La primera vez Por Elisa Pérez

 

 

El silencio de la puerta fue lo último que escuchó antes de esconderse. Bajo la escalera, retorcido sobre sí mismo, la protección de la oscuridad le permitía estar sin ser visto, observar sin ser mirado.

Hacía dos semanas que había tomado una decisión. No era una decisión nueva, tampoco distinta a otras veces, pero en esta ocasión debía ser más joven, casi una niña.

Desde la ventana de su casa, tras el visillo adquirido en saldos de la mercería de Doña Pepita, contemplaba cada día la llegada de los niños. Podía sentir sus tiernas manitas separarse de las de sus padres; o notar la algarabía cuando dejaban el recinto para reencontrarse con ellos a la salida. Lo que más le gustaba era la hora del recreo, oía sus voces, gritos, chillidos o ruidos, desquiciantes muchas veces, que le sacaban de su ensimismamiento de observador pasivo, a la vez que le transportaban años atrás. Ese placer le despertaba cada poro de piel como si las figuras que miraba le estuvieran tocando, besando, escupiendo o lamiendo a la vez.

Las voces de su cabeza le recordaban diariamente:

 

  • Ven, Ramón, ven a jugar con nosotros –la orden innegociable de Enrique le dirigía sin querer hacia ese objeto cilíndrico llamado balón de reglamento.
  • Pero qué malo eres, tío, y encima casi te caes –una carcajada coral le sacaban del juego con más rapidez de la que había entrado.

Cientos de días de su infancia permaneció sentado sin golpear a esa odiosa pelota de cuero que Enrique trajo a la escuela el día de su cumpleaños. Su padre repartía periódicos. “Tiene posibilidades –sentenciaba su madre–, no como nosotros”. Pero a él eso le daba igual, no le gustaba jugar al futbol, tampoco le apasionaba correr como si se le hubiera perdido algo… ya entonces prefería hacer otras cosas.
Ahora desde su posición de espía se lamentaba por los tiempos pasados. Todo era distinto en el colegio. Sólo una cosa seguía fiel a su historia: la casa de Ramón que, elevada por encima del patio, podía divisar las andanzas y rutinas de ese colegio que un día también fue el suyo. Era un edificio con carencias, con tejados que dejaban pasar el viento y la lluvia, generosamente en algunos tramos, pero constituía el único y posible hogar de Ramón. No concebía otra vida alejada de ese habitáculo. Allí había nacido, allí había crecido con su madre viuda y allí ahora transcurría el resto de su vida. Él y la señora Benita eran los únicos supervivientes de esa corrala. Eso tampoco le importaba. Las habitaciones cada vez más pequeñas, la cocina invadida por legiones de seres inertes o la cama repleta de objetos sin sentido aparente, constituían los tesoros de Ramón.

Cada día repasaba desde su escondite la rutina del colegio. La hora del recreo era la mejor. Primero salían los más pequeños que se esparcían como hormigas por el patio en movimientos descontrolados; después los siguientes cursos, que buscaban rincones para lanzarse también pelotas o simplemente empujarse en un absurdo juego pueril. Por último los más mayores, que se observaban entre ellos cuchicheando o lanzándose miradas de complicidad. Las muchachas dulces, suaves, que se pavoneaban al paso de alguno de sus compañeros le permitían disfrutar de los mejores momentos de su rutina particular.

Los huesos comenzaban a dolerle en esa postura, la cremallera del pantalón se le clavaba en su cintura fofa, casi no podía respirar del asma que le asfixiaba desde pequeño. El inhalador le aliviaría pero quizás alguien le oyera moverse. Temía que se le escapara de las manos y echara a rodar, descubriéndole. El eco de la tarima expandiría el ruido con facilidad.

Se empinó un poco para notar si seguían los ruidos más allá de la puerta. Su oído agudizado como el de un gato por la constante situación de alerta en la que había convertido su vida, le anunciaba que alguien se aproximaba. Unos pasos pequeños pero rápidos se oían cada vez más cerca. Ojalá fuese la profesora de música, pensó por un minuto; la clase habría terminado por fin… Una figura pequeña vestida con el babi del colegio se adentraba por el gimnasio buscando algo perdido o encomendado.

Ramón se relajó admirando el pelo rizado, los ojos escondidos tras unas gafas de pasta y el cuerpo aún por explotar de esa niña desconocida y cercana a la vez. Se ensalivó la boca seca por la espera, como si fuera a hablar, mientras la figura se esforzaba con desgana en cumplir su misión. El gimnasio comenzó a estrecharse para él hasta conseguir que casi pudiera tocar a la criatura, que se mantenía ajena a la angustia y a la esperanza que había resurgido en ese desconocido.

Ramón no podía articular palabra. La saliva se había disipado en su boca creándole una sequedad rasposa.

  • ¡Aquí está! Jope, ¿por qué me toca siempre a mí? Se va a enterar Teresa cuando descubra lo que le he cogido… –la voz infantil sonó en el gimnasio dejando una estela de eco mientras se desvanecía.

La niña se quejaba sin saber que alguien más la escuchaba, la comprendía. Se levantó su babi en busca de algo. Del bolsillo de su pantalón de chándal extrajo un utensilio de metal plateado. Una mueca de satisfacción iluminó su carita nada inocente, mientras contemplaba unas preciosas tijeras con incrustaciones de piedra.

Ramón necesitaba estirarse. Su cuerpo comenzaba a entumecerse al mismo ritmo que su mente se adormecía mirando los gestos de la pequeña. El sol vespertino de la ventana cercana casi le ciega.

  • ¡Eh, eh, usted! ¿Qué hace ahí? –a su espalda no se había dado cuenta que alguien desde el otro extremo cuestionaba su presencia en el gimnasio.

Tenía que huir, había sido descubierto. El revuelo aumentaba. La niña tiró la pelota que había ido a buscar con un grito, para refugiarse en los brazos del profesor que dio la voz de alarma sobre ese extraño en el colegio. Ramón se crispó: él no era un extraño, podía identificar cada rincón, cada baldosa del recinto escolar. Era su colegio.

La gran agitación originada le provocó fatiga con la huida. Casi no conseguía alcanzar el ventanuco por el que había entrado. Decidió desistir antes de que le fallaran las fuerzas definitivamente. Se escondió tras un seto, confiado en que pasara el ajetreo y se olvidaran de él. Por un instante maldijo su mala suerte. Casi había tocado las tijeras plateadas, los rizos de la niña. Aún no quería regresar a su casa, sentía que debía terminar lo programado. Le gustaron esas tijeras, jamás tuvo unas parecidas. Rebuscó en su pantalón de franela desgastada: la bolsa de caramelos elegida para esta ocasión se había roto, el bolsillo le pesaba, la acidez de los sabores a naranja o limón se habían mezclado con su sudor. Mierda, ya no le gustarían… Vaciló si volver a casa a coger otro regalo, o quedarse… comenzaba a sentirse demasiado cansado.

El sol de un verano incipiente golpeaba con más fuerza. Se fijó en su sombra extendida frente a él con descaro, sobresaliendo del seto que le servía de cobijo improvisado. Oía de lejos los ruidos desencadenados con su encuentro. El juego del escondite comenzaba a agobiarle.

  • Hola señor… ¿me puedo esconder con usted? –un niño se puso en cuclillas a su lado–, a mí también me gusta esconderme… ¿me da un caramelo? –siguió fijándose en los envoltorios que el hombre había esparcido cerca.

La mano pegajosa de Ramón se acercó a la del pequeño, que con ojos vivos y expectantes extendió su manita derecha. Le puso la golosina escogida al azar en su palma, podría envolverla por completo… era de sabor a naranja…

  • No me gusta éste, ¿puede darme uno de fresa?

El silencio de Ramón fue acompañado de gestos con la cabeza en señal de asentimiento, rendido ante la inocencia y dulce voz de su acompañante. No le quedaban de fresa. La frustración del niño le hizo dudar. En casa tenía bolsas con muchos sabores más.

Cuando doblaron la esquina, el niño había decidido que mientras llegaban a la tienda de chuches, donde ese señor le iba a comprar un enorme chupachús de fresa, disfrutaría del de naranja. Había tenido mucha suerte. Odiaba el judo, el fútbol, los deportes… ¡qué suerte haber encontrado un escondite tan seguro y poder salir del colegio a comprar!

Al doblar la esquina de la calle, Ramón apenas oía ya las voces preguntando por el hombre que se había colado en el gimnasio sin saber por dónde. Estaba satisfecho, al final gran parte de su plan estaba saliendo bien. Le dolían las piernas, nunca había tenido que correr o saltar tanto, las veces anteriores todo había sido más fácil.

  • ¡Eh, eh!, por ahí no se va a la tienda de chuches… me voy al colegio… –la protesta del niño quedó vacía cuando notó que la mano fuerte y áspera del hombre le impedía dar la vuelta antes de adentrarse en un portal oscuro y viejo.

 

Entre las cajas, los muebles y los diferentes enseres que ocupaban la casa de Ramón, los sollozos del niño apenas se notaban. Los caramelos de fresa yacían a su lado… Era agradable tener a alguien más en casa, hacía demasiado tiempo que no disfrutaba de compañía: alguna prostituta, la entrometida señora Benita o el del contador de agua constituían sus únicas visitas ocasionales. Nunca había subido a sus conquistas infantiles, esta era la primera vez.

Asomado entre los gruesos barrotes, podía sentir el frío viento de la noche y en el horizonte notar los ecos de los gritos del recreo en el recinto escolar.

No conseguía dormir. Las imágenes de su mente le hacían imposible olvidar la voz de aquel niño, los golpes del balón de reglamento en la pared o el griterío de carreras sin sentido por el patio.

En el muro del pasillo de su casa aún deben permanecer pegados restos de sudor y azúcar de sus manos cuando le detuvieron, tratándole con dureza mientras los ojos del niño, de su amigo de recreo, seguían sin moverse, fríos, oscuros, vacíos.

Nadie debería morir sin haber experimentado antes la dulce sensación de dominio sobre un niño. Una mueca de satisfacción plena se dibujó en la cara de Ramón a la vez que contaba el tiempo que le restaba aún de permanecer en esa sombría celda.

