El cuadro Por Ana Riera

 

cosas-para-vender-021-448x600La boda había sido preciosa. Se había sentido una princesa admirada por todos, como siempre había soñado. Estaba mal que ella lo dijera, pero el vestido de seda salvaje se ajustaba a su cuerpo escultural como un guante y realzaba su figura. Y había acertado con el peinado. El pelo recogido resaltaba sus ojos rasgados y sus distinguidos pómulos. Lo cierto es que se sentía radiante, como si una luz interior encontrara la forma de salir al exterior a través de su mirada y de su tez dorada.

También el salón estaba perfecto. Desde los centros que adornaban las mesas, hasta los forros de las sillas con su enorme lazada dorada, hasta los manteles de hilo color hueso o la estilosa cristalería. Y el banquete había sido sencillamente delicioso. Ella apenas había probado bocado, pero no había más que ver el deleite con el que comían los comensales. En realidad no había tenido tiempo de comer. Estaba demasiado ocupada observándolo todo, grabando cada detalle en su memoria para no olvidar nunca ese día, su día. Solo bebió, porque aunque se deshiciera de la copa, en seguida alguien le ponía otra en la mano llena de Martini o de vino o de crema de orujo.

Cuando sonaron los primeros acordes del vals que había escogido para abrir el baile se sintió ingrávida, como si se desplazara sin esfuerzo alguno por una superficie resbaladiza que acogiera sus pies con delicadeza. Sintió que se movía con la música como un acorde más y se abandonó al vaivén. Estuvo en la pista mucho rato, hasta que alguien le susurró al oído que debían irse, que el coche les esperaba en la puerta principal, que si no se daban prisa acabarían perdiendo el barco.

Ocuparon la suite nupcial de un crucero de lujo. A ella le había parecido más romántico que subirse a un frío avión, aunque eso les obligara a escoger un destino menos lejano, menos exótico. El camarote era espectacular. Tenía una enorme cama y una terraza privada que daba a la popa. Y un baño con jacuzzi. Por eso precisamente había escogido esa compañía marítima: por el jacuzzi. Así que en cuanto el botones se hubo marchado dijo que iba a probarlo, que necesitaba relajarse un poco después de un día tan largo e intenso.

El problema fue el cuadro. Estaba segura. Quedaba justo delante del jacuzzi y cubría la mayor parte de la pared. Mostraba a un enorme tigre de Bengala que la desafiaba con su enorme mandíbula abierta. En cuanto fijó la vista en el cuadro notó que se le alteraban los nervios. Por suerte se había llevado al baño el daiquiri de bienvenida que les habían dado al embarcar. Pero, tras apurar la copa, los nervios, lejos de apaciguarse, dieron paso a una sensación de claustrofobia. Pensó que era por culpa de esa absurda película que había visto hacía poco, la de un muchacho que se quedaba atrapado en una pequeña barca con un tigre salvaje. Intentó calmarse, pensar en otra cosa. En las playas de arena blanca que la esperaban en Grecia, con su cálida luz y sus aguas transparentes. Pero el tigre se imponía de nuevo. Y con él la sensación de que le faltaba el aire, de que se ahogaba dentro de esas cuatro paredes, de que estaba atrapada. Se estaba mareando.

Sumergió la cabeza bajo el agua caliente y se quedó allí unos segundos, como cuando era una niña y se imaginaba que era una hermosa sirena de cola tornasolada. El alcohol le había embotado la cabeza, no podía pensar con claridad. Siguió un rato más bajo el agua,  para intentar despejarse. Pero en cuanto regresó a la superficie, la desazón la atenazó de nuevo. Se preguntó por qué era tan pequeño el baño. Parecía una casa de muñecas. Qué mente enferma habría diseñado un lugar como ese. Resultaba tan claustrofóbico.

Justo entonces se abrió la puerta. El aire se coló como una ráfaga y llenó sus pulmones, pero no borró la angustia. Su flamante marido entró con paso seguro y le preguntó si podía unirse a ella. Mientras metía una pierna en el jacuzzi, la piel de su torso se cubrió poco a poco de rayas naranjas y negras, y unos finos bigotes asomaron sobre su labio superior.  Sintió que había caído en la trampa, que sin saber cómo había ido a parar a una barca y el tigre la tenía acorralada. ¿Por qué diantres lo había hecho? ¿Por qué se había casado? Una pata peluda avanzó por el agua acercándole la zarpa. Y supo que no iba a sobrevivir, porque ella era mucho menos fuerte que el chico de la película.

Camino de la felicidad Por Elisa Pérez

 

Óleo de Georgia O´Keeffe.

 

 La auxiliar cogió con cuidado el envase de la dentadura postiza que permanecía encima de la mesa, junto al vaso de agua medio vacío que Andrea cada noche pedía que le llevaran. Adquirió ese hábito desde que alguien le comentó que lo primero que debía hacer al levantarse era beber agua. No sabía qué le podía depurar de su envejecido cuerpo, tampoco conocía qué aliviaría de sus maltrechos huesos, pero ella seguía el consejo, más por costumbre que por convicción.

 La cama relucía intacta con el esbozo rosa doblado, sujetando las sábanas blancas marcadas con las letras serigrafiadas de la residencia. Nunca tomaba la manta que permanecía junto a ella sin usar, desde el primer día que decidió entrar por voluntad propia en ese lugar.

En la mesilla de noche, cerca del cabecero de barrotes oscuros, uno de los cajones permanecía abierto; casi vacío. Las gafas, el libro de turno, los pañuelos bordados con la letra A, habían desaparecido. Todo menos una cosa. Un objeto alargado con punta redondeada, y empuñadura de color rosa en el que un botón activaba supuestamente un mecanismo interior, constituía el único artilugio de ése y de los otros dos cajones.

  • Nada, se ha ido… No me lo puedo explicar… ¡¿cómo es posible que suceda algo así en esta residencia?! — La que así hablaba mientras se llevaba las manos a la cabeza, era la Directora. Una mujer recia, aparentemente dulce que escondía tras unas gafas de pasta negras, una mirada inquisitiva y, en muchas ocasiones, escalofriante.
  • ¿Y esto qué es? Parece una linterna —había cogido el utensilio del cajón y lo miraba realmente sorprendida— sí, eso es, una linterna, como necesitaba levantarse tanto de noche…

— ¡Es un consolador!

Fue más rápida la reacción de la Directora en soltar el utensilio fatalmente nombrado por la auxiliar, que el nombre completo del mismo.

  • Pero, por Dios, para qué quiere una anciana de casi ochenta años un aparato como ese  —Sólo le faltó añadir: “si yo con treinta menos no sé ni lo que es”, pero se contuvo.

Alguien abrió la puerta a su espalda, antes de que pudieran reaccionar, sin que el sonido chirriante habitual de las bisagras sobresaliera por encima de la conversación de ambas.

 — Don Pablo tampoco está en la residencia- gritó

— ¿Qué don Pablo…? ¿Te refieres a Pablo Camacho, a Pablo García, a Pablo Redondo…?

