No había sido fácil convencer a Sonia de emprender el viaje.
- No puedo ausentarme del trabajo durante tantos días –fue la primera excusa.
- Ya sabes que a Daniel no le gusta –la segunda.
- No me apetece preparar ninguna maleta –la tercera y más absurda.
Ninguno de estos argumentos era tan fuerte como para hacer desistir a un grupo de amigas cincuentonas, el pasar juntas un largo fin de semana cerca del mar.
- No tendría que estar aquí –dijo Sonia por cuarta vez ya en el coche, consumiendo su pesar con el paisaje que se sucedía en el recorrido.
La culpa la iba invadiendo cada vez más, mientras permanecía absorta con la imagen de los girasoles amarillos moviéndose al compás de la música invisible del viento.
Decidió no aburrir más a sus amigas, prefirió mortificarse sola.
Marta cantaba a capela la canción que sonaba por la radio del coche. Mientras Almudena y Esther se reían a carcajadas de los aspavientos de su amiga.
- Vamos, parece que fuéramos a un funeral. Solo serán cuatro días; Almudena lanzó una mirada de reproche a su amiga.
- ¿Cuatro? Me dijisteis que serían tres –sonó más a la queja de un niño que no quiere comerse las judías verdes de su madre, que al reclamo de una adulta.
- Bueno, tres noches, cuatro días, como en los hoteles. ¿no lo habías pensado así? Pero ¿en qué mundo vives Sonia? –Marta había dejado de cantar cuando oyó la frágil voz de su amiga protestando.
- Para vosotras es fácil. Esther, divorciada; Almudena, soltera y tú… bueno tú…
- Yo qué…? –el énfasis con el que Martha inquirió a su amiga, fue suficiente para que Sonia enseguida se arrepintiera de haber insinuado nada.
- Mirad, chicas, qué hermoso paisaje. Me encantan los girasoles, me recuerdan mi niñez…- Almudena quiso romper la brecha que había abierto la compungida Sonia.
El trazo de las curvas se juntaba en el horizonte hasta desaparecer. Se acercaban a la llanura del litoral.
- Parad, por favor, me mareo.
- Venga ya, Sonia, nos lo vamos a pasar genial, igual que el viaje a Huesca, ¿te acuerdas? Claro que te acuerdas, menuda noche la que pasaste con el militar aquel… No sé cómo lo hacías, siempre eras la primera en ligar con algún chico. A mi hermano le tenías loco. ¡Qué envidia me dabas!
- He dicho que tenemos que parar, voy a vomitar.
Los espasmos de los vómitos producían un gran dolor en la garganta de Sonia a la que se unía un profundo mareo y una gran angustia que la hizo sentarse en el borde de la carretera. No hubo tiempo de llegar a la estación de servicio más próxima; con una brusca maniobra tuvieron que parar el coche cuando el primer vómito llegó hasta el asiento de Esther que ejercía de severa copiloto.
- Buah qué asco. Sonia, por Dios, no vas a cambiar nunca. Qué tienes ya cincuenta años!
Mientras Marta limpiaba el asiento y Esther no paraba de quejarse, Almudena se ocupaba de Sonia al borde de la carretera.
- Debes intentar olvidar y pasarlo bien. Estamos aquí para divertirnos, hemos cumplido 50 años y seguimos siendo amigas, ¿no te parece suficiente motivo para ser feliz? –un abrazo consoló a Sonia a punto de llorar.
La casa se situaba entre la espesura por donde se expandía una urbanización con viviendas bien equipadas y con apariencia de relativo lujo. No eran todas iguales pero la construcción les confería una similitud que las diferenciaba del resto.
El ambiente gélido que siguió al suceso del mareo de Sonia se fue disipando a medida que se acercaban a su destino. Era el primer viaje en común después de mucho tiempo, no había que desperdiciarlo.
- Hola, Marta, soy Esther. ¿te acuerdas de la casa de mis abuelos en Alicante, a la que fuimos alguna vez cuando estábamos en la universidad? ¿Qué te parece si nos vamos este puente y pasamos allí San Juan? Sí, sí. Genial. Yo llamo a Sonia, tú a Almudena.
