Al servicio de mi odio Por Elisa Pérez

 

Le vio entrar y salir de diferentes sitios más de tres veces en toda la tarde. Para Emilia no había duda de que era él. Había cambiado. El tiempo deja su huella, aún debía ser joven aunque no lo pareciera. Tampoco ella se sentía joven ya. La vida la había tratado con dureza.

Se metió en el coche, adelantando a los que circulaban a su lado, no quería perderle de vista en el deambular que había iniciado. En un semáforo tuvo tiempo de examinarle mejor mientras cruzaba bajo las luces de colores navideñas. Los hombros le habían vencido hacia delante, el peso de los años o de la culpa, visible para ella, debían pesarle mucho. Emilia avanzó en cuanto pudo, conocía la ruta. Llevaba más de dos meses preparando este día.

En una tarde oscura del pasado mes de octubre, la sorpresa fue mayúscula cuando una compañera anunció que ingresaba otro paciente. Cumpliendo con el protocolo establecido tomó sus bártulos para seguir a médicos y enfermeras. Se frenó en la puerta de la habitación. Por debajo de las sábanas un pie lechoso hacía aspavientos cuando el doctor le tocaba el abdomen. Se retorcía de dolor. Sólo hizo falta una ligera inspección para saber que necesitaba operación inminente. Emilia estaba acostumbrada al ritmo de urgencias. Las decisiones tenían que adoptarse en segundos; por suerte para ella, las tomaban otros y se limitaba a ejecutar con la celeridad requerida a una buena profesional.

Todo salió bien para el herido. Milagrosamente se había salvado de las heridas tras una fuerte paliza que alguien le había propinado en plena calle, aprovechando el ruido de la Navidad. Se desconocía el móvil pero los murmullos entre pasillos dentro del hospital dieron para varias historias a cual más extraordinaria y truculenta. Emilia tenía su propia versión. Dobló sus turnos durante el tiempo que permaneció hospitalizado, para seguirle y cuidarle de cerca. Los recuerdos le llegaban en forma de flashes cargados de dolor o de furia. Sin duda era él. Le quitaba el vendaje, le limpiaba la herida, pero también le miraba con desprecio. El no la había reconocido, al fin y al cabo sólo fue otra víctima más.

Cuando el hombre protestaba porque Emilia le tiraba de la herida o le raspaba el cuerpo con demasiado empeño, ella emitía una sonrisa detrás de una frase cargada de lastimoso descaro. El día que comenzó a lavarle su cuerpo desnudo, durante un segundo se quedó parada contemplando su miembro. Tuvo que refugiarse en el baño por las náuseas que ahogaban su garganta. Aún recordaba el sabor agrio y la sensación áspera de su pene durante las mamadas que la obligó a hacerle. La mezcla de orina y sudor la transportaron de nuevo a aquellas tardes de verano en las que nunca hubiera querido estar. Ahora desearía ahogarle con una venda o inyectarle una dosis más de su medicina para que sufriera. No merecía vivir, o por lo menos no merecía continuar como si aquel verano no hubiera pasado nunca. No sabía si le odiaba más por lo que le hizo o por no reconocerla quince años después.

La soledad del hombre en su recuperación solo se veía alterada por la visita de una mujer mayor que le acariciaba la cara o le refrescaba; y de dos policías que buscaban el móvil de la agresión. Seguía siendo un tipo duro al tiempo que ofrecía un aspecto de singular debilidad. Pasadas tres semanas le dictaminaron continuar su convalecencia en casa. Esta medida supuso una cierta desilusión para Emilia. A medida que se reponía, se aproximaba más, intentando detener su mejoría.

-¡Pobre hombre, vive de milagro!

Durante la tierna y cálida despedida que regaló a las enfermeras que le habían cuidado en el hospital, su compañera le compadecía. Emilia la miraba en silencio detrás del mostrador blanco.

– ¿Qué años tendrá? Voy a la ficha. ¡Es tan atractivo!

