El viaje de la monarca Por Paula Alfonso

 

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Entre la lluvia de flashes que estalló sobre mí nada más salir, oí que me preguntaban si estaba nerviosa, si se trataba de una decisión bien meditada y si cabía la posibilidad aún de que me volviera atrás. Avanzaba deprisa por la cera dándome los últimos retoques, pero preferí detenerme, me di la vuelta, busqué al que me había interrogado, le miré a los ojos y solo su insultante juventud sirvió para que justificase sus ilógicas palabras. ¿Es que acaso se le cuestiona a alguien cómo hará su siguiente inspiración o dará el próximo paso?

  • No, querido, no hay marcha atrás. Mi viaje, el que estoy a punto de iniciar, lo llevaba inscrito en mis genes. Todo a lo largo de mi vida fue un mero proceso preparatorio para la llegada de este gran día.

¿Conocía usted la fecha exacta de su partida?

  • Tal vez debería responderle que no, que no lo esperaba, que el aviso me tomó por sorpresa, pero les estaría engañando y no es ese mi modo de proceder. Verán, no quisiera parecerles petulante por lo que les voy a decir, pero es la pura realidad. A diferencia de ustedes, yo percibo señales, pequeños indicios y estoy perfectamente capacitada para interpretarlos. Hoy día la sociedad, por muy robotizada que esté, es incapaz de predecir el lugar exacto donde descargará una tormenta o cuándo se producirá un terremoto y, sin embargo, los signos están ahí, siempre estuvieron. Si me lo permiten, creo que se están equivocando, tienen a su alrededor demasiados elementos perturbadores y eso les aleja de lo que erróneamente consideran “pequeñas cosas” cuando en realidad son decisivas, como los cambios en la dirección del viento, en su temperatura, en la humedad del aire o la posición de las estrellas. Gracias a que todo eso para mí sigue siendo una fuente esencial de información supe desde hacía días que debía prepararme para partir.

¿Qué siente al abandonar Canadá?

  • Nostalgia, aun no me he marchado y ya le echo de menos. Créanme, este país ha sido muy generoso conmigo, puso a mi disposición sus mejores recursos, cuidó que no me faltase de nada y en él realmente he sido feliz.

mariposa_monarca2_800-movil¿Pero aun así se va?

  • Sí, tengo que hacerlo, mi estancia aquí fue solo temporal. Me aguarda una larga travesía de más de 5.000 km antes de llegar a mi destino, México.

¿Se lleva algo de aquí, que de manera especial quiera conservar en su nueva residencia?

Otra pregunta estúpida. ¿Quién les habrá dado el título a algunos? No me extraña que se hable de degradación en la profesión periodística. Aun así, vuelvo a detenerme, sonrío de forma indulgente al que me ha interpelado, me armo de paciencia y le concedo el favor de mi respuesta

  • Bueno, en un principio pensé en meter dentro de una maleta bastantes cosas: libros, alguna revista de sociedad, música, ¡ah! y mis cosméticos, sobre todo mis cosméticos, pero finalmente tuve que descartarlo.

Continúo andando y atrás queda él todavía pensando.

¿No teme que en un viaje tan largo pueda ocurrirle algo?

  • Si se refiere a si voy prevenida contra imprevistos desagradables, ¡por supuesto! Pero no debe preocuparse, cuento con todo tipo de protección. Tenga la seguridad de que si alguien intentara atacarme el perjudicado sería él, no yo.

¿Lleva con usted alguna tecnología para asesorarse en ruta?

  • Sí, claro, dispongo de sofisticados GPS que me irán informando de forma constante sobre la fuerza de los vientos, el avance del sol y sobre todo de los lugares donde me puedo detener para repostar.

¿Cuánto calcula que durará el viaje? ¿Qué espera encontrar en México? ¿Va sola o le acompaña alguien?

  • Uno a uno —les ordenó mi jefe de prensa—. La señora contestará a todas sus preguntas, pero en estricto orden, por favor.

Cuánto agradecí tan oportuna intervención y también el estar muy cerca ya del lugar a partir del cual los periodistas y fotógrafos no podrían pasar. Un poco más y todo habrá terminado.

  • Verán, señores, está pensado hacer este recorrido en tramos de 120 km/dia, por lo tanto si hoy es 3 de agosto, calculo que para mediados o finales de septiembre se habrá alcanzado el final. En cuanto a lo que espero encontrar en México, me han informado de que se trata de uno de los mejores lugares del mundo para descansar, relajarse, disfrutar de la naturaleza y sí, como muchos de ustedes están pensando, encontrar pareja, pero, sinceramente, a mis años no creo que eso me vaya a suceder. Tampoco quiero que piensen que he cerrado definitivamente mis puertas al amor, ni mucho menos, pero tengo que ser realista.

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  • Y ¿la última pregunta? ¡Ah sí! Querían saber si voy sola o me acompaña alguien. Aparentemente, como pueden ver conmigo no viene nadie, pero eso no es del todo cierto, en mi interior late un pequeño ser que nacerá en tan solo unos días, su misión será muy breve, generar otro pequeño ser, que a su vez hará lo mismo con el siguiente. Solo los que nazcan a finales de septiembre o primeros de octubre podrán frenar tan intensa actividad reproductora, serán lo que los científicos denominan generación Matusalén, que en vez de vivir un mes,como lo hacemos todas, lo harán durante 6 o 7. Se tratará de una existencia con sus facultades ralentizadas y gracias a ello podrán descansar, analizar con detenimiento el tiempo pasado y reconducir posibles errores en el comportamiento de la especie para que no se vuelvan a repetir, será como una puesta a punto. En una palabra —y para no demorarme más— regresarán al estado más primitivo de nuestra naturaleza y saldrán después revitalizadas.

Creo que deberían conocernos mejor a las mariposas monarcas, díganselo así a sus lectores, algunas de nuestras pautas de conducta incorporadas en sus enloquecidos y absurdos ritmos de vida, les beneficiaría como especie, estoy totalmente convencida de ello.

Y ahora, si me lo permiten, tengo que partir. Ha sido un auténtico placer conocerles.

La noche americana de Truffaut Por Horacio Otheguy Riveira

 

Se llamaba François Truffaut y empezó siendo un niño que se escapaba de todas partes para ir al cine, donde el mundo le hablaba al oído con voces más verdaderas, susurros femeninos y piernas de seda: aventuras de quien sería el hombre que amaba a las mujeres y les rendía permanente homenaje, también dolorosos desplantes, también simpáticas situaciones de flaqueza masculina, también besos robados, también celos compulsivos, también sabiduría propia y ajena que le permitió dejar por un rato su propio universo y acercarse al de Ray Bradbury y descubrir que bajo la potencia del Fahrenheit 451 los libros arden mejor y entre sus llamas es capaz de surgir con fuerza el amor de la preciosa inglesa Julie Christie y el apuesto alemán Oskar Werner para fugarse de la quema y memorizar las mejores historias de la literatura.

Muy joven aún, Truffaut publicó la primera gran entrevista a Alfred Hitchcock (El cine según Hitchcock), hasta entonces despreciado por la crítica que no consideraba artísticos ciertos géneros por “comerciales” (léase terror, intriga, policiaco). Pero ahí estaba el estudioso del cine para ir a todo tren con la ansiedad que le caracterizó siempre, saltando de un tema a otro, de un amor a otro amor en lo personal, pero también en su búsqueda de razones y miradas, de armas con las que luchar en una existencia que quizás, en su interior, preveía corta. De hecho, en 1984 lo expulsó para siempre de los estudios de cine un derrame cerebral con sólo 52 años, y un montón de películas tan valiosas a sus espaldas que Steven Spielberg le invitó a participar como actor en su primer juego de ciencia-ficción Encuentros en la tercera fase.

Para entonces François había dirigido obras ya consideradas magistrales. En algunas fue también protagonista, con escasos matices sobre su habitual expresión anhelante y sorprendida, en otras fue actor secundario o extra que pasaba por ahí. Un entusiasta exigente que tenía prisa por descubrir mundos y compartirlos con la mayor cantidad de gente posible.

Entre sus títulos más notables sobre los que podría escribir largo y tendido: Los cuatrocientos golpes, Disparen sobre el pianista, Historia de Adele H, Jules et Jim, La piel suave, La piel dura, La novia vestía de negro, Domicilio conyugal, El pequeño salvaje, La mujer de al lado… y La noche americana, la película de 1973 que recibió un Oscar, lo que le permitió iniciar una nueva fase a toda su producción con mayor distribución internacional.

Una película en la que él mismo interpreta al director inseguro, cambiante, feliz como un niño, angustiado como un adolescente, trabajador incansable como un adulto que sabe lo que quiere, y nuevamente un niño fascinado por los personajes y los actores que tiene que poner en marcha un realizador de cine.

Un hombre de cine que ha de saber jugar con las torpezas de los actores veteranos que tiemblan ante el paso del tiempo, la sensualidad de las jóvenes actrices, los devaneos de todos con todas y la esperanza que cada uno tiene de que La noche americana (ese artilugio por el que se recrea una noche para ser filmada a plena luz del día) pueda expandirse con encanto en su propia vida, entre las sábanas de sus propios sueños.

Una película emocionante y divertida que es muchas cosas más, que funciona como una piñata que al romperse despliega un sinfín de golosinas para los amantes del cine: una reflexión apasionada que para hacerse posible tuvo que lograr un equilibrio matemático (con una inspiradísima banda sonora de Georges Delerue): equilibrio prodigioso entre la comedia y el drama, entre el humor ligero y la inseguridad de sus personajes (también espectadores), acerca del oficio de hacer películas, del arte de contar historias, de la dificultad por hacerlas verosímiles, de buscar la comprensión y la emoción de la gente.

Alejado siempre de todo afán discursivo y aleccionador, alejado siempre de la menor pedantería, François Truffaut —con su gran conocimiento del cine en las venas—, nos regala un eterno presente con el que nos homenajea a todos sin distinción, y una vez más, esgrimiendo una obsesión que ya estaba en su primera película y que aquí reaparece con una secuencia memorable y onírica que tal vez sea la que mejor resume la película: el director de la película dentro de la película duerme sueños agitados, cada jornada es un hándicap para sacar adelante el film dentro de los implacables límites que impone el productor. En su ajetreado dormir se reencuentra con el pasado en blanco negro, cuando de niño robaba por las noches los carteles de un cine donde se proyectaba Ciudadano Kane.

