Nacer, crecer, vivir, morir Por Elisa Pérez

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No había sido fácil convencer a Sonia de emprender el viaje.

  • No puedo ausentarme del trabajo durante tantos días –fue la primera excusa.
  • Ya sabes que a Daniel no le gusta –la segunda.
  • No me apetece preparar ninguna maleta –la tercera y más absurda.

 Ninguno de estos argumentos era tan fuerte como para hacer desistir a un grupo de amigas cincuentonas, el pasar juntas un largo fin de semana cerca del mar.

  • No tendría que estar aquí –dijo Sonia por cuarta vez ya en el coche, consumiendo su pesar con el paisaje que se sucedía en el recorrido.

La culpa la iba invadiendo cada vez más, mientras permanecía absorta con la imagen de los girasoles amarillos moviéndose al compás de la música invisible del viento.

Decidió no aburrir más a sus amigas, prefirió mortificarse sola.

Marta cantaba a capela la canción que sonaba por la radio del coche. Mientras Almudena y Esther se reían a carcajadas de los aspavientos de su amiga.

  • Vamos, parece que fuéramos a un funeral. Solo serán cuatro días; Almudena lanzó una mirada de reproche a su amiga.
  • ¿Cuatro? Me dijisteis que serían tres –sonó más a la queja de un niño que no quiere comerse las judías verdes de su madre, que al reclamo de una adulta.
  • Bueno, tres noches, cuatro días, como en los hoteles. ¿no lo habías pensado así? Pero ¿en qué mundo vives Sonia? –Marta había dejado de cantar cuando oyó la frágil voz de su amiga protestando.
  • Para vosotras es fácil. Esther, divorciada; Almudena, soltera y tú… bueno tú…
  • Yo qué…? –el énfasis con el que Martha inquirió a su amiga, fue suficiente para que Sonia enseguida se arrepintiera de haber insinuado nada.
  • Mirad, chicas, qué hermoso paisaje. Me encantan los girasoles, me recuerdan mi niñez…- Almudena quiso romper la brecha que había abierto la compungida Sonia.

El trazo de las curvas se juntaba en el horizonte hasta desaparecer. Se acercaban a la llanura del litoral.

  • Parad, por favor, me mareo.
  • Venga ya, Sonia, nos lo vamos a pasar genial, igual que el viaje a Huesca, ¿te acuerdas? Claro que te acuerdas, menuda noche la que pasaste con el militar aquel… No sé cómo lo hacías, siempre eras la primera en ligar con algún chico. A mi hermano le tenías loco. ¡Qué envidia me dabas!
  • He dicho que tenemos que parar, voy a vomitar.

Los espasmos de los vómitos producían un gran dolor en la garganta de Sonia a la que se unía un profundo mareo y una gran angustia que la hizo sentarse en el borde de la carretera. No hubo tiempo de llegar a la estación de servicio más próxima; con una brusca maniobra tuvieron que parar el coche cuando el primer vómito llegó hasta el asiento de Esther que ejercía de severa copiloto.

  • Buah qué asco. Sonia, por Dios, no vas a cambiar nunca. Qué tienes ya cincuenta años!

Mientras Marta limpiaba el asiento y Esther no paraba de quejarse, Almudena se ocupaba de Sonia al borde de la carretera.

  • Debes intentar olvidar y pasarlo bien. Estamos aquí para divertirnos, hemos cumplido 50 años y seguimos siendo amigas, ¿no te parece suficiente motivo para ser feliz? –un abrazo consoló a Sonia a punto de llorar.

La casa se situaba entre la espesura por donde se expandía una urbanización con viviendas bien equipadas y con apariencia de relativo lujo. No eran todas iguales pero la construcción les confería una similitud que las diferenciaba del resto.

tarotmundomagico1El ambiente gélido que siguió al suceso del mareo de Sonia se fue disipando a medida que se acercaban a su destino. Era el primer viaje en común después de mucho tiempo, no había que desperdiciarlo.

  • Hola, Marta, soy Esther. ¿te acuerdas de la casa de mis abuelos en Alicante, a la que fuimos alguna vez cuando estábamos en la universidad? ¿Qué te parece si nos vamos este puente y pasamos allí San Juan? Sí, sí. Genial. Yo llamo a Sonia, tú a Almudena.

Para Sonia la decisión pasó por un cuestionario previo de información, la preparación de una cantidad ingente de tappers con comidas para su marido que se quedaba solo, al no estar tampoco su hijo; y finalmente, un mar de dudas sobre el bien y el mal. Almudena no dudó, le encantaban esas reuniones con las amigas de siempre. A Esther, metida en una carrera de constante agitación, nada le impedía perderse cualquier cita que sonara a fiesta. Y Marta, que cerraba ese círculo de amistad, disfrutaba con cualquier placer de la vida, y más aún junto a sus amigas,  a quienes apreciaba profundamente, con sus defectos y virtudes.

  • Vamos, pequeña, es San Juan, estamos aquí; si no te contesta al móvil es que habrá salido a comprar. Cuando vea tu llamada, contestará. – Esther, en un esfuerzo de comprensión supina, consolaba a Sonia que no lograba hablar con su marido. –Mira qué bonito vestido he traído para la noche de San Juan ¡qué maravilla, desde que he adelgazado estoy rompedora!
  • Pues yo iré con estos pantalones de lino blanco que compré hace unos días en un mercadillo. –Almudena seguía con la mirada a Sonia, que aún no conseguía participar de los comentarios y juegos de sus amigas.
  • Por cierto, estás muy delgada, Esther, ¿cuánto has perdido? Yo diría que desde la última vez que nos vimos, al menos quince kilos, me parecen muchos.

El comentario pareció llegar directo al alma de la aludida que esquivó con rudeza cualquier respuesta.rituales

  • Pues yo he cogido del herbolario un montón de velas para todas. Tenéis que encenderlas con la luz de la hoguera. Y que no se apaguen.
  • Gracias, esto es precioso. –Los abrazos de Almudena eran espontáneos y constantes. Nunca entendieron qué había impedido a aquella mujer tan cariñosa encontrar a un hombre que le correspondiera con todo el amor que ella desprendía.

La playa comenzaba a llenarse de gente que esperaba que el sol se escondiera para comulgar con aquella noche mágica. Para algunos superstición, para todos fiesta y alegría.

Los grupos de personas aleteaban alrededor de las pequeñas hogueras que aumentaban su fuerza cada vez que alguien arrojaba pertenencias, objetos, ropa, papeles u otras cosas en las que habían puesto sus esperanzas de amor, trabajo, salud u odio.

Las cuatro mujeres se colocaron cerca de un montón de piedras. El resplandor de la luna esparcía sobre sus cuerpos vestidos un curioso tono que se mezclaba con el sudor anaranjado de la hoguera encendida. Todas reían y saltaban con la vela encendida en su mano. Sonia centró su preocupación en localizar a su marido que no había respondido aún a sus innumerables llamadas. Su vestido blanco y azul le daba un aire encantador alejado de la angustia que sentía.

  • Mirad, mirad allí. He visto algo entre las rocas –el grito de Sonia detuvo a sus amigas que la miraron con incredulidad.

– No puede ser, habrá sido una sombra, tómate un poco más de vino. –le propuso sin éxito Marta.

La fiesta seguía cada vez más animada y ruidosa. Cuando las hogueras se iban apagando, alguna pareja se zambulló en el mar en busca de un alivio parcial a su ardor, o a su esperanza. Esther y Marta siguieron al grupo lanzándose con ropa entre la algarabía general. El ruido del chapoteo era contagioso para todos menos para Sonia que, tumbada sobre la arena, se mantenía alerta. Estaba completamente segura de que había sido un animal lo que había visto entre las rocas. Casi podría asegurar que era una serpiente escurridiza y pegajosa, deslizándose sin piedad por los entresijos que formaban las piedras.

  • Ningún hombre merece esa dedicación.

La delgadez excesiva de Esther se evidenciaba más, como en una radiografía, con la ropa mojada y pegada al cuerpo.