No era suficiente con la compasión, también estaba la admiración de las mujeres. ¡Mantenía el tipo, seguía como antes! Embelesaba, engatusaba, acariciaba a sus víctimas, era imposible no rendirse ante ese ser que hablaba bien a los chicos y las chicas, cantaba con ellos, les escuchaba en sus problemas cotidianos. Tenía náuseas, las sienes parecían a punto de estallar. Ansiaba propagar por la sala de enfermeras que había sido víctima de ese ser tan maravilloso. Su asco quedó estrangulado una vez más.

Se las ingenió para seguirle durante casi tres meses que por fin culminarían hoy.

Fue fácil, adelantó su turno con el pretexto de las horas que le debían. Con su coche recorrió las calles lo más cerca posible. A veces salía solo, otras la señora mayor le acompañaba, le sujetaba la mano, le sostenía por el codo. ¡Cómo podía ayudar a un ser tan repugnante!, se decía Emilia empapada de odio al otro lado del espejo, sujetando el volante hasta sentir que le quemaban las manos. No le había preguntado si era su madre. Le daba igual. Una madre no debe consentir algo así. ¡Si ella se lo hubiera contado a la suya…! Rememoró por un momento. Entonces no quiso hacerlo, estaba avergonzada, se sentía culpable y sola. Después ya fue tarde para hacerlo y prefirió refugiarse en el olvido.

No fue una vez, ni dos, demasiadas las veces que en el bosque tras un árbol, en la cocina o durante la siesta, la convencía con veladas amenazas. Su madre la obligó a volver al siguiente verano: “es gente buena” le repetía. Le asqueaba esa bondad. Estúpida, que no se enteraba de nada. Desde entonces había sido incapaz de disfrutar con un hombre. Lo intentó con una mujer, sin éxito también.

Pero tenía un plan. Lo había ideado al verle inválido sobre la cama del hospital. Su presencia había reactivado las pesadillas que tuvo durante años, habitadas por su figura, su olor, sus andares pesados que se acercaban hacia ella. Como una cobra que se revuelve para defenderse de sus atacantes, la rabia que la había infestado durante mucho tiempo, regresaba para quedarse. Lo tuvo tan cerca, tocándolo, aseándolo, curándolo, que se pregunta cómo hizo para no desesperar. Ahora era una mujer del montón, sin la responsabilidad de una profesional, y le tenía tan cerca que indudablemente se encontraba mucho más débil que ella. Sin ningún resto del poder de entonces. Iba a hacerlo de forma pausada, disfrutando, como él había hecho con ella y con las demás. Jamás hubo confidencias o confesiones, pero las miradas de otras niñas era una señal inequívoca de la complicidad que vivían en el campamento.

Tras caminar varias calles a buen ritmo, el hombre entró en un edificio. En la acera de enfrente Emilia consiguió aparcar. Había esperado a que se restableciera por completo para no cargar con la culpa de la debilidad. Se preguntaba quién y por qué le habría pegado la paliza que le llevó al hospital. Le gustaba pensar que se había tratado de una venganza. Se sentía acompañada por otras u otros que no eran capaces de olvidar ni mucho menos perdonar. Ojalá hubiera tenido el arrojo de hacer lo mismo quince años atrás. Entonces era joven e inexperta, después fue adulta y débil, ahora se sentía madura y fuerte.

Con paso firme, Emilia se adentró en el edificio. El lugar no invitaba a permanecer mucho tiempo dentro, era oscuro y viejo. Un vetusto farol iluminaba la escalera de madera con peldaños muy empinados. No había ascensor, las ventanas de la escalera apenas dejaban pasar claridad empañadas por la mugre. Estaba sorprendida de su propia valentía, había superado el miedo crónico que la inmovilizó durante años. Ahora se sentía una heroína. Estaba en un lugar solitario y desconocido, ella que se aterraba con solo pensarlo o no dormía cuando alguien la invitaba a una fiesta concurrida. Todo había sido un disparate hasta ahora. Era el momento de vengarse de tanto sufrimiento.