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La terraza Por Ana Riera

 

Había estado deambulando sin rumbo fijo durante más de dos horas, quizás tres. Sentía un peso enorme en el estómago que le retorcía las vísceras y le embotaba los sentidos. Sus pensamientos se entrecruzaban locamente, emborronándose unos a otros. Pero seguía poniendo primero un pie y luego el otro, de forma automática, como si seguir avanzando fuera su único objetivo.

Sin ser consciente de ello, sus pasos la habían llevado hasta su antiguo barrio. Le costó reconocerlo, porque a pie de calle no parecía el mismo. Coincidían el nombre de las calles, su distribución. Sin embargo, las tiendas de barrio que habían alimentado su infancia se habían volatilizado y habían sido sustituidas por acogedoras cafeterías, negocios a medio camino entre modernos y alternativos, una inmobiliaria con un montón de fotografías que mostraba los inmuebles de turno y varias tiendas de todo a cien. Tan solo la farmacia seguía en el mismo sitio, pero los antiguos albarelos blancos y azules habían desaparecido y en su lugar se había instalado una explosión de luz y color que no olía a nada.

Y luego estaban los árboles. Habían crecido tanto que parecían otros. De algún modo, no obstante, fueron ellos los responsables. O tal vez fuera la brisa que sin previo aviso se coló bajo su pelo despeinándola. Instintivamente, echó la cabeza ligeramente hacia atrás, para apartar la melena de sus ojos. Fue entonces cuando se topó con las copas de los majestuosos castaños de Indias, cuyas ramas jugueteaban nerviosas, como si quisieran abrazar un trozo cada vez más grande de cielo; o desbaratar alguna nube hasta desmigajarla.

Se sentía tan desesperada como las hojas, yendo de un lado para otro sin un objetivo claro, lanzándose al vacío para luego volver al punto de partida siendo la misma, aunque sintiéndose cada vez un poco más decepcionada, un poco más exhausta. Quizás por eso se entretuvo un buen rato observándolas. De pronto se sintió cansada, así que se sentó en un banco de madera, justo debajo del ejemplar más alto. Al colarse traviesa entre las hojas, la brisa les arrancaba bellos sonidos que la adormecían. Cerró los ojos durante un rato. Por un momento consiguió apaciguarse un poco. Incluso su respiración se volvió más pausada. Hasta que un pensamiento gris cruzó su cerebro haciéndole abrir los ojos de golpe, como si un extraño mecanismo se hubiera puesto en marcha de repente.

Justo en ese instante, una ráfaga más fuerte separó las ramas que tenía enfrente y la puso en su campo de visión.  Fue como ver una vieja fotografía. Era su antigua terraza, la terraza del que durante 20 años había sido el piso de sus padres. Reconoció al instante las piedras grisáceas que recubrían la parte inferior, los cristales esmerilados con su pátina amarillenta, que se extendían de lado a lado y, cayendo sobre ellos como un párpado somnoliento, el viejo toldo color verdoso un tanto ajado por la luz del sol.

Lo reconoció, sí. Sin embargo, esos recuerdos parecían pertenecer a otra existencia, a un tiempo muy lejano al que ya no pertenecía.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para echar la vista atrás. Vio a una niña con coletas que reía con una risa repleta de destellos cristalinos mientras giraba sobre sí misma con los brazos extendidos. Y a una chica de mirada melancólica y corazón intrépido que se enfrentaba a su padre y recibía una bofetada de su madre. Sintió sus lágrimas quemándole la piel y luego el vacío llevándose la terraza entera.

Pasaron muchos minutos arrastrándose despacio. Sintió que un dolor inmenso la desgarraba por dentro, sacando a la superficie sus pedazos rotos. Cuando por fin se recompuso, se levantó y echó andar con la determinación pintada en la mirada. Tenía que ser allí. Solo podía ser allí. En el lugar donde el mundo se había resquebrajado bajo sus pies.

–Hola, ¿puedo ayudarle en algo?

Se quedó observando a la mujer que la miraba inquisitiva con una mano apoyada en la puerta, cerca de la cadena, y la otra en el quicio.

–Verá, a lo mejor le parecerá un poco raro, pero hace tiempo, mucho tiempo en realidad, yo viví en este piso.

–Entiendo.

–¿De verás? Bueno, no sé. La cuestión es que he regresado esta mañana, después de muchos años de ausencia, y me preguntaba si….

–Si qué.

–Si podría salir un momento a la terraza.

–La verdad, no sé, suena un poco extraño.

–Ya, supongo. Es solo que me gustaría volver a ver la imagen que estuve contemplando la última vez, justo el día que me marché de aquí.

La mujer se lo pensó un par de minutos más mientras la contemplaba. Finalmente, se retiró de la puerta y la invitó a pasar con un leve gesto de cabeza.

Entró despacio, arrastrando los pies, como si le diera miedo despertar a algún espíritu maligno. Avanzó por el pasillo hasta el salón. La cristalera que se abría a la terraza estaba impoluta. Se acercó. La puerta estaba abierta. Respiró con fuerza el aire con su aroma a mar sin atreverse a salir todavía. Cogió aire de nuevo. Puso un pie fuera. Por un instante temió que las baldosas se desintegraran bajo sus zapatos. Pero no ocurrió nada. Sacó el otro pie y avanzó hasta la barandilla. Notó el sol calentándole la cara y el viento enredándose en el pelo, igual que aquel día lejano. Se asomó un poco, como entonces. Lo justo para poder contemplar el mar majestuoso al fondo, lanzando destellos luminosos hacia todos lados. Se sumergió en sus aguas y dejó que las olas arrastraran todos los malos momentos, todo el rencor que llevaba agazapado en el cuerpo. Y allí, en su querida terraza, en ese pequeño rincón que tanto había amado, consiguió por fin hacer las paces consigo misma.

La reserva Por Ana Riera

 

Marina de J.C. Morey.

 

Estaba tan ensimismada, que la llamada la sobresaltó.

–Buenos días, quería hablar con la señorita Rovira, Sonia Rovira.

–Sí, soy yo.

–La llamo del restaurante El Bullo, para confirmar una reserva que tiene para esta noche.

–¿Una reserva? Creo que se equivoca, no recuerdo haber hecho ninguna reserva.

–Es una reserva a nombre de Raúl Lozano y Sonia Rovira, para la noche del 14 de abril. Incluye un menú degustación Placer para los cinco sentidos.

–Ah. Bien.

Sonia dijo las últimas palabras de forma automática, sin siquiera ser consciente de ellas, y cortó la comunicación. La mera mención del nombre de Raúl la había sumido en un estado de shock. Se dejó caer en el sofá orejero porque le pareció que sus piernas habían perdido toda su consistencia. Le faltaba el aire.

La noche del 14 de abril. Era su aniversario. Hacía justamente dos años que habían empezado a salir. Habían coincidido en un proyecto y una vez terminado, la empresa había organizado una comida. Al salir, él se le había acercado y se había ofrecido a llevarla en la moto. Acabaron en una cala de una pequeña población costera.

–Me he ofrecido a llevarte, pero no he dicho dónde.

Pasaron toda la tarde allí, tumbados en la arena, bajo el sonido embriagador de las olas, descubriéndose el uno al otro. La luna jugaba ya a tintar las aguas de plata cuando se decidieron por fin a volver. Sonia supo desde ese mismo día que había encontrado a su alma gemela. Y lo había sido. Hasta hacía tres meses, cuando un camión se lo había llevado por delante, a él y a su moto, matándolo en el acto.

¿Qué significaba esa llamada? Madre mía, una reserva para El Bullo. Era lo último que se habría imaginado. Raúl era de buen comer y no entendía lo de los experimentos culinarios.

–Lo respeto, puedo entender la motivación de esos chefs. Pero qué quieres que te diga, lo de gastarme un pastón y salir con hambre no acabo de verlo.

Se había burlado un poco de su necesidad de anteponer la saciedad al disfrute de los sentidos. Se habían reído. Luego él le había dicho que era perfectamente capaz de disfrutar de todos sus sentidos, de los cinco, y que se lo podía demostrar cuando quisiera. Habían terminado en la cama y ella pudo constatar que sí, que era perfectamente capaz. Y ahora la sorprendía con este regalo. Se preguntó cuándo habría hecho la reserva, con lo difícil que era conseguir una mesa en ese restaurante.

Sintió que le daba vueltas la cabeza. Era demasiado perturbador. Pensó que debía llamar en seguida y anular la reserva. Aduciría cualquier excusa. Buscó en el registro de llamadas del móvil. Salía como número privado. Mierda.

Desde que había recibido la fatídica noticia, meses atrás, se había dedicado a poner coraza sobre coraza para poder resistir el dolor. Se había concentrado en sobrevivir o al menos en hacer ver que sobrevivía. Se obligaba a levantarse por la mañana y a meterse en la ducha, a ir hasta el trabajo y quedarse allí el máximo de horas para no pensar, para poder llegar a casa absolutamente exhausta y caer rendida en la cama. Ni siquiera había asistido a su entierro. Y tampoco había derramado una sola lágrima.

Encendió el ordenador, entró en Google e inició una búsqueda. Tenía que encontrar el teléfono del restaurante. Necesitaba seguir protegiéndose. Todavía no estaba lista. Lo localizó. Marcó el número con dedos temblorosos.

–Bueno días, le atiende Marcos Puértolas, encargado de El Bullo. ¿En qué puedo ayudarle?

–Hola, soy Sonia Rovira. Tengo una reserva para esta noche…

–Ah, sí, hemos hablado hace un rato. Debe disculparme, yo tampoco sabía… verá, como usted me ha colgado así, de repente, he llamado al otro teléfono de contacto que teníamos y acabo de enterarme. Lo siento muchísimo. De todos modos, quiero que sepa que el chef en persona me ha dicho que para él sería un honor tenerla esta noche en su restaurante, que por supuesto invita la casa y que él cree que debería venir porque  Raúl todavía tiene algo que decirle.