  • Aprovechemos el tiempo que se consume sin piedad. ¿Piedad? ¿Quién maneja eso? ¿Quién decide que debemos marcharnos o quedarnos?
  • Filosofía barata pero real, amiga –replicó Marta.

El alcohol estaba haciendo estragos en el grupo.

  • Vale ya, Esther, dame ese vaso que te lo lleno de agua a partir de ahora.

Marta daba muestras de cierto autocontrol. Como ella decía siempre: habiendo vivido quince años con un putero pusilánime, he aprendido a no sufrir por nada y a vivir por todo.

  • Está ahí, mirándonos. –con una ademán imprevisto, Sonia se había levantado del suelo y había cogido una de las ramas de la hoguera aún encendida. Sin tregua empezó a correr hacía las piedras.

 

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Las otras tres amigas la siguieron. Marta cayó al suelo. De rodillas contempló la escena dantesca en la que Sonia, subida en una roca, hacía espavientos de ataque sobre algo que se movía a su alrededor. Más parecía una batalla perdida que otra cosa. Desde diferentes puntos de la playa comenzaron acercarse personas, alertadas por el ruido y el fuego. Unos miraban, la mayoría reía. Sólo Almudena y Esther consiguieron convencer a su amiga de que sería un pez, una morena quizás.

         La noche más corta del año estaba a punto de concluir.

  • … Y encima he perdido el móvil, ahora no podré hablar con Daniel. Seguro que me ha llamado, estará muy preocupado por mí. –El dolor físico surgía en cada movimiento que intentaba.
  • Estoy harta de oírte, harta de tus lamentos y quejidos. No sé cómo te soporta ese marido tuyo. –Esther se había incorporado. El pelo revuelto, los labios pálidos y el rimel corrido dejaban a la vista un rostro vencido. Buscó retocarse el maquillaje, sin éxito, su bolso acumulaba demasiadas cosas.
  • Déjame en paz, a mí y a mi marido. Somos felices, ¿tanto te cuesta admitir eso?
  • Bueno, vamos a recoger y nos vamos a dormir un rato, ya tenemos una edad, chicas. Por hoy, hemos cumplido.
  • Antes de irnos quisiera contaros algo –la equilibrada y dulce Almudena miró a sus amigas, implorando atención–. He decidido dejar mi trabajo, mi casa e irme a vivir fuera.
  • ¿Pero dónde? –por un instante la preocupación de Sonia dejó de lado su vida y su marido para centrarse en su amiga.
  • Me voy a la India, me voy a un templo budista durante un año y luego ya veremos.
  • ¿Cómo, un año? –exclamó Sonia
  • ¿Vas a dejar tu trabajo seguro y tu maravilloso apartamento por un hábito rústico y holgado y unas alpargatas? Y ahora me dirás que te vas a rapar el pelo también, claro. Supongo que lo habrás pensado bien. Pero ¡qué digo! conociéndote seguro que no; sólo te has dejado llevar por el corazón, como si lo viera.

Marta jugaba con la arena fina mientras hablaba; las rodillas dobladas hacia su cuerpo y el pelo revuelto sobre su cara, tapaban los ojos húmedos.

  • Pero no te podremos ver durante un año, eso es mucho tiempo –la queja infantil de Sonia retumbó fuerte.
  • Estoy segura de que anoche viste una serpiente, Sonia. Esa serpiente se llama miedo. Cuando tomas una decisión como la mía, has tenido que matar antes a las serpientes que nos atenazan y nos someten. ¿Vernos, dices? Tenemos recuerdos, tenemos vida juntas, ¿para qué necesitamos vernos?
  • Tú tienes vida, tú tienes ilusión… otras, no tanto. –Esta frase dejó boquiabiertas a las mujeres que jamás hubieran imaginado una sentencia tan lapidaria de la intrépida y apabullante Esther. –Iré a visitarte-; el gesto de afirmación fue menos firme que de costumbre.
  • A ti qué narices te pasa –replicó Sonia con una furia desconocida hasta el momento–, ¿por qué atacas constantemente a las demás? Tu seguridad es pasmosa, tu cuerpo espectacular, tu cuenta corriente no está mal. Dices que me quejo, ¿y tú qué haces con esa actitud sino lamentarte frente a los demás? –¡Mierda, mi móvil…! El ademán de cogerlo fue en vano. Sonaba en la mochila de Marta.
  • Ha sido estupendo estar aquí, de verdad. Tienes razón, soy una cascarrabias, y una eternamente insatisfecha, lo confieso. Pero se me ha adelantado Almudena y eso no me gusta, tengo que ser la primera en todo, ya me conocéis.

3451596_1La pesadumbre aplastaba el ambiente entre las cuatro amigas. Ninguna sabía qué decir mientras tomaban el último desayuno en la terraza con vistas al mar. Todavía resonaban las últimas palabras de Esther: “No sé cuánto tiempo me queda… pero lo voy a aprovechar al máximo”.

Seis meses después de aquella Noche de San Juan tan especial, las tres amigas recibían una postal desde la India.

Sonia en su cocina, Esther desde su cama del hospital y Marta tras el mostrador de su herbolario, la leían, deseosas de que ¡ojala sólo fuera lo de siempre: nacer, crecer, vivir y morir.

El precio de la ambición (1991) Por Luigi De Angelis

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El asfalto ardiente, las melifluas melodías de las armónicas y los interminables campos de algodón confluyen para trazar un fascinante paisaje. No cabe duda de que los estados del sur, económicamente deprimidos pero ricos en tradiciones y colorido, han sido el escenario ideal para que la creatividad de novelistas y cineastas dé vida a auténticas gemas del costumbrismo estadounidense. Dentro de este esquema, basada en la novela Rambling Rose de Calder Willingham, la película de la realizadora Martha Coolidge —traducida caprichosamente en España “El precio de la ambición”—, nos transporta con humor y calidez al seno de una familia adinerada en el estado de Georgia en 1935.

La trama gira en torno a las complicaciones que surgen cuando una extraña muchacha llamada Rose (Laura Dern) es contratada como sirvienta en el hogar de los Hillyer. El señor de la casa (Robert Duvall) es bonachón y tradicional, la señora (Diane Ladd) es inteligente y con ideas progresistas y Buddy (Lukas Haas), el hijo adolescente, tiene en su interior un caldo de hormonas que lo quema vivo. Rose es inocente y despreocupada, ella simpatiza con todo el mundo, ama sin tapujos y concibe las relaciones sexuales como actos benévolos completamente naturales. Aunque la moral puritana le juega en contra y se llega a pensar que es una ninfómana, Rose aporta belleza, color y emoción a la familia Hillyer, impactando favorablemente, de una u otra manera, la vida de cada uno de sus miembros.

MSDRARO EC003Cuidadosamente adaptada al cine por el autor de la novela, la cinta plantea con destreza la problemática de cómo reacciona una sociedad construida sobre la base de valores morales propios del cristianismo y sus tradiciones ante la presencia de una joven que representa el erotismo en su estado más puro, carente de influencias represivas. La película explora cómo esta problemática altera las relaciones familiares de los Hillyer, concentrándose principalmente en mostrar con ternura y honestidad el despertar sexual de Buddy ante la idealizada imagen de Rose. La inspirada banda sonora de Elmer Bernstein y un meticuloso diseño de producción contribuyen a dar forma a una obra narrada en prosa limpia y preciosa pero con un innegable corazón poético.

Laura Dern en el papel protagónico representa con autenticidad, humor y generosidad la encantadora inocencia de su personaje, reservando ciertas sorpresas para el espectador al revelar la complejidad de su Rose en diversas escenas actuadas con maestría. Robert Duvall le confiere rambling-rosedignidad y dimensión al señor Hillyer, lo cual parece fácil en manos de un actor de semejante calidad, simpatía y encanto. Lukas Haas brinda una interpretación profunda y hermosa a pesar de su corta edad. Sin recurrir a los clichés de típico adolescente cachondo, su personificación de Buddy es humana, simpática y romántica.