Recorrió con la mirada los buzones. Recordaba su nombre: Abel Medina Antón. Sobre la etiqueta amarillenta, debajo aparecía otro nombre impreso: Andrea Antón López. Su madre. Semejante ser tenía madre, la del hospital, la que le secaba la saliva que babeaba por su asquerosa boca. El buzón estaba abierto. La cerradura permanecía rota, dentro un montón de papeles se acumulaban de forma desordenada. Al tocarlos, se cayeron tres. No los recogió. Empezó a subir de forma pausada y complacida uno a uno los escalones. Quiso relamerse de ese momento. Iba a sorprenderle, seguro. Sería una enorme sorpresa para él. Casi le sale una carcajada al imaginar su cara: los ojos se le achinarían aún más, los labios resecos por los medicamentos estarían rasposos y agrietados; sería incapaz de decirle nada, pero seguro que la reconocería enseguida, se había ocupado de traer una señal inequívoca. Mientras ascendía se puso la camiseta verde del viejo campamento. La guardó año tras año. ¡Qué absurdo recuerdo…! Sin embargo, ahora le venía bien… “Campamento La flecha verde…” Sí, eso sería definitivo para que la reconociera. Al preparar el plan, quiso llamarle, acosarle antes por teléfono, había conseguido su contacto del historial clínico. Finalmente desechó la idea.

A la vez que terminaba de ajustarse la camiseta que se alineaba a su cuerpo, pese al tiempo transcurrido, se plantó delante de la puerta del Tercero Interior. Cuando era adolescente había pensado mil veces venir a esa casa una noche y quemarla con él dentro. Ahora estaba delante sin mechero ni cerillas. Por un instante sintió lástima de sí misma. ¿Tenía claro lo que iba a hacer? Dudaba. Se aseguró que no iba a permitirse ningún retroceso cerrando los ojos y viendo como en una película su repugnante manoseo mientras le susurraba suciedades al oído.

En las noches de hospital, le había observado dormido. Ya no le parecía tan alto, ya no debía de tener tanta fuerza como antes, la herida del abdomen le cruzaba de un lado al otro, aún debía estar tierna por dentro. Estiró la espalda reconfortada y se arregló el pelo. La camiseta del campamento le apretaba.

Antes de que tuviera tiempo de tocar el timbre para poner en marcha su plan, se palpó el bolsillo del pantalón a fin de comprobar que todo estuviese en orden. Estaba muy nerviosa, las pulsaciones del corazón le golpeaban en las sienes. Nada más escuchar el sonido acompasado del timbre, sintió que la fuerza le fallaba. No se oía nada al otro lado, quizás se había equivocado al mirar el buzón, quizás no fuera esa la casa del depredador. Durante un minuto que se prolongó durante un siglo la angustia la atenazó. Y de pronto, tras la puerta, su voz, la voz débil de un enfermo.

  • ¿Qué quiere?
  • Ábrame, le traigo del hospital algo que se olvidó, el Hospital San Carlos… soy la auxiliar Emilia Romero.
  • Mi madre y yo lo recogimos todo, no me dejé nada… váyase y no moleste.
  • ¿Me has reconocido verdad? Sabes quién soy, sí lo sabes…, ábreme.

Emilia no podía contener las ganas de golpear la puerta una y otra vez. Del otro lado no hubo movimientos

  • Vete, no quiero más problemas.

A través de la puerta sus palabras sonaban huecas. ¿Realmente la había reconocido?

  • Solo quiero hablar contigo.

Emilia golpeó la puerta de nuevo. Enfrente escuchó el chirrido de un cerrojo que se ajustaba. La mujer continuó sudorosa, enfurecida con cada palabra que emitía sin importarle el escenario ni los testigos. Era público su dolor, y pública iba a ser su venganza.

Empezó a impacientarse. Podía ser de lo más previsible, pero no estaba preparada para esa reacción. ¡Tenía que verla! Lo imaginó todo más rápido, más inmediato.