Antes de realizar la llamada, Sonia había ensayado distintas excusas y se había puesto una coraza más. Pero ante las inesperadas palabras del encargado solo alcanzó a responder que lo pensaría.

Por primera vez en tres meses, esa tarde fue la primera en marcharse de la oficina. Desde que había hablado con el encargado no había sido capaz de teclear una sola línea coherente en el ordenador. Pensó que le iría bien tomar un poco el aire, dar un paseo para intentar ordenar las ideas y sentimientos que amenazaban con desbordarla. Tenía apenas cuatro horas para tomar una decisión.

Deambuló por las calles mucho rato, hasta que empezaron a dolerle los pies. Luego cogió el metro y se fue a casa. Tras darle muchas vueltas, había llegado a la conclusión que no le quedaba más remedio que ir, que aunque le resultara terriblemente doloroso, no podía rechazar un regalo que le había preparado con tanto mimo. Así que se duchó, se puso su mejor vestido y se fue al restaurante.

La sentaron en una mesa discreta. El chef en persona salió a saludarla:

–Estamos muy felices de tenerla con nosotros esta noche. Intentaremos hacer que se sienta tan a gusto como sea posible. Quiero que sepa que el menú que vamos a ofrecerle ha sido pensado especialmente para usted a partir de algunas cosas que me contó el propio Raúl. No dude en pedirnos cualquier cosa que necesite.

A pesar de sus reservas iniciales, con cada nuevo plato que le servían, Sonia fue sintiéndose más y más cómoda. Era como si todas esas delicatessen le llegaran directamente al alma. Pero lo mejor llegó con el postre.

–Para concluir esta especial velada, el chef le ha preparado este sorbete de mojito con gelatina de menta y sorpresa.

Sonia cogió la cucharita y la hundió en el sugerente postre. Notó de inmediato que el sorbete escondía algo duro en su interior. Siguió comiendo hasta dejarlo al descubierto.

–Raúl me lo trajo para usted cuando diseñamos el menú—confirmó el chef que se había acercado de nuevo a su mesa.

Sonia miró la silla que tenía enfrente y no le costó nada imaginar la sonrisa picarona de Raúl y sus dulces ojos. Sintió que de algún modo en ese momento estaba allí. Respiró hondo, cogió el paquetito y lo abrió. Dentro había un hermoso colgante y una nota:

Espero que nunca pierdas esas ganas apasionadas de comerte el mundo, por nada ni por nadie. Te lo pido por favor.

Emocionada, intentó volver a leerla, pero le fue imposible porque las lágrimas emborronaban las letras.

Óleo de Lozano Enríquez.

Serafín y sus mujeres Por Horacio Otheguy Riviera

La silla de ruedas deambula cuesta arriba sin esfuerzo. Serpentea por pura diversión, impulsada no sólo por su energía eléctrica bien comandada, sino sobre todo por la irresistible energía del conductor, de su pensamiento, su creatividad, su música interior. Y cuando llega a la cima del Parque del Oeste, acelera en llano, sus mágicos acordes parecen elevarle hasta superar las copas de los árboles. Gira sobre sí reduciendo la marcha, imaginando el clímax que logrará su voz al narrarle a Blanca el final de su relato. El final que tanto le entusiasma y que acaba de saborear.

 

Frida Castelli.

Serafín Velasco se siente en la gloria en pleno mediodía de verano. La soledad del parque, su gratificante transpiración con aroma a limpio, a perfume de su cuerpo aseado por manos sabias al empezar la mañana, y en la boca el relato urdido mentalmente para ella: ese drama tan accidentado con final en ascendente tensión para que el doctor Evaristo Ledesma deje la bebida ante el inminente perdón de su enamorada hermana. Es tan grande la pena acumulada en sus largas historias paralelas de frustraciones y resentimientos, que el propio Serafín —total inventor de la trama, entusiasta contador de historias que nunca escribe— llegó a pensar que no sería posible reunirlos, facilitarles el camino del reencuentro. Pero sí. Las palabras ganaron las batallas del prejuicio y la condena bienpensante, se batieron los imposibles en su propio terreno y la voz de Serafín se yergue victoriosa: “El doctor y su hermana, Evaristo y Laura Ledesma, se miran largo a través de la lluvia, contienen el ansia de escapar en lentos pero firmes pasos de uno hacia otro. Finalmente se deciden a avanzar empapados. Se abrazan, besan y desnudan muy despacio en medio de la calle, bajo un cielo que aparta la tormenta y deja una llovizna que es telón y caricia, refugio y piedad. Sólo cuando se hablan al oído aumenta la intensidad del agua. No es posible oír lo que se dicen después de tanto tiempo en silencio”.

En el rosedal del parque, Blanca escucha el relato de Serafín con su uniforme azul de enfermera, liberados los primeros botones, asomando apenas la carne prieta en un cuerpo pudibundo al que, sin embargo, le brilla una sonrisa que quisiera pasear por la piel del hombre más deseado.

Almuerzo exquisito, ligeros comentarios generales y breve siesta. Todo sin salir del parque, recogidos, solitarios. Al despertar, el amigo-autor está nuevamente solo. Rápida ojeada al fichero mental de personajes, situaciones, ambientes. Bebe el té frío que le dejó Blanca y se entrega de lleno al nuevo material. En las próximas horas recorrerá otro parque, combinará elementos diversos como si escribiese novelas por encargo, sin resuello, al mandato de un editor tirano bajo el más tirano aún rigor del dinero y él, oh, él, se sumerge en cocktail de tópicos: ansioso, alcohólico y cocainómano igualmente imaginario, inventado escritor jamás impreso que teje relatos solamente para ellas, sus dos mujeres: Blanca y Beatriz.

Montaje fotográfico de Carl Warner.

La primera en impoluto azul, excitante en su enfermizo recato. La otra, completamente distinta, trae consigo un cuerpo enamorado de sí mismo, dispuesto a ser siempre bien acogido: altiva, fogosa, libre. Es la dueña del atardecer y la madrugada, quien más horas pasa a su lado. No más llegar junto a Serafín se transporta al ámbito de sus narraciones, siempre agradecida y colaboradora en cuanto detalle pueda participar. Para ella: la aventura de una secretaria que todos suponen virgen y beata, pero resulta gran conocedora de ritos sexuales. Personaje a su medida, Alexandra Miravedí modifica su aspecto para asistir a una subasta. Maquillaje, falda, escote pronunciado: cincela las curvas de una mujer que hará lo que sea con tal de poseer la medalla turquesa, amuleto maya para el pleno dominio del cuerpo y el alma, el placer de la carne y la sabiduría del espíritu. Una aventura trepidante con el viento en contra de un destino que la quiere escindida entre la esclava y la conquistadora, la puritana y la desvergonzada.

Andrei Protsouk.

Entusiasmados por la narración dejan pasar el tiempo. Beatriz corre por el parque, cruza las calles con los semáforos en rojo empujando la silla de ruedas hasta llegar al ascensor, luego a la cocina y el baño donde la desnuda por completo. La ve meterse en la ducha, rememora sin nombrarla la escena de lluvia y reencuentro amoroso de la historia de Blanca con el doctor y su hermana, abre y cierra los ojos, relame la magia del instante. Observa con deleite todos los gestos de quien acaba de quitarse el jabón y ahora rasura el vello púbico con esmero, luego se perfuma, maquilla pómulos, párpados, pinta los labios. Serafín desliza su mirada con emoción y tristeza. Sabe que en esta larga noche se producirá un cambio arriesgado.

Del éxito o el fracaso de su apuesta dependen tres vidas.

El sonido de los propios quehaceres de Beatriz le rescatan del pánico, comparten risa contagiosa, la ve vestirse lentamente y resulta casi más excitante que desnudarla. Otra vez en la silla de ruedas, la acompaña hasta el ascensor y allí se queda un buen rato hasta perder la melodía de su taconeo.

Antes de volver a entrar en el piso, deja una llave para Blanca bajo el felpudo. Teme que no cumpla lo acordado pero corrige el mal agüero con una acción optimista: silba su aria preferida de I Pagliacci y se instala en la cocina. Hornea la cena, bebe vino blanco, lee un par de cuentos de Maupassant, ve algunas de sus secuencias preferidas de La historia de Adele H… Todo con el fin de completar argumentos y escenas en su fichero mental. Lector y espectador técnico, carente de emociones, al servicio de la creatividad que sus mujeres le reclaman. Da una cabezada y a las 3,45 de la madrugada prepara dos bandejas con pasteles suizos, bombones de frutas con chocolate blanco. En la bandeja que deja en el cuarto de baño agrega un cubo, hielo y champán. En la que deposita en la habitación de huéspedes, vodka y coca-cola.

A las 4,30 en punto, Beatriz reaparece extenuada y hambrienta, la cara limpia de colorines, ojerosa y desprolija como a él más le gusta. Reaparece ávida por saber de sus personajes, por escuchar los matices de su voz entonando historias ajenas. El vapor del agua caliente y las sales, todo el encantador aroma del sudor que escapa por el sumidero y la bañera vuelta a llenarse, los besos sedientos, los besos serenos. Todo el aire y la espuma, olores que reavivan, dulces que embriagan, champán que entona. Todo el aire y su espuma, la debilidad del hombre que no puede andar con sus piernas pero sí acariciar, dejarse estar en los cansados y agradecidos brazos de la joven; todo el placer con que son capaces de soñarse y tenerse alcanza hoy la dimensión de una conquista superior. Desde el cuarto de huéspedes, Blanca les observa por el ojo de la cerradura, el hueco de la puerta entreabierta; bebe una segunda copa, su agobiado pudor escapa por una felicidad que aumenta a medida que avanza descalza. Se detiene a la distancia justa. Es una sombra que debe permanecer intocada. Escucha, mira, se subyuga y maravilla. Beatriz se sumerge en la renovada espuma con hierbas de Guayaquil y abandona para siempre el aroma de los otros que anduvieron por su cuerpo fugazmente a cambio de dinero.