Hago una mención aparte de Diane Ladd porque cuando la vi dejó una marca indeleble en mí. Su rostro es elocuente, su presencia es dominante y exquisita a lo largo de todo el metraje, y las cualidades de su personaje —esa inteligencia y calidez que le dan su lugar de respetada matriarca sureña— brotan con encomiable gracia y sentimiento. Probablemente la mejor escena de la película cuente con ella: una confrontación con el señor Hillyer y el médico tratante de Rose, donde Ladd invierte inteligentemente su talento y bagaje emocional para recitar sus líneas con una fluidez intensa y conmovedora. Es un trabajo de indiscutible riqueza, sutil y profundo.

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Con actuaciones poderosas, excelente producción, música evocativa y una historia que es una apología de la libertad, del amor y del sexo, Rambling Rose es una de aquellas películas especiales que le dieron un buen nombre al cine independiente estadounidense a inicios de la década de los 90. Una pequeña gema que vale la pena descubrir o redescubrir cualquier día.

A veces… Por María José Prats

Quisiera ser etérea y convertirme en una estrella que estalla sobre sí misma liberando tal cantidad de energía que devore el cosmos, causando el colapso final. Ser salvaje como la mirada de una persona soñadora

 

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A veces me siento como una especie de “alma errante” que espera ser rescatada. Un “alma polvorienta” que no espera de la vida nada, salvo respuestas sobre sí misma, que estaría dispuesta a sacrificarlo casi todo por encontrar su lugar, por sintonizar con otras almas insatisfechas como la mía.

Aunque tengo esa edad incierta en que la vida ya no me sorprende, me sigo sintiendo como “un extraño en el paraíso”.

A veces pienso que llevo una inútil existencia; en la que me replanteo lo que soy y si no me satisface mucho lo que veo, me vuelvo exigente conmigo misma y busco las razones que me han llevado a ese punto, más allá de estúpidos pretextos y falsas excusas.

Pero mientras no encuentre las respuestas que me satisfagan, me mantendré ocupada viviendo. Compartiré con la gente que quiero y que a su vez me quiere, todo lo que se pueda compartir, que tampoco es demasiado: mis ilusiones, los pequeños momentos de complicidad, un café en una tarde tormentosa, una sonrisa sin pretensiones, una larga y jocosa discrepancia, un segundo de soledad compartida… No es demasiado, pero con eso me conformo…

A veces, la vida parece querer maltratarnos, pero también nos enseña. A menudo creemos que tenemos el control de nuestras vidas, pero no es así, y eso es lo que hace que nos sintamos responsables, culpables de las circunstancias que nos rodean, de las particularidades que nos avalan, de los sinsabores que decoran nuestro camino.

Pero todo eso escapa generalmente a nuestro control, porque en cierta forma solemos ser responsables. Responsables de nuestras acciones y de lo que estas influyen en nuestra vida, o en la vida de los demás. Pero, por otra parte, no podemos controlar ni dominar lo que va acaeciendo a nuestro alrededor, porque somos diminutas criaturas con la capacidad y facultad, afortunada o desafortunada, de cometer nuestros propios errores. Somos como la arena del desierto, aventada por vientos poderosos que escapan a nuestro control.

En cierta forma siento que he fracasado, porque a veces no sé realmente quién soy. Toda mi vida he intentado estar a la altura de otros, y hasta ahora no me he parado a pensar si estoy a la altura que yo espero de mí misma. Tal vez sea una estupidez, no lo sé.

lagrimaA veces me faltan recursos de decisión propia invadida por una especie de “caos organizado”, sujeto a las oscilaciones de una mente frágil y quebradiza. Lo más curioso es que durante estos años yo misma me he hundido en mis debilidades, y he sujetado mi propio desaliento. Me he hecho acreedora de mi propia incertidumbre, porque es como la niebla, que poco a poco lo cubre todo, envolviéndote tan sutilmente que cuando quieres orientarte para continuar el camino, te das cuenta de que estás perdida en medio de un vacío, que tarde o temprano hará que des un paso en falso y caigas, y la incertidumbre es peor que la caída, porque no sabes cuándo será ni cómo. Pero sabes que ocurrirá, y eso es lo que te desgasta realmente.

Quisiera ser etérea y convertirme en una estrella que estalla sobre sí misma liberando tal cantidad de energía que devore el cosmos, causando el colapso final. Ser salvaje como la mirada de una persona soñadora; irreverente como una canción de protesta; libre como la lágrima que derrama quien sufre; coherente como el instinto de una hormiga o tal vez… sincera como el llanto de un niño.

El vagabundo Por Elisa Pérez

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Desde su postura horizontal observaba el paso de los primeros peatones que se dirigían a algún lugar sin nombre para él. A varios los veía a diario, a otros nunca, con ninguno hablaba.

En ese pequeño habitáculo, sólo suyo, sus ojos caían a la altura de las piernas que veía deslizarse por la acera con mayor o menor prisa. Según la hora, el ritmo cambiaba: por la mañana la marcha era rápida, por la tarde, cansina; por la noche pausada o incluso, precipitada.

Apenas le interesaban los demás pero su único vínculo con el mundo exterior lo constituían esas miradas quebradas con los primeros rayos de luz, que iba clavando sobre los peatones a medida que se desperezaba y recomponía sus músculos maltrechos, tras otra noche en un colchón demasiado duro.

Colocó los cartones uno sobre otro. Con la rutina habitual se quitó las legañas que poblaban sus ojos y sintió náuseas de su propio aliento matutino. La lengua rasposa, los dientes secos, la nariz atascada. Le llevó un buen rato la decisión de lavarse. Entre los pocos enseres que componían su equipaje, guardaba celosamente una palangana y un peine. Había conseguido un cepillo de dientes ajeno que hizo suyo. Solo quedaba encontrar algo mejor en la siguiente visita al basurero.

Tras una revisión general por el pequeño y rayado espejo, observó su barba, su bigote irregular, su pelo largo y cubierto de líneas blancas, y sobre todo sus ojos azules, cada vez más pequeños bajo unas pobladas cejas oscuras. La arruga del entrecejo se marcó con profundidad estableciendo una separación muy clara en el centro de su rostro.

Hoy tocaba iglesia. La de San Bartolomé era la mejor. A pocas calles de allí, no le costaba llegar y casi siempre, el botín final le salvaba el día.

Compuso su vestimenta acorde con el respeto que le imponía el lugar: una camisa grisácea que apenas conservaba ya los trazos de lo que antes fue blanco; el pantalón azul marino doblado cuatro veces, con brillos en los lados, ocultaba sus piernas enclenques y cansadas; y para terminar, una chaqueta americana que le caía de los hombros con el peso de la vida sobre ella.

Por último, la tarea cotidiana que jamás olvidaba. Sacó su escoba y su recogedor para barrer. Con aspavientos fuertes intentaba limpiar en vano los restos de suciedad, a la vez que espantaba a extraños que miraban con desprecio su absurda maniobra de limitación.

Era su única propiedad: dos metros cuadrados de la acera pública.

Comenzó a caminar hacia la Plaza de San Roque y la calle de la Concepción. Volvió la vista atrás, con el recelo que le marcaba la calle. Allí dejaba su carrito, sus pocos enseres. Apenas memorizaba, pero conocía bien los nombres de esas calles; apenas recordaba, pero soportaba bien el vacío de las imágenes en su cabeza.

Casi no le dio tiempo a tomar posición, cuando las beatas empezaron a llegar por separado; serias, sin apenas notar la figura del hombre sosteniendo una bolsa de tela sobre la mano derecha que adelantaba ante la presencia de cada una de ellas.

Casi ninguna reaccionaba a la entrada; la mayoría adquiría una compasión creciente a la salida, con el envión del acto litúrgico, dejando alguna moneda en el improvisado monedero del hombre y una sonrisa de falsa complicidad. Apenas le hablaban, tampoco les importaba mucho saber algo de él.