— A ninguno de los tres, hablo de don Pablo el celador de la noche.

— Bueno, son las once y media, quizás esté por llegar, le habrá surgido algo y se retrasa… —la sorpresa en la cara de la directora no denotaba su desconcierto mayúsculo por las noticias que se iban sucediendo en aquella fría noche de invierno. Primero la desaparición de una anciana, y luego la ausencia de su puesto de trabajo del celador más antiguo de la residencia. ¿Qué más iba a perturbar el arroz con leche que le esperaba en el frigorífico de su casa?

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  • Amparo, usted sabe como yo que don Pablo es muy celoso con su trabajo y extremadamente puntual. —La enfermera siempre mantenía una actitud de escepticismo frente a la capacidad e inteligencia de la directora.

Esta continuó mascullando palabras en silencio mientras abandonaba la habitación, sin saber qué hacer, ni qué camino tomar con los acontecimientos que se iban sucediendo. Algo así jamás tendría que ocurrir en esa residencia, al menos mientras ella estuviera al frente.

  • Vaya con la anciana, un consolador. Menuda mujer ha tenido que ser en su juventud.
  • Era, bueno, es una persona encantadora. Donde quiera que esté espero que lo haya elegido por su voluntad.
  • Pero ¡qué pavisosa eres, hija! Esa ha huido con el celador de este inmundo lugar, como si lo viera. Y… vaya, vaya, por cierto ¿cómo se acciona?… voy a probar un día de estos que mi marido ná de na.
  • Eres más bruta. Deja en paz el objeto que no es tuyo. Además, creo que lo usó antes de anoche, la oí cómo gemía al hacer la última ronda…

La cara de asco de la enfermera contrastaba con los ojos picarones de la auxiliar que por una vez quería hacer callar a la mujer que, con descaro y poca consideración, se creía el ama de todo aquello, tratando con desprecio a personas y a cosas.

  • No digas memeces. Aquí tiene su única familia. ¿Dónde van a huir? Eso sólo sucede en las películas. —La auxiliar infundía cierta pasión en su trabajo en la residencia que pretendía contagiar, sin éxito, a los demás.

El edificio, que acogía a una treintena de ancianos, se ubicaba alejado de cualquier población en medio de un valle al que sólo se podía acceder por una carretera cuyo firme había visto el asfalto hacía más de veinte años. Una cocina, una despensa y un baño anexo, formaban la planta sótano. La escalera funcional sobresalía en el centro del gran recibidor desde el cual se accedía a las siguientes plantas, al jardín o a los espacios de tratamiento de los ancianos. Poco espacio, demasiados residentes, muy poco personal. En la planta superior el despacho de la directora.

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 Dos días antes, durante la comida, la señora Andrea se había mostrado más hambrienta de lo habitual. Era una mujer menuda con el pelo blanco y fuerte. Sus ojos verdosos la delataban enseguida. Si estaba alegre, chispeaban; si sentía tristeza, se le cerraba el párpado derecho; con dolor, una sombra la protegía de molestias y preguntas. De habitual era charlatana y divertida.

  • A comer —había repetido infantilmente, con gran entusiasmo, mientras se dirigía al comedor.

Su indumentaria llamaba la atención: colores alegres, zapatos sorprendentes y gorro: le encantaban de todos los tipos y formas. Tenía una verdadera colección. Ese día llevaba uno de alas anchas y color azul.

 Desde la ventana superior, la directora se fijó en ella para recriminarla con la mirada. Atrevimiento, provocación, casi una ofensa para ella que dirigía esa residencia con resignación, impregnada de un conflicto interior entre su aburrida vida y una envidia contenida.

 Ese mismo día también detectaron que faltaban medicamentos. Pocos y mal administrados, los residentes sufrían la carencia de antibióticos o pastillas que les eran repartidas de forma contada y exigua. Los ancianos más graves eran rápidamente trasladados al hospital con un cuadro clínico exagerado por el médico, a la par, marido de la directora.

 En la habitación de doña Andrea, la auxiliar y la enfermera hicieron un rastreo en el que localizaron restos de comida y dos cajas vacías de paracetamol en el interior del armario. Los gorros y sombreros seguían allí.

  • Premeditado, se ha marchado con lo puesto, para no tener peso ¡qué granuja!.- en un arrebato de justicia, la enfermera calificaba con sorna la presunta huida de la anciana.
  • A mí lo que me sorprende es el sigilo con el que ha planeado todo. ¿Dónde estará la pobre? —La auxiliar sufría sinceramente con la situación. –Jamás hubiera sospechado nada, continuó.
  • ¿Dice usted que no se lo hubiera imaginado jamás de Andrea? De Andrea, de Josefina, de Teresa y de todas las que malvivimos en este antro. Ojalá yo hubiera tenido las fuerzas necesarias de huir como ella, y si es acompañada de un hombre, mejor. —Entre las sábanas blancas una voz gangosa emitía este dictamen directamente desde el corazón.

Doña Berta, la compañera de habitación, se había despertado de su letargo. El somnífero suministrado para dormir había terminado su efecto. Quizás el ruido en la habitación, o tal vez la pastilla sin tomar bajo la almohada, la habían desvelado antes de tiempo.

 Ese invierno estaba resultando especialmente riguroso y difícil para la residencia que en poco tiempo había tenido tres bajas de residentes y dos de trabajadores. Los primeros no se sustituían con facilidad, en los alrededores los ancianos escaseaban; y en cuanto a los segundos, sólo los más desesperados o, por el contrario, los más espabilados aceptaban las condiciones. Los ingresos habían disminuido y la calefacción, también. A los más mayores les cubrían de batas y mantas, y los que podían moverse les hacían participar en las actividades que la enfermera impartía según un planning perfectamente orquestado desde Dirección.

  • Chusssss, silencio que quiero dormir, puñetas.
  • Perdone doña Berta, enseguida nos vamos —gritó para que la oyera con el sonotone.— Pero hay que encontrar a Andrea, susurró.
  • Si la ves, dile que no vuelva más por aquí. Ah! y dame su consolador quizás pueda hacerme cosquillas en los pies con él.

Hacía más de cuatro horas que la directora, la enfermera y la auxiliar habían descubierto que Andrea y, en su caso, Pablo, el celador, no estaban en la residencia. Sentían cada vez más frío.

  • Habrá que llamar a los familiares de doña Andrea.
  • Bueno, bueno, mañana, que hoy es tarde. No te agobies, chica —la tosca enfermera miraba el expediente de Andrea Comillas Vázquez.
  • ¿Tenía diagnosticado demencia senil esta señora, Sara?
  • Y yo qué sé. Estoy leyendo el expediente que, por cierto, redacté en el momento de su ingreso pero, la verdad, cada día escribo peor, no me entiendo ni yo.

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La cara de perplejidad de Ana, la auxiliar, iba en aumento. La directora, por el contrario, había decidido que, a falta de arroz con leche, era el momento de servirse un café.

