El aroma del incienso saliendo por los pebeteros no conseguía eliminar la fetidez a colonia barata dejada por el último cliente. Hubiera querido abrir de par en par la ventana del gabinete para que el frío de la tarde purificase la habitación, quitarse ya el turbante que le apretaba demasiado la frente, deshacerse del vestido de gasa y enfundarse en su confortable pijama de franela, pero el sonido chirriante del timbre abortó sus intenciones, no había tiempo, debía permanecer en su papel, se la reclamaba para una nueva actuación.
Lo que sí hizo antes de acudir a la llamada fue apagar todas las velas, excepto el cirio, era parte del decorado. A los clientes les impactaba tanto encontrar aquella pequeña habitación en penumbras que era preciso insistirles en que cruzaran el marco y avanzaran para sentarse junto a la mesa redonda. Además, volverlas a encender le daría la oportunidad de observar al recién llegado sin ser vista y obtener información.
Cerró cuidadosamente y con pasos lentos avanzó por el largo pasillo. El estridente sonido del timbre volvió inundar la casa, pero ya estaba junto a la puerta, se santiguó, giró la rústica celosía que cubría la mirilla y volvió a santiguarse antes de ponerse de puntillas y observar por los agujeros. Lo había convertido en rutina, desde que supo por un periódico, hacía ya algunos años, que en Barcelona los mossos de escuadra encontraron el cuerpo sin vida de una reputada pitonisa en el suelo de su habitación. Aunque la investigación se intentó llevar en el más absoluto de los secretos, trascendió a la prensa que el cadáver mostraba signos de una gran violencia, le habían sacado los ojos y en sus cuencas vacías depositaron un atado de plumas de paloma dispuestas en forma de abanico. Un crimen pasional, concluyó la policía, perpetrado por algún degenerado movido por el odio, la venganza o la ira. Ella era consciente de que las cautelas que había tomado a raíz de conocer la noticia eran totalmente inútiles, ya que de los que llamaban a su casa —salvo un pequeño porcentaje a los que se les podría calificar como clientes fijos— la mayoría le eran absolutamente desconocidos, pero aun así estaba convencida de que observarles antes de abrirles la puerta funcionaba como un talismán que hasta ahora le había dado buenos resultados.
A quien divisó a través de la filigrana de bronce fue a un hombre de unos cuarenta años embutido en un anorak. Parecía nervioso, recorría de un lado a otro el pequeño descansillo y se detenía de vez en vez cuando para clavar sus ojos él también en la mirilla. Su expresión era de angustia, todo él suplicaba que abrieran ya.
Nada fuera de lo normal, aquel hombre no representaba ningún peligro para ella, los que acudían a su gabinete lo hacían así, acuciados por un problema y deseosos de que alguien les diera la solución, algo muy distinto hubiera sido encontrarse con un hombre aparentemente tranquilo, sosegado, pacífico… esos eran los que no le gustaban.
Con total tranquilidad descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
La pregunta fue tan intensa y directa que casi le hizo retroceder.
Con la mano le indicó que entrara.
- Verá, me han hablado de usted y quisiera…
No, en la escalera nada de conversación, sus vecinas andarían husmeando y no había por qué echarles más carnaza, eran como hienas. En alguna junta de comunidad se habían quejado de ella, hasta la acusaron de realizar prácticas nocivas dentro de su piso, las muy envidiosas, afortunadamente las cosas hasta el momento no habían pasado de ahí.
- No se preocupe, entre y me cuenta.
Tras cerrar tratando de hacer el menor ruido posible comenzaron a avanzar por el pasillo, primero ella, con su vaporosa túnica de gasa verde y después el cliente quitándose ya el pesado anorak.
Cuando llegaron a la puerta del pequeño gabinete y la abrió, el suave aleteo de la llama del cirio provocó un baile de luces y sombras que pareció darle vida a todo. Era una habitación repleta de objetos, en estanterías y también dispersos por el suelo se podían encontrar amuletos, pirámides de cristal de diversos tamaños, patas de conejo, lupas y sobre todo libros, muchos libros, la mayor parte encuadernados en piel y con apariencia de viejos. En las paredes colgaban cartas astrales, carteles alusivos a la adivinación o la quiromancia y alguna que otra fotografía de difícil identificación y en el centro, como gobernando todo este marasmo, se situaba su mesa, redonda, cubierta con un tapete verde de fieltro y rodeada de sillas. Había también una butaca, la suya. La consiguió en un desguace por un precio que aún hoy le seguía pareciendo astronómico, pero era exactamente lo que buscaba, respaldo alto, madera negra torneada y tapicería de color rojo carmesí. Con todo aquello había logrado que la primera impresión que producía aquella sala fuera impactante, pero ese era el objetivo; intimidar al recién llegado, hacerle sentir indefenso, vulnerable. Como le dijo su mentor: “Si quieres hacerte un hueco en este jodido mundo, querida, deberás cuidar bien el escenario, es de vital importancia”.