Para Sonia la decisión pasó por un cuestionario previo de información, la preparación de una cantidad ingente de tappers con comidas para su marido que se quedaba solo, al no estar tampoco su hijo; y finalmente, un mar de dudas sobre el bien y el mal. Almudena no dudó, le encantaban esas reuniones con las amigas de siempre. A Esther, metida en una carrera de constante agitación, nada le impedía perderse cualquier cita que sonara a fiesta. Y Marta, que cerraba ese círculo de amistad, disfrutaba con cualquier placer de la vida, y más aún junto a sus amigas, a quienes apreciaba profundamente, con sus defectos y virtudes.
- Vamos, pequeña, es San Juan, estamos aquí; si no te contesta al móvil es que habrá salido a comprar. Cuando vea tu llamada, contestará. – Esther, en un esfuerzo de comprensión supina, consolaba a Sonia que no lograba hablar con su marido. –Mira qué bonito vestido he traído para la noche de San Juan ¡qué maravilla, desde que he adelgazado estoy rompedora!
- Pues yo iré con estos pantalones de lino blanco que compré hace unos días en un mercadillo. –Almudena seguía con la mirada a Sonia, que aún no conseguía participar de los comentarios y juegos de sus amigas.
- Por cierto, estás muy delgada, Esther, ¿cuánto has perdido? Yo diría que desde la última vez que nos vimos, al menos quince kilos, me parecen muchos.
El comentario pareció llegar directo al alma de la aludida que esquivó con rudeza cualquier respuesta.
- Pues yo he cogido del herbolario un montón de velas para todas. Tenéis que encenderlas con la luz de la hoguera. Y que no se apaguen.
- Gracias, esto es precioso. –Los abrazos de Almudena eran espontáneos y constantes. Nunca entendieron qué había impedido a aquella mujer tan cariñosa encontrar a un hombre que le correspondiera con todo el amor que ella desprendía.
La playa comenzaba a llenarse de gente que esperaba que el sol se escondiera para comulgar con aquella noche mágica. Para algunos superstición, para todos fiesta y alegría.
Los grupos de personas aleteaban alrededor de las pequeñas hogueras que aumentaban su fuerza cada vez que alguien arrojaba pertenencias, objetos, ropa, papeles u otras cosas en las que habían puesto sus esperanzas de amor, trabajo, salud u odio.
Las cuatro mujeres se colocaron cerca de un montón de piedras. El resplandor de la luna esparcía sobre sus cuerpos vestidos un curioso tono que se mezclaba con el sudor anaranjado de la hoguera encendida. Todas reían y saltaban con la vela encendida en su mano. Sonia centró su preocupación en localizar a su marido que no había respondido aún a sus innumerables llamadas. Su vestido blanco y azul le daba un aire encantador alejado de la angustia que sentía.
- Mirad, mirad allí. He visto algo entre las rocas –el grito de Sonia detuvo a sus amigas que la miraron con incredulidad.
– No puede ser, habrá sido una sombra, tómate un poco más de vino. –le propuso sin éxito Marta.
La fiesta seguía cada vez más animada y ruidosa. Cuando las hogueras se iban apagando, alguna pareja se zambulló en el mar en busca de un alivio parcial a su ardor, o a su esperanza. Esther y Marta siguieron al grupo lanzándose con ropa entre la algarabía general. El ruido del chapoteo era contagioso para todos menos para Sonia que, tumbada sobre la arena, se mantenía alerta. Estaba completamente segura de que había sido un animal lo que había visto entre las rocas. Casi podría asegurar que era una serpiente escurridiza y pegajosa, deslizándose sin piedad por los entresijos que formaban las piedras.
- Ningún hombre merece esa dedicación.
La delgadez excesiva de Esther se evidenciaba más, como en una radiografía, con la ropa mojada y pegada al cuerpo.
- Aprovechemos el tiempo que se consume sin piedad. ¿Piedad? ¿Quién maneja eso? ¿Quién decide que debemos marcharnos o quedarnos?
- Filosofía barata pero real, amiga –replicó Marta.
El alcohol estaba haciendo estragos en el grupo.
- Vale ya, Esther, dame ese vaso que te lo lleno de agua a partir de ahora.
Marta daba muestras de cierto autocontrol. Como ella decía siempre: habiendo vivido quince años con un putero pusilánime, he aprendido a no sufrir por nada y a vivir por todo.
- Está ahí, mirándonos. –con una ademán imprevisto, Sonia se había levantado del suelo y había cogido una de las ramas de la hoguera aún encendida. Sin tregua empezó a correr hacía las piedras.