Tras un rato que aprovechó para sentarse y reposar su cuerpo cansado, comenzaron a sonar las campanas de llamada a la siguiente misa. Era viernes. En ese día se celebraban dos: una a las 8 y otra a las 12. Ahora tenía que cambiar de sitio y de postura. Le dolía la espalda y la cabeza. Aprovechó para comer algo. Se llevó la mano al bolsillo derecho de la chaqueta de donde extrajo un mendrugo de pan con algo dentro. A veces, si no tenía desayuno, entraba en la iglesia para comulgar. El cura le dejaba, el resto de parroquianos le huían, alguno cabeceaba, las señoras musitaban frases con plegarias.

MENDIGO

El sol caía implacable sobre las piedras del muro de la iglesia. En la frente del hombre el sudor se extendía como una película fina, sin penetrar por la piel endurecida. Dos mujeres llegaron presurosas, dispuestas a asistir al ritual de la misa. Una anciana y su acompañante más joven. La mujer mayor se dirigió a él, le entregó unas monedas, y le lanzó dos preguntas y una orden sin esperar respuesta.

— ¿Ha comido algo hoy? ¿Cuando termine la misa seguirá usted aquí? Espérenos.

Hacía tiempo que nadie le decía tantas cosas…

La espera le resultó interminable. Ese día la misa parecía más larga, en dos ocasiones se asomó por la puerta gótica esperando que el sacerdote dijera “pueden ir en paz”. Pero en cuanto salieron las dos mujeres fueron decididas a su encuentro, le cogieron de los brazos y se lo llevaron.

En un salón, fresco y limpio, una criada añadía un cubierto más a la mesa ya dispuesta. ¿Estaba muerto? ¿Estaría en el cielo? Se recompuso el cuello de la camisa, se estiró la chaqueta. Le obligaron a sentarse en una silla blanca impoluta. Nadie dijo nada, las mujeres comían de forma natural, como si estuvieran acostumbradas a visitas como la suya, la criada le rellenaba el plato cuando lo vaciaba, y él devoraba lo que se le ofrecía temiendo que se acabara.

— ¿Le ha gustado la comida? Ahora puede descansar mientras nosotras leemos. Imagino que estará cansado.

La criada le acompañó a un dormitorio espacioso con cortinas blancas en las ventanas, una mesilla de roble y una cama que le pareció maravillosamente inmensa.

Las legañas del hombre se quedaron pegadas en sus dedos de lo fuerte que se frotó los ojos. Estaba convencido de que aquello era un sueño.

— No se preocupe, descanse lo que quiera, no hay prisa; le dijo la criada.

De pronto se acordó de su carrito, seguro que lo robaba alguien. Tenía que volver a su sitio. Una gran agitación le envolvió de repente. Estaba tardando mucho en regresar.

Salió del cuarto, buscó la salida, se dirigió a la puerta que encontró cerrada con llave.

— ¿Qué le pasa? Luego salimos, no se preocupe, vuelva a la cama; la criada le miraba desde la puerta de la cocina.

Hubiera querido protestar. Le dolía la tripa, había comido en exceso. Tumbado boca arriba, observaba el techo. La puerta de la habitación también se mantenía cerrada, pero por el cristal biselado del centro podía percibir el paso de alguien. Sería la criada en sus quehaceres o la joven comprobando que seguía allí o la anciana arrastrando sus pies torpes con una sonrisa en los labios.

Cuando despertó ya era de noche. A su alrededor todo estaba en silencio. No se oía nada. Dudó si incorporarse. No sabía si aquellas mujeres tan amables con él, le permitirían moverse y salir esta vez.

Ni en el pasillo ni en el salón había rastro de ninguna de las tres. Buscó en la cocina. Nadie. Se detuvo ante el orden y la quietud reinante, nada permitía vislumbrar que allí se hubiera cocinado una suculenta comida horas antes. Le llamó la atención la escoba colgada junto a la puerta, parecía no haber sido usada hacía tiempo. El primer cajón permanecía entreabierto, se acercó, ni un solo tenedor, ni una cuchara. Nada.

Quizás estaban acostadas ya. Se adentró por el pasillo frente a la cocina. Dos puertas más a la derecha, una a la izquierda. Al fondo la del baño. Todas cerradas. Quería abrirlas. Su mente le decía que huyera. El encanto inicial del lugar se iba diluyendo a medida que entendía menos la situación. Optó por entrar en el baño primero. Bajo el espejo, un vaso con tres cepillos de dientes. Se apoderó de la pasta dentífrica mirando a ambos lados. A continuación se decidió a abrir la primera puerta de la derecha. Un gran Jesús crucificado presidía el cuarto pequeño y coqueto, en el que había ausencia absoluta de objetos personales. Continuó hasta la otra habitación en la que tampoco había nada, ni nadie. Sólo le quedaba la puerta de la izquierda. En el pomo había una mancha oscura difícilmente reconocible con la oscuridad cada vez más evidente. No se le había ocurrido encender la luz. Buscó el interruptor.

Al pulsarlo, notó que algo líquido había manchado sus manos ásperas. La puerta estaba cerrada. Sintió terror. Un enorme y frío terror le invadió por completo.

Tuvo claro que tenía que huir cuanto antes. Sintió alivio al ver que la puerta no estaba cerrada con llave.

Sus pies maltrechos, dentro de los zapatos desgastados parecían volar por las calles. Su cuerpo, casi siempre invisible para los demás, dejaba un halo de miedo a su paso entre los escasos peatones que transitaban a esas horas.

Se acurrucó bajo los cartones, se adentró buscando un sueño que no venía o un despertar que no surgía. La sangre de la mano se había secado ya, ni siquiera había reparado en ello antes.

La noche transcurrió con el hombre en vela, agitado, sin dormir, atemorizado y con la mano amoratada de tanto rascarse la cabeza. Oyó pasos y luces cercanas. Prefirió permanecer oculto bajo sus sábanas de cartón.

— Sí, sí le conocía, era un tipo raro, siempre andaba solo.

— No, no, no se metía con nadie, iba a lo suyo.

— A mí me daba miedo, pasaba por allí cada mañana y siempre me miraba con esos ojos y esos pelos.

— Tarde o temprano tenía que pasar.

— Era muy huraño, la verdad….

“Frases como estas se han repetido durante días en boca de los vecinos del barrio donde images (1)Alejandro Valbuena, vagabundo y sin familia conocida, fue detenido por la policía en la noche del día de los hechos. Se le acusa de asesinar a dos mujeres: tía y sobrina, mientras dormían la siesta. Se desconoce el móvil exacto, aunque se sospecha que era económico ya que no se ha encontrado aún el bolso donde la tía guardaba una importante suma de dinero. La criada encontró los cuerpos sin vida al regresar de unos recados.

Varios testigos han declarado que le vieron salir del lugar de los hechos huyendo de algo y con las manos ensangrentadas…”

 

PELUCAS BIGOTES GAFAS (103)

Las noticias y los bulos corrieron como la pólvora en aquel pueblo que, por primera vez, se convertía en protagonista de un doble asesinato.

No muy lejos una muchacha de pelo rizado y dulce sonrisa se esforzaba en llegar a tiempo a un tren que la trasladaría a un lugar muy lejos de allí.

Cambió su uniforme de personal doméstico por un traje formal; se puso una peluca y gafas, controló su equipaje y esperó con ansiedad los pocos minutos que faltaban para la hora de salida de un viejo tren que le llevaría al de la ciudad y de allí a un autocar y luego otro tren…

Norma Rae (1979) Por Luigi De Angelis

 

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Cuando grandes intereses económicos están en juego, es un milagro que salga adelante una película que critica a las corporaciones que representan dichos intereses, denuncia la explotación laboral y crea conciencia sobre la sindicalización. Sin duda alguna, Norma Rae es esa película, un monolito en el contexto del cine social norteamericano que de forma distintiva plasmó con realismo la opresiva realidad de  amplios sectores de la población en el marco de la creciente industria textil del sur de Estados Unidos.