  • Los problemas me los creaste tú a mí, sí, hace quince años, quince años. ¿Me recuerdas mejor ahora? Mira por la mirilla, te voy a enseñar algo que te ayudará a recordar mejor aún.

Emilia estiró su camiseta intentando llegar a la mirilla de la puerta. Emitió un grito a la vez que volvía a golpearla.

  • No me encuentro bien, vete, no voy abrirte, vete.

El grito ahogado de él se fue alejando al otro lado de la puerta.

Fue una hora de espera durante la cual Emilia se fijó a la puerta del Tercero Interior, esperando una señal, un atisbo de movimiento que le permitiera seguir con el debilitado plan. Golpeó la puerta y tocó el timbre tres o cuatro, diez veces, dejando algunas pausas. Nadie respondió. Pensó que la ayudarían. Pero con los ojos enfurecidos por las lágrimas y el cuerpo comprimido bajo una camiseta de años lejanos, no era la imagen más tranquilizadora para nadie. Se recostó en la barandilla de la escalera y se echó a llorar dispuesta a seguir esperando un poco más.

Las calles se le hacían interminables y sinuosas. Apenas podía conducir derrotada por su propia sed de venganza. En cuanto pudo se despojó de la absurda camiseta verde. Antes de poner en marcha el coche, abrió la ventanilla para lanzar fuera el último recuerdo inútil de su época infantil. Poco a poco las luces del hospital anunciaban el trajín habitual.

En la puerta de urgencias, las carreras y las prisas se sucedían como de costumbre en la última noche del año. Bajo las luces blanquecinas del mostrador, la noche había rehecho su desenfreno habitual. Emilia terminaba de rellenar los datos de una ficha. La enfermera le había dejado esa misión mientras ella iba a atender el último caso que había entrado.

  • No hemos podido hacer nada por él… pobre hombre. Ya completo yo los datos, Emilia, ve a ayudar a tus compañeras. Lo mataron a golpes y lo arrojaron en el portal, no sabes cómo venía, destrozado. Me comentan que ya ha estado aquí, se llama Abel…

La respiración de Emilia se paralizó de repente; corrió hasta el box donde dos compañeras limpiaban restos de sangre y vísceras… Por debajo de la sábana blanca que cubría el cadáver, un pie lechoso asomaba indiscreto.

 