— También tendríamos que poner en conocimiento de la policía esta desaparición.

  • ¿Pero tú no sabes que hasta que no transcurren 24 horas no hay que alarmarse? Tú lo estás, ¿Sara? No ¿verdad?; yo tampoco, pues tú ídem.

Además déjate de policías que no sé si hemos pasado el último examen de sanidad. Dame tus guantes de lana que tengo los dedos helados.

 La auxiliar decidió no seguir más en esa absurda reunión. Salió del despacho con la excusa de que iba a hacer la revisión por las plantas, para bajar a la cocina. Necesitaba estar sola.

 Sentada frente a la ventana, con el codo apoyado en la mesa, se dio cuenta que la despensa estaba abierta. Por la puerta de madera carcomida se escapaba un hilo de luz.

  • Ana, Ana, ¿dónde estás? —Las voces de la enfermera Sara se escuchaban por todo el hall central—.  Ha llamado Pablo, el celador, ha aparecido. ¿pero dónde te has metido, chica?

Los gritos alarmaron al resto de los empleados y a algún residente que no había obedecido la orden de tomarse el preceptivo somnífero.

 En medio del desconcierto creado, sonó la puerta principal. La directora que descendía por la escalera dispuesta a marcharse por fin a su casa, se detuvo.

  • Abre, abre ya… ¡vaya noche! ¿Quién será a estas horas?

En la puerta sin el abrigo puesto y con guantes de lana, Ana, la auxiliar, intentaba decir algo a los espectadores incrédulos.

 Fermín, el cocinero, se unió al grupo, dispuesto a gozar del espectáculo: desde que entró no tenía más ojos que para la auxiliar, a pesar de que su mujer le atosigaba constantemente.

  • Está bien, dejadla que hable. ¿De dónde vienes? Por cierto, está prohibido salir del centro sin mi permiso a estas horas (y a cualquiera, la verdad). Anota: ausencia injustificada día…
  • Salí por la puerta trasera junto a la despensa, estaba abierta. Escuché algo y salí a mirar.
  • Y ¿qué has visto? ¿Un fantasma? –Las risas de la enfermera resonaron en todo el recinto a la vez que se introducían como un injerto de rabia en la auxiliar.
  • Pues sí, quizás fuera un fantasma; a lo mejor, un vagabundo, pero había alguien en el camino. Quise acercarme y…

El rostro de la directora se debatía entre el miedo y el recelo. Sus labios no conseguían articular ninguna palabra.

  • Pero ¿qué dices? Sería algún animal… Vamos a ver —La enfermera tomó del brazo al cocinero que aún se estaba recomponiendo la ropa y le arrastró hacia la puerta–. Sal tú y mira.
  • No, no es un animal. Es una persona y se movía. Tenemos que saber qué es.
  • Pues si se mueve, mejor voy a la cocina a por un cuchillo no vaya a ser que sea peligroso. —Momento que aprovechó Fermín para desaparecer.

 El aire gélido que salía por la boca de las dos mujeres sintonizaba con el ambiente. Casi a rastras la directora acompañaba a la auxiliar, ataviadas de abrigo y guantes. Más por obligación que por interés salió con Ana que estaba dispuesta a averiguar y a socorrer a aquello que había divisado en el camino.

— Se mueve. Tiene piernas, brazos, está vivo. ¿Qué será?

 En el suelo yacía una prenda oscura, semejante a un abrigo, que la pálida luz de la noche apenas dejaba ver. Debajo algo se movía esforzándose por zafarse de la prenda y salir.

  • Doña Andrea, ¿es usted?
  • No seas estúpida, deja de llamarla y acércate.

Era demasiado grande para ser una rata y demasiado pequeño para un cuerpo humano.

Óleo de Susana Lischinsky

 A poca distancia, en la segunda planta del edificio, por el pasillo oscuro alguien se movía con sigilo evitando ser vista. Mientras se ajustaba la bata de flores verdosas, corría con esfuerzo para llegar a su habitación antes de que la descubrieran. Una gran sonrisa recorría su rostro. Había sido una buena velada. El viejo Rolando era encantador y muy seductor. La había engatusado con sus modales. Visitar su habitación de noche estaba prohibido pero a Andrea esa norma no le impedía buscar algún momento de felicidad en aquel inmundo lugar. Iba a gozar mientras pudiera. Otra noche más, volvía a su habitación antes de que se dieran cuenta de su ausencia, para escuchar los ronquidos de la protestona Berta.

No quiso conocer la razón del ruido que llegaba desde el hall de la planta baja: no le interesaba, al fin y al cabo, nada tenía que ver con ella.

La adivinadora Por Paula Alfonso

 

El aroma del incienso saliendo por los pebeteros no conseguía eliminar la fetidez a colonia barata dejada por el último cliente. Hubiera querido abrir de par en par la ventana del gabinete para que el frío de la tarde purificase la habitación, quitarse ya el turbante que le apretaba demasiado la frente, deshacerse del vestido de gasa y enfundarse en su confortable pijama de franela, pero el sonido chirriante del timbre abortó sus intenciones, no había tiempo, debía permanecer en su papel, se la reclamaba para una nueva actuación.

Lo que sí hizo antes de acudir a la llamada fue apagar todas las velas, excepto el cirio, era parte del decorado. A los clientes les impactaba tanto encontrar aquella pequeña habitación en penumbras que era preciso insistirles en que cruzaran el marco y avanzaran para sentarse junto a la mesa redonda. Además, volverlas a encender le daría la oportunidad de observar al recién llegado sin ser vista y obtener información.

Cerró cuidadosamente y con pasos lentos avanzó por el largo pasillo. El estridente sonido del timbre volvió inundar la casa, pero ya estaba junto a la puerta, se santiguó, giró la rústica celosía que cubría la mirilla y volvió a santiguarse antes de ponerse de puntillas y observar por los agujeros. Lo había convertido en rutina, desde que supo por un periódico, hacía ya algunos años, que en Barcelona los mossos de escuadra encontraron el cuerpo sin vida de una reputada pitonisa en el suelo de su habitación. Aunque la investigación se intentó llevar en el más absoluto de los secretos, trascendió a la prensa que el cadáver mostraba signos de una gran violencia, le habían sacado los ojos y en sus cuencas vacías depositaron un atado de plumas de paloma dispuestas en forma de abanico. Un crimen pasional, concluyó la policía, perpetrado por algún degenerado movido por el odio, la venganza o la ira. Ella era consciente de que las cautelas que había tomado a raíz de conocer la noticia eran totalmente inútiles, ya que de los que llamaban a su casa —salvo un pequeño porcentaje a los que se les podría calificar como clientes fijos— la mayoría le eran absolutamente desconocidos, pero aun así estaba convencida de que observarles antes de abrirles la puerta funcionaba como un talismán que hasta ahora le había dado buenos resultados.

A quien divisó a través de la filigrana de bronce fue a un hombre de unos cuarenta años embutido en un anorak. Parecía nervioso, recorría de un lado a otro el pequeño descansillo y se detenía de vez en vez cuando para clavar sus ojos él también en la mirilla. Su expresión era de angustia, todo él suplicaba que abrieran ya.