 La tarea es ejecutada con éxito gracias al delicado y minucioso trabajo del director Martin Ritt, un verdadero experto en encontrar los colores y notas precisas para evocar la maravilla que reside en el mundanal y árido paisaje sureño de su país. La ambientación, fotografía y música del film se encuentran integradas de tal modo que la obra cumple con transportarnos a la Carolina del Norte en la década de los 70 sin una sola nota falsa al respecto.

 Otro punto fuerte es el guión. La historia se desarrolla con agilidad y cada una de las escenas enriquece la evolución de la nueva líder sindicalista que le da título al film. Paulatinamente la cinta pasa de ser una película de denuncia a convertirse en un detallado y satisfactorio estudio de personaje. De hecho, Norma Rae es uno de los personajes femeninos más interesantes en la historia del cine. Por su integridad, coraje y carácter, no cabe duda de que esta mujer es una heroína; no obstante, el guión profundiza y muestra facetas de su vida que la revelan completa, imperfecta, multidimensional, y por tanto muy humana.

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Personajes así de colosales requieren de colosales intérpretes. En consecuencia, Sally Field se sumerge por completo y brinda una generosa y robusta actuación. Sensibilidad, humor y una inagotable capacidad para expresar emociones son algunas de las herramientas de las que se vale la actriz para construir un personaje único e inmensamente influyente. Su fuerte presencia, su determinación y la natural, pero a la vez vívida, forma de recitar sus líneas son elementos que le añaden interés a una mujer común que, motivada por las circunstancias, se supera y consigue ser agente de cambio. El momento en que reúne a sus tres hijos en la sala de la casa y habla de sí misma en función de su pasado, presente y futuro es oro puro y se consagra como uno de los momentos más honestos capturados por una cámara, una escena actuada de manera francamente excepcional por una actriz de depurada técnica y conmovedor realismo.

En conclusión, Norma Rae es una experiencia cinematográfica poderosa que enciende una luz de esperanza ante una realidad estremecedora, plantea posibilidades de reflexión frente a temas de gran relevancia social y redefine el papel de la mujer en la sociedad y en el cine contemporáneos.

Sally Field levantando el cartel con la palabra “UNION” (sindicato) constituye una de las escenas más memorables y preciosas que he visto, una secuencia que resume lo apasionante de la lucha que esta cinta enaltece.

Norma Rae

Una noche diferente Por María José Prats

MIEDO

Sara está sentada frente al televisor, habla y discute de forma animada con su padre que quiere ver reportajes, ella, series. Su madre les observa sonriente desde la cocina, sabe que al final él acabará dándole el mando a su hija. Y justo lo que pensaba, su marido coge el periódico y Sara se acomoda para ver su serie favorita.

De repente el sonido de su móvil, se levanta deprisa y corre a buscarlo dentro del bolso, es su chico Tony, la llamada más dulce del día, el momento más deseado. El muchacho estudia fuera y cada día suele llamarla varias veces, pero la de la noche es la mejor, la más esperada y la más larga. Es el momento de contarse cuánto se echan de menos, cuánto se quieren y cuánto desean verse. Ella quiere estar con él, pero también tiene miedo de que descubra la realidad.

 Después de una hora y pico, cuelga y vuelve al salón donde su padre está medio dormido y su madre ve una película a la vez que, entre sus manos, suena el tintineo de las agujas de tejer. Se despide de ambos con un beso, se va a acostar porque al día siguiente hay que volver al trabajo y tiene que madrugar. Su padre le dice: ¡Hale, hija, a descansar!, y su madre le regala una tierna sonrisa.

 Pone el móvil en la mesita y, como cada día, conecta la alarma a las 8. Se mete en la cama y entonces empieza su angustia. Hay días en que el móvil suena a altas horas de la madrugada, y esas llamadas no son de su novio, son de su jefe.

 Da vueltas y vueltas entre las sábanas, mira el móvil, son las 5 de la mañana y no ha pegado ojo, y piensa:“Otro día más sin dormir”. Aunque sus padres duermen al otro extremo de la casa, ella se levanta sin hacer ruido y se dirige a la cocina, se prepara un vaso de leche caliente y enciende un cigarro.

Mientras fuma se dice a sí misma que si llama, no lo cogerá. Pero… suena, y lo coge rápido, no quiere que MIEDOsu padre oiga el sonido. Desde hace tiempo su madre la nota rara, tiene los ojos llorosos y apenas come. Pero ella les dice que no pasa nada, que solo está cansada, que le cuesta dormir. Y siente rabia e impotencia porque no quiere preocuparles.

El desayuno está en la mesa, pero no le entra, tiene dolor de estómago y diarrea, pero sobre todo miedo. Se dirige al baño, se asea y finge una sonrisa al despedirse de su madre que la mira preocupada:

—¿Estás mejor, hija?, le dice mientras Sara recoge su bolso y envuelve el cuello con una bufanda.

—Sí, mama, será que he cogido frío.

Entra en el coche, y pone la música a tope, son la 9,30 y hasta las 10 no entra, pero tiene que estar antes por si llega algún cliente. Tiene que poner orden hasta que él llegue.

 En invierno tiene suerte, la gente no va pronto a la tienda, hace frío, así que espera un poco en el coche, la tripa le duele y el cuerpo le tiembla. Mira el reloj, él siempre llega tarde.

 Mientras espera no deja de pensar. Se imagina fuerte y segura, se dice que no le va a pasar ni una. Si sigue con sus malos gestos e insultos, se largará, aunque sentiría renunciar al buen sueldo que percibe.

 Tras ese pensamiento le viene una pena de sí misma y se llama gilipollas. Ella no es tan fuerte como para hacer semejante cosa, no puede dejar el trabajo, es incapaz de decirle nada. Es consciente del miedo que siente. Vuelve a mirar el reloj: —“¿Y si lo cuento?”— Pero sabe que nadie le creería. Todo el mundo dice que es una buena persona, y que ella está contenta con su trabajo y su vida, porque nunca ha demostrado que le pasara nada malo.

 En ese momento llega él, aparca detrás. Sara mira el retrovisor. Quiere verle la cara, necesita ver esos gestos que reconoce más que los suyos, así sabrá si está más o menos furioso. Le mira y le saluda con una forzada sonrisa.

 Entran en el establecimiento y entonces percibe que sí, hoy está enfadado, lo nota porque no le contestó al saludo. Además tiene el ceño fruncido, el miedo empieza a hacerle temblar.

 Entra en el baño para cambiarse; como no tiene cerrojo se viste rápido con la espalda pegada a la puerta porque teme que entre. Él le habla desde la misma puerta y Sara nota aún más su voz de enfado. Sale del baño y ve que está en su despacho, ella se sitúa en su puesto, el teléfono no deja de sonar, y atiende las llamadas y a los clientes que entran.

 Él sale de su despacho cuando no hay nadie, y se sitúa a su lado mientras Sara atiende una llamada. Cuando cuelga el auricular le dice que qué pretende poniendo esa voz, que si quería calentarle la bragueta a alguien. Ella está inmóvil y asustada:—“Era una señora que…”—.Él se ríe y se va sin oír nada más.

 Al cabo de unos minutos la llama, tiene que dictarle unas notas para un pedido. Lo hace tan deprisa que ella se queja de que no le entiende. Se enfada, la llama tonta e inútil: —“Todas las mujeres sois tontas, no tienes ni puta idea, imbécil, marcha de aquí, me pones enfermo—.”

 Regresa a su puesto y sigue con sus cosas, su voz parece enmudecer. Entra un cliente y le pregunta algo, ella contesta con voz entrecortada y se disculpa con un resfriado. El cliente se va y se sienta frente al ordenador, sus dedos bailan entre las letras sin sentido ni control, su cuerpo es un manojo de nervios. Mira de reojo y le ve que avanza hacia ella, tranquilo, sonriente.

 Le nota detrás siente su olor, su respiración, parece tranquilo como si no hubiera pasado nada, como si todo fuera normal. Pero ella presiente que algo quiere.

