corazón. Tras observarla unos segundos, la arrastró dentro con mimo. En seguida posó un dedo sobre sus labios, se lo metió en la boca. Sin prisas lo deslizó por su cuerpo. Luego todo se precipitó. Hicieron el amor como posesos y luego repitieron, todavía sedientos de deseo. Dos horas más tarde, Carla salía de nuevo del ascensor y entraba en su coche, agotada pero feliz.

Esa mañana le había dicho a su marido que volvería más tarde. Le habían puesto una reunión de equipo a las seis y esas reuniones siempre acababan alargándose más de lo previsto. Tenía coartada. Además, se sentía extrañamente tranquila. Pensó que se debería al efecto sedante del sexo. O a que, al no poder poner cara a su amante, todo parecía más inofensivo, casi irreal. Como si se hubiera tratado de un sueño, una mera fantasía erótica muy realista, pero completamente inofensiva. Su amiga Nuria tenía razón. Ya en el barrio, encontró aparcamiento a la primera. Iba a bajarse del coche, cuando vio la máscara tirada sobre el asiento del copiloto. Tenía que esconderla en algún lugar seguro. Se le ocurrió el sitio perfecto. La metió en el bolso, lejos de miradas indiscretas, y se apeó.

Media manzana más adelante, reconoció el coche de Pablo. Al pasar, posó la mano sobre el motor. Todavía estaba caliente. Igual había aprovechado para quedarse hasta más tarde en la oficina. O se había ido a tomar una copa con algún colega. Mejor. Así su aventura pasaría más desapercibida.

Entró en casa decidida, pero al ver a Pablo un latigazo de culpabilidad amenazó con traicionarla. Mientras se saludaban con un beso, consiguió dominarlo. Intercambiaron tres o cuatro frases banales.

–Voy a cambiarme, que vengo molida. En seguida estoy contigo y preparamos algo para cenar. Podemos hacer unos huevos revueltos. ¿Te apetecen?

–Sí, perfecto. Pero tranquila. Haz lo que tengas que hacer. No hay prisa.

Carla le dedicó una sonrisa y se metió en el dormitorio. De repente, la máscara le quemaba dentro del bolso, así que fue directa al vestidor. Había decidido esconderla en la caja de cartón donde guardaba su vestido de novia. Estaba en la estantería más alta. Era el sitio perfecto.

Cogió la escalera de detrás de la puerta, bajó la caja y la dejó en el suelo. Después sacó la máscara del bolso, la envolvió con un trozo de papel de seda para que no se estropeara y retiró la tapa de la caja. Al levantar un poco el vestido para meterla debajo topó con algo duro. También estaba envuelto con un trozo de papel de seda. Lo retiró con cuidado. Era otra máscara: la que había usado para ocultarse su amante de esa noche.

La duda Por Ana Riera

 

 

Jonás lo sabía. Sabía que su madre lo amaba. Ella misma se lo había dicho infinidad de veces. Así que lo sabía. Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, añoraba esos años en los que eso era suficiente, en los que no necesitaba nada más.

Cuando era pequeño le bastaba con oír de su boca que lo quería con locura para sentirse la persona más dichosa del mundo. La escuchaba, se dejaba abrazar por sus suaves brazos incrustando la cabeza entre sus carnes aún jóvenes y luego hacía lo que le pedía, con el alma ligera y la mente apaciguada. Era fácil.

Pero ya hacía mucho que las cosas habían cambiado. Era por culpa de esa voz que se había instalado en su cabeza, que le obligaba a preguntarse por qué, que le mostraba que existían otras posibilidades, aunque él no quisiera verlas. Las palabras y los abrazos de su madre ya no eran suficientes. De hecho, sus abrazos habían empezado a crisparle, como si fuera alérgico a ellos, como si hubiera mudado de piel y la nueva sufriera un rechazo a la de ella, a lo conocido hasta entonces.

Ojalá no hubiera oído nunca esa voz, ojalá la primera vez que se hizo audible hubiera sido capaz de acallarla, de desterrarla para siempre. Pero no había sido así. Y ahora ya no podía silenciarla, porque se había apoderado de su cerebro y cada vez sonaba con más fuerza.