Nada fuera de lo normal, aquel hombre no representaba ningún peligro para ella, los que acudían a su gabinete lo hacían así, acuciados por un problema y deseosos de que alguien les diera la solución, algo muy distinto hubiera sido encontrarse con un hombre aparentemente tranquilo, sosegado, pacífico… esos eran los que no le gustaban.

Con total tranquilidad descorrió el cerrojo y abrió la puerta.

  • ¿Es usted doña Manuela?

La pregunta fue tan intensa y directa que casi le hizo retroceder.

  • Si, sí, pase.

Con la mano le indicó que entrara.

  • Verá, me han hablado de usted y quisiera…

No, en la escalera nada de conversación, sus vecinas andarían husmeando y no había por qué echarles más carnaza, eran como hienas. En alguna junta de comunidad se habían quejado de ella, hasta la acusaron de realizar prácticas nocivas dentro de su piso, las muy envidiosas, afortunadamente las cosas hasta el momento no habían pasado de ahí.

  • No se preocupe, entre y me cuenta.

Tras cerrar tratando de hacer el menor ruido posible comenzaron a avanzar por el pasillo, primero ella, con su vaporosa túnica de gasa verde y después el cliente quitándose ya el pesado anorak.

Cuando llegaron a la puerta del pequeño gabinete y la abrió, el suave aleteo de la llama del cirio provocó un baile de luces y sombras que pareció darle vida a todo. Era una habitación repleta de objetos, en estanterías y también dispersos por el suelo se podían encontrar amuletos, pirámides de cristal de diversos tamaños, patas de conejo, lupas y sobre todo libros, muchos libros, la mayor parte encuadernados en piel y con apariencia de viejos. En las paredes colgaban cartas astrales, carteles alusivos a la adivinación o la quiromancia y alguna que otra fotografía de difícil identificación y en el centro, como gobernando todo este marasmo, se situaba su mesa, redonda, cubierta con un tapete verde de fieltro y rodeada de sillas. Había también una butaca, la suya. La consiguió en un desguace por un precio que aún hoy le seguía pareciendo astronómico, pero era exactamente lo que buscaba, respaldo alto, madera negra torneada y tapicería de color rojo carmesí. Con todo aquello había logrado que la primera impresión que producía aquella sala fuera impactante, pero ese era el objetivo; intimidar al recién llegado, hacerle sentir indefenso, vulnerable. Como le dijo su mentor: “Si quieres hacerte un hueco en este jodido mundo, querida, deberás cuidar bien el escenario, es de vital importancia”.

  • Puede sentarse en esta silla.
  • ¿Y qué le trae por aquí, tiene algún problema, asuntos de amor, trabajo, teme que alguien pueda querer hacerle daño?

Hablaba mientras se dirigía a los diferentes ángulos de la habitación donde estratégicamente estaban colocadas las velas. Una a una las fue encendiendo mientras con disimulo trataba de captar detalles de su todavía sorprendido cliente. Calibraría la calidad y estado de sus ropas: alguna vez finas, caras, luego baratas de mercadillo, ajadas por el uso… También se fijaría en los zapatos, en especial en la parte donde ofrecían su zona de desgaste: en el tacón indicaría el uso de coche y si ocurría en la suela se trataría de un simple peatón. Pero su banco de datos fundamental eran las manos, las había visto de todo tipo, cuidadas, toscas, limpias, con padrastros, sucias, … Si bien todo esto podía decir mucho de la persona, lo esencial era su dedo anular y la presencia en él de una alianza, su ausencia o signos de haberla llevado. Con esta inspección y sus grandes dotes para la improvisación podía dar comienzo la sesión.

Dejó las cerillas en un estante y de modo un tanto pomposo ocupó su sillón, se arregló las mangas de la túnica, estiró con su mano el tapete, se echó hacia delante y clavó sus ojos en los de su cliente. Esto también solía dar resultado, era tan impactante que muy pocos soportaban su inquisidora mirada y optaban por bajar la cabeza en señal de derrota. En esta posición dejaba que pasasen los minutos sin que nada ocurriera hasta que le parecía que ya era suficiente y empezaba. Tomó un pequeño paquete protegido por un paño, lo colocó sobre la mesa y con mucho cuidado empezó a desenvolverlo. Allí estaba otra vez su baraja de tarot, tan manoseada, tan gastada, tan suya. Con movimientos rápidos y seguros barajó unas sobre otras, las estiró, las volvió a reunir y finalmente las distribuyó en tres montones.

  • Con su mano izquierda escoja uno por favor.

El cliente obedeció, tomó el montón y se lo entregó. Ella barajó de nuevo, una vez, dos hasta tres veces, finalmente fue depositando uno a uno aquellos naipes sobre la mesa.

Los observó en conjunto durante unos minutos, después posó su dedo índice de afilada uña sobre algunos de ellos como queriéndose asegurar que lo que percibía era cierto. De repente, como si aquellas cartas la quemaran, levantó las manos de la mesa, se echó hacia atrás, apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos. El cliente, que había seguido atentamente todos y cada uno de sus movimientos percibió que algo no iba bien, el mensaje que salía de los naipes debía ser muy malo. Súbitamente la pitonisa abrió los ojos y visiblemente irritada con un manotazo rápido reunió de nuevo todas las cartas, las barajó y poniendo mucho cuidado volvió a depositarlas sobre el tapete.

La preocupación se dibujó otra vez en su cara, miraba, apoyaba la yema de sus dedos en las figuras y callaba. El cliente estaba tan aterrorizado que decidió irse, ya no quería saber lo que le deparaba el futuro, si iba a ser tan malo mejor ignorarlo. Empezaba a ponerse en pie cuando la voz de la pitonisa le frenó.

  • Un momento.

Su cara tenía ahora una expresión extraña, su mirada se fue deslizando lentamente desde las cartas que había sobre la mesa hasta un punto en el techo donde quedó como si esperara algo.

Él hizo ademán de preguntar, saber qué estaba sucediendo, pero ella con un movimiento rápido de su mano le interceptó.

No hacía nada, no decía nada, con la cara vuelta hacia arriba, el cuello totalmente estirado, la echadora de cartas parecía ahora una imagen congelada en el tiempo. De pronto comenzó a respirar con dificultad, como si le faltara el aire.

  • Estoy notando una presencia.

Dijo en tono bajo pero perfectamente entendible.

  • Sí sí te recibo, estás con nosotros.

Se dirigía a alguien que debía estar allí en la esquina del techo.

  • Me está diciendo que le conoce, y que le quiso mucho.

Ahora su contertulio era el cliente.

  • Es una mujer.
  • Mi madre. ¿Es mi madre?

No esperó respuesta, de un salto abandonó la silla para acudir bajo aquella desnuda esquina y mirando hacia arriba habló con voz aniñada.