Una noche, un tren Por Horacio Otheguy Riveira

Agazapado en un mueble de la cocina del internado, se abraza las piernas contra el pecho, apoya el mentón en las rodillas, aprieta con fuerza la navaja en la mano derecha donde se forma el puño tan temido, y aguanta con entereza el hiriente sudor que mortifica sus ojos.
Presta atención al silencio, necesita confirmar que su plan sigue en marcha, no sea cosa que escuche el paso del tren como lo ha venido haciendo desde la cama, pero ahora sin posibilidad de alcanzarlo, sin imágenes fabulosas al compás de su cuerpo inagotable. Si el tren se le adelantara tendría que regresar al punto de partida, a revolver las sábanas sin pegar ojo hasta que le despierte el guardián a grito pelado y le obligue a saltar de la cama para repetir una oración tras otra, a coro con el resto de internos, todos legañosos, moviendo los labios como si fueran máquinas. Pura basura. Pura rutina. Un lugar maldito. Un lugar seguro. Techo, peleas y comida. Mejor que andar tirado por la calle. Peor es nada. Ve a saber con lo que te encuentras por ahí. Todo el plan dislocado. Un hilo de sudor frío le recorre la espalda, muerde el labio inferior hasta hacerse sangre. Se le ocurre que, después de todo, perder el tren no sería tan malo como creía. O sí, porque se imagina regresando a oscuras al dormitorio, tropezando, cayendo por las escaleras, despertando a todo el mundo: lluvia de hostias, retorno al permanente estado de rabia.
Traga saliva con sudor y sangre, aprieta el puño con la navaja que sella la piel: más que suficiente para vencer el miedo y asegurarse de que no va a arrepentirse.
Escucha las campanadas del principal reloj de los curas, uno muy grande que trajeron del pueblo irlandés de uno de ellos, Sean Stockland. Le incomoda la sensación de tenerle enfrente con su cara de bonachón compungido, reprochándole sin aspavientos, porque entre todos los cuervos es el único que va de bueno, el que siempre aconseja bien y le castiga con pesar, a veces hasta con alguna lágrima, y todo porque quiere que crezca con educación y conocimiento de causa. Tanto se entrega que quiere sufrir a la par: «Sé que quitarte el fútbol es lo peor para ti. Pero es sistema bueno. Yo lo siento más que tú», y él le pregunta: «¿Así que sufre más que yo?» Y el otro hace una pausa para encender un cigarrillo, aspira profundo y responde de forma pausada, confiado en que el corazón de sus palabras penetre en el indomable espíritu del canalla.
— Sí, yo sentirlo más que tú, cada vez que tú pelear y hacer daño, significar fracaso grande, y cada vez que fracasar, yo más responsable, así que castigo para ti y castigo para mí. Tú a estudiar con Carcelero y yo al suelo de piedra, de rodillas, sin concierto de radio ni arroz con leche de postre.
— ¿Nada más, padrecito bueno que Dios me ha dado?
— Sí, algo más. Quedaré de rodillas el doble que de costumbre, rezando por ti.
Así fue el último desencuentro con su protector. Lo recuerda con todo detalle mientras espera su lance liberador, empapado en sudor con las rodillas pegadas al pecho, y el profundo deseo de no volverle a ver jamás.
Aquella vez le sonrió con medio carrillo y le dio la espalda para encaminarse a su destino de castigo: la sesión de estudio con el Carcelero, el peor de los guardianes, el repartidor de correctivos con manazas de antiguo albañil.
Por su parte, Sean Stockland se postró en el suelo de piedra de la antigua capilla, donde volvió a preguntarse por los caminos del rebelde y sus consecuencias probablemente trágicas. No sabe cuánto tiempo más podrá retenerle en este refugio al mando de curas irlandeses enviados a un confín español como castigo por montar trifulcas y emborracharse. Teme por el muchacho en un reformatorio camino de cárceles donde los reclusos se tornan más violentos todavía.
El último castigo por pegar a un compañero sucedió pocos días atrás, cuando Aurelio empezó a pensar en dos alternativas: matarse a golpes o lograr una salvación de las buenas. Una salvación que ha empezado hace una hora, desde que se deslizó por detrás de las camas del dormitorio, bajó descalzo las escaleras y llegó a la cocina. Ya sólo le queda esperar unos minutos y pasar ágilmente a la capilla, abrir la puerta trasera con un clip y correr sin parar hasta el otro lado del puente.
Dan las campanadas que cortan la respiración, las de la buena señal, la que le invita a desaparecer una vez que cuente hasta ciento veinticinco. Así ha de ser porque un día más aquí y la furia concentrada podría arrastrarle a un asesinato seguro. Ha seleccionado a varios, entre compañeros y celadores, a quienes le gustaría pegar hasta matarlos. Tiene cuerpo y gallardía suficientes como para sacudir a casi todos, poner de su parte a los más peligrosos y ganar cualquier embate. Pero hay algo que le frena, no sabe qué. Algo hay que le circula por la sangre hasta inflamarle y salir por su propia boca para decirle que huya, que rompa el círculo, que tome el aire puro del campo y la energía de los raíles, y entre sin miedo en la mañana de la ciudad grande. A un mes de cumplir los dieciséis, una más que monte y lo echarán a patadas.
Aurelio sabe que un día sí y otro también una ira ciega le arrebata sin motivo. Una furia que sólo merma cuando se empeña en castigar cuerpos indefensos. Alguna vez se ha quedado suspendido ante los desgraciados, conmovido por sus expresiones de dolor y de impotencia. También se regocija en los enfrentamientos donde le devuelven los golpes y le dejan tirado con alguna costilla rota, la cara hinchada, un ojo desenfocado. Sólo en el desatino completo, con manchas de sangre propia o ajena, se pregunta a cuento de qué se deja arrastrar por esa compulsión desaforada. «Déjalo ya, Vengador de la pradera», le dijo un día un celador antes de propinarle el último empujón contra la pared y partirle una ceja. Mientras se dejaba caer al suelo, ya sin fuerzas, le dio una risa tonta con afán peliculero: «Sí, el Vengador de la pradera, claro que sí»; las carcajadas le brotaron entre espasmos de dolor. Sólo calló cuando empezó a tiritar bajo el agua fría de la ducha, mientras el mismo guardián le fustigaba en las piernas con una vara; doblado por el frío y el dolor, canjeó la risa nerviosa por la silenciosa imaginación: correr a campo través para alcanzar el tren cuya marcha escucha dos veces cada día, por la mañana y por la noche.


El tren extraordinario con su locomotora fabulosa y sus asientos deslizantes que se hacen cama, de madera buena y asiento tapizado, con ventanilla que deja pasar el aire frío de mejor calidad que el del colegio saturado de cera de velas y grasa de cocina; con ventanillas que se pueden abrir para oler huertas y maizales, y ver a los coches que pasan como rayos por la carretera, sin ocasión para preguntar si alguien sabe algo del salvaje que se ha escapado de la mazmorra de los frailes extranjeros.
Lo demás es confusión, cólera, miseria de heladas y comida escasa y mala que mejora algo cuando le toca el turno de camarero de los curas: entonces sí, gloria divina agarrar con las manos lo que quede de las patatas hervidas y de los restos de carne pegada al hueso; pilla lo que puede y se lo lleva a un rincón del patio para hincarle el diente a solas, despacio, como si tuviera ante sí una bandeja entera, apartado de bromas, juegos y refriegas.
Todo empieza a quedar atrás. La fuga es inminente. Es la hora. Ha puesto suficiente aceite a la puerta corrediza del mueble para que no haga ruido y se deslice con la suavidad necesaria. Atraviesa la capilla, recorre el último pasillo, sale al patio, se agacha para pasar por debajo de las ventanas donde duermen los guardianes, atraviesa el jardín, salta la tapia.
En la mochila lleva pocas cosas, las justas, y bastante dinero obtenido a lo largo de la semana abusando de los más débiles, a los que no hace falta dar ni un bofetón para que le entreguen lo que se le ocurra; los dejó sin nada, y les dijo que si decían algo volvería y les cortaría el pescuezo. Y es que esta vez sus necesidades son muy altas, no se puede entrar en la ciudad grande con los bolsillos vacíos, y además tiene que asegurarse de que todo salga perfecto, porque si no coge el tren de las 0:30 se volverá loco y estrangulará a uno o dos de esos infelices y luego no sabrá cómo seguir adelante y tratará de hacerse matar liándose a tortas con el más fortachón para reventar en el entronque, y si no consigue morir desangrado, machacado a golpes, entonces no tendría más remedio que hundirse en el negro pozo, en esa porquería parecida al infierno de la que hablan los curas: reformatorio y después cárcel a paliza diaria para regenerar al caído.
Corre con agilidad de gran deportista que cobra renovada energía cuanto más se acerca a la estación, donde ha de ultimar detalles en el aseo. Sabe que debe aprovechar su expresión serena, la del actor consumado, peinarse con el fijador que metió en la mochila, y lavarse bien la cara, cambiarse la ropa, secarse el sudor; todo organizado para tener buena apariencia, y en caso de que le pregunten, pues decir de corrido, sin tropiezo, que viaja de noche para encontrarse con su hermano que hace la mili en la capital.
Así que se presenta muy firme al taquillero; con voz bien templada pide un pasaje en primera en el tren que va a Madrid. Le cuesta creer que se lo den sin problemas, y que al rato la máquina y los vagones cubran las vías del andén vacío. Nadie por ninguna parte para compartir la satisfacción del deber cumplido, el comienzo de una gran aventura entre el humo plateado y el ruido de tropas de liberación, como si la locomotora trajera innumerables vagones llenos de fusiles y cañones.
En esta soledad del andén con una máquina que lo invade como si fuera a llevárselo por delante, se siente más alto y más fuerte con músculos de acero y mirada penetrante, calmado ya de ganas de pelea, protegido con la certeza de que nada será igual después de este viaje al mundo verdadero, donde no recuerda haber estado pero donde dicen que nació, en la gran ciudad sin hermanos ni primos que le esperen, pero eso sí, conducido por este tren de medianoche, tantas noches imaginado desde el dormitorio; este tren que ve de cerca por primera vez, tantas noches fantaseado, deseando estar ahí, pendiente de la gran velocidad que lleva el caballo de acero atravesando el tiempo y el espacio para ocuparse de él, de Aurelio Mejía Guzmán.
Ahora que está dentro, el ferrocarril le gusta más que en sueños. Nada le desilusiona, por el contrario, es mucho mejor de lo que pensaba. No enciende la radio que robó; come con gusto la fruta que cogió de la alacena. Al fin está donde quería. Pellizcarse es poco. Ojalá el viaje sea más largo, el doble de lo normal, o no, mejor que siga de largo y no llegue nunca, o sí, que llegue pronto porque quiere recorrer el barrio ese donde dicen que nació, entre fregonas y tenderos, a pocas manzanas de la estación, donde dicen que huele a pescado y fruta en los alrededores de un cine. Dicen que dicen voces raras que le hablan entresueños, las mismas que lo visitan cada tanto y le dibujan planos, calles, que luego le arrebatan para volver a dejarle a solas consigo mismo, en el vacío de la noche, en el fétido pabellón donde se arraciman aspirantes a hombres mal crecidos.
Ignora la consecuencia de ser un indocumentado en zona extraña, tampoco sabe si con estar en libertad será suficiente para que ya no le vuelva la rabia, no sea cosa que nada menos que en Madrid deje por el camino una serie de cuellos rotos y cabezas saltimbanquis, toda la capital arrasada por su caminar de valiente infranqueable, convencido de que ni grises ni generalísimos podrán abatirle una vez que su tren llegue a buen puerto en la ciudad sin mar. Festeja su ocurrencia y ríe mientras se sueña extraviado, preguntando a cada rato con la mejor educación, porque aparenta mayoría de edad y tiene la buena cultura que le dieron los curas bien leídos y sabe representar los buenos modales si eso es lo que quieren, y por un mecanismo o por otro acabará sabiendo qué otros trenes partirán de la estación central, a qué horas, qué días, con cuánto dinero podrá ir, o si no de polizón, o hecho un ovillo entre el ganado, porque ha de andar de aquí para allá entre las máquinas que llevan a lugares tranquilos, cualquier cosa con tal de seguir viaja que te viaja, mira si no lo bien que se está aquí pasando la noche bien larga como si nunca pudiera acabarse; aquí no suenan las campanas del reloj ni habrá desayuno con leche cortada y pan duro a las seis de la mañana, qué va, pero ¿por qué?, se pregunta en otro de los sueños, repentinamente asustado bajo tormentas que no cesan, que le empapan y atosigan con lluvia, rayos y truenos, ¿por qué seré tan idiota que no pude tranquilizarme un poco y demostrarles lo majete que soy cuando quiero, lo capaz de buena letra y mejor conducta? De haberlo hecho, al poco me darían ventajas y confianza y yo sabría robar la llave maestra cuando se echaran a la siesta, y rebuscaría en los cajones para pillar los papeles que guardan de mí, y ahí sí que todas las alas serían pocas. Déjalo ya, fantasma, tranquilizarte tú, lo nunca visto, pero si todo va a salir bien, se quedarán fríos de tanta sorpresa; mira por donde, si es que vamos a fastidiar al Stockland tan ricamente para demostrarle que no tenía razón cuando decía que fuera de su protección mis buenas horas estaban contadas, que aprovechara las ocasiones que me daba, que él también era bicho raro que nadie quería, que por algo me lo decía, que no iba a encontrar ocasiones parecidas.