Al principio, eso hacía que se sintiera débil, que se supiera indigno de ella. Eso lo atormentaba y le obligaba a bajar la cabeza en su presencia. Era un gesto que podía confundirse con el sometimiento, pero en realidad no era más que vergüenza tintada de confusión y de rabia.

Ya no recordaba cuándo fue la primera vez que la voz le susurró al oído que ella no lo amaba, que eso no era amor verdadero. El problema era que él no podía juzgar, no tenía herramientas para hacerlo. Solo había conocido ese tipo de amor. Así que, ¿cómo iba a compararlo? Pero oía la voz, cada vez más fuerte. Y cuando la oía, sentía una comezón en la boca del estómago que lo alejaba de ella. Como si se le hubiera colado una pequeña serpiente y se le enrollara justo ahí, cerrándole la entrada del intestino grueso, paralizándole el cuerpo por dentro y provocándole un dolor sordo que no le gustaba nada.

Sí, durante algún tiempo había sido capaz de controlar esa voz. Claro que eso fue cuando todavía sonaba débil, apenas un gemido que se colaba entre las ramas de su conciencia como una suave brisa. Por aquel entonces le bastaba con repetirse lo que ella le había dicho tantas veces. Que habría seres malignos que intentarían corromperle, hacerle dudar. Que tenía que ser fuerte y acordarse de que ella era la única que lo amaba de verdad, que solo podía confiar en ella, que era la que siempre había estado a su lado, desde el principio, para protegerle de todo lo malo. Perdido en la oscuridad de la noche luchaba incansable contra la voz. “Ella me ama, ella me ama. No sé quién eres, pero sé que tus intenciones son malas”.

La voz, sin embargo, se había hecho poderosa, alimentada tal vez por sus propios miedos e inseguridades. Los antiguos argumentos ya no le servían. No conseguían acallarla ni mitigar la inquietud que lo embargaba. No eran suficientes. Porque a sus palabras de “ella me ama”, la voz replicaba “¿cómo puedes estar seguro?”. Porque al grito de “sólo puedo confiar en ella”, la voz saltaba “y eso, ¿cómo lo sabes? ¿Te lo ha confirmado alguien que no sea precisamente ella?”. Aun así, él perseveraba, lo intentaba, seguía buscando argumentos: “Ella es la única que siempre ha estado ahí, a mi lado”, a lo que la voz argumentaba: “¿Acaso ha dejado que hubiera alguien más a tu lado?”. “Pero ella me protege de todo lo malo”. La voz, no obstante, volvía a la carga: “¿De qué te protege exactamente? ¿Qué es lo malo?”. Eran tantas las incógnitas…

Jonás cada vez estaba más confuso. Se sentía partido en dos, rasgado por la mitad de arriba abajo por una sierra invisible que dejaba la carne entera, para confundir los sentidos, pero partía el alma por la mitad, haciéndola añicos. Quería ser digno del amor de su madre, quería que ella supiera que él también la amaba a ella. Pero le era imposible no escuchar todo aquello que se adueñaba de su mente.

Lo peor, de todos modos, había empezado hacía apenas un par de semanas. Era una fuerza que no podía controlar, que se apoderaba de cada rincón de su cuerpo y focalizaba toda su atención, sin dejarle pensar en otra cosa. Era un anhelo que salía de todas y cada una de sus vísceras, y de la convicción absoluta de que lo único que podía hacer era salir de allí y comprobarlo todo por sí mismo. Solo así, enfrentándose a los peligros que acechaban, podría volver a su vida de antes, podría recuperar la paz y la seguridad que experimentaba cuando era niño, cuando todavía no había descubierto la voz, ni el clamor ensordecedor de las dudas.

Solo de imaginarlo sentía un miedo atroz, porque su madre le había advertido desde su más tierna infancia que fuera de esas cuatro paredes, fuera de ese nido seguro que ella había construido para él, todo era caos y confusión. Las fuerzas del mal acechaban en cada esquina y se alimentaban de la buena fe y la pureza de los chicos como él. Pero necesitaba verlo con sus propios ojos para poder hacer frente a la voz, para ser capaz de contestarle con rabia que sabía que todo lo que ésta aducía no eran más que mentiras. Solo de ese modo podría gritarle: “ahora sé que me ama más que a la vida misma, que sólo puedo confiar en ella. Ella me protege de todo lo malo que hay fuera y no necesito a nadie más. Soy feliz dentro de estas cuatro paredes, con su amor infinito”. Pero para poder espetarle eso a la cara a la maldita voz, primero tenía que salir y demostrarlo.