- Puede sentarse en esta silla.
- ¿Y qué le trae por aquí, tiene algún problema, asuntos de amor, trabajo, teme que alguien pueda querer hacerle daño?
Hablaba mientras se dirigía a los diferentes ángulos de la habitación donde estratégicamente estaban colocadas las velas. Una a una las fue encendiendo mientras con disimulo trataba de captar detalles de su todavía sorprendido cliente. Calibraría la calidad y estado de sus ropas: alguna vez finas, caras, luego baratas de mercadillo, ajadas por el uso… También se fijaría en los zapatos, en especial en la parte donde ofrecían su zona de desgaste: en el tacón indicaría el uso de coche y si ocurría en la suela se trataría de un simple peatón. Pero su banco de datos fundamental eran las manos, las había visto de todo tipo, cuidadas, toscas, limpias, con padrastros, sucias, … Si bien todo esto podía decir mucho de la persona, lo esencial era su dedo anular y la presencia en él de una alianza, su ausencia o signos de haberla llevado. Con esta inspección y sus grandes dotes para la improvisación podía dar comienzo la sesión.
Dejó las cerillas en un estante y de modo un tanto pomposo ocupó su sillón, se arregló las mangas de la túnica, estiró con su mano el tapete, se echó hacia delante y clavó sus ojos en los de su cliente. Esto también solía dar resultado, era tan impactante que muy pocos soportaban su inquisidora mirada y optaban por bajar la cabeza en señal de derrota. En esta posición dejaba que pasasen los minutos sin que nada ocurriera hasta que le parecía que ya era suficiente y empezaba. Tomó un pequeño paquete protegido por un paño, lo colocó sobre la mesa y con mucho cuidado empezó a desenvolverlo. Allí estaba otra vez su baraja de tarot, tan manoseada, tan gastada, tan suya. Con movimientos rápidos y seguros barajó unas sobre otras, las estiró, las volvió a reunir y finalmente las distribuyó en tres montones.
- Con su mano izquierda escoja uno por favor.
El cliente obedeció, tomó el montón y se lo entregó. Ella barajó de nuevo, una vez, dos hasta tres veces, finalmente fue depositando uno a uno aquellos naipes sobre la mesa.
Los observó en conjunto durante unos minutos, después posó su dedo índice de afilada uña sobre algunos de ellos como queriéndose asegurar que lo que percibía era cierto. De repente, como si aquellas cartas la quemaran, levantó las manos de la mesa, se echó hacia atrás, apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y cerró los ojos. El cliente, que había seguido atentamente todos y cada uno de sus movimientos percibió que algo no iba bien, el mensaje que salía de los naipes debía ser muy malo. Súbitamente la pitonisa abrió los ojos y visiblemente irritada con un manotazo rápido reunió de nuevo todas las cartas, las barajó y poniendo mucho cuidado volvió a depositarlas sobre el tapete.
La preocupación se dibujó otra vez en su cara, miraba, apoyaba la yema de sus dedos en las figuras y callaba. El cliente estaba tan aterrorizado que decidió irse, ya no quería saber lo que le deparaba el futuro, si iba a ser tan malo mejor ignorarlo. Empezaba a ponerse en pie cuando la voz de la pitonisa le frenó.
Su cara tenía ahora una expresión extraña, su mirada se fue deslizando lentamente desde las cartas que había sobre la mesa hasta un punto en el techo donde quedó como si esperara algo.
Él hizo ademán de preguntar, saber qué estaba sucediendo, pero ella con un movimiento rápido de su mano le interceptó.
No hacía nada, no decía nada, con la cara vuelta hacia arriba, el cuello totalmente estirado, la echadora de cartas parecía ahora una imagen congelada en el tiempo. De pronto comenzó a respirar con dificultad, como si le faltara el aire.