Pero de momento está aquí, fumando de la cajetilla que robó de la sotana del padre Kelly. Se arremolina junto a la ventanilla y a la sensación de placer se le arrima otra muy distinta, la de un cansancio demoledor con la visión de arrojarse del tren en marcha. Es tal la atracción que le fascina la facilidad con que abre la puerta y presencia el peligro de la velocidad, las hierbas que crecen donde los raíles, el campo oscuro, el amanecer que viene lento con luces mortecinas, una visión fantástica en la que se ve arrojado bajo las ruedas, felizmente muerto, reconvertido en millones de trozos que nadie podría reconstruir jamás.
Rompe el hechizo un golpe en el pecho que le empuja hacia dentro, le acelera los latidos, le aterroriza y maravilla: es una mano invisible que le expulsa del antojo de morir y le sienta en el suelo.
La locomotora entra en la antigua estación con aliento sobrecogedor. El humo arropa sus imponentes miembros de hierro que frenan en un lento chirrido que acaba por devolver a la realidad al emocionado pasajero: un fugitivo que confía en pasar desapercibido entre la multitud. Se levanta las solapas del abrigo y se dirige hacia la salida abrumado por la ausencia de viajeros y empleados. Ni un alma. Se le doblan las rodillas. Teme que aparezcan de repente y le caigan encima. Aspira hondo, no puede aflojar, ni modo de volver atrás. Levanta la cabeza, endereza la espalda. Camina aparentando la mayor seguridad posible, como si supiera adónde ir y conociera el barrio de memoria. Las amplias calles le infunden valor. Una serie de sombras se le arriman y le rehúyen, otras le tocan con manos ateridas, le susurran acogedoras y misteriosas melodías. Se deja llevar sin hacerse preguntas. Sólo camina. Y mira. Y siente.

Una mujer apresurada se detiene; inquieta, busca algo con la mirada y con el cuerpo, sonríe y llora de manera intermitente, va y viene por la acera. Cruza la calle entorpecida por los carros de caballos y algunos coches. En la acera de enfrente la mujer se transforma en una embarazada que empuja una carretilla cargada de carbón. Apenas lleva una pañoleta sobre los hombros por encima de un deshilachado vestido de franela. Tiene un vahído. De varios portales surgen mujeres que la cubren con una manta, la acomodan en la carbonada y la llevan a una lechería, donde da a luz bajo rumores de bienvenida. El nacimiento es recibido por los vecinos con modestos presentes; la madre llora de alegría con su niño en brazos, más aún cuando pasa el tiempo y el bebé se transforma y crece, y ella ríe y lucha por mantenerse en pie y vuelve a cargar carbón, pero tose y sangra por la boca; la risa se le borra de la cara bajo el rastro de una agonía que cesa para dejarla morir con el pequeño dormido entre sus brazos.
El crío simpático, a punto de muerte con fiebres muy fuertes, renovado por manos curanderas se torna chaval revoltoso, destructor de lunas y ladrón de carteras, atraviesa la calle y se transforma en este adolescente que avanza guiado por el murmullo de labios que no ve, y el ruido de las persianas metálicas que se abren a la vez que las ventanas, todavía sin cuerpos reconocibles, sin rostros que se asomen.
Hay un bar abierto. Le atrae un aroma envolvente, desconocido. Nadie en las mesas, pero en la barra hay un desayuno servido en antigua loza blanca, con servilleta doblada en forma de triángulo y jarra de agua. Calienta sus manos en la taza de chocolate. Mira el joven rostro de su madre, recuperada para siempre de los males que la mataron. Los húmedos ojos del muchacho observan la maternal manera de esparcir el azúcar en el plato de churros. Se deja invadir por el placer: qué gusto en la boca, cómo se quiebra la masa y se va rompiendo con exquisito sabor mientras una mirada dulce se emboba en su disfrute y le nombra paisajes desconocidos, le susurra antiguos consejos.
Cuando vuelve a la calle se enfrenta a la encerrona como si la esperara.
En una esquina el padre Stockland, y en la otra el director. Se encamina hacia el primero. A medida que avanza, surgen policías de todas partes. Deja en la acera la mochila y arroja a la calle la navaja. Sin resistencia, sumiso, se dirige hacia el cura bueno que parece otro, ha perdido el característico encorvado de su espalda, la bondad de su cara sonrojada. Ahora tiene los brazos a la espalda, los hombros altivos, la boca cerrada, la mirada fiera. Con una mano le agarra de las solapas para zarandearle, y con la otra le abofetea hasta hacerle sangrar la nariz y la boca. Después le obliga a arrodillarse a sus pies y a bajar la cabeza para recibir su bendición y su perdón atufado de ginebra. Luego lo entrega para que lo esposen y se lo lleven. No se atreve a mirarle a la cara. Si lo hiciera quedaría paralizado por la transformación: Aurelio no ha derramado una sola lágrima y todas las bofetadas las recibió con una expresión inusual de serenidad y fortaleza.
Desde que salió del bar su madre caminó a su lado y los vecinos les siguieron de cerca. Al llegar junto al cura, hombres y mujeres compartieron todos los golpes, la sangre derramada iba de uno a otro como mojadura de agua en carnaval. Y una sonrisa triunfante se expandió por la muerte de todos y la vida del muchacho.

El beso Por Ana Riera

 

A Alfonso le sorprendió que Sonia se le acercara y le susurrara aquellas palabras al oído. Un año antes se habría puesto rojo como un tomate y habría salido corriendo. Pero desde hacía unos meses las cosas habían empezado a cambiar. Había comenzado a experimentar sensaciones completamente nuevas y a sentir anhelos desconocidos hasta entonces. Por eso cuando ella le dijo si le apetecía besarla, se quedó ahí, mirándola, mientras un caótico flujo de energía se desataba en su interior. Bastó con que le cogiera de la mano y tirara de él para que la siguiera, muerto de miedo pero con una urgencia apremiante que no dejaba espacio a la duda.

Entraron en el baño más apartado, el del pasillo de los de tercero, en el cuarto piso. Hacía un par de minutos que había sonado el timbre, así que estaba desierto.

Se quedaron uno frente al otro, mirándose a los ojos.

–¿No vas a besarme?—dijo ella al fin.

Él se inclinó y la besó en la mejilla. Intentó ser delicado.

–Yo estaba pensando en un beso de verdad—insistió ella.

Él la miró de nuevo. Tenía el cuerpo completamente electrificado. Se acercó un poco más. Giró la cabeza y la besó en los labios. Empezó tímidamente, pero ella lo recibió gozosa y en seguida metió la lengua. Él se dejó llevar. Era la primera vez que lo hacía. Jamás hubiera pensado que pudiera sentirse todo eso con un simple beso. Se empalmó. A ella, sin embargo, no pareció importarle. De hecho, pegó su cuerpo al de él todavía más, como si quisiera atravesarle. Resultaba increíblemente agradable. Alfonso se sentía como imantado, incapaz de separarse de ese polo opuesto que lo atraía con todas sus fuerzas.

Sin darse cuenta empezó a deslizar las manos por el cuerpo de la chica, primero por encima de la blusa, luego por debajo. Quería apropiarse de cada rincón, aprenderse cada una de sus curvas. Podría haber seguido durante horas, como si esa fuera su única misión en la vida y no existiera nada más, nadie más. Pero algo les interrumpió.

–¿Se puede saber qué hacéis aquí vosotros dos?

Era el profe de física.

Se separaron al instante, impelidos por un secreto resorte. Él miró al hombre que tenía enfrente sin verle, todavía perdido en la amalgama de sensaciones que lo embargaban. Pensó que no estaban haciendo nada malo, que le explicaría que le gustaba Sonia y él lo entendería, no en vano era uno de los maestros más enrollados. Pero las palabras de ella, que retumbaron en aquel pequeño habitáculo rebotando contra el espejo, dejaron en suspenso todos sus pensamientos.

–Él me ha obligado, me ha intentado forzar. Yo le he dicho que no, que no quería, pero no me ha hecho caso.

La voz sonó tan desesperada, tan angustiada, que por un instante hasta él se lo creyó. Luego, no obstante, se topó con la mirada reprobatoria del profesor y comprendió que debía hacer algo.

–No es cierto, ha sido ella, bueno, los dos…

Incluso a él le sonó a excusa barata. Así que se calló.

Acabaron los dos en el despacho del director. Álvaro aprendió lo fácil que era pasar del éxtasis a la desesperación absoluta en apenas unos minutos. La chica seguía insistiendo en su versión manipulada. Incluso dejó que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas. Él se sintió atrapado. Intuyó desde el principio que tenía las de perder. No se equivocaba. Le expulsaron tres días del colegio y tuvo que pedir perdón a la chica delante de sus padres.