El triángulo recién estrenado impulsa al anfitrión con bravura y desde lo alto desciende en espasmos formidables, gemidos compartidos, sonrisas largamente soñadas. A él le basta ahora con la mirada de Blanca, apenas desnudo un hombro hasta el breve monte de su pecho, y la sabia experiencia de Beatriz.

Mary Nieves Kirn “Verena”.

Blanca da por concluido el rito, se agasaja a sí misma en una penumbra ante sus ojos silenciosos. Allí donde mueren los jadeos y toda impudicia se repliega, Serafín y sus amores confirman inédito camino. A las 3 en punto de la tarde en el Parque del Oeste, Blanca tendrá su historia, ahora un poco más subida de tono, con una joven virgen que despierta la lujuria de un inquisidor. Aún sin reponerse del todo, semidormido, Serafín sigue pergeñando situaciones. En el amplio bolsillo de la silla de ruedas las dos mujeres le han puesto los sobres con dinero para la administración mensual de los tres. Él toma sus manos, besa los dedos uno por uno, acurruca la cabeza entre sus muslos. Ambas le llevan a la cama, le cobijan. Es la primera vez que están juntas a su lado. Se preguntan si serán capaces de compartirle durante mucho tiempo. Y en mudo acuerdo pactan respetar la nueva situación, ignorar otros sentimientos que no sean los que él necesita y dejar que una, dos, o incluso tres veces por semana, Blanca tome las llaves bajo el felpudo, pruebe los manjares que él dejará sobre la cama del cuarto de huéspedes, y consagre toda la pasión que él necesita a través de los ojos: esos ojos negros que iluminan los besos de su hombre recorriendo el apasionado cuerpo de Beatriz, su hermana gemela.

La plaza desde el suelo Por Paula Alfonso

 

 

Odio los fines de semana, la plaza permanece desierta hasta casi el mediodía y mis ojos se duelen de tan prolongada soledad. Todo es monotonía, parálisis, faltan mis referentes para situarme, saber qué hora es, o lo que falta para que levanten su cierre las tiendas. Sin duda, odio los fines de semana.

Elegí este emplazamiento porque lo encontré muy concurrido. Desde mi esquina me parece estar ante un carrusel multicolor que no parase de dar vueltas. Si mi afán hubiera sido conseguir más dinero o un buen cobijo frente a los rigores del clima, estaría ahora a la puerta de cualquier iglesia, pero no es ese mi caso, si el destino o mi infortunio han querido que mi hogar sea la calle, al menos que los transeúntes me sirvan de distracción. En esta plaza terminan su trayecto autocares que vienen de los pueblos cercanos, también tienen su parada numerosos autobuses urbanos, y por supuesto muy cerca de donde yo me pongo está la entrada del metro, así que realmente por nada del mundo me iría de aquí.

Pero hay otro motivo, el esencial diría yo, que justifica mi aversión a los fines de semana y es que ella no viene y sin ella nada a mi alrededor tiene sentido.

Ocupo un pequeño rectángulo de suelo junto a la tapia de una panadería y suelo permanecer echado, en invierno bajo viejas mantas y plásticos que con el tiempo he ido recopilando y en verano a la sombra de un amplio paraguas para protegerme de los cancerígenos rayos del sol. De vez en cuando me levanto para estirar las piernas, o hacer mis necesidades en un bar que no me pone pegas, pero trato de no demorarme, temo que cualquier desaprensivo se lleve mis escasas pertenencias, o lo que sería peor, que otro indigente ocupe mi puesto.

La verdad es que aquí me encuentro bien. La gente de la plaza ya me conoce, para ellos soy como cualquier panel publicitario, inofensivo y escasamente molesto, y es que no intento despertar su caridad vociferando miserias en tono lacrimógeno, como hacen otros, me parece mucho más digno permanecer en silencio y dejarles en libertad para que depositen una moneda en mi vaso o pasen de largo.

Desde el suelo, tendido como estoy, veo cada día pasar por mi lado cientos y cientos de pies que transitan en una dirección o en la contraria, acelerados o simplemente de paseo, metidos en zapatos embetunados y brillantes o en sucias y desgastadas zapatillas de deporte… Tal diversidad guarda estrecha relación con las horas del día. Por las mañanas son pies rápidos, ágiles, que esquivan con auténtica maestría cualquier obstáculo para no perder un segundo de su tiempo, pies que corren para evitar que el semáforo se les ponga en rojo o que se precipitan escaleras abajo, atentos a la llegada del próximo metro. Después, tan histérico ajetreo va dejando paso a otro tiempo de pisadas más serenas, más lentas, que se deleitan con el mero gusto de caminar, que se detienen sin prisa en el escaparate de la joyería para ver las novedades o se adentran a curiosear en la tienda de los chinos. Son en su mayoría pies cansados de muchos años de acarreo, alguno, intuyo, a punto de no querer avanzar más. Los zapatos de niños suelen aparecer por la tarde, siempre hay alguno que mientras mordisquea un sabroso bocadillo se acerca como distraído y me mira; lo hacen de una forma tan inocente, tan limpia que es mucha la ternura que me despiertan, pero enseguida la mano de un adulto tira de ellos y se los llevan ordenándoles que no se vuelvan a parar a mi lado.

Lo peor son las noches, largas, larguísimas noches en las que solo me saca del aburrimiento algún borracho aturdido que tropieza conmigo o los insultos y zarandeos que de cuando en cuando recibo de un grupo de cabezas rapadas que finalmente me dejan con algún que otro moratón en el cuerpo y sin las escasas monedas que durante el día he podido reunir. Pero, aun así, insisto, en que por nada del mundo me iría de este lugar. A veces vienen voluntarios, gentes de bien que con su mejor intención intentan convencerme para que les deje llevarme a algún albergue —allí podrá asearse, recibirá comida caliente y dormirá por unos días en una verdadera cama…—, me repiten una y otra vez, pero yo me niego en rotundo y para tranquilizar sus conciencias les digo que tal vez la semana que viene o la otra, o la otra… Pero lo cierto es que nunca me moveré de aquí y no lo haré por ella.

La primera vez que la vi fue hace dos años. La mañana había comenzado con calor, el mismo calor asfixiante que me había impedido pegar ojo en toda la noche. Ya habían llegado los autocares vomitando por sus puertas pasajeros de los pueblos cercanos, también lo hicieron los primeros autobuses, el 54, el 32, el 57… Todo parecía funcionar como cualquier otro día, así que me recosté en mi manta y me dispuse a iniciar la única tarea que me tendrá ocupado las siguientes horas: observar a hombres y mujeres caminar, unos deprisa, despacio otros, en solitario, en grupo… De pronto caí en la cuenta que uno de los autobuses no había llegado, el 14 se retrasaba, y lo supe porque otro distinto estaba ocupando su lugar en la dársena. Finalmente le vi venir bajando la avenida del Mediterráneo, llegó a su parada, frenó y abrió sus puertas, sus ocupantes comenzaron a salir, eran pocos, siempre eran pocos a esas horas tan tempranas de la mañana. Nada excepcional, me dije. Pero cuando estaba a punto de desviar mi atención buscando algo más interesante, me detuve, aún quedaba una pasajera por salir. En la escalerilla, sujeta a la barra, miraba desde lo alto a la plaza con aire de conquistadora, como si acabara de ganar la mejor de sus batallas. Después descendió sin desviar la vista del frente, una pierna, la otra, todo muy lentamente como si fuera una vedette de music hall descendiendo la escalera triunfal bajo salva de aplausos. Su leve contoneo de cadera provocaba un alocado movimiento en los vuelos de su falda que rozaban, acariciaban, lamían sus piernas, unas piernas largas, sedosas, seductoras, sensuales. Tuve que incorporarme aún más para ver mejor y no perderme un instante de aquella magnífica realidad. Llevaba una blusa roja que destacaba su cuello terso, erguido elegante, su pelo moreno recogido en un hermoso moño dejaba libre su rostro, libre para admirar, para perderse por aquellos ojos que incluso desde la distancia me parecieron inmensamente grandes y por una boca de labios carnosos e insinuantes cubiertos de rojo carmín.

Óleo de Prisac Nicolae.

Mi corazón estaba latiendo de forma desaforada y creo que algún transeúnte debió notar mi embeleso porque miró también en aquella dirección. Ella, mientras tanto, había permanecido unos instantes bajo la marquesina como sino estuviera segura de qué camino seguir. Finalmente comenzó a andar y la dirección que eligió fue precisamente la mía, sus pasos venían hacia donde yo estaba. Las manos comenzaron a sudarme, tenía la boca seca, y unos latidos muy fuertes me golpeaban las sienes. ¿Y si venía a decirme algo? ¿Y si era yo su meta buscada? La distancia que nos separaba cada vez se estrechaba más, empecé a oír su pisar seguro sobre el asfalto, y hasta oler su embriagante perfume, cerca, cada vez más cerca, tanto que hubo un momento que con solo estirar mi brazo la hubiera podido tocar, abarcar con mi mano su fino tobillo, conseguir que se detuviera y ascender lentamente por entre sus piernas, pero pasó por mi lado y siguió andando dejándome atrás con absoluta indiferencia. Sus pasos sonaban ahora cada vez más lejanos hasta que se confundieron con el resto.

Desde entonces cada mañana espero con verdadero anhelo la llegada del segundo autobús de la línea 14, cuando al fin se aproxima por la avenida del Mediterráneo mi corazón da un vuelco y rápidamente arreglo mis ropas, escupo en mis manos para atusarme el pelo y me preparo para disfrutar del mejor de mis deleites.

 

 

 

Voces Por Luigi De Angelis

3

Este cuadro de Remedios Varo (Anglés, Gerona, España, 1908-Ciudad de México, 1963) inspiró el presente relato.