  • Mamá, soy yo, Gonzalo, tu Gonzalo.
  • Silencio, vuelva a su sitio y calle, que si no no escucho lo que quiere decir.

Sumiso ocupó de nuevo su puesto y esperó.

–  ¿María?

–  No, Josefa, se llamaba Josefa, aunque todos la decían Pepita.

–  Ya sé que es Pepita, aclaró la Pitonisa un tanto molesta, pero cuando contacto con espíritus, les llamo con otro nombre para que se reafirmen y establezcan mejor la comunicación.

Sintiéndose culpable por haber interrumpido, en voz muy baja pidió perdón.

– Está bien Pepita te escuchamos, aquí está tu hijo, ¿quieres decirle algo? Transcurrieron unos instantes en los que la Pitonisa permaneció solo atenta a lo que le decía aquella voz, después continuó

– Sí, te comprendo, así se lo diré, no te preocupes. ¿Algo más?, ¿quieres algo más?, apenas te escucho. ¡Ah!, lástima, me dices que tienes que irte.

La adivina miró con aparente ternura a su cliente y en tono maternal le dijo

  • Ahora está yendo hacia usted y se agacha para darle un beso en la frente.

Él, como si efectivamente estuviera sintiendo el roce de unos labios sobre su piel, cerró los ojos y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Después, en aquel pequeño gabinete reinó un denso silencio que solo el leve crepitar de las velas se atrevía a romper.

  • Ya está, se ha marchado, se ha ido.

La voz de la pitonisa, fuerte, directa, puso fin a aquel impasse.

El cliente sacó un pañuelo de su bolsillo y con gesto rápido secó las lágrimas de su cara. Tras guardarlo de nuevo quedó mirando a la pitonisa haciéndole ver que su momento de debilidad había pasado y estaba preparado para escuchar.

  • Me ha dicho que se portó muy bien con ella, que de todos sus hijos fue siempre su preferido.
  • Pero es que solo me tuvo a mí.
  • Bueno ya lo sé. —Este tipo de fallos la molestaban muchísimo, pero era inevitable, no podía acertarlo todo, afortunadamente contaba con recursos para remediarlo—.
  • Se refería a su padre —dijo en tono conciliador— entre él y usted siempre le quiso más a usted.
  • Si, pobre mamá, tuvo que aguantar mucho con aquel animal. Recuerdo un día…

No, no, no, por ahí ya no pasaba, estaba demasiado cansada para escuchar viejas batallas familiares, había que ir al grano para acabar cuanto antes.

  • He notado a su madre preocupada —le interrumpió con descaro—, y me ha dejado un mensaje que me temo no le va a gustar. Verá, me dice que en los próximos días recibirá una muy mala noticia. Viene de una mujer…

Un silencio, y la respuesta como siempre no se hizo esperar.

  • Mi ex, la arpía de mi ex, seguro que trama otra.
  • Su madre me ha contado que lleva años intentando hacerle daño y eso a ella le hace sufrir mucho, insiste en que le previno, que le pidió que no se casara con ella, pero usted no le hizo caso.
  • Sí, es cierto, qué lista eras mamá y yo qué torpe.

De nuevo desvió la mirada a la esquina del techo donde supuestamente había estado su madre y permaneció allí solo unos instantes porque enseguida reaccionó.

  • Pero ¿qué puede querer esa zorra ahora si se lo di todo, la casa, el coche…?
  • Eso lamentablemente no me lo ha podido terminar de aclarar, estaba tan abatida la pobre, tan triste, que su dolor le ha hecho evaporarse antes de tiempo, pero ha insistido en que vuelva la semana que viene, que ella estará de nuevo aquí con nosotros y será entonces cuando le dé todos los detalles.

– ¿Ah sí? Pues volveré, y esta vez le haré caso en todo lo que me diga, no podemos dejar que esa bruja se salga con la suya.

  • Muy bien le doy cita entonces ¿verdad?

Entre las manos de la pitonisa apareció como por arte de magia un bloc muy gastado. Mojando de saliva su dedo índice pasó varias hojas.

– Apenas me quedan citas libres, pero dada la importancia de su caso le haré un hueco el miércoles, ¿le viene bien el miércoles?, pues le espero a las 7.

– Muchísimas gracias, me ha sido usted de gran ayuda. ¿Son 30 euros verdad?

No, 30 es cuando hago la consulta sobre el tarot, cuando los espíritus bajan a contactar conmigo, como ha ocurrido con su madre, cobro 50, por el desgaste ¿sabe usted?, quedo fatal después y me cuesta mucho recuperarme. Tomó el billete que le tendió el cliente y mientras lo hacía desaparecer por el pico de su escote continuó con sobreactuado pesar.

– Sé que algún día pagaré una factura muy alta por ello, pero tengo que ayudar, la gente necesitada y que sufre como usted es lo primero para mí. Hasta el miércoles pues.

  • Adiós, buenas noches.

Cuando cerró la puerta tocó a través de la gasa el billete para asegurarse de que seguía a buen recaudo.

  • Realmente sí que estoy cansada, debo estar haciéndome mayor.

Comenzaba a desandar el largo pasillo cuando volvieron a llamar.

– Uf, otra vez el timbre de la puerta, se habrá dejado algo, pues yo no veo nada ¡Qué pesadez!

  • ¿Olvidó alguna cosa?

Había abierto directamente, sin tomar la precaución de santiguarse sin asomarse antes por la mirilla. Un escalofrío le atravesó su espalda.

  • Ah, perdón, pensé que era la persona que acaba de salir.

Instintivamente, como si buscara protección ante un peligro que parecía inminente, salió hacia la escalera y miró a ambos lados, pero solo encontró un descansillo vacío y muchas puertas cerradas.

  • Necesito su ayuda, déjeme pasar, por favor.

A pesar de la urgencia que transmitían sus palabras, las pronunciaba en un tono tranquilo, sosegado, pero a la vez firme.

No se atrevió ni a mirarle a la cara, retrocedió, cruzó de nuevo el umbral de su casa y desde allí intentó despedirle.

  • Perdone pero solo atiendo con cita previa. Lo siento mucho.

Empujó la puerta para cerrarla, pero un obstáculo se lo impidió, miró hacia abajo y encontró el pie de aquel hombre cruzado sobre el marco.

– ¿Cuáles son sus honorarios, 50 euros, 100?

Aturdida, su respuesta fue empujar de nuevo la puerta.

  • Tome 500, pero permítame pasar.

Por el pequeño hueco asomó un billete morado.

Quinientos euros era más de lo que ganaba en una semana, ¿Cómo decir a aquello que no?

Sin embargo, la sensación de peligro seguía ahí. Por momentos en su cabeza se cruzaron un sinfín de argumentos, tanto a favor como en contra de abrir aquella puerta y finalmente se convenció de que su temor era una mera y estúpida superstición. ¿Qué me puede pasar? Mi cuerpo tiene ya muchos años como para despertar interés por muy morboso que sea, y mi experiencia me permitirá salir de cualquier atolladero. Por otra parte lo único que he visto es a un hombre apurado como todos los que llaman a mi puerta, con la diferencia que en esta ocasión me va a salir muy rentable. Pero había algo oscuro. Su intuición, aquella voz misteriosa que en ocasiones de peligro siempre la alertaba, seguía gritándole cada vez más fuerte, más rotunda: Olvida el dinero métete en casa y echa la llave.