Los rumores se extendieron como la pólvora. Álvaro dejó de ser un chico más de la ESO y se convirtió en “el chico que le hizo eso a una chica”. Los demás cuchicheaban a su paso. Algunas chicas apartaban la mirada cuando se cruzaban con él. Otras, no obstante, lo miraban fijamente con una extraña sonrisa en la boca, Álvaro no sabía muy bien qué hacer con todo aquello. Decidió quedarse con las que le miraban. Eso sí, tomando ciertas precauciones. Quedaba con ellas fuera del colegio e intentaba ser él quien llevara la voz cantante.

Sonia corrió peor suerte. La habían creído, sí. No la habían expulsado y había recibido las disculpas del chico. Pero ahora los demás la veían como una víctima, como la pobrecita que no había sabido escapar de las garras del lobo. Todo el mundo la conocía, muchos la saludaban. Sin embargo, nunca había sido menos popular. Se sentía infravalorada, ninguneada. No podía soportarlo. Y menos por culpa de ese imbécil. Si no fuera por ella, ninguna chica le haría caso.

Por eso ocurrió lo que ocurrió durante la hora de tutoría, mientras realizaban un ejercicio sobre el respeto y la empatía. Ella se estaba poniendo de los nervios, sobre todo porque la tutora le preguntó a Álvaro y este supo salir airoso de la situación. Además, vio cómo Mónica, una de las chicas que más triunfaban de la clase, le dedicaba una provocadora sonrisa. Era injusto, terriblemente injusto. Y de repente no pudo aguantarlo más. Por eso se puso de pie, en medio de la clase, y dejó que sus palabras se impusieran a todo:

–Álvaro no me forzó, me oís, es demasiado simple para hacer algo así. Fui yo, yo fui la que se lo llevó al baño y lo violó.

El silencio se adueñó del aula. Todo el mundo la miraba atónita. Todos menos Álvaro, que celebraba con una amplia sonrisa su dulce victoria.

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Ilustraciones por orden de aparición:

Óleo de Edvard Munch (Noruega, 1863-1944)

Óleo de Dante Gabriel Rossetti (Reino Unido, 1828-1882)

Escultura en ladrillo de Brad Spencer (escultor estadounidense)

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Don Narciso Por Paula Alfonso

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Con qué cuidado tuve que ir andando para que el moño no se me deshiciera. Había pasado más de veinte minutos frente al espejo cardándome, envolviendo después el pelo en esa especie de caracola sobre la coronilla, como la que lucía Lulú en Rebelión en las Aulas y, por último, coloqué en el centro una horquilla con forma de flor. Cuando acabé me miré en el espejo, primero de frente, luego de perfil, ahora sonriendo, después seria hasta que admití que estaba bien, realmente bien. Lo peor fue el maldito uniforme. Como antes había sido de mi hermana, que me saca cinco años y no nos parecemos en nada, a pesar de los arreglos de mi madre, me sobraba por todas partes, además estaba como descolorido. ¡Qué diferente del de Paloma Ortiz, tan nuevecito, con sus cuadros verdes tan verdes y los negros tan negros, ese sí que era un verdadero Príncipe de Gales, no el mío, al mío debían haberle llamado Criado de Carabanchel porque casi no tenía colores, todo él empezaba a ser de un gris indeterminado y aburrido. ¿Y la chaqueta? ¿Qué hacer con esa chaqueta llena de bolas y dada de sí como una goma elástica? Afortunadamente, Conchita Pineda —que como yo, heredó el uniforme de su hermana— me dijo lo que hacía ella, remeter los bajos por el cinturón, es cierto que quedaba algo ablusonada, pero al menos no se veía lo largona y fea que me estaba.

Finalmente el conjunto no resultó mal, a ver qué decían mis amigas.

Como siempre, en la puerta ya estaban esperándome Carmen Arche y Marisa Galindo, ellas también se habían esmerado ese día en arreglarse. Carmen llevaba su melena metida hacia dentro, pero nos confesó que no había pegado ojo en toda la noche, los rulos acabaron clavándosele por todas partes. Marisa, sin embargo, se había hecho dos trenzas adornadas con una cinta blanca. Desde que vimos una película en la que la esposa india de un explorador americano salía así peinada, decidió que ella también tenía rasgos Cherokee y siempre que quería destacar se arreglaba del mismo modo.

– Qué guapas estáis – les dije -. Tú también lo estás – respondieron casi a la vez

– Bueno, en realidad no me he hecho más que este moño y muy deprisa.

– Ya, ya se nota, respondió Marisa con cierto retintín.

– Pero si te sacaras hacia la cara unos cuantos pelos a modo de flequillo verías como…

– Ni se te ocurra tocarme, le atajé justo cuando su mano iba camino de poner en práctica lo que había empezado siendo una sugerencia.

– Llevo encima el bote entero de laca de mi madre y no se despegaría ni con berbiquí.

– Venga, ¿entramos ya? – Dije dando el tema por zanjado.

– Sí, vamos, dijo Carmen.

Los pasillos del colegio a esas horas se volvían intransitables, todas tratábamos de apurar allí los últimos momentos en libertad antes de someternos a la rigidez de la clase. Aquel día, al cruzarnos con algunas de nuestras compañeras me di cuenta de que no éramos nosotras tres las únicas que nos habíamos arreglado especialmente, incluso la fea de Rocío Gómez se había puesto tanto colorete que recordaba a esas muñecas Peponas que dan en las ferias cuando llevas el boleto premiado.

En el aula continuamos hablando nerviosas y alborotadas, pero sin separar un instante los ojos de la puerta. De pronto el picaporte giró, y remarcado por el alto quicio de la madera, apareció ÉL, don Narciso, con su traje negro de todos los días, su camisa blanca y su corbata gris. Nuestras conversaciones quedaron de inmediato interrumpidas para deleitarnos una vez más con aquella visión. La agilidad que mostraba cuando levantaba su pierna derecha para subir a la tarima, la elegancia de sus pasos al  avanzar hacia su mesa, el cuidado con que arrastraba su silla, el modo tan sutil de sacudir con su mano el asiento, y finalmente la forma que tenía de sentarse- Qué guapo está esta mañana, pensé para mí.

– Y qué bien le sienta esa forma de peinarse con la raya al lado dejando caer el flequillo sobre su frente.

Me parecía una mezcla entre James Dean y Gary Cooper.

– Buenos días señoritas- saludó mientras comenzaba a sacar de su cartera los cuadernos y libros que utilizaría ese día en clase.

– Buenos días don Narciso, respondimos todas a la vez casi en un suspiro.

SOLOiO-hombres-con-estilo-vistiendo-corbata-James-Dean-copiaCuando todo lo tuvo dispuesto, levantó la vista y se percató de que aunque el silencio era sepulcral, algunas permanecían de pie en el lugar donde les había sorprendido su llegada, pero eso sí, con los ojos fijos en él.

Algo azarado carraspeó, volvió a bajar la vista y ordenó:

– Ocupen sus asientos, por favor.

Las aceleradas carreras de mis compañeras y el ruido que hicieron sus pupitres sirvieron para distender algo el ambiente.

Afortunadamente yo nada más entrar fui derecha a mi sitio, donde por otra parte tenía una magnífica vista de la puerta. Estaba en la segunda fila en el lado de la pared y junto a mí se sentaba Marisa. Era un lugar casi, casi privilegiado, inclinándome hacia un lado podía dominar sin dificultad todo el encerado, y si las circunstancias aconsejaban esconderse porque el profesor estuviera buscando una víctima propiciatoria que saliese a la pizarra, disponía de la solidez y rotundidad de la espalda de Isabel Monje, oculta tras ella me ahorré muchos, qué digo muchos, muchísimos disgustos aquel curso.

– Bien, ayer nos quedamos en la segunda declinación. Pertenecen a ella todos los nombres masculinos que terminen en -us o en–er.  Ejemplo Dominus- Domini.

– Qué voz más maravillosa tenía don Narciso, fuerte, tensa, varonil, hacía cosquillas cuando entraba en los oídos, pero calaba hasta la médula.

– Veamos cómo se declina.

Echó hacia atrás el sillón, se puso en pie, y ágil como una gacela se dirigió a la pizarra, tomó con sus finos dedos la tiza y comenzó a escribir.

Nominativo – Dominus

Vocativo – Domine

Acusativo dominum

Qué cuerpo, madre mía, qué cuerpo y esas piernas tan largas… ¿serán de las que tienen muchos pelos? A mí me gustan los hombres con las piernas delgadas y muy peludas, me parecen más varoniles. Qué bien le debe sentar el bañador, seguro que usa esos modernos que son cortitos y pegados como el que llevaba Alain Delon en A pleno sol. Al levantar su brazo para continuar escribiendo las aberturas traseras de su chaqueta dejaban ver un culo plano, qué digo plano, lo justo, ni mucho ni poco, fantástico.

Genitivo Domini.

Y fíjense que el Dativo y el Ablativo es lo mismo – Domino. Al decir esto, se volvió hacia nosotras con la tiza en la mano y se nos quedó mirando. Al cabo de unos instantes preguntó:

¿Lo han entendido? No hubo respuesta

¿Necesitan alguna explicación?, ¿quieren exponerme alguna duda o pasamos a declinar el plural?

Silencio absoluto. Estábamos tan embelesadas mirándole que éramos incapaces de articular palabra.

Bien, pues pasemos al plural.

De nuevo se giró hacia la pizarra y con su preciosa letra, ligeramente girada a la derecha, pero muy bonita completó la declinación.

Después pasó a la traducción.

–  Lo primero que deben buscar es el verbo y concordando con él encontrarán al sujeto.

Muchas como yo llevábamos ya un buen rato desconectadas de lo que decía, ¿A quién podía  interesar el modo de traducir una frase en latín cuando mirándolo a él podíamos tocar el cielo con la mano, recorrer mundos maravillosos y disfrutar de nuestra fantasía?

Aquel día recuerdo que me imaginé caminando con don Narciso por el Retiro. Ya había anochecido e descargaíbamos cogidos de la mano. Me decía que no podía pensar en nadie que no fuera yo, que le gustaba desde el primer momento que se cruzó conmigo, que las otras chicas, ya no solo las de mi clase, sino las del colegio entero le importaban un pimiento, que sólo me quería a mí y deseaba con toda su alma casarse conmigo y formar una familia con hijos y todo. Que la diferencia de edad no sería un problema, porque estaba dispuesto a hablar con mis padres para convencerles de que sus intenciones eran serias. De pronto, junto a un robusto árbol nos detuvimos y tomándome por los hombros comenzó a acercarse, buscaba mis labios y yo se los di. El beso fue auténticamente de película, de los de tornillo, con lengua y todo.

-Ya saben, al traducir, siempre que puedan, procuren mantener el orden del texto. Si aun así les parece que el resultado no tiene sentido, recurran a la estructura sintáctica clásica; que como saben es: Sujeto + Verbo + complemento directo + complemento indirecto y circunstancial.

Su voz seguía incansable, pero yo no le oía, no podía, me estaba besando.

– Vamos a practicar con un ejemplo, tomen sus bolígrafos y escriban.