- Estoy notando una presencia.
Dijo en tono bajo pero perfectamente entendible.
- Sí sí te recibo, estás con nosotros.
Se dirigía a alguien que debía estar allí en la esquina del techo.
- Me está diciendo que le conoce, y que le quiso mucho.
Ahora su contertulio era el cliente.
- Es una mujer.
- Mi madre. ¿Es mi madre?
No esperó respuesta, de un salto abandonó la silla para acudir bajo aquella desnuda esquina y mirando hacia arriba habló con voz aniñada.
- Mamá, soy yo, Gonzalo, tu Gonzalo.
- Silencio, vuelva a su sitio y calle, que si no no escucho lo que quiere decir.
Sumiso ocupó de nuevo su puesto y esperó.
– ¿María?
– No, Josefa, se llamaba Josefa, aunque todos la decían Pepita.
– Ya sé que es Pepita, aclaró la Pitonisa un tanto molesta, pero cuando contacto con espíritus, les llamo con otro nombre para que se reafirmen y establezcan mejor la comunicación.
Sintiéndose culpable por haber interrumpido, en voz muy baja pidió perdón.
– Está bien Pepita te escuchamos, aquí está tu hijo, ¿quieres decirle algo? Transcurrieron unos instantes en los que la Pitonisa permaneció solo atenta a lo que le decía aquella voz, después continuó
– Sí, te comprendo, así se lo diré, no te preocupes. ¿Algo más?, ¿quieres algo más?, apenas te escucho. ¡Ah!, lástima, me dices que tienes que irte.
La adivina miró con aparente ternura a su cliente y en tono maternal le dijo
- Ahora está yendo hacia usted y se agacha para darle un beso en la frente.
Él, como si efectivamente estuviera sintiendo el roce de unos labios sobre su piel, cerró los ojos y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Después, en aquel pequeño gabinete reinó un denso silencio que solo el leve crepitar de las velas se atrevía a romper.
- Ya está, se ha marchado, se ha ido.
La voz de la pitonisa, fuerte, directa, puso fin a aquel impasse.
El cliente sacó un pañuelo de su bolsillo y con gesto rápido secó las lágrimas de su cara. Tras guardarlo de nuevo quedó mirando a la pitonisa haciéndole ver que su momento de debilidad había pasado y estaba preparado para escuchar.
- Me ha dicho que se portó muy bien con ella, que de todos sus hijos fue siempre su preferido.
- Pero es que solo me tuvo a mí.
- Bueno ya lo sé. —Este tipo de fallos la molestaban muchísimo, pero era inevitable, no podía acertarlo todo, afortunadamente contaba con recursos para remediarlo—.
- Se refería a su padre —dijo en tono conciliador— entre él y usted siempre le quiso más a usted.
- Si, pobre mamá, tuvo que aguantar mucho con aquel animal. Recuerdo un día…
No, no, no, por ahí ya no pasaba, estaba demasiado cansada para escuchar viejas batallas familiares, había que ir al grano para acabar cuanto antes.
- He notado a su madre preocupada —le interrumpió con descaro—, y me ha dejado un mensaje que me temo no le va a gustar. Verá, me dice que en los próximos días recibirá una muy mala noticia. Viene de una mujer…
Un silencio, y la respuesta como siempre no se hizo esperar.
- Mi ex, la arpía de mi ex, seguro que trama otra.
- Su madre me ha contado que lleva años intentando hacerle daño y eso a ella le hace sufrir mucho, insiste en que le previno, que le pidió que no se casara con ella, pero usted no le hizo caso.
- Sí, es cierto, qué lista eras mamá y yo qué torpe.
De nuevo desvió la mirada a la esquina del techo donde supuestamente había estado su madre y permaneció allí solo unos instantes porque enseguida reaccionó.
- Pero ¿qué puede querer esa zorra ahora si se lo di todo, la casa, el coche…?
- Eso lamentablemente no me lo ha podido terminar de aclarar, estaba tan abatida la pobre, tan triste, que su dolor le ha hecho evaporarse antes de tiempo, pero ha insistido en que vuelva la semana que viene, que ella estará de nuevo aquí con nosotros y será entonces cuando le dé todos los detalles.
– ¿Ah sí? Pues volveré, y esta vez le haré caso en todo lo que me diga, no podemos dejar que esa bruja se salga con la suya.
- Muy bien le doy cita entonces ¿verdad?