Por eso empezó a urdir un plan para escapar y poder deshacerse de toda esa angustia, de esa lucha titánica que tenía lugar dentro de él. Tenía que ser listo, hacerlo bien. Porque su madre no debía descubrir nunca que había estado fuera. No podría soportar que dejara de confiar en él. Tenía que esperar pacientemente a que se presentara una oportunidad. Centrar todas sus energías en estar preparado para aprovechar la ocasión idónea.

Empezó robándole alguna moneda de vez en cuando del monedero, que luego escondía debajo de su ropa interior, en el fondo del cajón de la cómoda. También hizo acopio de algunos víveres: unas galletas, unos frutos secos. Eso lo guardó en una bolsa de tela vieja, en el altillo del armario de su dormitorio. Además, preparó un sencillo hatillo con una muda y un par de calzoncillos. Sabía que la pulcritud era importante. “La limpieza acaba con la podredumbre, la aniquila”. Su madre se lo había repetido un millón de veces.

La ocasión llegó una soleada mañana de primavera, de la mano de una misteriosa carta. Alguien había deslizado un sobre inmaculado por debajo de la puerta. Estaba ahí, tirado en el suelo, cuando se levantó esa mañana. Lo encontró de camino al baño. Era algo tan inusual que lo vislumbró de lejos a pesar de estar todavía medio adormilado. Nunca antes había visto algo parecido. Lo cogió sorprendido. Había algo dentro, pero estaba cerrado. Intrigado, se dirigió a la cocina y se lo mostró a su madre. Ella, nerviosa, se lo arrancó en seguida de las manos. Miró el sobre desde todos los ángulos, como si buscara algo. Luego, decepcionada tal vez, lo rasgó por uno de los laterales dejando un eco desconocido en la estancia. Extrajo una hoja de papel con dedos temblorosos. Jonás tan solo consiguió atisbar que estaba escrita por uno de los lados mientras su madre se afanaba en leer aquellas líneas escritas con tinta oscura. Él la contemplaba expectante y fue mudo testigo de cómo iba mudando su semblante. Cuando por fin terminó de leerla lo miró un instante con ojos desorbitados, aunque él tuvo la sensación de que no lo veía. Y entonces, de repente, sin previo aviso, salió dejando tras de sí sus palabras aturulladas: “En seguida regreso. Tengo que solucionar un asunto”.

Jonás no apartó los ojos de ella ni un solo instante y, sin embargo, cuando las palabras fueron engullidas por sus oídos, ya no había ni rastro de ella. Se quedó ahí, en el centro de aquella habitación tan familiar, sin entender qué era lo que acababa de ocurrir. Pasaron unos minutos angustiosos durante los que le pareció que el mundo se había detenido. Por suerte, justo en ese instante sonó la cafetera devolviéndolo a la realidad. En un acto mecánico, corrió hasta la habitación contigua y apagó el fuego. Fue entonces cuando cesó el pitido desbocado de la cafetera, y se dio cuenta de que su madre había salido tan apresurada que había olvidado cerrar la puerta con llave.

Jonás advirtió que aquello sin duda tenía que ser una señal. Había llegado el momento tanto tiempo esperado. Por un breve instante, sintió que le fallaban las piernas, que la estancia empezaba a darle vueltas como si hubiera enloquecido. Pero logró sobreponerse. No en vano había visualizado muchas veces ese momento protegido por la oscuridad de la noche, justo antes de dejar que el sueño le venciera. Respiró hondo tres, cuatro, cinco veces. Luego, más tranquilo, se dirigió al dormitorio. Recuperó el dinero, los víveres y el hatillo que tenía preparados, se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta. No podía creer que por fin fuera a salir ahí fuera. Seguía sintiendo un miedo horrible, pero ahora que había llegado el momento le embargaba también una excitación que jamás antes había experimentado. Era como si se encontrara en lo alto de un precipicio, viendo a sus pies las llamas devastadoras del infierno como largas lenguas ávidas de carne fresca, y de repente vislumbrara un camino acolchado por el que podía escapar y sentirse ligero como el viento. Aunque eso sí, para llegar a él tenía que dar un salto audaz por encima del fuego.