Vi que mis compañeras comenzaban a escribir, pero yo no estaba dispuesta a abandonar mi sueño cuando estaba en lo mejor. Busqué entre todas las hojas que tenía en la mesa una que no estuviera escrita y simulé estar haciendo lo mismo que ellas, pero en realidad seguía fantaseando. Cogí un bolígrafo rojo y me dediqué a trazar un gran corazón, dibujé después una flecha que lo traspasaba en diagonal de parte a parte y para darle aún mayor realismo coloqué dos gotas sangrantes escapándose de la herida. Para terminar en el extremo superior dibujé una N. y en el inferior una P.

Como mis compañeras seguían escribiendo me dediqué a perfeccionar el dibujo, con aquel bolígrafo rojo bermellón reforcé sus bordes, repasándolos una y otra vez y la punta de la flecha y la línea vertical de la P…

De pronto un codazo de Marisa me hizo hacer un rayajo, la miré de muy malas pulgas y fue cuando lo escuché.

Señorita Alfonso. ¿No me escucha? Le estoy pidiendo que me enseñe la traducción que les mandé traer para hoy.

¿Quién? ¿Yo? Me disculpé muy turbada.

La traducción, es verdad, menos mal que la hice anoche antes de acostarme.

Sí, sí, un momento don Narciso que enseguida se la entrego.

Busqué entre el revoltijo de hojas que tenía encima de la mesa y no aparecía, sin embargo estaba segura de que en el último momento la metí en la cartera, pero ¿dónde estaba entonces?

Podía sentir los ojos de toda la clase fijos en mí y también, cómo no, los suyos, los de don Narciso.

– Le aseguro que la hice, pero ahora no sé donde puede estar.

Me disculpé mientras revolvía todo el pupitre.

– No se ponga nerviosa señorita Alfonso y búsquela, si usted dice que la hizo la tendrá ¿no es así?

– Sí, sí, claro.

De repente me fijé en la hoja del corazón sangrante, y una sospecha me llenó de terror, la tomé, le di la vuelta… allí estaba la maldita traducción, llena de tachaduras, pero al fin y al cabo hecha, como yo había dicho.

– Verá, don Narciso yo…

Mis ojos debían estarle implorando toda su compasión, pero si lo notó, se mostró impertérrito.

– Es esa ¿no? Pues si ya la ha encontrado tráigamela y la corregimos con sus compañeras.

En ese momento deseé que el suelo se abriera y me tragase o al menos que sonara el timbre anunciando el final de la clase, pero nada, ni una cosa ni otra. Además Marisa y Adela ya se habían puesto de pie para dejarme pasar, no me quedaba otra, tenía que afrontar la situación. Tomé la hoja de papel, puse el lado del corazón pegado a mi falda para que no se viera y de manera vacilante, con paso muy lento, esperando un milagro que finalmente no se produjo, dejé atrás mi pupitre, avancé por el pasillo e igual que María Antonieta cuando se vio a los pies de la guillotina, quedé yo ante la mesa de don Narciso con los ojos clavados en el suelo y en un nivel bochornosamente más bajo por el tema de la tarima. Tenía ya su mano extendida para tomar el papel que mantenía pegado a mi falda, y como no reaccioné me insistió:

– Venga, vamos, entrégueme su traducción.

Comencé a elevar aquella hoja despacio, muy lentamente, como si pesara veinte toneladas. Cuando entendí que había entrado ya en su radio de acción y en cualquier momento podía arrebatármela, la sujeté fuerte con las dos manos por los extremos. Él tomó el lado que le quedaba más próximo y la atrajo hacia sí, pero la hoja no se movió, resistí bien aquel primer envite. De nuevo otro tirón, esta vez algo más fuerte, mis dedos fueron garfios sobre el papel y tampoco se movió. Me miró, le miré, tiró, y llena de angustia noté como la hoja volaba de mis manos para ir a las suyas. Lo único que conseguí retener fueron las dos esquinas redondeadas de la cuartilla, el resto lo perdí para siempre.

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No me moví, de nuevo la idea del milagro cruzó por mi cabeza, pero no, los dioses definitivamente me habían abandonado. El entrometido profesor tomó la redacción, la examinó, tachó algunas cosas, hizo un círculo sobre otras y cuando comenzaba a pensar que me devolvería la hoja y podría irme tranquila a mi sitio, algo pareció llamarle la atención. Acercó el papel a su cara, lo levantó, lo orientó hacia la ventana, miró al trasluz, y zas, le dio la vuelta. Mi ardoroso y sangrante corazón quedó al descubierto. Maldito latín, dije para mis adentros.

Otra vez no Por Ana Riera

El presente relato nace como variante estilística de La garita, ya publicado, escrito en tercera persona. Ahora es la protagonista quien se convierte en narradora del suceso. [Igual que aquel, las ilustraciones son reproducciones de obras de Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011), https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/freud-lucian

 

OTRA VEZ NO

 

Me gustaría ser como Vero. Parece tan convencida de todo lo que dice y hace. Por eso le han dado el puesto a ella, y eso que yo llevo más tiempo en la empresa. Pero es normal. Yo también la habría escogido. Es el tipo de mujer que triunfa. A mi vecina Raquel le pasa igual. Siempre te mira a la cara, sin pestañear. Cualquiera diría que la vida no tiene sorpresas para ella. En el bloque, todos la admiran. Me encantaría comportarme como ella. Pero a mí me cuesta horrores acercarme a los demás. Nunca estoy segura de si interpreto bien las señales. Me da mucha vergüenza. Al final casi siempre acabo haciendo el ridículo. Es horrible.

Como el otro día con mi hermano. Me sorprendió mucho su llamada, porque no me llama nunca. Bueno, casi nunca. Así que me quedé callada, sin saber qué decir. Me gustó que se acordara de mí, porque a veces me parece que soy invisible. La gente pasa por mi lado sin verme. O me ve, pero como una imagen desdibujada que forma parte del telón de fondo. Fue como si se me hubiese comido la lengua el gato. Y eso que me llamaba para invitarme a una competición de patinaje artístico de Sonia, mi sobrina favorita. En realidad, mi única sobrina.

Últimamente estamos un poco distanciadas. Cuando era más pequeña la cuidaba todos los miércoles por la tarde. Me lo pasaba genial. Durante mucho tiempo fue mi día de la semana preferido. Lo esperaba con ansia. Pero desde que empezó el instituto, ya casi no la veo. Entiendo que le guste estar sola o con sus amigas. Pero parece que se ha olvidado por completo de mí. Supongo que es normal.

Tal vez no debería ir a verla. A lo mejor es que se avergüenza de mí. Como ese día que me preguntó si yo tenía novio. Había ido a recogerla como siempre a su clase de patinaje. Íbamos hacia casa sin prisas, disfrutando de la suave brisa que anunciaba la llegada de la primavera. Y de repente me lo soltó: “Tía, ¿tú tienes novio?”.

Le dije que no y ella me preguntó por qué. No supe qué responderle. Me puse roja como un tomate y cambié de tema tan rápido como pude. No insistió, pero noté que mi turbación la había turbado. A lo mejor ese fue el día en que empezó a distanciarse de mí, justo ese día.

Al final le dije a mi hermano que iría. Me gusta tanto verla haciendo piruetas encaramada a sus patines… Los patines que yo le regalé en navidad. Sé que le encantaron y me dio las gracias. Pero no se lanzó a mis brazos como solía hacer cuando era más pequeña, ni me llenó de besos la cara. Algo en mí la violenta. Como a todos los demás.

Me costó encontrar el colegio. No conocía el barrio y me hice un lío con las calles. La verdad es que no suelo orientarme demasiado bien. Cuando por fin di con él, casi de casualidad, me faltaba el aire. No quería llegar tarde y que todos se dieran cuenta. Fue justo entonces cuando la vi. Atrajo mi atención como si fuera un imán de proporciones gigantescas. Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba abajo impregnando mi piel de un sudor frío y viscoso. El mundo entero quedó reducido a la garita que se erguía delante de mí.

Recorrí con los ojos su cristal curvado, el murete que protegía el pequeño habitáculo de miradas indiscretas, la silla con ruedas, el pequeño mueble blanco con una enorme cruz roja pintada en la puerta. Dios mío. Era prácticamente idéntica a la otra. Salvo que en el mueblecito de mi garita no había ninguna cruz roja. Dentro había siempre una botella de alcohol y otra de agua oxigenada, vendas y algodón, tiritas y esparadrapo, hasta unas tijeritas de punta redonda. Oí su voz como si estuviese allí mismo: “Pasa, pasa. ¿Te has desollado la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Me tapé los oídos presionando fuerte con las manos. Necesitaba silenciar esa voz. No la soportaba. Por suerte, las palabras de mi hermano me trajeron de vuelta: “¿Qué haces ahí parada? Vamos, espabila, que te pierdes la actuación”. Le miré sin verle del todo y me dejé arrastrar hasta el patio. Habría hecho cualquier cosa con tal de alejarme de allí.

Pero ya no conseguía sacármela de la cabeza. La garita estaba siempre conmigo. Me acompañaba desde que abría los ojos hasta que volvía a cerrarlos. A veces pienso que incluso se colaba en mis sueños. No era consciente de que llevaba una losa tan grande oprimiéndome el pecho. De algún modo, había conseguido silenciar esa angustia. Pero había vuelto para quedarse.

Lo peor era la culpa. ¿por qué me había puesto a saltar a la comba? ¿Por qué había perdido el ritmo? ¿Por qué no me había limitado a limpiarme la rodilla en la fuente? ¿Por qué había tenido que sentarme en el maldito taburete?

De todo aquello hacía mucho tiempo. Sin embargo, los recuerdos regresaban nítidos, como si los hubiera vivido esa misma mañana. Podía ver a la niña risueña y confiada que fui yo. Notaba el alcohol haciéndome cosquillas en la nariz y la gasa húmeda sobre la herida, escociéndome. Pero luego oía esa voz rugosa y empalagosa, y todo se cubría de negro. Era un recuerdo desgarrador que, desde que se había liberado, volvía a mí cruel, una y otra vez. Cada día me sentía un poco peor que el anterior, un poco más muerta. Hasta que no pude soportarlo más.

A partir de ese instante, un solo pensamiento se fue apoderando poco a poco de mi mente. Tenía que encontrarlo. Tenía que mirarle a la cara de nuevo. Una vez más. Por eso una tarde, al llegar del trabajo, me senté delante del portátil, me metí en internet y tecleé el nombre de mi antiguo colegio. Era un nombre largo y llevaba mucho tiempo sin usarlo, pero me salió del tirón. Una vez en la web de la escuela, introduje la palabra conserje en la pestaña del buscador.

Al instante apareció un nombre: Eusebio Landero.