Entre las manos de la pitonisa apareció como por arte de magia un bloc muy gastado. Mojando de saliva su dedo índice pasó varias hojas.
– Apenas me quedan citas libres, pero dada la importancia de su caso le haré un hueco el miércoles, ¿le viene bien el miércoles?, pues le espero a las 7.
– Muchísimas gracias, me ha sido usted de gran ayuda. ¿Son 30 euros verdad?
No, 30 es cuando hago la consulta sobre el tarot, cuando los espíritus bajan a contactar conmigo, como ha ocurrido con su madre, cobro 50, por el desgaste ¿sabe usted?, quedo fatal después y me cuesta mucho recuperarme. Tomó el billete que le tendió el cliente y mientras lo hacía desaparecer por el pico de su escote continuó con sobreactuado pesar.
– Sé que algún día pagaré una factura muy alta por ello, pero tengo que ayudar, la gente necesitada y que sufre como usted es lo primero para mí. Hasta el miércoles pues.
Cuando cerró la puerta tocó a través de la gasa el billete para asegurarse de que seguía a buen recaudo.
- Realmente sí que estoy cansada, debo estar haciéndome mayor.
Comenzaba a desandar el largo pasillo cuando volvieron a llamar.
– Uf, otra vez el timbre de la puerta, se habrá dejado algo, pues yo no veo nada ¡Qué pesadez!
Había abierto directamente, sin tomar la precaución de santiguarse sin asomarse antes por la mirilla. Un escalofrío le atravesó su espalda.
- Ah, perdón, pensé que era la persona que acaba de salir.
Instintivamente, como si buscara protección ante un peligro que parecía inminente, salió hacia la escalera y miró a ambos lados, pero solo encontró un descansillo vacío y muchas puertas cerradas.
- Necesito su ayuda, déjeme pasar, por favor.
A pesar de la urgencia que transmitían sus palabras, las pronunciaba en un tono tranquilo, sosegado, pero a la vez firme.
No se atrevió ni a mirarle a la cara, retrocedió, cruzó de nuevo el umbral de su casa y desde allí intentó despedirle.
- Perdone pero solo atiendo con cita previa. Lo siento mucho.
Empujó la puerta para cerrarla, pero un obstáculo se lo impidió, miró hacia abajo y encontró el pie de aquel hombre cruzado sobre el marco.
– ¿Cuáles son sus honorarios, 50 euros, 100?
Aturdida, su respuesta fue empujar de nuevo la puerta.
- Tome 500, pero permítame pasar.
Por el pequeño hueco asomó un billete morado.
Quinientos euros era más de lo que ganaba en una semana, ¿Cómo decir a aquello que no?
Sin embargo, la sensación de peligro seguía ahí. Por momentos en su cabeza se cruzaron un sinfín de argumentos, tanto a favor como en contra de abrir aquella puerta y finalmente se convenció de que su temor era una mera y estúpida superstición. ¿Qué me puede pasar? Mi cuerpo tiene ya muchos años como para despertar interés por muy morboso que sea, y mi experiencia me permitirá salir de cualquier atolladero. Por otra parte lo único que he visto es a un hombre apurado como todos los que llaman a mi puerta, con la diferencia que en esta ocasión me va a salir muy rentable. Pero había algo oscuro. Su intuición, aquella voz misteriosa que en ocasiones de peligro siempre la alertaba, seguía gritándole cada vez más fuerte, más rotunda: Olvida el dinero métete en casa y echa la llave.
Con rapidez arrancó el billete de los dedos que lo sostenían y lo hizo desaparecer por su escote. Después abrió la puerta y le dejó pasar.
- Al final del pasillo la habitación de la derecha.
En esta ocasión prefirió que fuera él delante, no se atrevió a darle la espalda, pero cuando empezó a caminar notó que algo no iba bien, sus piernas se habían hecho muy pesadas, le costaba moverlas y un sofoco inesperado llenó de sudor su frente. Miró hacia delante y el pasillo le pareció exageradamente largo, largo y estrecho como un oscuro y amedrentador túnel que parecía no tener fin. Le veía avanzar seguro con las manos metidas en los bolsillos de un loden gris, cada vez más lejos. Cuando llegó a la puerta indicada se detuvo y esperó.
Aún pasaron unos instantes hasta que ella logró alcanzarle. Carraspeó para disimular su intenso jadeo, se apoyó en el pomo de la puerta y abrió.