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Sara sigue escribiendo a duras penas, mientras nota que se acerca más, pone una mano sobre su hombro y empieza a deslizarse por su cuello. Y entonces le pregunta cosas de su vida sexual, ella no contesta y se aparta pidiendo que le deje, él se enfada. De nuevo la llama imbécil y tonta. Ella se levanta, quiere irse de allí, pero sus pies están pegados al suelo, no se puede mover, le da la espalda para refugiarse en el baño aun sabiendo que tiene prohibido darle la espalda, pero lo hace, avanza por el pasillo, la sigue y la agarra del brazo, y la empuja con fuerza contra la pared. Su boca está cerca de la suya, intenta besarla, ella aparta la cabeza, él la agarra aún más fuerte y hunde su boca hasta casi ahogarla. Siente que está vencida. Pero un arranque de furia y rabia salen de lo más profundo de su ser y consigue liberarse. Él se aleja riendo y sale a la calle.

Sara se queda sola. Descubre con miedo que le tiemblan las manos. Se recompone como puede. Atiende a un cliente, pero a otros les dice que vuelvan a la tarde porque ya es hora de cerrar.

Recoge los papeles de su mesa, apaga el ordenador y cuando va a poner el cartel de: CERRADO, reaparece el jefe con la excusa de que se ha olvidado algo. Ahora está simpático, le pregunta qué tal ha ido la mañana. Le enseña todas las facturas, está todo apuntado, no se puede permitir ni el más mínimo fallo. Hace como que no pasa nada, como si todo lo que le hizo fuera algo que ha soñado. Le habla contento, fuerte y seguro y dice que es lo mejor que ha tenido allí. Se despide con una sonrisa.

 Mientras conduce, llora todo lo que puede y más. Va a comer con sus padres y no pueden enterarse, no quiere, pero el miedo la acompaña.

 Durante la comida le hablan y ella contesta con monosílabos. Su madre ve que no come y piensa que tiene que ir al médico, que así no puede seguir. Su padre cree que debe de ser algo del estómago, ella no dice nada, tan sólo asiente y dice que probablemente. Es mejor así, es su única salida.

 Son las 4 y media y a las 5 entra de nuevo, su cuerpo se resiste, y el miedo vuelve aún con más fuerza. Pero regresa.

 La jornada acaba, la tarde ha sido tranquila porque ha estado sola. Regresa a casa, mientras se ducha prende la radio para que tape su llanto y no la oiga nadie, se pasaría llorando días enteros. Su cuerpo está débil y no responde. En su cabeza retumban las imágenes de cómo la ha empujado, la forma en que la ha tirado al suelo. Pero ha de fingir que no pasa nada que es un momento bajo, su padre se enfadaría y no lo entendería, él cree que es un buen hombre, todo el mundo lo dice.

 A las 11 y media suena el móvil, es Tony, la nota rara y le dice que ha tenido un día de mucho trabajo. Él le pide que se acueste temprano y descanse, ya hablarán mañana. Ella agradece su gesto; no hubiera podido seguir hablando. ¡Cuánto hubiera deseado tenerle cerca!

 De nuevo en su cuarto, se tumba en la cama y se pone la almohada sobre la cara y estalla en lloros de miedo, asco y vergüenza. Lloros ahogados: que sus padres no la escuchen, que no sepan, que…

 Suena el despertador pero Sara no se levanta.

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El encuentro Por Ana Riera

 

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Se le ocurrió de repente, al verle salir corriendo de la boca del metro con su barba cuidadosamente dejada y su cabello alegremente ensortijado. Seguía teniendo un cuerpo musculoso y esbelto, y aquellos preciosos ojos rasgados. Podría haber sido la pareja perfecta, pero el sueldo mísero que ganaba como profesor de gimnasia no alcanzaba para nada.

Olivia estaba encantada de ser la prometida de Juanjo Irujo de Rivera. Sobre todo desde que habían anunciado oficialmente su compromiso. Con él sí podría vivir como se merecía. Pero esa mañana se había levantado un poco juguetona, con ganas de hacer alguna diablura. ¡La vida era tan corta!

Miró por la ventanilla y vio que Lucas consultaba su reloj de muñeca. A pesar de la distancia se convenció de que era el que ella le había regalado. Le pareció tan tierno que todavía lo conservase, que apretó el botón del intercomunicador y ordenó al conductor que se detuviera en la esquina. Miró una vez más por la ventanilla. Lucas se acercaba dando grandes zancadas. Olivia se desabrochó un botón del escote y se repasó los labios con su carmín rojo pasión.

En cuanto llegó a su altura, abrió la puerta de golpe. Lucas dio un respingo y luego se quedó plantado en medio de la acera, con el pulso acelerado y el susto dibujado en la cara. Pero entonces oyó una voz que le llamaba por su nombre. Sorprendido, se inclinó y miró en el interior del vehículo. Sentada en el asiento de atrás estaba su ex novia. Era la última persona en el mundo que esperaba encontrarse en ese coche.

Una sonrisa encantadora se colgó de sus labios. Eso sí que era un cambio de guión de última hora. ¡Con lo que a él le gustaba improvisar!

–¿Puedo subir?—preguntó mientras se colaba dentro de un salto.

–¡Claro! ¿Qué sorpresa más guai, verdad?

–¡No lo sabes tú bien! El destino, que es muy caprichoso.

–¿Tú crees?

–Esto… te veo muy bien, sí, estás muy guapa.

–Gracias, eres un cielo.

Cuando Olivia había roto con él se había sentido traicionado. No es que estuviera locamente enamorado, pero estaba muy buena, ¡y se lo pasaban tan bien en la cama! Pero lo que realmente le había fastidiado era que hubiera sido ella, de repente y sin que nada lo augurara, quien pusiera fin a la relación:

–Eres un amor, y me río mucho contigo, Luqui. Pero se ha cruzado un pececito más gordo y, o sea, compréndelo, no puedo dejarlo pasar.

¿Qué se suponía que había sido para ella, un jurel, un arenque o quizás tan solo un mísero boquerón? Y luego estaba lo de la operación, que había salido de sus ahorros y sus horas extras.

–No pongas esa cara, cari, que te pones muy feúcho. Además, no me he operado las tetas para luego no sacarles provecho.

Y ahora allí estaban, sentados uno al lado del otro en el asiento trasero de un coche, como si el tiempo no labioshubiera pasado.

–Bueno, cuéntame Olivia: ¿A qué debo este inesperado placer?

–Pues nada, es que te he visto salir del metro y estabas tan mono, con tus ricitos y tu camisa de cuadros, que me he dicho, jo, cuánto tiempo, ¿cómo le irán las cosas?

–¡Ah!

–¿Acaso no te parece bien? –le preguntó mientras acercaba su cuerpo al de él y le apartaba un rizo de la frente.

Lucas no podía dar crédito. Se le estaba insinuando sin más preámbulos. La inspeccionó de arriba abajo. Llevaba un escotado vestido de Cacharel, unos zapatos a juego de Manolo Blahnik, un bolso de Chanel y unos pendientes de Tous. Y todo eso envuelto en un cochazo con chófer.

–Veo que te van bien las cosas.

–Bueno, la verdad es que no puedo quejarme. Me va todo bastante bien. Pero yo lo valgo, ¿no crees?

Lo cierto es que tras la ruptura, Lucas había imaginado muchas veces un posible encuentro, pero nunca de este modo. No acababa de creérselo. Era como haber encontrado el tesoro a la primera. Y sin mapa.

–¿Qué me dices, te apetece que recordemos viejos tiempos? Vivo solo a tres manzanas de aquí. En un bloque muy discreto.

Ni en la mejor de sus fantasías se habría podido imaginar un desenlace tan apetecible. Y eso que en los últimos días había fantaseado bastante.

–No veo por qué no.

A Olivia le excitó pensar que Lucas había olvidado la urgencia que le había hecho consultar el reloj, que efectivamente era el que ella le había regalado, y acelerar el paso al salir del metro.

–Si tienes algo urgente que hacer, puedo acompañarte en un momento.

–¿Algo urgente?

–Bueno, me ha parecido que salías del metro con prisas.

–Ah, sí, bueno. ¿Pero sabes qué te digo? Que hay que aprender a tomarse la vida con más calma. Y que hoy es un buen día para empezar. El mejor.