No me lo podía creer. Había barajado la posibilidad de no encontrar ningún rastro. O de hallar algún pequeño indicio que me permitiera seguir buscando. Pero no podía creerme que todavía siguiera trabajando allí, después de tantos años. ¿Acaso nadie había advertido lo que ocurría? ¿Cómo era eso posible? Se suponía que las cosas habían cambiado. Lo veía todos los días en la prensa y la televisión. Sentí el impulso de salir corriendo hacia el colegio, pero era tarde. Estaría cerrado a cal y canto. Tenía que serenarme y esperar.

Me metí en la cama sin cenar. A pesar de que hacía un tiempo primaveral, temblaba como una hoja mecida caprichosamente por el viento. Me eché otra manta por encima y otra más. Pero seguí tiritando. Todo mi cuerpo se convulsionaba, rebelándose contra la evidencia aterradora. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies y amenazaba con tragarme entera, con la cama y todo.

Los minutos pasaron lastimosamente lentos, como si se deleitaran dilatando el tiempo de espera. Me pareció una noche larguísima. Me sentía atrapada en una trampa invisible que me mantenía en un estado de tensión insoportable. Cuando por fin amaneció, me costó incorporarme. Se me hacía una montaña pensar que tenía que vestirme, que abandonar la seguridad de mi piso, que coger el autobús rodeada de extraños. Pero sabía que no me quedaba más remedio.

Cuando aquello había ocurrido, no había hecho nada. Nada de nada. Todos aquellos años me había tratado de indultar diciéndome que no era más que una niña asustada. Pero ahora era una adulta. Una adulta a la que ya no le quedaban fuerzas para seguir soportando una losa como aquella.

Cuando llegué al colegio, me costó reconocerlo. Estuve allí, plantada, contemplándolo desde la acera de enfrente, durante mucho rato. Hasta que sonó el timbre. Era el mismo que cuando yo era pequeña. Sin pensarlo siquiera, empecé a andar hacia la puerta, como si aquel sonido fuera un canto de sirena al que no pudiera resistirme. Empujé la pesada puerta de cristal y entré en el vestíbulo.

Allí estaba la garita, con su actitud desafiante. Volví a sentirme como cuando era una niña de apenas ocho años. Avancé hacia ella arrastrando los pies, con las manos escondidas en los bolsillos del abrigo y mirando el suelo. No soportaba mirarla de frente. Me encontraba a menos de un metro cuando oí su voz: “Pasa, pasa. ¿Te has desollado la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Fue como si un resorte secreto se moviera de nuevo tras muchos años de abandono, obligándome a levantar la cabeza. A pesar de las canas y de la incipiente joroba, le reconocí de inmediato. Era él. Tenía una niña cogida de la mano y le hablaba con su voz rugosa y empalagosa. Otra vez no, otra vez no, me gritaba una vocecita en mi interior. Entonces, todo se precipitó.

Mis pies se movieron muy deprisa, como si tuvieran vida propia, y corrieron hacia el interior de la garita. Al verme, Eusebio me miró sorprendido. Confundido, dio un paso hacia mí. Yo capté un destello de color plateado. Lo siguiente que recuerdo era a Eusebio retrocediendo incrédulo, con los ojos desorbitados y un abrecartas precioso clavado en el estómago. No alcanzaba a entender del todo qué había ocurrido, pero sentí que me había quitado un gran peso de encima. Entonces miré a la niña, suspiré aliviada y le dediqué una amplia sonrisa.

La garita Por Ana Riera

A Carla le molestaba su timidez. Sentía envidia de mujeres como Vero, su compañera de trabajo, siempre tan convencida de lo que hacía o decía. O como Raquel, su vecina, que miraba a la cara sin pestañear, como si para ella la vida no tuviera secretos. Ella no era así. Le costaba acercarse a los demás y nunca estaba segura de interpretar bien las señales. Se aceptaba, pero le incomodaba. No siempre había sido así.

Hacía unos días, su hermano mayor le había telefoneado. Le había hecho mucha ilusión, porque no solía hacerlo. Ese domingo su sobrina Sonia tenía una competición de patinaje artístico. Por lo visto se jugaba el pase a la final. “Por qué no te vienes, hermanita. Va a necesitar todo el apoyo del mundo, porque sus rivales directas son buenísimas”. Mientras la niña fue pequeña se había hecho cargo de ella todos los miércoles, porque ese día su madre salía más tarde del trabajo y su padre tenía clase. Pero desde que había empezado el instituto, Sonia prefería quedarse sola en casa o irse con alguna amiga, así que se habían distanciado. Por eso había dudado si aceptar. Pero le gustaba tanto verla hacer piruetas encaramada a los patines que por fin se decidió.

Le costó encontrar el polideportivo donde iba a darse la competición. No conocía mucho el barrio y se hizo un lío con las calles. Cuando por fin dio con él, tenía la respiración un tanto agitada. La garita fue lo primero que vio. Atrajo su atención como si fuera un imán de proporciones gigantescas. De golpe dejó de preocuparle el hecho de llegar tarde y perderse la actuación de su sobrina, porque el mundo entero había quedado reducido a esa garita.

Recorrió con los ojos su cristal curvado, el murete que protegía un pequeño habitáculo de miradas indiscretas, la silla con ruedas, el pequeño mueble blanco con una enorme cruz roja pintada en la puerta. Era prácticamente idéntica a la otra. Salvo que en el mueblecito de su garita no había ninguna cruz roja. Recordaba que dentro había una botella de alcohol y otra de agua oxigenada, vendas y algodón, tiritas y esparadrapo. Y también unas tijeritas de punta redonda. Oyó su voz como si estuviera allí mismo: “Pasa, pasa. ¿Ya te has vuelto a desollar la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Sin ser consciente de ello, se tapó los oídos presionando fuerte con las manos. Necesitaba silenciar esa voz. Por suerte las palabras de su hermano la trajeron de vuelta. “¿Qué haces ahí parada? Vamos, como no espabiles te pierdes la actuación de Sonia. Menos mal que llevan un poco de retraso”. Carla le miró sin verle del todo y se dejó arrastrar hasta el patio, donde se encontraba la pista de patinaje. Le habían guardado sitio en las gradas. Ella, por desgracia, fue incapaz de ver nada.

Desde aquel día, llevaba una losa oprimiéndole el pecho. En realidad, llevaba muchos años con ella, solo que no era consciente de ello porque había logrado silenciarla. Lo peor era la culpa. ¿Por qué se había puesto a saltar a la comba? ¿Por qué había perdido el ritmo? ¿Por qué no se había limitado a limpiarse la rodilla en la fuente? ¿Por qué se había sentado en el maldito taburete?

Hacía mucho tiempo. Sin embargo, los recuerdos regresaban nítidos, como si los hubiera vivido esa misma mañana. Veía a esa niña risueña y confiada. Notaba el alcohol haciéndole cosquillas en la nariz y la gasa húmeda sobre la herida, escociéndole. Luego oía esa voz rugosa y empalagosa, y todo se cubría de negro. Era un recuerdo desgarrador que, desde que se había liberado, volvía cruel una y otra vez. Cada día se sentía un poco peor que el anterior, un poco más muerta. Hasta que no pudo soportarlo más.

A partir de ese instante, un solo pensamiento se fue apoderando poco a poco de su mente. Tenía que encontrarlo. Tenía que mirarle a la cara de nuevo. Una vez más. Por eso una tarde, al llegar del trabajo, se sentó delante de su portátil, se metió en internet y tecleó el nombre de su antiguo colegio. Era un nombre largo y llevaba muchísimo sin usarlo, pero le salió del tirón.Una vez en la web de la escuela, introdujo la palabra conserje en la pestaña de buscador. Al instante apareció un nombre: Eusebio Landero. Carla no daba crédito. Había esperado no encontrarlo, que su rastro hubiera desaparecido. Pero seguía trabajando allí, después de tantos años.

Sintió el impulso de salir corriendo hacia el colegio. Pero era tarde. Estaría cerrado a cal y canto. Trató de serenarse. ¿Cómo era posible? ¿Acaso nadie había advertido lo que ocurría? Se suponía que las cosas habían cambiado, que ese tipo de acciones ya no se permitían. Se metió en la cama sin cenar. A pesar de que hacía un tiempo primaveral, Carla temblaba como una hoja mecida caprichosamente por el viento. Se echó otra manta por encima, pero siguió tiritando. Todo su cuerpo se convulsionaba, rebelándose contra la evidencia aterradora.

Los minutos pasaron lastimosamente lentos, como si quisieran dilatar voluntariamente el tiempo de espera. Fue una noche larguísima. Se sentía atrapada en una trampa invisible que la mantenía en un estado de tensión insoportable. Cuando por fin se hizo de día, le costó incorporarse. Se le hizo una montaña pensar que tenía que vestirse, que abandonar la seguridad de su piso, que coger el autobús rodeada de extraños. Pero sabía que no le quedaba más remedio. Cuando aquello había ocurrido, no había hecho nada. Todos esos años se había tratado de indultar diciéndose que no era más que una niña asustada. Pero ahora era una adulta. Una adulta a la que ya no le quedaban fuerzas para seguir soportando una losa como aquella.

Cuando llegó al colegio le costó reconocerlo. Se quedó allí plantada, contemplándolo desde la acera de enfrente, durante mucho rato. Hasta que sonó el timbre. Era el mismo que en sus tiempos. Sin pensarlo siquiera empezó a andar hacia la entrada, como si aquel sonido fuera un canto de sirena al que no pudiera resistirse. Empujó la pesada puerta de cristal y entró en el vestíbulo.

Allí estaba la garita, con su actitud desafiante. Volvió a sentirse como cuando era una niña de apenas ocho años. Avanzó hacia ella arrastrando los pies, con las manos escondidas en los bolsillos del abrigo y la cabeza gacha. No soportaba mirarla de frente. Se encontraba a menos de un metro cuando oyó su voz: “Pasa, pasa. ¿Ya te has vuelto a desollar la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Fue como si un resorte secreto se moviera de nuevo tras muchos años de abandono, obligándole a levantar la cabeza. A pesar de las canas y la incipiente joroba, Carla le reconoció de inmediato. Tenía una niña cogida de la mano y le hablaba con su voz rugosa y empalagosa. Otra vez no, otra vez no, le gritaba una vocecita en su interior. Entonces, todo se precipitó.

Sus pies se movieron muy deprisa, como si tuvieran vida propia, y corrieron hacia el interior de la garita. Eusebio la miró sorprendido, pero no dijo nada. Por un instante pareció que el tiempo se había detenido. Entonces dio un paso hacia ella. Ella percibió un destello plateado. Lo siguiente que recordaba era a Eusebio retrocediendo incrédulo, con los ojos desorbitados y un abrecartas precioso clavado en el estómago. Carla sintió que se había quitado un gran peso de encima. Entonces miró a la niña y le dedicó la mejor de sus sonrisas.