 

 

Las paredes repetían el eco de Bizancio y Samarcanda, sílabas antiguas, perfectas y acompasadas. Palacio y convento, sus habitantes eran princesas, filósofas y santas. Todas eran mujeres, como en la isla de Lesbos, pero sin el homenaje a la ambrosía vaginal de Safo. Los pensamientos eran celestes y plateados, los respiros blancos y las miradas transparentes. Así, la pasión de estas mujeres era Cristo, hermoso, siempre recordado por su ternura para con María, Magdalena y Marta.

De singular ingenio era Jael. Menuda como una nuez, pálida como una palomina, delgada como un hilo, de voz suave cual el murmullo de las hojas del cerezo y tan austera como dada a la mística tarea de investigar. La pequeña mujer transcribía con una maravillosa caligrafía los pensamientos de los filósofos clásicos y un día se enamoró de Epicuro de Samos. En su pergamino escribió una oración:

El placer es vida.

 

Después de descubrir el hedonismo se percató de que el magnífico oasis de pureza en el que vivía en compañía de las otras santas era en realidad el infierno. Añadió varias líneas a su escrito:

Aquí no hay llamas ni azufre, pero en esta calma antinatural no puede vivir Dios.

 

Sin vino, sin música que avive los sentidos, sin caricias, sin placer no hay vida.

 

El voto de silencio llegó al palacio, nadie podía hablar hasta el día cuarenta. La consigna era sostener un diálogo interior con El Altísimo a toda hora. Sin embargo, Jael quebró el voto y silbó. La gracia le costó el allanamiento de su habitación. La superiora encontró el pergamino y horrorizada concluyó que Jael había sido poseída por un demonio cananeo. Fue sentenciada a no pronunciar palabra ni dormir durante el resto de la cuaresma. Por la noche debía dar vueltas por todo el convento dejando señales de cal en cada pared.

Al día veinte, Jael apenas conseguía mantenerse en pie. Los párpados le pesaban y permanecía con la sensación de que sus labios se habían sellado. Su oído se había vuelto más agudo y los pasos de las arañas sonaban como castañuelas. En la madrugada escuchó susurros detrás de la pared de uno de los recovecos que recorría en penitencia. Cerró los ojos e imaginó que se trataba de las Oréades en pleno jolgorio. Las imaginó de cabellos largos y adornadas con flores en sus cabezas y en sus senos. “Estoy enloqueciendo”, dijo para sus adentros, “seguro son ramas zamarreadas por el viento y yo las confundo con murmullos de ninfas”.

El silencio fúnebre del lugar fue sustituido por el ánimo de pensar en un mundo nuevo. Caminaba con un pedazo de cal en su mano, pero con el oído derecho pegado a la pared para percibir cualquier sonido anómalo, minúsculos rezagos de esperanza que le permitan aspirar a descubrir algo mejor que el antiséptico infierno en el que vivía. A través de los poros de las paredes se filtró un aroma especial, mezcla de sal, madera, limón y menta. Y al aroma le acompañó un coro de voces que estremecieron a la mujer penitente.

Eran voces más gruesas y graves que las de sus compañeras, cuatro voces distintas que penetraban sus oídos y henchían su corazón. Voces que jamás había escuchado, pero que sonaban como música, voces de criaturas tan míticas como las Oréades que imaginó en un principio, voces de aquellas criaturas a las que con tanto desprecio se refería la superiora, voces de hombres.

Sus sensibles oídos percibían todo lo que ocurría al otro lado de la pared. Los hombres volaban, el viento percutía sus vestimentas y sus susurros daban a entender que se dirigían hacia la ciudad de las cúpulas de amatista y fachadas de color turquesa. No era un demonio cananeo el que poseía a Jael, era su propio espíritu que había despertado como una flor, y ahora, al escuchar aquellas dulces voces no podía reprimir su deseo de abandonar su morada gris para conocer los colores del mundo con sus cientos de tipos de vinos, la alegría de su música y la calidez de sus caricias.

VivirDescalzos3Con mucho miedo, tragando un helado hilo de saliva, caminando con piernas tambaleantes, por primera vez se acercó al portal principal del palacio. La superiora trató de detenerla con su mirada implacable, pues el voto de silencio le impedía atravesar a Jael con el filo de sus palabras. La chica colocó un pie fuera del convento y sintió como si la mitad de su cuerpo hubiese resucitado. Estaba nerviosa, de sus ojos brotaba agua que apagaba el fuego iracundo de la superiora. Pensó en Cristo, Epicuro de Samos y las cuatro voces, y sin darse cuenta ya había sacado el otro pie y su cuerpo entero por primera vez respiró libertad.

Los cuatro hombres con elegantes trajes negros se alejaban y algo de la espléndida ciudad de amatistas se podía divisar. La chica guiada por el coro de voces flotó en el aire y voló. Ligera y bañada en gracia rompió el voto de silencio para siempre y silbó.

Remedios Varo en su Taller mexicano, junto a una de sus obras.

 

 

La irrupción de lo fantástico en dos clásicos rusos Por Roberto Langella

Trascripción del trabajo publicado en la edición de la Segunda Jornada de Estudios Eslavos, agosto 2018, bajo el título general de: 

La irrupción de lo fantástico en El capote (1842), de Nikolái Gógol, y Corazón de perro (1925), de Mijaíl Bulgákov. Autor: Roberto Ipiña Langella (Facultad de Filosofía y Letras- Universidad de Buenos Aires [FFyL – UBA] / Profesorado de Lengua y Literatura IMPA)

 

Resumen: ―El capote‖ y ―Corazón de perro‖ son dos de las obras más representativas de Nikolái Gógol y Mijaíl Bulgákov. Sin perder de vista las diferencias existentes entre ambas (la primera de corte satírico/realista, la segunda relativa al género de la ciencia-ficción; aquella escrita durante el zarismo, esta ya en tiempos de posrevolución), en este trabajo estudiaremos la súbita irrupción que lo fantástico hace en cada una de ellas. Este análisis contrastivo, expuesto en contrapunto, nos permitirá descubrir relaciones no manifiestas a primera vista entre ambos relatos. Al mismo tiempo, posibilitará una caracterización, si no completa, al menos original, capaz de ofrecer otra mirada sobre la naturaleza de estos dos relatos. Contrastaremos nuestra exposición con la teoría que Tzvetan Todorov elabora en Introducción a la literatura fantástica, y con la de algunos de sus comentaristas y críticos, como Carlos Ginés Orta y Ana María Barrenechea. Para finalizar, intentaremos arribar a alguna conclusión acerca de la motivación y la función de este recurso a lo fantástico, que en Occidente, por caso, sería impensable en una obra realista como El capote. Al respecto, sostendremos la hipótesis de que, en la medida en que la cultura rusa no contempla una oposición tan marcada entre lo real y lo irreal, entre lo verdadero y lo falso, la frontera entre géneros como realismo, ciencia ficción y fantástico es más permeable que en Europa y América.

 

Nikolái Gogol (1809-1852)

Si bien es cierto que en otras literaturas se fusiona lo fantástico con lo realista (en el realismo mágico latinoamericano, por ejemplo) y lo fantástico con la ciencia-ficción (Ursula Le Guin, George Martin, la argentina Angélica Gorodischer), nos parece original el modo, la irrupción (la intrusión) que lo fantástico hace en El capote (al final del relato) y en Corazón de perro (sólo al principio), sin volver a aparecer en cada caso, ni antes ni después. La fusión de géneros como los mencionados, sobre todo en Europa y América sajona, no se dio sino hasta mitad del siglo XX (más tardíamente en el caso de la ciencia-ficción) y con una fuerte resistencia de la crítica, enormemente purista respecto de los cánones de los respectivos géneros (sobre todo en el caso de la ciencia-ficción). Es posible que un crítico de la época hubiera acusado a Gógol y a Bulgákov de desbalancear el tratamiento de sus obras, con estas irrupciones de lo fantástico. En 1846 Vissarión Bielinski decía, a propósito de El doble, de Fiódor Dostoievski: Lo fantástico en nuestra época puede tener lugar sólo en los manicomios.

En El capote, no es sino hacia el final del relato que el elemento fantástico hace aparición, cuando después de muerto el protagonista, Akaky Akákievich, su fantasma vuelve para vengarse de quienes lo han ofendido. Con nuestra mentalidad occidental, podríamos preguntarnos sobre la necesidad de forzar, en una vuelta de tuerca inesperada, una historia cuyo tratamiento hasta entonces había sido satírico, sí, por momentos grotesco, también, pero realista (coincidente, al menos, con alguno de los puntos de vista que sobre realismo se tiene en literatura). En Corazón de perro, lo fantástico irrumpe al comienzo, en el largo monólogo que ofrece el perro Bolla, que, por ejemplo, nos entera de que sabe leer y de su visión recortada de la realidad humana (recortada, decimos, dadas sus limitaciones, por perro y por callejero, además). Por ejemplo, cuando dice: (…) hay un portero. Y no existe nada peor que eso. Es muchísimo más peligroso que un barrendero. Una raza decididamente odiosa. Aún más repugnante que los gatos. Descuartizadores con librea de botones dorados.

Nótese, además, el dejo clasista en la observación del perro. Bulgákov humaniza al personaje a la manera de las fábulas de animales, para que luego la historia vire por los carriles de la ciencia-ficción, si bien fusionada con la sátira y la crítica social, pero donde lo estrictamente fantástico no volverá a hacer aparición. Señalemos ahora que en ambos cuentos este recurso al fantástico no excluye una crítica social que es también una crítica de índole política, aunque, como veremos, se trate de manera matizada. Planteada esta problemática, sostendremos la hipótesis de que, en la medida en que la cultura rusa no contempla una oposición tan marcada entre lo real y lo irreal, entre lo verdadero y lo falso, la frontera entre géneros como realismo, ciencia ficción y fantástico es más permeable que en Europa y América.