Una noche, un tren Por Horacio Otheguy Riveira

Agazapado en un mueble de la cocina del internado, se abraza las piernas contra el pecho, apoya el mentón en las rodillas, aprieta con fuerza la navaja en la mano derecha donde se forma el puño tan temido, y aguanta con entereza el hiriente sudor que mortifica sus ojos.
Presta atención al silencio, necesita confirmar que su plan sigue en marcha, no sea cosa que escuche el paso del tren como lo ha venido haciendo desde la cama, pero ahora sin posibilidad de alcanzarlo, sin imágenes fabulosas al compás de su cuerpo inagotable. Si el tren se le adelantara tendría que regresar al punto de partida, a revolver las sábanas sin pegar ojo hasta que le despierte el guardián a grito pelado y le obligue a saltar de la cama para repetir una oración tras otra, a coro con el resto de internos, todos legañosos, moviendo los labios como si fueran máquinas. Pura basura. Pura rutina. Un lugar maldito. Un lugar seguro. Techo, peleas y comida. Mejor que andar tirado por la calle. Peor es nada. Ve a saber con lo que te encuentras por ahí. Todo el plan dislocado. Un hilo de sudor frío le recorre la espalda, muerde el labio inferior hasta hacerse sangre. Se le ocurre que, después de todo, perder el tren no sería tan malo como creía. O sí, porque se imagina regresando a oscuras al dormitorio, tropezando, cayendo por las escaleras, despertando a todo el mundo: lluvia de hostias, retorno al permanente estado de rabia.
Traga saliva con sudor y sangre, aprieta el puño con la navaja que sella la piel: más que suficiente para vencer el miedo y asegurarse de que no va a arrepentirse.
Escucha las campanadas del principal reloj de los curas, uno muy grande que trajeron del pueblo irlandés de uno de ellos, Sean Stockland. Le incomoda la sensación de tenerle enfrente con su cara de bonachón compungido, reprochándole sin aspavientos, porque entre todos los cuervos es el único que va de bueno, el que siempre aconseja bien y le castiga con pesar, a veces hasta con alguna lágrima, y todo porque quiere que crezca con educación y conocimiento de causa. Tanto se entrega que quiere sufrir a la par: «Sé que quitarte el fútbol es lo peor para ti. Pero es sistema bueno. Yo lo siento más que tú», y él le pregunta: «¿Así que sufre más que yo?» Y el otro hace una pausa para encender un cigarrillo, aspira profundo y responde de forma pausada, confiado en que el corazón de sus palabras penetre en el indomable espíritu del canalla.
— Sí, yo sentirlo más que tú, cada vez que tú pelear y hacer daño, significar fracaso grande, y cada vez que fracasar, yo más responsable, así que castigo para ti y castigo para mí. Tú a estudiar con Carcelero y yo al suelo de piedra, de rodillas, sin concierto de radio ni arroz con leche de postre.
— ¿Nada más, padrecito bueno que Dios me ha dado?
— Sí, algo más. Quedaré de rodillas el doble que de costumbre, rezando por ti.
Así fue el último desencuentro con su protector. Lo recuerda con todo detalle mientras espera su lance liberador, empapado en sudor con las rodillas pegadas al pecho, y el profundo deseo de no volverle a ver jamás.
Aquella vez le sonrió con medio carrillo y le dio la espalda para encaminarse a su destino de castigo: la sesión de estudio con el Carcelero, el peor de los guardianes, el repartidor de correctivos con manazas de antiguo albañil.
Por su parte, Sean Stockland se postró en el suelo de piedra de la antigua capilla, donde volvió a preguntarse por los caminos del rebelde y sus consecuencias probablemente trágicas. No sabe cuánto tiempo más podrá retenerle en este refugio al mando de curas irlandeses enviados a un confín español como castigo por montar trifulcas y emborracharse. Teme por el muchacho en un reformatorio camino de cárceles donde los reclusos se tornan más violentos todavía.
El último castigo por pegar a un compañero sucedió pocos días atrás, cuando Aurelio empezó a pensar en dos alternativas: matarse a golpes o lograr una salvación de las buenas. Una salvación que ha empezado hace una hora, desde que se deslizó por detrás de las camas del dormitorio, bajó descalzo las escaleras y llegó a la cocina. Ya sólo le queda esperar unos minutos y pasar ágilmente a la capilla, abrir la puerta trasera con un clip y correr sin parar hasta el otro lado del puente.
Dan las campanadas que cortan la respiración, las de la buena señal, la que le invita a desaparecer una vez que cuente hasta ciento veinticinco. Así ha de ser porque un día más aquí y la furia concentrada podría arrastrarle a un asesinato seguro. Ha seleccionado a varios, entre compañeros y celadores, a quienes le gustaría pegar hasta matarlos. Tiene cuerpo y gallardía suficientes como para sacudir a casi todos, poner de su parte a los más peligrosos y ganar cualquier embate. Pero hay algo que le frena, no sabe qué. Algo hay que le circula por la sangre hasta inflamarle y salir por su propia boca para decirle que huya, que rompa el círculo, que tome el aire puro del campo y la energía de los raíles, y entre sin miedo en la mañana de la ciudad grande. A un mes de cumplir los dieciséis, una más que monte y lo echarán a patadas.
Aurelio sabe que un día sí y otro también una ira ciega le arrebata sin motivo. Una furia que sólo merma cuando se empeña en castigar cuerpos indefensos. Alguna vez se ha quedado suspendido ante los desgraciados, conmovido por sus expresiones de dolor y de impotencia. También se regocija en los enfrentamientos donde le devuelven los golpes y le dejan tirado con alguna costilla rota, la cara hinchada, un ojo desenfocado. Sólo en el desatino completo, con manchas de sangre propia o ajena, se pregunta a cuento de qué se deja arrastrar por esa compulsión desaforada. «Déjalo ya, Vengador de la pradera», le dijo un día un celador antes de propinarle el último empujón contra la pared y partirle una ceja. Mientras se dejaba caer al suelo, ya sin fuerzas, le dio una risa tonta con afán peliculero: «Sí, el Vengador de la pradera, claro que sí»; las carcajadas le brotaron entre espasmos de dolor. Sólo calló cuando empezó a tiritar bajo el agua fría de la ducha, mientras el mismo guardián le fustigaba en las piernas con una vara; doblado por el frío y el dolor, canjeó la risa nerviosa por la silenciosa imaginación: correr a campo través para alcanzar el tren cuya marcha escucha dos veces cada día, por la mañana y por la noche.