Las ilustraciones son reproducciones de obras de Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011)
https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/freud-lucian

“Nadie nos oye”, de Nando López, una gran novela negra de aquí y ahora

Por Horacio Otheguy Riveira

Nadie nos oye es un título que se pega al lector, que provoca inquietud desde la primera página en que se tiene la noticia de un asesinato brutal. Un título, el de Nadie nos oye, con una carga de misterio que se va desvelando, pero cuya explicación absoluta queda a cargo del lector. En cuanto sus manos cierran el libro por última vez, sabe que releerá algún capítulo para acabar de comprender la compleja trama policiaca propia del género, pero sobre todo porque da mucho gusto volver a tomar contacto con escenas planteadas como guión de una película (Matrix se cita varias veces, por ejemplo) o de una serie con bastante acción, personajes atractivos y mucho suspense, acaso como Juego de Tronos (“… me pregunto qué hago con todo lo que no me gusta de mí y si alguna vez, en lugar de esconderme en un agujero, seré capaz de alzar la voz y, como el mismísimo Jon Snow, me ofreceré a salir voluntario en busca de la verdad más allá del Muro” [pág. 74], e incluso un breve homenaje a una de las series preferidas del autor de esta novela, al citar The Wire [pág. 49].

La agilidad de su texto no implica que pase con ligereza por temas tan importantes como la amistad, los primeros escarceos sexuales, el remordimiento de los protagonistas o secundarios personajes adolescentes. Todo tiene el buen empaque de una novela periodística muy bien documentada donde los jóvenes descubren que pueden confiar en algunos adultos con experiencias de vida conflictivas (como la de la psicóloga Emma), así como otros se definen como enemigos para siempre por su sobrecarga de prejuicios y ansiedades al borde de la psicopatía, incapaces de empatizar con los estudiantes-deportistas.

Nadie nos oye transcurre en un Instituto español con un Club deportivo en el que se juega Waterpolo femenino y masculino. En torno a un campeonato clave para evitar la fuga de patrocinadores, se produce el crimen que ha de ser investigado mientras también los jóvenes Vera y Quique se investigan a sí mismos en diferentes procesos personales. Una violación, unas caricias de dudoso consentimiento, la agresividad latente o explosiva se sostiene con una prosa de formidable lenguaje en el que confluye la claridad con la emotividad contenida, adecuadamente controlada para contar una historia cargada de emociones.

Indicada a partir de 14 años, tiene un nivel de lectura muy apetecible para adultos de cualquier edad, ya que otro de los alicientes del autor de obras también valiosas como La edad de la ira y Los nombres del fuego, radica en su cautivadora manera de llevar a los más jóvenes a empatizar con personajes de su ámbito y comprender las dificultades de los personajes adultos, y viceversa.

Bajo el sinuoso susurro del Nadie nos oye, quien haya superado “técnicamente” la adolescencia revive su propia experiencia en aquellos tiempos. Emociona el encuentro entre generaciones con demasiados puntos afectivos en común. Algo similar a lo que Nando López sugiere en su Taller de Escritura para Adultos que quieren escribir ficción para Jóvenes: la escritura de una carta del yo adulto al yo adolescente. Un lugar de encuentro donde destacamos los muchos puntos en común en la lucha cotidiana por encontrar su propia voz y defenderla lo mejor posible.

Nadie nos oye, un título que no se menciona en ningún momento, pero que recorre las intimidades, los secretos, las angustias y la esperanza de todo el libro, bien cargado de personajes muy interesantes, algunos de ellos profundamente inolvidables:

“Cada libro tiene tras de sí su propia historia. Encuentros, a veces buscados y a veces azarosos, que me permiten imaginar las vidas que recorrerán sus páginas. Y en la escritura de Nadie nos oye fue esencial que la casualidad me permitiese conocer a cinco jóvenes extraordinariamente talentosos en lo deportivo y muy lúcidos en su visión de la realidad. Gracias, Iván Alcón, Eva Arteaga, Daniel Blázquez, Lydia Fraga y Marta Ojeda, por ser, para mí, un referente de madurez, coherencia y afán de superación. Y por haberme regalado, entre batidos y risas, las ganas de escribir esta novela”. Nando López

Nadie nos oye, Editorial Santillana, Colección loqueleo. A partir de 14 años

El señor Cea Por Carlos Mollá

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Había sonado ya el timbre que señalaba el final de clase y el pasillo se había llenado de chicos que escapaban desaforados de esa prisión que los mantenía sentados durante una larguísima hora, mientras yo, que cinco años antes había sido uno de esos chillones enanos, permanecía esperando a que el Señor Cea diera por concluida su hora lectiva.

Procuraba visitarlo al menos una vez por año y había sido capaz de cumplirlo desde que dejé de ser alumno suyo. Ansioso por escuchar la explosión de júbilo que produce en los chicos oír al profesor dar por terminada la clase, recordaba las vivencias y sentimientos grabados en mi cabeza cuando lo tuve de maestro.

-¡Señor Mollá, salga a la pizarra!- La voz, seria e inflexible se oyó en toda la clase. Alta y clara, como para no tener excusas de no haber entendido la orden. Automáticamente 40 cabezas se giraron hacia mí mostrando una sonrisa perversa de quien espera fiesta y castigo. La alegría de mis compañeros fue inmediata, sabían que el aburrimiento causado por el momento del estudio se iba a tornar en risas y feria por la inevitable tortura a la que iba a ser sometido en breves momentos.

¡Jolín!, me ha vuelto a pillar. ¡Y mira que hice lo posible por cuchichear bajito, bajito! Levanté la mirada hacia el profesor con cara de extrañeza. -¡Pero si yo no he hecho nada!- Le increpé como si estuviera a punto de cometer una gran injusticia.

 El señor Cea se mantuvo inflexible, lo que provocó que mi actitud cambiara por completo a la de sumisión y petición de piedad. -¡Pero si sólo le he preguntado por el examen de esta tarde!-

Pero tampoco hubo perdón. Me levanté, dejé el pupitre con una doble sensación. Por un lado me divertía ser el protagonista de la juerga que se iba a montar a mi costa, y por el otro me atenazaba el miedo por el dolor real que iba a sufrir. Me dirigí hacia la mesa del profesor para colocarme a su izquierda, dejando la pizarra a mi espalda y enfrentándome a los cafres que se regocijaban pensando en lo que iba a pasar. Alguno sentía una emoción especial al tener alguna posibilidad de ser los ejecutores de la sentencia. Este premio recaía en aquel que hubiera sacado una buena nota con algún ejercicio o en examen reciente, y además se encontrara sentado en uno de los colores de excelencia de la clase.

Los pupitres eran individuales y se colocaban en cuatro hileras frente a la pizarra. A cada hilera se le asignaba un color. La que recorría por completo el ventanal que ocupaba todo el frontal, dando al jardín de la clase, era el amarillo. Este color, el más claro de los cuatro —y que se encontraba justo delante de la mesa del Señor Cea—, era ocupado por los chicos que mejores notas llevaban a lo largo del curso: los empollones. La hilera siguiente era la verde, donde se sentaban aquellos que no iban mal, pero no llegaban al nivel de las notas de los pupitres amarillos. Los chicos con algunos problemas en sus estudios ocupaban la hilera azul, y para terminar estaban los que tenían verdaderas dificultades para seguir el ritmo de los demás, que ocupaban la fila de color rojo. De esta fila, uno o dos solían repetir curso.

Los puestos de cada uno de nosotros cambiaban prácticamente todos los días, dependiendo de los éxitos o fracasos en los cotidianos ejercicios, y en las notas que se sacaban regularmente en los múltiples exámenes que realizábamos, así como de nuestra buena o mala conducta.

Yo sabía que además de la paliza que me iba a llevar tendría que recoger mis cosas del pupitre y retrasarme una o dos mesas más. Gesto que, por supuesto, iría acompañado del cachondeo general.

Allí estaba, de pie junto a la mesa, mostrando las partes de mi cuerpo que iban a ser castigadas. Los pantalones cortos permitían enseñar la carne rosada que alguno de esos animales iba a poner como un tomate a base de gomazos.

El señor Cea miró el cuaderno con el que hacía el seguimiento de todos nosotros y pronunció el nombre de uno de mis mejores amigos. – ¡Señor Tijeras! El canalla pegó un salto de su silla y salió corriendo a toda velocidad con su goma hacia mí.

Al principio de curso el profesor nos indicó la necesidad de que fabricáramos nuestras propias herramientas con gomas del pelo, para realizar estos deberes tan perversos. En la confección de las mismas se intuía el carácter sádico de cada uno, pues algunos construían verdaderas máquinas de tortura. Con gomas de un ancho y una potencia increíbles, con colores negros y amarillos que las hacían parecer venenosas y que cuando apuntaban hacia tus muslos te temblaban las piernas.

Rara vez era el señor Cea quién te infringía el castigo. Cuando esto sucedía, lo hacía con una regla que también era muy dolorosa, pues no golpeaba los muslos sino los labios o las palmas de las manos. Teníamos que aguantar con la mano extendida y quieta el momento del reglazo. El castigo se hacía muy divertido porque el alumno, como era normal, retiraba la mano al más mínimo amago del profesor. Entonces venía la consabida regañina. ¡Deja la mano quieta, que va a ser peor! Así, hasta que lo conseguía. Entonces el alumno exageraba y teatralizaba el dolor del impacto y todos pasábamos un buen rato.

Ese año escolar correspondía al último curso del colegio. Teníamos 9 para 10 años y al terminar pasaríamos al instituto.

Teníamos la primera reválida de las tres que íbamos a sufrir. La segunda sería en 4º y la última en 6º, con 15 para 16 años. Fue el último curso en el que yo pertenecí a la élite de los buenos estudiantes. Saqué matrícula de honor en el examen de acceso al instituto y mis padres me premiaron con una preciosa bicicleta azul. A partir del siguiente año inicié un lento y progresivo empeoramiento en mis calificaciones escolares para terminar saliendo del colegio y tener que hacer el COU, seis años después, en una academia privada, con una asignatura pendiente del año anterior, la física. ¡Es que la profesora era muy, muy guapa!

Cada año que pasaba, al ir creciendo y ser más alto, me fui dando cuenta con más detalle de la prominente calva que siempre tuvo. Era un hombre que vestía cada día con un traje negro, limpio y pulcro, camisa blanca, corbata, y portaba un bigote clásico de la época. Sólo le quedaba pelo por los laterales de la cabeza y años más tarde me di cuenta de que era más bajito de lo que me pareció cuando estuve todo un año con él.

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Hoy estaría procesado por maltrato infantil. Su método es hoy totalmente inaceptable, pero tenía la habilidad de provocar en nosotros una divertida competitividad con los colores de los asientos y de mantener la disciplina en clase de una manera divertida y en la que participábamos todos.