  • Está bien, pase.

Con rapidez arrancó el billete de los dedos que lo sostenían y lo hizo desaparecer por su escote. Después abrió la puerta y le dejó pasar.

  • Al final del pasillo la habitación de la derecha.

En esta ocasión prefirió que fuera él delante, no se atrevió a darle la espalda, pero cuando empezó a caminar notó que algo no iba bien, sus piernas se habían hecho muy pesadas, le costaba moverlas y un sofoco inesperado llenó de sudor su frente. Miró hacia delante y el pasillo le pareció exageradamente largo, largo y estrecho como un oscuro y amedrentador túnel que parecía no tener fin. Le veía avanzar seguro con las manos metidas en los bolsillos de un loden gris, cada vez más lejos. Cuando llegó a la puerta indicada se detuvo y esperó.

Aún pasaron unos instantes hasta que ella logró alcanzarle. Carraspeó para disimular su intenso jadeo, se apoyó en el pomo de la puerta y abrió.

La habitación estaba totalmente a oscuras, fue la escasa iluminación del pasillo la que le permitió llegar adonde estaba colocado el cirio y encenderlo. Se percató entonces de esa otra singularidad; nunca apagaba aquel velón, lo dejaba arder hasta que quedaba engullido por su propia cera y tenía que reemplazarlo por otro.

  • Pase y siéntese.

Le sonó extraño el tono de su propia voz, era falsamente fuerte, distante, tratando de sobreponerse a ese miedo que en su interior crecía. ¿Qué prefiere, tarot, bola de cristal, posos de café o las líneas de la mano?

Mientras encendía el resto de las velas intentó obtener de aquel hombre información, pero fue inútil, se había sentado con la cabeza baja y las manos permanecían aún en los bolsillos de su abrigo.

  • Bola de cristal.

De espaldas como estaba, apenas entendió su respuesta.

  • Perdone pero no le he entendido, ¿qué técnica quiere, tarot, posos de…?

El cliente no la dejó terminar, volvió la cabeza y clavando en ella unos ojos profundos oscuros que contrastaban con su tez macilenta repitió muy despacio…

  • Bola del cristal, dije bola de cristal.

Le costó un tiempo reaccionar, desprenderse de tan terrorífica mirada. Aquel hombre no parecía el mismo que el que vio en la escalera, su cara no estaba tan pálida, su expresión no era tan sombría, ¿será efecto de la poca luz?, pero su precipitado argumento no acalló la voz que desde lo más hondo de sus entrañas le seguía gritando que se marchara, que huyera, que aún tenía tiempo.

  • He de seguir encendiendo más velas, ¿sabe? Ellas son la senda que me conduce al más allá para una comunicación plena.

Fue su excusa para poder continuar. Encendió otra cerilla y cuando estaba a punto de acercarla al cabo retorcido se apagó. Repitió la operación con otra, protegiendo la llama con una de sus manos la aproximó con cuidado a la vela pero se apagó igualmente, era como si intencionadamente alguien la hubiera soplado. Empezó a sudar, no encontraba explicación para aquel fenómeno. ¿Por qué dejé entrar a este individuo en mi casa? A lo mejor aún podía pedirle que se marchara, le diría que esa noche no se encontraba bien, le devolvería el dinero, sí, eso haría. Pero nunca, jamás, se había rendido, así que trató de tranquilizarse, buscó una caja de cerillas diferente que  guardaba en un cajón, y otra vez de espaldas al cliente, con el único propósito de distraerle, realizó una de sus tradicionales preguntas.

  • ¿Hay algo que le preocupe en estos momentos, tiene algún problema, desea que me centre en un asunto en concreto?

Pero de nuevo la cerilla se apagó, otro intento más y el mismo resultado, otro más, y dejó de intentarlo.

  • Empecemos ya, tome la bola y dígame lo que ve.

La orden fue tajante.

  • Está bien.

En una penumbra desacostumbrada, bajo una tensión también insólita, se sentó, tomó la esfera, e iluminada sólo por el cirio inició su ritual.

Fijó sus ojos en el interior transparente y trató de concentrarse. Colocó sus manos con los dedos muy abiertos alrededor de la bola, y sin llegar a tocarla comenzó a darla vueltas hacia un lado, hacia otro, por delante, por detrás.

  • Bien, ya empiezo a contactar, no se preocupe, aquí aparece…

El repertorio que tenía previsto cuando le pedían esta técnica se volatilizó literalmente en su mente, la bola había comenzado a cambiar. Primero percibió calor, un calor que desde dentro atravesaba el cristal y llegaba hasta sus manos, al principio fue muy tenue, soportable, pero luego aumentó. De igual modo emanaba un fino hilo de color rojo oscuro y lo que había sido nítida transparencia se convirtió en oscura opacidad. Asustada, trató de ponerse en pie, pero estaba paralizada, como si la hubieran pegado a su sillón, tampoco le fue posible separar sus manos de la incandescente bola, que sádicamente la seguía quemando.

Para la adivinadora Manuela Guzmán aquello fue aterrador. Obligada a asistir a su propia tortura y sin posibilidad de defenderse. De pronto recordó que no estaba sola, que alguien a su lado estaba siendo testigo también de lo que ocurría y hacía él levantó su mirada. Había sacado las manos de sus bolsillos y se afanaba en atar en forma de abanico un conjunto de plumas de paloma que había depositado sobre la mesa.

La larga espera Por Paula Alfonso

El presente relato se ha inspirado en el cuadro «El balcón», pintado hacia 1867-1869, por Édouard Manet (París, Francia, 1832-1883. 

Autorretrato llevado a cabo en el año 1879.

Bien, creo que ahora está todo perfecto. Ellas ahí, junto a la barandilla del balcón, y yo aquí detrás, en un discreto segundo plano, pero también visible. Se debe notar que soy el señor, el artífice de la obra, el fundador de esta respetable familia a la que, convencido estoy, todos en la corte querrán conocer. Mi esposa está sentada en señal de distinción y lleva su abanico en la mano por si sufre o cree sufrir uno de sus recurrentes mareos. Nuestra hija permanece de pie a su lado con la sombrilla para, si fuera menester, defenderse del sol. Elegí para ambas sendos vestidos de gasa blanca, el color de la pureza, de la honestidad. Me resultaron caros, muy caros, pero estoy seguro de que ayudarán a resaltar su presencia cuando esté pasando la comitiva.