–¡Es que eres tan mono!

Olivia golpeó el cristal que les separaba del chófer, obligándole a volver en sí de su improvisado duermevela.

–Matías, a casa por favor.

–Enseguida, señorita Martín.

El coche se puso en marcha sin apenas hacer ruido. A los tres minutos dejó a sus dos pasajeros, que entraron en un discreto portal y desaparecieron.

–Ponte cómodo, bomboncito, como si estuvieras en tu casa.

–¿Ya me abandonas, tan pronto?

–No, tonto. Solo voy un minuto al baño.

Lucas echó un vistazo a su alrededor. En seguida localizó el dormitorio. Las sábanas de seda negra se reflejaban en el enorme espejo del techo. Se entretuvo curioseando los objetos que había sobre la cómoda lacada de negro que había enfrente de la cama. Decidió que era un sitio perfecto para dejar los objetos que llevaba en los bolsillos del pantalón: a un lado las llaves y la cartera; un poco más escondidos, entre la pantalla plana y el sofisticado equipo de música, los aparatos tecnológicos.

–¿Todavía te gusta el rojo?

imagesOlivia estaba apoyada en la pared, con la espalda un poco arqueada y los ojos brillantes. Dejó transcurrir unos largos segundos y luego se acercó a Lucas contorneándose, le desabrochó la camisa y la dejó caer al suelo. Una música sensual empezó a sonar obediente en cuanto ella hizo chascar dos veces los dedos. Estaban tan cerca que sus olores se confundían. Ella alargó una mano hacia la bragueta de él, pero Lucas se la cogió al vuelo y la detuvo. Después, sin dejar de mirarla, le pasó un dedo por los labios, lo deslizó por la barbilla y bajó por el cuello. Apenas la rozaba. Siguió el camino dibujando una serpiente sinuosa entre sus pechos, descendiendo hasta el ombligo y todavía más abajo. La humedad que encontró le confirmó que iba por el buen camino. Lentamente dejó al descubierto sus flamantes pechos y, sin tocarlos, la arrastró hasta la cama.

–¿Te importa que me fume un cigarrillo?—dijo Lucas mientras se ponía los pantalones.

–¡Pero si tú no fumabas!

–Pues ya ves. Hoy me apetece.

–¿Es porque te hice gozar como una fiera, verdad?

–Sí, tengo que reconocer que has estado maravillosa.

–Gracias. Pero bueno, no vayas a hacerte ilusiones, ¿eh? Ha molado y eso. Pero no quiero que te emociones, que te conozco.

–¿A qué viene eso ahora?

–Nada, pero me refiero a que yo tengo otros planes, ¿sabes? O sea, que en esto tú juegas en tercera división y yo en primera, así que podemos jugar un partido por diversión, pero nada más.

–Pues yo no lo tengo tan claro.

–Venga, no empieces. Lo hemos pasado chachi, ha sido un buen revolcón, pero nada más. Voy a casarme. ¿A que te alegras por mí? Voy a ser ni más ni menos que la señora de Irujo de Rivera, de los Irujo de Rivera de toda la vida. Tienen un montón de mansiones y cuentas en Suiza. En fin, Luqui, tienes que entenderlo.

–Pues es que a mí me da que no te vas a casar.

–Ay, no te pongas tontorrón. Claro que voy a casarme, y no hay nada que tú puedas hacer para tic tacimpedírmelo.

–Pues yo creo que sí. Verás, por lo que me dijo Juanjo cuando me contrató –ya sabes el de los Irujo de Rivera de toda la vida–, sospecha que te gustan demasiado este tipo de jueguecitos, así que cuando vea la grabación de estas últimas dos horas me da a mí que va a anular el compromiso ipso facto. Pero vamos, que sepas que para mí esto tampoco ha sido nada más que un buen polvo; bueno, y también un trabajo bien pagado. Nunca pensé que esto de ser un gigoló pudiera resultar tan gratificante. Ah, por cierto, ya puedo devolverte el reloj: a partir de ahora no voy a necesitar ningún recordatorio. En fin, muñeca, que ha sido un placer. Y ya sabes lo que dicen: la venganza es un plato que se sirve frío.

 

 El hotel sin cerraduras Por Elisa Pérez

… asistió al espectáculo de una pareja de jovencitos en lo que parecía su primer encuentro sexual. El vaho en los cristales, las manos adolescentes apoyadas en las ventanillas, desde su escondite con la oscuridad alrededor poco más pudo ver, sólo sentir, percibir, oler, incluso tocar con su imaginación el placer de los demás.

 

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La gota de sudor había salido de su escondite en la melena rubia de la chica. Avanzaba lenta, irregularmente. Atravesó la frente, bajó por el cuello, casi se difumina al llegar al principio del pecho, pero con decisión consiguió llegar al centro de los senos donde desapareció para siempre.

La escena era contemplada desde la hamaca de rayas blancas y azules, por Dionisio. Sus ojos marrones no quitaban la vista de la chica con bikini rosa. A la derecha, la visión de una diosa; a la izquierda, su mujer. Por delante de las gafas puestas a propósito para la ocasión, el libro cuyo título no recordaba y de cuyas primeras páginas no conseguía pasar. Habían llegado allí por imperativo deseo de su esposa.

— Vamos a irnos a un hotel que me ha dicho mi hermana que está fenomenal.

No estaba acostumbrado a replicar, simplemente se dejaba llevar, así era su vida. Para Dionisio, las decisiones se limitaban a las propias de su trabajo como responsable de una cadena de montaje en una fábrica de pilas alcalinas. El resto se dejaba llevar por la inercia.

— Dionisio, échame crema en la espalda.

Esta orden le hizo salir de su ensimismamiento. Estaba disfrutando de la escena, quería seguir en ella. Ya no veía la gota de sudor, pero la sentía recorrer por el hermoso cuerpo de la joven.

— Déjame, el libro está muy interesante. Dile a Laura que te la eche ella.

En menos de dos minutos, la espalda de su mujer se llenó de un manto blanco de crema que mezclado con el sudor se introducía por los pliegues de su piel rosada y quemada.

— Pero chiquillo, ¿ya has terminado? ¡Eh, ponme un poco en las piernas!

Dionisio consiguió aguantar las ganas de tirar el bote de crema y a su mujer, antes de respirar hondo y seguir con la solicitud. Miró hacia la hamaca de la chica que se incorporaba en ese momento para cogerse la melena con una pinza. Mientras se limpiaba en la pierna derecha el exceso de sudor, doblaba la izquierda con la gracia más increíble que Dionisio había visto nunca.

???????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????????— Pero, bueno, qué haces atontao —un chorro de crema blanca, líquida, se esparcía de forma caprichosa sobre el bañador de color tostado de su mujer—. Lejos del objetivo buscado, había conseguido enfadar un poco más a su esposa que se afanaba en limpiarse el exceso de bronceador.

Mascullando las mismas frases de siempre, la oyó sumergirse en la piscina.

Al menos había conseguido que durante un momento le dejara en paz. Volvió al libro, a la hamaca cercana. La chica había vuelto a acostarse, esta vez de espalda. La vió desabrocharse el bikini, colocarse la braguita y apoyar la cabeza del lado de Dionisio. Este se sintió incómodo, le había descubierto mirándola por encima del libro. Sin embargo a ella pareció no importarle. Le gustó ese gesto. Sintió ganas de acercarse a ella y tocarla. Desde allí podía ver el número, habitación 341.

         — Vamos, nos tenemos que duchar antes de ir a comer.

— Ve subiendo tú, este capítulo está muy interesante. Ahora voy.

Cuando entró en aquel desmedido hotel con tres maletas, sus ganas de vacaciones comenzaron a flaquear un poco más. “Frente al mar”, decía la publicidad, “viva unos días de relax y descanso en nuestro hotel creado para su confort”. De todo ello, la única verdad se reducía a que ponía hotel en el letrero del recibidor. A su mujer le entusiasmó el hall lleno de cristales, con sofás rojos, escaleras de caracol en dos direcciones diferentes, lámparas recargadas y un sinfín de hormigas que deambulaban por allí en busca de una habitación, una piscina o un restaurante. A ella todo lo que sonara a exuberante y artificioso le entusiasmaba.