 

Realismo, ciencia-ficción y el elemento fantástico

 

Mijaíl Bulgákov (1891-1940)

Del mismo modo que Ray Bradbury fue acusado de usar la ciencia-ficción como pretexto para sus denuncias sobre la condición humana, Bulgákov fue duramente criticado desde el realismo socialista por su excentricidad al mezclar géneros, no menos que por atentar contra el régimen soviético. Gógol y Bulgákov, en común, critican la burocracia de sus épocas respectivas (la burocracia como sistema de vida, que modela la cotidianidad de la gente ordinaria, volviéndola gris y mediocre), describiendo el espíritu de época que le tocó en suerte a cada uno. Sin embargo, no puede decirse ni de El Capote ni de Corazón de perro que hayan resultado en panfletos antizarista y anticomunista en cada caso. Ninguna de las dos obras ofrece un modelo alternativo a las formas de vida que critican, sino que en ambas se refleja lo que era la primera función del artista en Rusia: la crítica como denuncia. Siempre en esta nación el artista tuvo una función social, por lo que, como afirma Arnold Hauser, en ella un principio como el del arte por el arte no puede en absoluto aparecer.

En el desarrollo de su historia, Bulgákov parece recordar permanentemente la obra de Gógol (en algunos casos, particularmente, El capote); un tono satírico muy parecido, una misma animadversión por los funcionarios públicos, y, desde ya, la irrupción (intrusión) de lo fantástico. Incluso encontramos parecido en algún párrafo, la forma de lo que hoy llamaríamos un guiño u homenaje. Por ejemplo, cuando el perro dice: Hermanos, desolladores, ¿por qué me trataron así? resuenan las palabras de Akaky Akákievich al reclamar: ¡Dejadme!, ¿por qué me ofendéis? (…) ¡soy tu hermano! Otro eco de la tradición gogoliana puede encontrarse en los retruécanos o juegos de palabras o de sentidos escondidos en los nombres de los personajes, como el profesor. En la era dorada de la ciencia-ficción (años ‘60 del siglo XX), se entabló una fuerte polémica entre quienes insistían en mantener al género en su forma más pura posible (con Isaac Asimov como máximo referente), en la que llegó a establecerse una diferenciación como ciencia-ficción dura vs. ciencia-ficción blanda, esta última representada por Ray Bradbury. Más tarde, a la blanda le cabría la sobre-etiqueta de humanista.

Una serie de testimonios interesantes a este respecto encontramos en: http://antology.igrunov.ru/authors/bulgak/. Muchos críticos coinciden en la enorme similitud que existe entre la obra de ambos autores, como Carlos Ginés Orta nos habla de la enorme influencia que Gógol (y Pushkin) tuvieron también en esa obra de Bulgákov (en Mijaíl Bulgákov y el grotesco: El Maestro y Margarita a la luz de las teorías de W. Kayser y M. Bajtín). Filip Preobrajenski (el otro protagonista de Corazón de perro, cuyo apellido se forma sobre preobrazhenie, palabra rusa que puede traducirse como transfiguración) y de Akaky Akákievich.

La necesidad de incurrir en lo fantástico, respecto de la significación de cada relato, parece menos justificada en Gógol que en Bulgákov. En aquel, como sostiene Antonio Benítez Burraco, la crítica ha visto en general un recurso de estilo, de corte romántico. Es posible que si la historia finalizara en la escena de la muerte de Akaky, obviando su regreso espectral, la trama no se vería modificada sustancialmente. Sin embargo, el mismo Benítez Burraco da cuenta de la polémica entre eminencias de la crítica, entre quienes se mencionan Troyat, Bernheimer y Jrapchenko, acerca de si debe tomarse de forma literal o no el retorno sobrenatural de Akákievich, al final del cuento; hay, incluso, quienes aseguran que todo no se trató más que de rumores que corren en la ciudad, acerca de la aparición del espectro. En cambio, en Bulgákov, la posibilidad de conocer la realidad interna del perro (el elemento fantástico) resulta fundamental para completar el sentido del relato y entender la realidad psíquica del personaje, convertido ya en monstruo (un híbrido entre perro y hombre), elemento ya propio de la ciencia-ficción.

A esta altura también encontramos conveniente aclarar la diferencia semántica que la mentalidad rusa hace sobre la noción de ciencia-ficción, respecto de cómo se concibe en Occidente. En Rusia se habla de naúchnaia fantástika, es decir, literalmente fantástico científico. Y es verdad que tiene ribetes filosóficos el alcance de la diferenciación que los occidentales realizamos entre dos géneros que, en Rusia, son percibidos como variantes del mismo y único modo (para tomar la terminología de Rosemary Jackson). En tal sentido, y en relación con la potencia crítica de la literatura en Rusia –ya observada– cobra particular relieve lo que al respecto dice Vera Vestnikova: El fantástico para Bulgákov es no un fin en sí mismo, sino un medio de representación satírica de la realidad, medio de revelación de las ‘incontables deformidades’ de la vida cotidiana, inhumana expresión del régimen totalitario que dominaba el país. Al no tener posibilidad de expresar sus ideas directamente, el escritor recurre al fantástico, que, por un lado, aleja de algún modo el contenido de la novela de la realidad, y por otro, ayuda a ver tras los hechos inverosímiles lo ilógico y la cruel absurdidad de mucho de lo que sucede en el país en esos años. El fantástico permite a la sátira de Bulgákov penetrar en zonas absolutamente prohibidas para la literatura; como una lupa dirigida a las deficiencias de la sociedad y a los vicios humanos, los desenmascara a los ojos de los lectores.

Lo satírico

 La historia del desdichado Akaky Akákievich en El capote, trasluce también un fuerte sentido de crítica social y moral de la Rusia zarista, que se da a través del recurso del humor y la sátira. Gógol inicia su relato, con este tono zumbón: En el departamento ministerial de **F; pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales, los cancilleres…, en una palabra: todos los funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, es posible que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte.

Lo propio hace Bulgákov con su relato, siendo en su caso la organización social del régimen soviético su objeto de crítica. Por un lado, está la visión del profesor Filip Preobrajenski, un funcionario aburguesado que desprecia el concepto de proletariado: Así es, el proletariado no me gusta. Pero también está el punto de vista de Bolla (que se mantendrá en su estado de hominización), igualmente despreciativo de esta clase: De todos los proletarios, los barrenderos constituyen la peor calaña.

El capítulo dos termina cuando, luego de que miembros del Comité organizador del edificio que el profesor ocupa –una especie de consorcio administrativo– le exige algunos de los cuartos que él ocupa; entonces este telefonea inmediatamente a un funcionario con una jerarquía más o menos importante (lo que comúnmente se conoce como mover influencias), para que le solucione el inconveniente. En determinado momento, el monstruo en que el perro fue convertido le reclama al profesor: Algunos tienen departamentos de siete habitaciones y cuarenta pantalones, mientras otros vagan por las calles y buscan su comida en los tachos de basura. Queda así claramente expuesta, en este episodio, la crítica a las políticas habitacionales del régimen, así como a la corrupción de sus funcionarios y a las desigualdades sociales.

Particularidades de la visión rusa acerca de lo fantástico

En su ensayo de 1918, titulado Cómo está hecho El capote, de Gógol, Boris Eichenbaum realiza un exhaustivo, minucioso y profundo análisis de todos los elementos que integran la obra. Precisamente, llama la atención el poco espacio y la liviandad con que trata el tema de la intrusión que lo fantástico hace en la misma. El final de El capote es una impresionante apoteosis de lo grotesco (…) Los crédulos eruditos que habían visto en el fragmento ―humanista‖ la esencia del relato quedan perplejos ante la irrupción inesperada e incomprensible del romanticismo en el realismo (…). En realidad, la conclusión no es ni más fantástica ni más romántica que el resto del relato. Por el contrario, en éste hay un grotesco fantástico presentado como un juego con la realidad; en la conclusión, se entra en un mundo de imágenes de hechos más habituales, aunque en todo prosigue su juego con lo fantástico… Eichenbaum entiende que el grotesco está ligado a lo fantástico y no al realismo, y no agrega más al respecto. Sin embargo, en tanto que lo grotesco consiste en una caricaturización, nunca lo fantástico podría ser grotesco, dado que se caricaturiza lo que se conoce, lo que se nos presenta o representa de manera literal. En tanto que nos resulta extraño, poco o nada aprehendido, resulta imposible caricaturizar el elemento fantástico, mientras que el grotesco resulta un elemento fundamental en ciertos tipos de realismo, como los teorizados por Bajtín en La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento (1990). En Ensayo de una Tipología de la Literatura Fantástica (subtitulado, A propósito de la literatura hispanoamericana), la autora, Ana María Barrenechea, empieza por el análisis que Tzvetan Todorov plantea sobre el tema, aun cuando ella dice disentir en la solución que le ha dado al problema. Luego desarrolla lo siguiente:

Tzvetan Todorov (1939-2017)

Todorov delimita el género de lo fantástico con dos sistemas de oposiciones:

 

  • El lector se interroga sobre la naturaleza del texto y según ella quedan establecidas dos parejas contrastivas:

 