El tren extraordinario con su locomotora fabulosa y sus asientos deslizantes que se hacen cama, de madera buena y asiento tapizado, con ventanilla que deja pasar el aire frío de mejor calidad que el del colegio saturado de cera de velas y grasa de cocina; con ventanillas que se pueden abrir para oler huertas y maizales, y ver a los coches que pasan como rayos por la carretera, sin ocasión para preguntar si alguien sabe algo del salvaje que se ha escapado de la mazmorra de los frailes extranjeros.
Lo demás es confusión, cólera, miseria de heladas y comida escasa y mala que mejora algo cuando le toca el turno de camarero de los curas: entonces sí, gloria divina agarrar con las manos lo que quede de las patatas hervidas y de los restos de carne pegada al hueso; pilla lo que puede y se lo lleva a un rincón del patio para hincarle el diente a solas, despacio, como si tuviera ante sí una bandeja entera, apartado de bromas, juegos y refriegas.
Todo empieza a quedar atrás. La fuga es inminente. Es la hora. Ha puesto suficiente aceite a la puerta corrediza del mueble para que no haga ruido y se deslice con la suavidad necesaria. Atraviesa la capilla, recorre el último pasillo, sale al patio, se agacha para pasar por debajo de las ventanas donde duermen los guardianes, atraviesa el jardín, salta la tapia.
En la mochila lleva pocas cosas, las justas, y bastante dinero obtenido a lo largo de la semana abusando de los más débiles, a los que no hace falta dar ni un bofetón para que le entreguen lo que se le ocurra; los dejó sin nada, y les dijo que si decían algo volvería y les cortaría el pescuezo. Y es que esta vez sus necesidades son muy altas, no se puede entrar en la ciudad grande con los bolsillos vacíos, y además tiene que asegurarse de que todo salga perfecto, porque si no coge el tren de las 0:30 se volverá loco y estrangulará a uno o dos de esos infelices y luego no sabrá cómo seguir adelante y tratará de hacerse matar liándose a tortas con el más fortachón para reventar en el entronque, y si no consigue morir desangrado, machacado a golpes, entonces no tendría más remedio que hundirse en el negro pozo, en esa porquería parecida al infierno de la que hablan los curas: reformatorio y después cárcel a paliza diaria para regenerar al caído.
Corre con agilidad de gran deportista que cobra renovada energía cuanto más se acerca a la estación, donde ha de ultimar detalles en el aseo. Sabe que debe aprovechar su expresión serena, la del actor consumado, peinarse con el fijador que metió en la mochila, y lavarse bien la cara, cambiarse la ropa, secarse el sudor; todo organizado para tener buena apariencia, y en caso de que le pregunten, pues decir de corrido, sin tropiezo, que viaja de noche para encontrarse con su hermano que hace la mili en la capital.
Así que se presenta muy firme al taquillero; con voz bien templada pide un pasaje en primera en el tren que va a Madrid. Le cuesta creer que se lo den sin problemas, y que al rato la máquina y los vagones cubran las vías del andén vacío. Nadie por ninguna parte para compartir la satisfacción del deber cumplido, el comienzo de una gran aventura entre el humo plateado y el ruido de tropas de liberación, como si la locomotora trajera innumerables vagones llenos de fusiles y cañones.