Recalamos en Sevilla hace tan solo unas semanas y sin apenas descansar nos vinimos derechos a la Corte. Aún tenemos buena parte de nuestros baúles sin abrir y mi esposa se queja por ello, por ello y por la incomodidad de la fonda en la que estamos, por lo reducido de las habitaciones, por el escaso servicio que nos atiende, pero es que no acabo de decidir qué casa comprar, me cuesta creer que este sea el mismo Madrid que dejé cuando marché a las colonias. Entonces era una ciudad sucia llena de mendigos que se morían de hambre por las esquinas, de clérigos que a todas horas te asaltaban para pedirte limosna y burgueses que disimulaban mal sus muchas carencias. Ahora, sin embargo, todo es diferente, las calles están más limpias, los pobres se concentran en las puertas de las iglesias, y han abierto grandes avenidas por las que circulan calesas, berlinas o colleras llevando en su interior damas espléndidas adornadas de finas perlas, zafiros o brillantes. Pero a mí esto no me amilana, que va, será solo cuestión de días o, como mucho, semanas para que ellas, mi esposa y mi hija, luzcan igual o mejor; de hecho estoy ya en conversaciones con maestros joyeros al respecto. Solo tengo que darme a conocer y que todos sepan que un indiano, dueño de un importante capital traído de allá, se ha instalado entre ellos. Para conseguirlo, cada tarde me dejo ver en cafés o en tertulias vestido con mi mejor traje, escarpines de charol relucientes, guantes blancos y mi caja de puros de la mejor calidad que no dudo en compartir con el que amablemente entabla conversación conmigo, pero la verdad es que hasta ahora lo más que recibo es indiferencia, cuando no una encubierta hostilidad. Ya me habían anticipado que los indianos no somos bien recibidos en esta corte, pero es solo cuestión de tiempo, me acabarán aceptando y seré uno más entre ellos.

Aún no se escuchan los timbales que anticipan la comitiva y mi esposa empieza a moverse nerviosa en su asiento. Pero es muy conveniente que no le pregunte, si lo hago empezará con su ácida verborrea a reprocharme por qué elegí este balcón tan estrecho, por qué estamos en este Madrid tan caluroso, por qué la obligué a venir a España… Será mejor que haga como que no la veo y tenga paciencia.

Paciencia…, empiezo a estar cansado de tanta paciencia. Paciencia tuve cuando por ser el segundo de mis hermanos me vi obligado a emigrar a Cuba, mientras el mayor se quedaba con todo lo que había pertenecido a nuestra familia. Paciencia también y mucha cuando caí bajo la tutela de mi tío allá en la isla. Durante años me vi obligado a soportar sus insultos, sus vejaciones; para él fui un peón más que debía acompañarle en sus inspecciones por la hacienda para que fuera el que se enfrentara a los colonos cuando no pagaban, a sus súplicas, a sus amenazas, a sus maldiciones, mientras que él, mi tío, se arrastraba por los cañaverales con los pantalones bajados persiguiendo a alguna joven nativa de senos repletos y nalgas prietas. Pero murió y ese fue mi renacer. En su testamento finalmente me lo dejó todo a mí, ¡viejo testarudo!, le aseguré que si no quería arder en el infierno sentenciado por las almas de sus antepasados tenía que ser yo, el de su mismo apellido, y no uno de aquellos bastardos ennegrecidos que merodeaban por la finca el que sucediera en sus bienes.

Desde el principio tuve claro que no me quedaría allí, lo vendería todo y con lo que obtuviese regresaría al pueblo demostrando así que siempre fui mejor que mi hermano, pero el destino a veces es caprichoso. En los trámites para vender aquellas propiedades conocí al que se convertiría en mi suegro, un rico hacendado de mejor situación que mi tío y con una sola hija en edad de merecer. Me ofreció lo que a ojos de cualquiera era un negocio ventajoso: casarme con ella y acabar siendo el amo de todos sus bienes. ¿Cómo iba a rechazarlo? Sabía que aquello significaba una demora en mis planes de volver, pero cuando pudiera hacerlo mis condiciones serían infinitamente mejores. Firmamos las capitulaciones y se precisó la fecha de la boda, pero a ella, a Leoncia, no la conocí hasta dos días antes del enlace. Cuando la vi aparecer con su nariz aguileña, su cuerpo esmirriado y su gesto hosco, de inmediato pensé en anular el compromiso, pero ya era tarde, tuve que resignarme a que aquella fea y adusta mujer se convirtiera en mi esposa.

Los primeros meses fueron una auténtica pesadilla, todavía se me abren las carnes cuando lo recuerdo. Pasamos a vivir en la residencia de mis suegros y allí entre todos me convirtieron en un auténtico pelele. Cada día se me indicaba la ropa que debía ponerme, los quehaceres a los que tenía que acudir, las cartas a contestar y los alimentos a ingerir porque supuestamente eran buenos para mi fortaleza, una fortaleza que cada noche tenía que poner a prueba acudiendo obediente al reclamo que me hacía mi esposa desde su cama. Pero como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, una vez que se supo preñada perdí toda importancia para ellos y me convertí en invisible, podía entrar y salir libremente de la hacienda, hasta ausentarme durante días sin tener que dar ninguna explicación. Cuántas camas visité y en cuántos cuerpos me enredé durante este tiempo.

  • Sí, dime Leoncia, no es mi culpa, querida. Van despacio porque la reina se encuentra en avanzado estado de gestación y porque es una comitiva muy numerosa les acompaña toda la corte. Ten paciencia, mujer, ¿quieres que Domingo te sirva un poco de limonada?
  • Domingo, ya lo ha oído, dele a la señora un vaso de limonada.

Y Tú, Leoncita, ¿quieres algo? Sí, ya sé que te cansa estar tanto tiempo de pie, pero tienes que sacrificarte, ya falta menos. Verás cómo se van a quedar los hijos de los condes y marqueses cuando miren hacia arriba y te vean, les impresionará tanto tu belleza que enseguida empezaremos a recibir tarjetas de visita invitándote a sus saraos.

  • Sí, Leoncia, estoy convencido de que ocurrirá así, ya lo verás.

Maldita agorera, siempre se pone en lo peor, ni siquiera reconoce el esfuerzo que hago para que nuestra hija tenga un enlace ventajoso.

Leoncita, pobre hija mía.Cuando nació me negué a que me la mostraran, quería un varón, se lo había pedido a Dios con todas mis ganas, un varón que encumbrara aún más nuestro apellido, Arizmendi de Sola, pero la esposa que para mi desgracia me tocó ha resultado inútil hasta para eso. Después, cuando por imposición de mi suegro tuve que reconocer a la recién nacida, la vi tan pequeña, tan arrugada y lloraba tanto que me pareció estar ante la viva imagen de su madre, pero afortunadamente no fue así. Su carácter es dulce, apacible y tan cariñosa…, me llena de besos cada mañana y por las noches antes de dormir me pide mimosa que rece con ella sus oraciones. Mi gorrioncito, mi pequeño y tierno gorrioncito. Que guapa, qué tez tan blanca, qué óvalo más perfecto el de su cara, sé que los va a enamorar a todos, lo sé, no tengo dudas, y en todo caso ya me encargaré yo de que así sea.