LITERATURA FANTÁSTICA / POESÍA

LITERATURA FANTÁSTICA / ALEGORÍA

  • (…) Para Todorov no hay nunca poesía fantástica porque no se da ese pasaje y no se produce en el lector una reacción ante los hechos tal como se experimentan en el mundo, lo cual es indispensable en la literatura fantástica para que se los pueda clasificar de naturales o sobrenaturales. No obstante la afirmación de Todorov acerca de que no hay nunca poesía fantástica, resulta interesante la afirmación contrastante de Omar Lobos: La noción de póiesis parece recobrar aquí lo suyo, y por eso nuestra hipótesis es que la lengua literaria rusa se comprende como eminentemente poética. Si ambos teóricos tienen razón, hallamos entonces aquí una dificultad al intentar tratar lo fantástico desde esta lengua literaria. Barrenechea sigue su exposición para concluir que en ningún caso la clasificación deben depender del capricho interpretativo del lector. Prosigue con la diferenciación a la que arriba entonces Todorov, acerca de lo extraordinario, lo fantástico y lo maravilloso (como solución a lo presentado en la cita), para decir que en común implican la coexistencia de hechos normales y/o anormales. En definitiva, a favor de Barrenechea podemos decir que no encontramos desacertada la decisión de, en primera instancia, recurrir a la obra de Todorov para contrastarla en un estudio sobre la literatura fantástica hispanoamericana, toda vez que la obra del teórico búlgaro se pretende universal (de un listado de diecinueve autores citados o a los que se hace referencia, entre los que se incluyen Balzac, Poe y Kafka, sólo uno es ruso, Gógol). Sin embargo, es muy posible que el esquema propuesto por Todorov (a pesar de él mismo) para el análisis del género fantástico no se ajuste bien o resulte incompleto o ambiguo al aplicar a casos de las literaturas de distintos lugares de Occidente. Tal vez se trate que dicho esquema sólo funciona correcta y completamente al aplicárselo exclusivamente a la literatura rusa, lo que nos servirá para distinguir al menos algunas de sus características excluyentes. Barrenechea sostiene que en lo fantástico ―no se produce en el lector una reacción ante los hechos tal como se experimentan en el mundo, lo cual es indispensable en la literatura fantástica para que se los pueda clasificar de naturales o sobrenaturales. De acuerdo con los argumentos antedichos, nosotros afirmamos que la mentalidad rusa no necesita clasificar de modo tan absoluto los hechos en naturales o sobrenaturales, una característica tan propia, por otra parte, de la mentalidad occidental. Es cierto que en Todorov, una de las premisas es que el lector se interroga sobre la naturaleza de los acontecimientos relatados, pero difícilmente sea en virtud de distinguir lo normal de lo anormal, sino (es una posibilidad) en la necesidad (tanto para el artista como para el lector) de que la representación sea completa, o, dicho de otro modo, no sea incompleta. Porque es muy probable (al menos, es imaginable) que para la mentalidad rusa la naturaleza sea mucho más vasta que para la mentalidad occidental, comprendiendo como parte de la naturaleza aquello que nosotros entendemos como sobrenatural. De esto se desprende que si el lector (ruso) se interroga sobre la naturaleza de los acontecimientos relatados, no es para clasificarlos en sus diferencias, sino para verificar la completitud de la obra. Para entender con mayor profundidad estas particularidades de la visión rusa acerca de lo fantástico (que, por oposición, nos conducirá a lo mismo respecto del realismo), debemos analizar primero las características propias de su mentalidad. Para ello, resulta sumamente esclarecedor lo que Omar Lobos dice al respecto:

El ruso ha sido un pueblo reticente a los binarismos, tan caros a Occidente: Iglesia/Estado, cuerpo/alma, individuo/sociedad, sujeto/objeto, forma/contenido. Quizá sea esta tendencia a la integridad la que haya hecho que la herencia de la liaison religiosa que une la palabra con la verdad –esto es, la palabra que revela, reactualizándolo cada vez, un mundo trascendente– no haya sido nunca declinada en Rusia. Y que ni la cultura, ni la historia ni la experiencia, tengan que aparecer entonces como sucedáneos del gran soporte. Así, puede decirse que la palabra ha preservado allá su estatus mágico, creador de mundos, desconociendo la referencia como una otra cosa respecto de ella misma o bien sintiéndose su creadora, próxima a la lengua del rito, que es una lengua que (re)crea) y la del rezo, la palabra que invoca (llama aquí), más que la que evoca (llama desde).

Corolario

Nos hemos remitido apenas a estas dos obras para la realización de este trabajo, pero pensamos en un proyecto de más largo aliento podríamos incorporar la aparición de las atmósferas enrarecidas en la obra de Fiódor Dostoievski, de lo místico-religioso en la obra de León Tolstói o de lo fantasmagórico en la obra de Antón Chéjov, por dar algunos de otros ejemplos posibles. Es decir, no se circunscribe lo expuesto meramente al caso de un par de relatos. Antes de terminar, deseamos dejar en claro, asumiendo el riesgo implicado en el tratamiento que hemos dado al análisis sobre las (posibles) características de la mentalidad rusa, acerca del peligro de recaer en el facilismo de concluir que todo no se trata más que del pensamiento mágico de un pueblo (tan proclives como somos los occidentales a las simplificaciones y las etiquetas). En todo caso, serán la historia, la antropología y las ciencias sociales, en base al estudio de las circunstancias atravesadas por esta nación, quienes puedan determinar o al menos conjeturar acerca de por qué la idiosincrasia (que de ello se trata) rusa se ha formado de un modo y no de otro. Es importante que se entienda que no se trata para nada de pensamiento mágico. Por muchos filósofos (y por Sigmund Freud, en lo que refiere a la psicología) los occidentales reconocemos que existen aspectos no manifiestos, potenciales, de la realidad (lo que, incluso, pone en cuestión lo que podemos llegar a entender por natural y sobrenatural). A partir de Friedrich Nietzsche, a los occidentales nos gana una legítima desconfianza sobre el valor absoluto de la razón, tan sobrevaluada desde el tiempo de los griegos, y sobre su capacidad de iluminar todas las sombras de lo extraño y lo irracional. En La idea rusa, Nikolái Berdiáev cita al poeta Fiódor Tiútchev: No se puede comprender Rusia por medio de la razón, ni medirla con medidas comunes. Rusia posee una idiosincrasia singular, sólo se puede creer en ella. Y no nos parece que el comentario reduzca el tema a un asunto de fe, sino que nos advierte acerca de los singulares obstáculos o dificultades que podremos hallar al adentrarnos en la investigación, que incluso pueden resistirse a la mayor rigurosidad del enfoque científico. Berdiáev lo detalla minuciosamente en toda la extensión de su artículo:

Nikoláis Berdiáev (1874-1948)

El pueblo ruso es un pueblo extremadamente polarizado, es una combinación de contradicciones (…) de él se puede esperar lo más imprevisible (…) Es un pueblo que causa preocupación entre los países de Occidente (…) Rusia es una enorme parte del mundo, es un colosal Oriente-Occidente, y en sí misma reúne a estos dos grupos.

Así, se trasunta algo irracional en la idiosincrasia rusa, algo animal, algo infantil; algo de buen salvaje. En el mejor de los sentidos, hay un enorme impulso de libertad en las obras aquí tratadas, que rehúye la aprobación y el seguimiento riguroso de reglas, de referencias, de citas de autoridad tranquilizadoras y tranquilizantes, para quien dice y para su auditorio.

 

Muy recomendable, leer la edición completa con sus notas y bibliografía.

Aquí en pdf, páginas 227 a 238.

 

 

 

 

 

 

Café Dijou Por Elisa Pérez

El presente relato se ha inspirado en el cuadro «La pelirroja del collar», pintado en el año 1917 por Amedeo Modigliani (Livorno, Italia, 1884-París, Francia, 1920).

 

 

 

 

 

 

 Al volver la cara pensó que era una aparición divina. Lo primero que llamó la atención de Sabrina fue su cuello, estirado, muy recto. El recorrido visual continuó por los hombros de la mujer arqueados ligeramente en un gesto de timidez, desnudos sobre el escote de un jersey anaranjado.

Cuando la diosa entró por la puerta, Sabrina estaba de espaldas sacando una serie de platos desde la cocina. El movimiento era incesante y el ruido ensordecedor, pero por encima de todo pudo escuchar un “Bonjour” en un francés perfecto, alejado del tono provinciano que ella tenía. La radio de fondo expandía una dulce sonata de Stravinsky.

Hacía poco tiempo que trabajaba en ese Café. No atendía normalmente al público. Los platos, las cacerolas y los fogones constituían su espacio. Antes de decidirse por aquél, se pasó días enteros buscando en el rotativo local lo que no había conseguido en su tierra: un trabajo que le permitiera desarrollar su pasión y ser ella misma. Entre la poca variedad reinante eligió el Café Dijou: en el centro, cerca de su casa, coqueto de apariencia y con una clientela fiel, según le dijo el dueño en su primer día.

Las amables enseñanzas de su abuela la habían llevado por el sendero de la repostería. Tamizar, batir, blanquear o amasar constituía sus quehaceres y, sobre todo, su pasión.

  • Abuela, ¿mezclo ya las claras…?, ¿pongo el pastel en el horno…?, ¿por qué echas tanta canela? Siempre había preguntas que la pequeña Sabrina lanzaba incansable a su abuela Julia.
  • Espera un poco, no tengas prisa –la anciana con las manos embadurnadas en harina, mantequilla o chocolate se tomaba su tiempo para contestarle, moviéndose incansable por el estrecho margen que la mesa de madera y el horno dejaban.

“¡Mi preciosa niña pelirroja!” Exclamaba la abuela cada noche al acostarla, exhausta por la faena que suponía llevar la panadería del pueblo y atender a una pequeña de ocho años.

Había transcurrido mucho tiempo desde aquello. Antes de que el encargado del Café Dijou la reprendiera por su pasividad, decidió salir de la contemplación tratando que no se notara lo mucho que le había impresionado la mujer que acababa de entrar.

La miró a los ojos. Unos ojos tristes y serenos. Después contempló su pelo. No había un gran número de pelirrojas en el mundo y allí, en un espacio de menos de un metro cuadrado, dos se encontraban frente a frente. Ella lo mantenía recogido con un pañuelo blanco del que se escapaba un rizo travieso; la visitante iba peinada a la moda con el flequillo atrapado en una diadema dorada.

La voz autoritaria del encargado la detuvo en su examen. El olor a quemado que venía de la cocina la sobresaltó, aunque estaba acostumbrándose a sucesos así en el Café Dijou. Su abuela mimaba cada utensilio; cada aparato gastado o no por la infinidad de usos que tuvieran, eran lavados con sus manos estriadas y cálidas: “en ese cazo hice mi primera compota”, “aquella cacerola me la regaló tu abuelo Rogelio”, “cuidado, Sabrina, no pises la cuchara, sufrirían esos piececitos tan regordetes…”.

Tranquila a pesar de todo, controlando la situación, sacó del horno el bizcocho que no mostraba ningún síntoma de quemadura. Los restos acumulados en el fondo eran la causa de la humareda tan escandalosa. Los improperios del encargado salían a borbotones por su boca fofa, al tiempo que maldecía por su mala suerte.