Viscosa realidad Por Elisa Pérez

ninos-igualdad-365xXx80La puerta del colegio se mantenía cerrada hasta momentos antes de la hora señalada para la salida de la jauría de niños que se apelmazaban como bestias en un redil. Mauricio, persona encargada del ritual diario, sin preámbulos y con poca alegría en su rostro, se aproximaba al pomo de la puerta de hierro verde que delimitaba con claridad los linderos de ese colegio público. Nada más abrir, el paso de los padres deseosos de rescatar a sus hijos de aquel lugar se sucedía sin descanso. Esos momentos eran siempre sinónimo de algarabía, gritos, saludos y algún que otro llanto. En definitiva, un desorden notorio que Mauricio trataba de controlar para que ningún niño se escapara y los padres recibieran a sus retoños. Y siempre manteniendo impoluto su uniforme con rayas blancas en las mangas y el cuello.

Me cago en la leche! Vaya lío que se monta! Si le digo que no se metan dentro… Mira esa. Hasta el fondo! Y las abuelas, las peores. Si no se los van a quitar. Aunque alguno se lo merecía. Joder qué rica está la mamá de Carlitos Vega y la hermana ni te cuento! Vaya tela. ¡qué brutos! Hala, hasta el fondo, sí, qué se los van a llevar. Ganas me dan de cogerlos. No corras les digo, para el caso que me hacen ¡Demasiado hago, para lo que me pagan. Vaya asco de trabajo. Mírala qué culito tiene ¡sí que está bien, sí! Allá se caigan…, no, que luego llora y no soporto cuando llora. Hasta el fondo, de nada sirve que diga… ahora que a mí me iban a oír… si no fuera por lo que es.

 Cuando la señal sonora llegaba al final de un interminable minuto, ya se había desalojado la mayor parte del patio. En ese momento, comenzaba la labor más agradable para Mauricio, o al menos la que más le gustaba. Caminaba parsimonioso por cada una de las clases y recogía los utensilios o materiales que alumnos y profesores se habían dejado en el suelo o en los pasillos, o quizás sobre alguna ventana. Cerraba las puertas de cada clase contemplando con orgullo el espacio ocupado por pupitres, pizarras y estanterías. Revisaba que las ventanas estuviesen cerradas, una vez terminadas las labores de limpieza, y se dirigía a los baños a remirar una vez más los pequeños inodoros y esos lavabos tan chiquitos que le transmitían una mezcla de ternura y desagrado.

¡Pero mira que son guarros! Ya quisieran ellas… y la directora, menuda puta… me dice que no hago bien mi trabajo! Pero escucha, ya se van, por fin se van, por Dios otra vez se han dejado… oh no el papel higiénico por el suelo y las de la limpieza sin limpiar, si las pillara, anda, no, bueno, vale, yo a lo mío, pero ¿y qué es lo mío? Ya no sé ni lo que soy, estoy harto, harto, harto… si me hubiera quedado en mi pueblo, no, ¡qué bobada!

 Carlos Vega era un niño de siete años de pelo rubio, ojos verdes y cara inocente. Había comenzado en el images (1)colegio La Paloma en ese curso. Siempre había ido con entusiasmo al centro, al ver a sus amigos la sonrisa iluminaba sus ojos. Los días transcurrían entre juegos, tareas y dibujos, emborronaba hojas siguiendo instrucciones de la profesora, compartía las canciones con sus compañeros y observaba con atención todo lo que se movía alrededor.

Tras su babi de cuadros blancos y azules se escondía un cuerpecito menudo. Adoraba a su profesora pero últimamente temía a los fantasmas, le asustaban mucho los nocturnos que le impedían dormir. Despertaba llamando a su hermana mayor, que le acunaba y le tranquilizaba. Mientras le cantaba la canción de siempre, el sosiego le volvía, ya no tenía miedo, ya no veía fantasmas.

Mañana mismo hablo con la directora, no puede ser, corre, corre ¡qué asco de chiquillos! Me gustaría verlos en mis tiempos, sin tantas idioteces… Aquello sí que era disciplina, si hacía falta se sacaba la vara. No te digo, chiquillos, niños, niñatos, todos unos bárbaros. Si te alcanzo… hala, no, cuidado que me atropellas. Disciplina, pero en casa Con ese culito cómo vas a dar disciplina, quien te pillara. No, si se pondrá a llorar encima. No puedo con él. Cuando le cojo también llora, pero a solas se deja hacer. Es buen chico. No, buen chico, buen chico…

En aquel barrio del extrarradio todos conocían a Mauricio. Desde hacía cinco años se ocupaba de la conserjería del colegio público del barrio. Soltero, habitaba la casa dentro del centro escolar. No se le conocía más familia que una madre anciana en su pueblo de origen. Nunca la visitaba y jamás recibía noticias de ella. Cuando el anterior conserje se jubiló, la directora del colegio buscó alguien de confianza entre los conocidos, tomando la decisión de que fuera Mauricio el que, desde ese momento, hiciera las funciones de conserje, cuidara las instalaciones y se ganara la confianza de niños y mayores.

Entre los niños del colegio se le llamaba “El cascarrabias”; no gratuitamente, porque cuando fruncía su ceño nadie se atrevía a contradecirle. Ni siquiera la directora. Los niños pequeños le miraban con temor; los medianos le evitaban y los mayores le hacían bromas en silencio. Aunque era joven, parecía mayor, su actitud delataba una edad incierta. Apenas salía del recinto escolar y se mantenía siempre atento a cualquier novedad que se produjera. Conocía con nombre y apellidos a todos y cada uno de los niños, incluso sus familiares eran escrutados con mirada penetrante, recelosa.

Desde hacía un año atendía también en las horas del comedor a los más pequeños, entre 6 y 10 años. Carlos Vega era su preferido. Le llenaba el plato, le servía agua, le acompañaba al retrete y, a veces, le acostaba la siesta que disfrutaban los más pequeños.

Otro día, la misma canción. Odio a estos pequeñajos, son odiosos. Pequeños monstruos. Pero hoy verán, en el comedor… sí, la comida, el comedor, pequeños monstruos, yo también puedo ser malo… el otro trabajo sí que era vida. Y no éste. Qué mala noche he pasado, mala noche, no he dormido apenas, qué pesadillas, ya verán, pequeños monstruos. Me tienen harto. El otro trabajo, por qué me echaron, no hice nada, no se puede ir con esas faldas tan cortas, idiota, mal nacida. Ahora está bien, no sé, no me gusta, pequeños monstruos. Faldas cortas, pechitos dulces, caritas tiernas, ojos claros, faldas cortas.

 La hermana de Carlos seguía con afán la vida de su hermano en el colegio, le llevaba, le recogía y le cuidaba. Ella era mucho mayor que él, se sentía responsable de ese niño que inundaba con su presencia la vida de toda la familia. Mientras sus padres trabajaban, ella cuidaba de Carlos.

Vaya hoy viene ella! Si pudiera…, ¿pero qué dices? Vaya muslos, preciosa, no puede ser, olvídate Mauricio. No tiene sus ojos, esos bonitos ojos verdes, me gusta, me gusta, me gusta.

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La hora de comer era la preferida de Carlos. Le apetecía comer cualquier cosa; disfrutaba riéndose con sus amigos en el comedor, después jugaba en el patio e, incluso, descansaba en una reconfortante siesta. Parecía feliz. Nunca se quitaba su babi, en el comedor era obligatorio y después en los baños, mientras se lavaba las manos acompañado de Mauricio o de algún profesor, contemplaba el dibujo regular de los cuadros en el espejo que le devolvía su imagen entretenido con el agua del grifo. Prefería que le acompañara un profesor, Mauricio le daba miedo. Era muy serio, aunque le decía palabras cariñosas, no como a otros niños a los que gritaba. Aun así no le gustaba. Le parecía raro, no le gustaba cuando se situaba detrás de él para abrazarlo.

Dulce carita, horror que se me escapa el mocoso, ahora verá… Se va a enterar, cuando le coja… llora, pequeño diablo, no, déjame, ya, ya, ya llego, no, ven, ven, ven…

Aún me acuerdo, no, lo borro, fuera, si pudiera olvidarlo, no puedo, ven mocoso, ven. Ah, bien.

No tengo la culpa, no, yo no fui, ¿por qué me pegaba? Y luego… yo no, ven, ojos dulces. Oh, sí!

Cuando la noche caía sobre el colegio, Mauricio daba otra vuelta alrededor. Le gustaba la sensación de poder que aquello le transmitía. Era el momento y el lugar en que se sentía poderoso. Su pequeño mundo alejado de su madre, de su pueblo. Ahí nadie le reprochaba, nadie le gritaba, incluso la culpa le dejaba espacio en la agonía. Aunque había transcurrido tiempo, no conseguía olvidar, nadie se había ocupado de decirle que no fue, que él no tenía la culpa, por eso prefirió aceptar aquel asqueroso trabajo, rodeado de niños que, sin embargo, le recordaban constantemente la imagen de su hermano.

Vaya qué noche más corta, otra vez, la luz, me ciega la luz, mira qué asco de día, me voy a ir, no esperaré, Carlitos, sueño, sed, asco de día, escucha, ya vienen otra vez, no puedo más, qué asco de día, Carlitos.

Como cada tarde últimamente, el babi de cuadros yacía en el suelo de la habitación de Carlitos. Con descuido el niño lo dejaba caer hasta que su madre le recogía para lavarlo, parecía querer desprenderse de él con demasiada rapidez.

plantilla-polos-y-sudaderasEse día al recogerlo del suelo notó algo húmedo con la mano. En un primer momento pensó que Carlos se había mojado, incluso que se había echado algún líquido encima. Últimamente se le había escapado el pis en dos ocasiones, le habían tenido que cambiar el babi y el pantalón que la profe le había cambiado por otro y le había dado envuelto en una bolsa de plástico. Esa vez se detuvo, palpó la mancha. Era algo viscoso, de color  blanquecino, con forma irregular se extendía por la  parte trasera de la prenda del niño. Los cuadros se desdibujaban con esa marca caprichosa.

Tras acercar su nariz para olerlo, el desconcierto, mezclado con la rabia, inundó sus entrañas de esta plantilla-polos-y-sudaderasmujer. Las veces anteriores, al llegar de la escuela y dejarlo Carlos tirado en el suelo, no se había dado cuenta,  pero ahora no había duda. Era semen.

Malditos niños, mira, otra vez, no soporto más. ¡Qué asco! Pero por qué me miran, no, quién es ese? No le conozco, es nuevo… ¿Quién es su hijo? Hala, sigue corriendo, allá te estrelles, ¿pero qué hablan con la directora? Me miran, no, voy para allá, me llaman, debo ir, no, espera voy a cerrar la puerta, el pomo, mi colegio, Carlos, los niños, voy, no, voy, no, va, cuidado, no me toque, qué hacen, ¿por qué me miran así? Ya verá cuando le pille, no voy, sí voy… ahora no, después, tengo que ir.

En los diarios locales la noticia corrió como la pólvora; investigado un caso de posibles abusos a menores en el colegio público La Paloma. Aún no se conocen más detalles pero hay varios sospechosos.