Las otras tres amigas la siguieron. Marta cayó al suelo. De rodillas contempló la escena dantesca en la que Sonia, subida en una roca, hacía espavientos de ataque sobre algo que se movía a su alrededor. Más parecía una batalla perdida que otra cosa. Desde diferentes puntos de la playa comenzaron acercarse personas, alertadas por el ruido y el fuego. Unos miraban, la mayoría reía. Sólo Almudena y Esther consiguieron convencer a su amiga de que sería un pez, una morena quizás.
La noche más corta del año estaba a punto de concluir.
- … Y encima he perdido el móvil, ahora no podré hablar con Daniel. Seguro que me ha llamado, estará muy preocupado por mí. –El dolor físico surgía en cada movimiento que intentaba.
- Estoy harta de oírte, harta de tus lamentos y quejidos. No sé cómo te soporta ese marido tuyo. –Esther se había incorporado. El pelo revuelto, los labios pálidos y el rimel corrido dejaban a la vista un rostro vencido. Buscó retocarse el maquillaje, sin éxito, su bolso acumulaba demasiadas cosas.
- Déjame en paz, a mí y a mi marido. Somos felices, ¿tanto te cuesta admitir eso?
- Bueno, vamos a recoger y nos vamos a dormir un rato, ya tenemos una edad, chicas. Por hoy, hemos cumplido.
- Antes de irnos quisiera contaros algo –la equilibrada y dulce Almudena miró a sus amigas, implorando atención–. He decidido dejar mi trabajo, mi casa e irme a vivir fuera.
- ¿Pero dónde? –por un instante la preocupación de Sonia dejó de lado su vida y su marido para centrarse en su amiga.
- Me voy a la India, me voy a un templo budista durante un año y luego ya veremos.
- ¿Cómo, un año? –exclamó Sonia
- ¿Vas a dejar tu trabajo seguro y tu maravilloso apartamento por un hábito rústico y holgado y unas alpargatas? Y ahora me dirás que te vas a rapar el pelo también, claro. Supongo que lo habrás pensado bien. Pero ¡qué digo! conociéndote seguro que no; sólo te has dejado llevar por el corazón, como si lo viera.
Marta jugaba con la arena fina mientras hablaba; las rodillas dobladas hacia su cuerpo y el pelo revuelto sobre su cara, tapaban los ojos húmedos.
- Pero no te podremos ver durante un año, eso es mucho tiempo –la queja infantil de Sonia retumbó fuerte.
- Estoy segura de que anoche viste una serpiente, Sonia. Esa serpiente se llama miedo. Cuando tomas una decisión como la mía, has tenido que matar antes a las serpientes que nos atenazan y nos someten. ¿Vernos, dices? Tenemos recuerdos, tenemos vida juntas, ¿para qué necesitamos vernos?
- Tú tienes vida, tú tienes ilusión… otras, no tanto. –Esta frase dejó boquiabiertas a las mujeres que jamás hubieran imaginado una sentencia tan lapidaria de la intrépida y apabullante Esther. –Iré a visitarte-; el gesto de afirmación fue menos firme que de costumbre.
- A ti qué narices te pasa –replicó Sonia con una furia desconocida hasta el momento–, ¿por qué atacas constantemente a las demás? Tu seguridad es pasmosa, tu cuerpo espectacular, tu cuenta corriente no está mal. Dices que me quejo, ¿y tú qué haces con esa actitud sino lamentarte frente a los demás? –¡Mierda, mi móvil…! El ademán de cogerlo fue en vano. Sonaba en la mochila de Marta.
- Ha sido estupendo estar aquí, de verdad. Tienes razón, soy una cascarrabias, y una eternamente insatisfecha, lo confieso. Pero se me ha adelantado Almudena y eso no me gusta, tengo que ser la primera en todo, ya me conocéis.
La pesadumbre aplastaba el ambiente entre las cuatro amigas. Ninguna sabía qué decir mientras tomaban el último desayuno en la terraza con vistas al mar. Todavía resonaban las últimas palabras de Esther: “No sé cuánto tiempo me queda… pero lo voy a aprovechar al máximo”.
Seis meses después de aquella Noche de San Juan tan especial, las tres amigas recibían una postal desde la India.
Sonia en su cocina, Esther desde su cama del hospital y Marta tras el mostrador de su herbolario, la leían, deseosas de que ¡ojala sólo fuera lo de siempre: nacer, crecer, vivir y morir.