La habitación estaba totalmente a oscuras, fue la escasa iluminación del pasillo la que le permitió llegar adonde estaba colocado el cirio y encenderlo. Se percató entonces de esa otra singularidad; nunca apagaba aquel velón, lo dejaba arder hasta que quedaba engullido por su propia cera y tenía que reemplazarlo por otro.
Le sonó extraño el tono de su propia voz, era falsamente fuerte, distante, tratando de sobreponerse a ese miedo que en su interior crecía. ¿Qué prefiere, tarot, bola de cristal, posos de café o las líneas de la mano?
Mientras encendía el resto de las velas intentó obtener de aquel hombre información, pero fue inútil, se había sentado con la cabeza baja y las manos permanecían aún en los bolsillos de su abrigo.
De espaldas como estaba, apenas entendió su respuesta.
- Perdone pero no le he entendido, ¿qué técnica quiere, tarot, posos de…?
El cliente no la dejó terminar, volvió la cabeza y clavando en ella unos ojos profundos oscuros que contrastaban con su tez macilenta repitió muy despacio…
- Bola del cristal, dije bola de cristal.
Le costó un tiempo reaccionar, desprenderse de tan terrorífica mirada. Aquel hombre no parecía el mismo que el que vio en la escalera, su cara no estaba tan pálida, su expresión no era tan sombría, ¿será efecto de la poca luz?, pero su precipitado argumento no acalló la voz que desde lo más hondo de sus entrañas le seguía gritando que se marchara, que huyera, que aún tenía tiempo.
- He de seguir encendiendo más velas, ¿sabe? Ellas son la senda que me conduce al más allá para una comunicación plena.
Fue su excusa para poder continuar. Encendió otra cerilla y cuando estaba a punto de acercarla al cabo retorcido se apagó. Repitió la operación con otra, protegiendo la llama con una de sus manos la aproximó con cuidado a la vela pero se apagó igualmente, era como si intencionadamente alguien la hubiera soplado. Empezó a sudar, no encontraba explicación para aquel fenómeno. ¿Por qué dejé entrar a este individuo en mi casa? A lo mejor aún podía pedirle que se marchara, le diría que esa noche no se encontraba bien, le devolvería el dinero, sí, eso haría. Pero nunca, jamás, se había rendido, así que trató de tranquilizarse, buscó una caja de cerillas diferente que guardaba en un cajón, y otra vez de espaldas al cliente, con el único propósito de distraerle, realizó una de sus tradicionales preguntas.
- ¿Hay algo que le preocupe en estos momentos, tiene algún problema, desea que me centre en un asunto en concreto?
Pero de nuevo la cerilla se apagó, otro intento más y el mismo resultado, otro más, y dejó de intentarlo.
- Empecemos ya, tome la bola y dígame lo que ve.
La orden fue tajante.
En una penumbra desacostumbrada, bajo una tensión también insólita, se sentó, tomó la esfera, e iluminada sólo por el cirio inició su ritual.
Fijó sus ojos en el interior transparente y trató de concentrarse. Colocó sus manos con los dedos muy abiertos alrededor de la bola, y sin llegar a tocarla comenzó a darla vueltas hacia un lado, hacia otro, por delante, por detrás.
- Bien, ya empiezo a contactar, no se preocupe, aquí aparece…
El repertorio que tenía previsto cuando le pedían esta técnica se volatilizó literalmente en su mente, la bola había comenzado a cambiar. Primero percibió calor, un calor que desde dentro atravesaba el cristal y llegaba hasta sus manos, al principio fue muy tenue, soportable, pero luego aumentó. De igual modo emanaba un fino hilo de color rojo oscuro y lo que había sido nítida transparencia se convirtió en oscura opacidad. Asustada, trató de ponerse en pie, pero estaba paralizada, como si la hubieran pegado a su sillón, tampoco le fue posible separar sus manos de la incandescente bola, que sádicamente la seguía quemando.
Para la adivinadora Manuela Guzmán aquello fue aterrador. Obligada a asistir a su propia tortura y sin posibilidad de defenderse. De pronto recordó que no estaba sola, que alguien a su lado estaba siendo testigo también de lo que ocurría y hacía él levantó su mirada. Había sacado las manos de sus bolsillos y se afanaba en atar en forma de abanico un conjunto de plumas de paloma que había depositado sobre la mesa.