Respiró hondo de nuevo. “Sabes que tienes que hacerlo, no queda más remedio, es la única forma”, se dijo. Luego, apoyó la mano en el pomo y lo agarró con fuerza. Estaba helado. Mejor. Porque no tenía ni idea de lo que se encontraría en cuanto abriera la puerta y saliera a la calle. Y el frío del metal le sugería que quizás el fuego tampoco estuviera tan cerca. Se concentró en su mano para tratar de apartar las espeluznantes imágenes que le venían a la cabeza. La mano empezaba a ponérsele roja de tanto apretar. Concentró toda su fuerza en sus cinco dedos, suspiró con fuerza e hizo girar el pomo.

La puerta cedió con un quejido sordo. Jonás la abrió de par en par. Allí al fondo, al otro extremo del amplio vestíbulo, la luz le llamaba insistente. No alcanzaba  a ver nada más. Solo la luz cristalina que lo llamaba con fuerza, como si llevara ahí esperándole una eternidad. Dudó aún unos segundos. Estaba sobre el abismo, pero si era capaz de dar un salto certero, podría salvarse. Si conseguía llegar hasta esa puerta y atisbar fuera protegido por la oscuridad del portal, ver con sus propios ojos todo lo que su madre le había contado, podría volver a casa y recuperar la paz de antaño. Y ni siquiera habría corrido un gran riesgo. Le pareció un plan perfecto. En apenas unos minutos todo habría terminado y él podría seguir adelante con su vida. Sin pensárselo más, se lanzó a la aventura.

— ¿Dónde crees que vas, desagradecido?

Las palabras le llegaron fuertes y claras, y a pesar de ello Jonás no alcanzó a comprenderlas.

— ¡He dicho que dónde crees que vas! ¿De verdad piensas que te he dedicado toda mi vida, que lo he sacrificado todo por ti para ver cómo me traicionas?

Jonás se dio cuenta de que se había quedado petrificado, con la pierna derecha en alto, incapaz de aterrizar en un suelo que había empezado a moverse bajo sus pies.

— ¡Tira para adentro, infeliz!

Notó el empujón de su madre y cómo se cerraba la puerta tras de sí con un portazo atronador.

— ¡Lo sabía! ¡Sabía que tramabas algo! Qué pensabas, ¿que no me daría cuenta de que me hurtabas el dinero y la comida, que no encontraría el hatillo? Me ha bastado con tenderte una trampa con una burda carta, una carta falsa, para pillarte.

Jonás la miraba aterrado. Le costaba reconocer a su madre en aquella mujer con la cara desencajada que le gritaba de forma despiadada. No podía pensar, no podía hablar.

— ¿No dices nada? Claro que no dices nada, porque sabes que me has traicionado, que eres un traidor. Te lo he dado todo, todo. ¿Y así es como me lo pagas? Desagradecido, que eres un desagradecido. Pues que sepas una cosa, no pienso permitir que mi hijo se corrompa y se convierta en un degenerado.

A Jonás le hubiera gustado decirle que él no quería traicionarla, que él no era ningún degenerado, que sólo quería recuperar la paz, volver a ser feliz, acallar aquella voz. Pero la mujer histérica que tenía delante no se callaba, no dejaba de vociferar. Notó que estaba a punto de estallarle la cabeza. Y entonces ocurrió. Ni siquiera fue consciente de cómo. Pero obedeciendo a alguna orden misteriosa, su brazo se movió hacia la mesita del recibidor, cogió un pesado busto del creador de la orden a la que rezaban todas las noches antes de irse a la cama, lo elevó ligeramente y le asestó un duro golpe a la figura que tenía delante. Fue todo muy rápido. Pero por fin la mujer dejó de gritarle y curiosamente el suelo dejó de moverse bajo sus pies.