¡Al fin solo!, suspiró Dionisio cuando vio que su mujer y su hija partían hacia la habitación. Sintió que el descaro de sus miradas no eran advertidas por nadie. Niños tirándose al agua una y otra vez, madres gritando órdenes que nadie respetaba, padres jugando a la pelota, cada uno en lo suyo, todos en lo mismo.

Dionisio miró a su alrededor. Había mucha gente, así sería más fácil. Después de todo, el sitio no estaba tan mal.

Habitación 798. Una expresión de júbilo embargó a su mujer cuando descubrió que en aquel hotel había más de mil habitaciones.

— Toñi, ya hemos llegado. Sí, sí… ya sabes cómo conduce. Casi siete horas… tengo los pies como postes. Pero qué bonito es, tenías razón, chica. Es precioso…!

Una voz chillona que le pareció más repelente que de costumbre, le gritaba desde alguna parte. La reconoció enseguida.

— Ya voy, ya voy… Me he quedado transpuesto —quiso esconderse de la chica que de repente había levantado la cabeza para mirar hacia la puerta de acceso a la piscina, donde su mujer se había plantado para llamarle con aspavientos y ademanes exagerados. La hora de la comida era un momento crucial para ella que se abalanzaba sobre el buffet como si fuera el último minuto de su vida.

Ahora la gota de sudor se había trasladado de cuerpo y recorría el de Dionisio que se esforzaba en queFitness_push_up nadie notara su excitación. Una chica morena con la piel muy bronceada se había sentado a su lado en la mesa del buffet. Su mujer hablaba animadamente con otras personas que también habían elegido la misma mesa para compartir la comida. Era una chica preciosa, olía bien, a colonia fresca. La siguió mientras cogía los ingredientes para una ensalada o componía un plato de carne con verduras. En la cartulina blanca pudo leer: Habitación 203, lo grabó en su cabeza. 341, 203… ¿cuál era el número de su habitación?

— Pero Dionisio, ¿no tomas un poco de judías pintas…? Están deliciosas, con chorizo, como a ti te gustan.

Le invadió un recuerdo excitante, porque justo eso era lo que había comido aquel día una chica de la fábrica. Por la mirilla podía verla. No era culpa suya que el vestuario femenino estuviera tan cerca del comedor de la empresa. Saboreó la imagen de su compañera mientras se quitaba la blusa, mientras se desabrochaba la falda, mientras se ponía el uniforme… Esa vez sí se excitó, tuvo que correr para no masturbarse en el pasillo.

Tumbado sobre la cama de la habitación 798 contemplaba las aspas del ventilador de techo que se movían a un ritmo demasiado lento. Su corazón, en cambio, iba muy rápido. Se mantenía alerta, su mujer respiraba profundamente a su lado, desnuda, con sus pechos generosos que se encogían con el movimiento mecánico de entrada y salida de aire. Los recuerdos del pasado le tomaron por sorpresa: su madre, otra mujer, una luz cálida, una cama revuelta, gemidos y caricias…

Se incorporó, no quería dormir. Salió a la terraza. Tras varios edificios, por una esquina del horizonte, podía contemplar el mar, tranquilo y manso. Sintió que necesitaba hacer algo.

Los pasillos largos del hotel estaban tranquilos a esa hora. La siesta favorecía el deambular de Dionisio. La moqueta del suelo prolongaba calor a sus pies descalzos. 200, 201, 202… había llegado. Acercó la oreja a la puerta, tocó con el dedo índice el número grabado en la parte superior. No se oía nada. Se agachó. No había cerradura. Esperaría. A su espalda oyó que una puerta se abría. Una pareja salió sin apenas percatarse de su presencia. Sintió de nuevo esa agitación que le invadía hasta poseerle por completo. Algo le empujaba a seguirlos hasta el hall de entrada por el que desaparecieron, entre carantoñas y abrazos.

— Ya estás aquí. Te estaba esperando. ¿Dónde has ido?— en postura insinuante su mujer pretendía conseguir lo que tantas veces lograba de él, sin gustarle. Estaba excitado, pero no precisamente por ella.

Cuando pudo volvió al pasillo, en busca de la habitación 341. La puerta estaba abierta. El carro de la limpieza casi impedía su acceso, pero Dionisio lo consiguió. Pretextó que se le había olvidado una cosa para entrar hasta el fondo. Se agachó para coger algo imaginario del suelo, tan cerca de la cama aún deshecha que pudo sentir su olor. Salió a la terraza, en la piscina ya había mucha gente. La chica de melena rubia se reía con el socorrista, y la morena de piel bronceada charlaba animada con su marido que, seguramente no era consciente de la suerte de tenerla tan cerca. Los imaginó en aquella cama retozando sus cuerpos e intercambiando sus fluidos. Su ardor fue en aumento.

— Señor ¿me permite? ¿Ha encontrado lo que buscaba?

Estaba cansado de ceder y callar siempre. Primero su madre, luego su jefe, su mujer e incluso, la señora de la limpieza.

— Es un hotel maravilloso ¿verdad, señor?

Lejos de sentir lo que afirmaba, odiaba ese hotel, odiaba esas vacaciones, odiaba su vida. Por el pasillo de moqueta oscura repetía esas palabras que iba a dedicar a su mujer en cuanto la viera. Salió al jardín fuera de aquel edificio, alejado de la música que provenía de la piscina. Comenzaba a atardecer. Se adentró en el bosque cercano. Le pareció que aquello era lo más bonito que había visto en los últimos días. Se adentró un poco más. Oyó algo. Un coche se había detenido entre los enormes pinos. Primero dudó si habría alguien dentro. Se aseguró al comprobar que ciertas sombras se movían en su interior. Nunca había espiado así. Era su primera vez.

— Lo que te has perdido… mira que dejarme sola. ¿Pero dónde has ido? Ha estado precioso, de verdad, qué bonita actuación. Laura, a la habitación, venga.

En el hall por encima de la algarabía de aquellos que volvían a sus habitaciones tras un agitado día de vacaciones en aquel fastuoso hotel, sobresalía la voz entusiasta de su mujer. Desde el baño pudo oír la parte final de la actuación, con los aplausos incluidos. Pero él asistió al espectáculo de una pareja de jovencitos en lo que parecía su primer encuentro sexual. El vaho en los cristales, las manos adolescentes apoyadas en las ventanillas, desde su escondite con la oscuridad alrededor poco más pudo ver, sólo sentir, percibir, oler, incluso tocar con su imaginación el placer de los demás.

— Pero, bueno, ¿aún no has memorizado el número de nuestra habitación? No sé dónde tienes la cabeza, seguro que es ese libro que estás leyendo. Por cierto, ¿desde cuándo lees tú?

El entusiasmo de Dionisio de la primera noche dio paso a la culpa o a la pena, por igual, en los siguientes días. Acabó el libro sin leerlo; visitó otras habitaciones sin estar en ellas, y agotó sus vacaciones sin vivirlas.

 — Tú estás muy raro, ¿qué te pasa? Te da pena que nos vayamos de aquí, a que sí, no me extraña, nuestras primeras vacaciones en diez años, y este sitio.images

Asentía una vez más mientras pensaba que jamás volvería a ese lugar.

La gota de sudor resurgió de nuevo al colocar las maletas en el coche, inundando con desparpajo su cuerpo que, a la vez que introducía el último bulto en el maletero, sentía desfallecer. Tenía que hacer algo. Miró a la derecha, su mujer conversaba con el de la recepción como si se conocieran de toda la vida; giró la cabeza a la izquierda, su hija miraba el móvil. Catorce, quince años ¿cuántos tenía ya? Estaba preciosa, la piel dorada por el sol, pelo recogido hacia atrás. Hacía tiempo que no le daba un beso. Se acercó y una leve excitación comenzó a embargarle.