Menos mal, ya asoman los portaestandartes que abren paso a la comitiva, dejan atrás la Carrera de San Jerónimo, y según lo esperado vienen en esta dirección. Qué acertado estuve eligiendo este balcón, su alquiler me ha costado buenos dineros, pero no me pesa, es el primero que verán todos antes de llegar a la basílica de Atocha.

“Tan poca vida”: una novela de mil páginas que se echa de menos

Por Horacio Otheguy Riveira

Una obra apasionante sobre hombres escrita por una mujer.

Una novela de mil páginas realista, descarnada, tierna y poética en la que confluyen temas muy importantes, nunca antes tratados con esta intensidad y claridad de objetivos.

Una novela que discurre ahondando en asuntos muy dolorosos en torno a la vida de un chaval brutalmente apaleado y explotado sexualmente, como tantos hoy en las mil y una peripecias emocionales, sexuales o económicas.

El niño crece y se domestica a sí mismo para ser un hombre íntegro, de una inteligencia académica excepcional, pero sus íntimas emociones permanecen en un gran estado de angustia. Semejantes situaciones están tratadas siempre con un respeto y una delicadeza enormes hacia el lector. Por eso la densidad que trasunta Tan poca vida  convierte la novela en una obra de una belleza singular, al final de la cual se la echa de menos, pues nos quedamos con la ansiedad del que aún quiere estar más tiempo con los seres que se han expuesto literariamente con un talento excepcional por una mujer que trata un mundo de hombres, enteramente masculino (muy poca participación femenina entre sus personajes), cuyas características las domina a la perfección: imposible no sentirse identificado con protagonistas y secundarios que padecen a monstruos, también masculinos, pero que constantemente luchan para sobreponerse a los mayores estragos.   

El dolor como expresión perenne de una experiencia infantil traumática hasta extremos insoportables. La inteligencia y belleza metafísica e incluso muscular de algunos amores incondicionales intentan  que Jude mejore su tormento, el sentimiento de culpa por haber sido un huérfano apaleado, violado y explotado, al que un “buen fraile” le entregaba a adultos a cambio de dinero, y le exigía más cuidado,

disfruta con tu trabajo; no puedes seguir así, los clientes se molestan al verte y sentirte con tan poca vida.

Finalista de grandes premios, Tan poca vida debió ganarlos todos, ya que es un modelo de narración con profunda panorámica social y exquisita recreación de lugares comunes: en sus manos, la desesperación del amor correspondido, pero sexualmente impotente, se convierte en una fantástica hermandad de puentes que se comunican aunque aparezcan destrozados. En el río infatigable de esa relación entre dos hombres, que no son exactamente homosexuales, sino seres que se buscan a sí mismos y hacen de la amistad una desnudez completa, dolorosa, a ratos sublime.

Con una escritura pudorosa, de pronto obscena, sobre todo en la descripción de determinadas violencias, Hanya Yanagihara sabe detenerse a tiempo. Nunca “sobreactúa” con niños de por medio, avanza con la información precisa, la escena apenas descrita, lo suficiente para golpear al lector que habrá de recrearse en su imaginación, soltar el libro, y recuperarlo horas más tarde, ya calmo, dispuesto a seguir en este mundo masculino creado por una mujer con precisión de cirujana, y dispuesto a encontrarse con otras violencias terribles, de adultos sobre adultos: pedofilia violenta, maltrato psicológico, prostitución infantil, generosas amistades, solidaridad profunda surgida de pérdidas y otras soledades…

Tres fotografías de Jan Versweyveld, correspondientes a la versión teatral holandesa de la novela, según dramaturgia de Bart Van den Eynde y puesta en escena de Ivo van Hove (2018-2019). Estreno en España: Barcelona, Grec 2019.

Lo atroz y lo espléndido, el amor, el placer sexual, el sadismo de gente rica, el sadismo de gente religiosa… Todo y mucho más, porque lo que subyace es también una novela apasionante, aportando una muy medida información de hechos y emociones.

Cuatro amigos y uno de ellos gran protagonista: el más fuerte, el más aguerrido, el más inteligente, que es a la vez el más roto física y emocionalmente. Con este material, Yanagihara aporta una novela insólita, una poderosa historia de hombres en manos de una mujer que domina a la perfección un mundo de dolor y lucha sobrehumana que ningún hombre se ha atrevido a contar con esta minuciosidad e impresionante ternura.

En su boca, el porqué de todo esto:

Los hombres tienen un lenguaje propio a la hora de relacionarse entre ellos. La diferencia es que las mujeres están autorizadas, se les educa e invita a hablar de todo tipo de emociones. Miedo, vergüenza, amor… Sin embargo, a los hombres se les desanima a hablar de sentimientos. No tienen acceso a las palabras. Como novelista, es un gran regalo trabajar con un grupo de personas al que se le ha limitado el lenguaje.

Y más adelante:

 Siento un poco de compasión por los hombres. Algo de piedad y algo de empatía. Debe de ser muy difícil vivir con ese sentido del límite, ser consciente de que hay una línea de lo permitido y que, si la traspasas, estás poniendo en duda tu masculinidad.

Pregunta: ¿Diría que, si su protagonista, Jude, hubiera sido mujer, lo hubiera tenido peor para sobrevivir?
Respuesta: Eso es interesante. Creo que si hubiera sido una mujer, le habría costado menos encontrar alguna especie de curación. El problema de Jude es que es incapaz de articular su pasado, de superar la vergüenza que siente, incluida la vergüenza que siente por no ser capaz de hablar. (Entrevista de Luis Alemany, Madrid, 2016, El Mundo).

Hanya Yanagihara, Los Ángeles, California, Estados Unidos, 1974. Padre hawaiano, madre coreana. Tan poca vida y La gente en los árboles son sus obras traducidas al castellano.

Tan poca vida es una novela muy audaz que se permite el desarrollo de dos protagonistas inclasificables, dos amigos cuyas emociones están marcadas por traumas anclados en tipos de violencia opuestos: la extrema sucesión de golpes físicos y sexuales por un lado, y por otro la extrema frialdad de campesinos rudimentarios en torno a la enfermedad y la muerte.

La otra audacia es la de un aporte sentimental que rompe moldes: la atracción, también sexual, de un hombre por otro:

No amo a los hombres, no deseo a los hombres, no prefiero a los hombres sobre las mujeres con las que me he acostado: sólo lo quiero a él.

Y por último, la escritora, que domina la narración objetiva, se arroja a la exageración sin miedo a caer en lo inverosímil (por ejemplo, sobrevivir a golpes en la nuca con un atizador de chimenea), y dejarnos caer en ese pozo desesperante… y salir ilesos para encadenar con otras situaciones, otros personajes…

En definitiva, Yanagihara sortea con éxito todos los peligros y, de sofoco en sofoco —también de abrazo en abrazo (cuando los hay son muy potentes)— acaba dejándonos con un final nada complaciente, con suficiente fuerza e imaginación como para desear seguir leyéndola.