  • El bizcocho está intacto, ¿lo ve? Ni un rastro de quemado, está delicioso – una costumbre adquirida de su abuela consistía en hacer una inspiración profunda en la esquina derecha del bizcocho o tarta que fuera: “por este hueco se siente su sabor e intensidad”– repetía azorada por el manjar conseguido. Sabrina tenía claro que era así, aún percibía en su cabeza los maravillosos aromas extraídos del horno de su abuela, con tan sólo acercar la nariz a ese punto.
  • ¡Huele de maravilla!, vendré a por un trozo cuando se enfríe. El gesto del encargado se paralizó, volviendo sobre sus pasos para complacer a aquella mujer pelirroja al otro lado del mostrador.

Detrás del hombre con mandil blanco, Sabrina dirigió una sonrisa de complicidad hacia la desconocida que, por un instante, no lo pareció tanto.

No volvieron a coincidir hasta tres días después. Cuando Sabrina comenzaba su jornada la vio sentada en una de las mesas del Café. Estaba sola. Le pareció desvalida, la primera vez no se había fijado en ese aire ligeramente triste que expresaba su rostro. Hermoso y contenido, dulce a la vez que exquisito. Hacía un día de mucho calor. Un vestido sin mangas dejaba al descubierto sus hombros. Sobre el cuello estirado como si su columna contuviera dentro un mástil rígido, relucía un colgante que ella acariciaba con la mano derecha. La reconoció; sin esperar más protocolos se levantó para pedirle que le sirviera ella misma alguno de sus maravillosos dulces.

El intercambio de miradas no dejaba lugar a dudas. Sabrina averiguó que estaba casada, que vivía con un adinerado que viajaba mucho en busca de objetos exóticos que luego vendía en mercados de anticuarios. Habían recorrido juntos muchos países, pero estaba cansada: al fin y al cabo, dentro o fuera, no suponía más que otro objeto exótico para él.

Desde ese día, no era raro encontrarlas en una de las mesas de cualquier terraza a orillas del Sena bajo la luz amarillenta de algún farol conversando mientras se producía el lento tránsito de algún barco. El francés de Sabrina mejoró mucho con esa mujer un tanto extraña. La atracción se hacía cada vez más palpable entre ellas.

  • ¿Cómo has aprendido a cocinar tan deliciosamente? –las muecas de placer en la cara de la mujer no dejaban ninguna duda sobre su admiración por Sabrina.

Las confidencias se hicieron más frecuentes y necesarias para ambas.

  • Y tú me tienes que contar qué significa ese colgante que acaricias cuando estás nerviosa o inquieta… – una sonrisa maliciosa se dibujó en los labios de Sabrina. La complicidad se intensificaba. Por fin, le había hecho la pregunta que rondaba su cabeza desde hacía tiempo: el colgante debía representar algo importante. En un marco dorado con incrustaciones de piedras blancas estaba labrada la imagen de una estrella de cinco puntas.

Cercana la hora de cerrar, algo sobresaltó a la joven:

  • ¡¿Sabrina, Sabrina, puedes salir un momento por favor?

La pregunta era más una súplica, una exigencia no exenta de dramatismo. El rostro de la mujer pelirroja mostraba bastante inquietud.

Los mofletes del encargado se inflaron como una tarta cuando Sabrina se quitó el delantal y abandonó el café. De nada sirvieron sus amenazas, sus improperios. “Será un momento Señor Devarié, sólo un minuto, tengo que salir”. No era muy fácil convencer a Sabrina de no hacer algo cuando se empeñaba en hacerlo.

  • No debes renunciar a tu padre, él ha venido a buscarte, quizás no vuelvas a verle nunca más. – la abuela trató de convencerla de la oportunidad. Su padre estaba delante para llevársela, diez años después había rehecho su vida y había un hueco para Sabrina.
  • El espacio que pueda tener libre dentro de mí no los vas a ocupar tú, papá. Tengo casi dieciocho años y no sé quién eres. Prefiero los fogones y el delantal de la abuela.

Sabrina recordaba ahora cómo había abrazado a su abuela entonces; ahora lo hacía con su amiga. Los restos de harina y miel en sus manos pringaron la chaqueta naranja de la mujer.

  • Estaba haciendo tejas, lo siento… ¿qué te pasa? ¿dónde está tu colgante? – el resplandor que irrumpía desde el hermoso cuello de la mujer se había apagado esta vez. Sin embargo, la llamada de socorro debía tener otro motivo que no fuera sólo el haber perdido ese precioso collar.

 Grandes dosis de desazón reflejaban un rostro contraído. Los ojos llorosos se hundían bajo sus cejas extremadamente finas, mientras movía la cabeza en señal de negación.

Pocas veces antes alguien le había inspirado tanta ternura y lástima a Sabrina. Esa mujer denotaba una gran tristeza incapaz de consolar. Por un minuto se ahogaba en su propio llanto. Sabrina asistía a la escena impotente.

  • Ha vuelto mi marido, está enfermo Sabrina, dice el médico que tiene unas fiebres extrañas, ¿sabes qué significa eso? – con dedos largos y finísimos acarició la cara de su amiga.
  • ¿Y tu colgante? ¿Te lo han robado?
  • Sólo me lo pongo cuando él no está, si lo viera en mi cuello, me lo arrancaría. Le recuerda una mala época de su vida de la que yo estoy muy orgullosa.

Sabrina intuía que algo cambiaría entre ellas. Lo supo con solo mirar los ojos de su amiga pelirroja, al igual que lo averiguó en cuanto su abuela se sentó frente a ella aquella tarde de noviembre hacía cinco años, para mostrar lo evidente.

  • Sabrina, no eres como las demás jóvenes, lo sé. Tienes una sensibilidad especial, tus manos son fuertes pero amables, tu corazón es duro pero tenaz. Y también sé que no hay ningún hombre suficientemente bueno para ti. – un beso en los labios selló la última frase.

Cuando los últimos rayos de luz comenzaban a desaparecer tras el edificio de la sombrerería, las dos mujeres, abstraídas por su mutua presencia, no percibieron que un coche se acercaba. El bocinazo las extrajo de su mundo. Sobre el empedrado de la calle las marcas de los neumáticos dejaron una huella oscura del frenazo que se mezcló con el aceite de los motores. Frente al vehículo se quedaron petrificadas del susto. Por el cristal delantero el chofer movía los brazos azorado a la vez que se quejaba de su mala suerte. En el asiento trasero un hombre hizo un leve gesto de contrariedad. Tras el periódico su cara se sorprendió al mirar hacía las dos mujeres a punto de atropellar.

Al caer la oscuridad, Sabrina comenzó a recoger sus cosas de la habitación. No tenía muchos enseres, apenas cabían en una maleta. Podía dejar atrás muchas cosas, nunca tuvo especial apego a lo material. La fotografía de su abuela cogiéndola por la cintura en su regazo, presidía el montón de ropa que guardó doblada. Tenía que regresar al café antes de cerrar para que le liquidara el mes. Un golpe en la puerta la sobresaltó.

Un hombre con sombrero negro, de apariencia más joven de la que seguramente tendría, le sonrió con gesto educado. No le conocía. Las oscuras ojeras de su rostro taladraron la mente de Sabrina.

  • ¿Puedo entrar? Si me permite – desde el otro lado del pasillo, la dueña de la pensión se preguntaba con intriga y con resquemor por la primera visita masculina a esa joven en casi seis meses viviendo allí.
  • Obviamente no me conoce, pero sí a mi mujer – la forma petulante y altiva de pronunciar la palabra “mujer” no dejaron quiebros en el monólogo empezado y que sólo él concluyó.

Firmar un cheque con una cantidad impensable de dinero, que dejó encima de la cama de Sabrina, fue lo último que hizo el vendedor de antigüedades. A su lado una carta escrita con una letra redonda no dejaba muchas dudas: “… es mejor así, créeme; te doy mi collar, yo me quedo con tus deliciosos bizcochos… Un beso”.

Atardecer Por María José Prats

Descalzo, con un recuerdo y una sonrisa caminé por la orilla de la playa, las olas mojaban mis pies como jugando conmigo. Sentía que flotaba como si estuviera dormido, soñando como cuando te encontré del otro lado del olvido.
La soledad se va con el sonido de las olas que estallan fulminantes, así como ruge el mar cuando toca cada tus-pies-concurso-edreamsgrano de arena, y borrando cada huella olvidada de algún solitario caminante al tiempo que refresca el recuerdo de una noche serena.
Me detengo y te busco en el horizonte, tal vez te encuentre. Veo este atardecer imaginándome verte salir del mar con tu piel mojada, mirándome y sonriendo sin parar. Y te beso, y mis labios saborean la sal del mar de tu bello cuerpo.
Y te toco, y te siento, pero… es solo ese atardecer en el horizonte. Cruel ironía, te confundí con una ola, y así como deshizo el castillo de arena el niño inocente, igualmente anhelo la ilusión de verte llegar sola.
Y digo sola, con esa maldita necesidad de amar como quien ama sin conocer. Y mi sola soledad de tenerte, se iguala con la majestuosidad que tiene el mar. Y ser tú y yo, nada más, como la arena y el mar refresca cada resquicio de calor, arrancando y llevándose con cada ola cualquier temor, mojándome, acariciando al viento con mis manos.
Recostándose con el alba, veo el sol despedirse de este día, pidiendo permiso de dormir junto a la brillante y plateada luna, utilizando como cama el horizonte, donde las estrellas se cobijan una a una y las olas espumosas iluminan todavía.
Las nubes rojizas, buscan teñirse de blanco en el agua, al salpicar, se lavan y vuelven a estar resplandecientes como perlas adornando el cielo, o como pálidas pinceladas en la tela del manto estelar. Las aves surcan como un suspiro la faz del agua, flotando al horizonte, casi tomando forma de mujer, tomando tu forma, esa silueta perfecta como el atardecer. Te veo con la espuma del mar con tu vestido adornado de flores, viniendo a mí como una tenue ola que apenas moja mis pies, soñando, pensando en ti, perdiendo de vista el firmamento, olvidándome un tiempo de mi soledad y de mis sentimientos.
Y me quedo solo con melancolía, y con este atardecer en el mar de mis sueños.

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