En esta soledad del andén con una máquina que lo invade como si fuera a llevárselo por delante, se siente más alto y más fuerte con músculos de acero y mirada penetrante, calmado ya de ganas de pelea, protegido con la certeza de que nada será igual después de este viaje al mundo verdadero, donde no recuerda haber estado pero donde dicen que nació, en la gran ciudad sin hermanos ni primos que le esperen, pero eso sí, conducido por este tren de medianoche, tantas noches imaginado desde el dormitorio; este tren que ve de cerca por primera vez, tantas noches fantaseado, deseando estar ahí, pendiente de la gran velocidad que lleva el caballo de acero atravesando el tiempo y el espacio para ocuparse de él, de Aurelio Mejía Guzmán.
Ahora que está dentro, el ferrocarril le gusta más que en sueños. Nada le desilusiona, por el contrario, es mucho mejor de lo que pensaba. No enciende la radio que robó; come con gusto la fruta que cogió de la alacena. Al fin está donde quería. Pellizcarse es poco. Ojalá el viaje sea más largo, el doble de lo normal, o no, mejor que siga de largo y no llegue nunca, o sí, que llegue pronto porque quiere recorrer el barrio ese donde dicen que nació, entre fregonas y tenderos, a pocas manzanas de la estación, donde dicen que huele a pescado y fruta en los alrededores de un cine. Dicen que dicen voces raras que le hablan entresueños, las mismas que lo visitan cada tanto y le dibujan planos, calles, que luego le arrebatan para volver a dejarle a solas consigo mismo, en el vacío de la noche, en el fétido pabellón donde se arraciman aspirantes a hombres mal crecidos.
Ignora la consecuencia de ser un indocumentado en zona extraña, tampoco sabe si con estar en libertad será suficiente para que ya no le vuelva la rabia, no sea cosa que nada menos que en Madrid deje por el camino una serie de cuellos rotos y cabezas saltimbanquis, toda la capital arrasada por su caminar de valiente infranqueable, convencido de que ni grises ni generalísimos podrán abatirle una vez que su tren llegue a buen puerto en la ciudad sin mar. Festeja su ocurrencia y ríe mientras se sueña extraviado, preguntando a cada rato con la mejor educación, porque aparenta mayoría de edad y tiene la buena cultura que le dieron los curas bien leídos y sabe representar los buenos modales si eso es lo que quieren, y por un mecanismo o por otro acabará sabiendo qué otros trenes partirán de la estación central, a qué horas, qué días, con cuánto dinero podrá ir, o si no de polizón, o hecho un ovillo entre el ganado, porque ha de andar de aquí para allá entre las máquinas que llevan a lugares tranquilos, cualquier cosa con tal de seguir viaja que te viaja, mira si no lo bien que se está aquí pasando la noche bien larga como si nunca pudiera acabarse; aquí no suenan las campanas del reloj ni habrá desayuno con leche cortada y pan duro a las seis de la mañana, qué va, pero ¿por qué?, se pregunta en otro de los sueños, repentinamente asustado bajo tormentas que no cesan, que le empapan y atosigan con lluvia, rayos y truenos, ¿por qué seré tan idiota que no pude tranquilizarme un poco y demostrarles lo majete que soy cuando quiero, lo capaz de buena letra y mejor conducta? De haberlo hecho, al poco me darían ventajas y confianza y yo sabría robar la llave maestra cuando se echaran a la siesta, y rebuscaría en los cajones para pillar los papeles que guardan de mí, y ahí sí que todas las alas serían pocas. Déjalo ya, fantasma, tranquilizarte tú, lo nunca visto, pero si todo va a salir bien, se quedarán fríos de tanta sorpresa; mira por donde, si es que vamos a fastidiar al Stockland tan ricamente para demostrarle que no tenía razón cuando decía que fuera de su protección mis buenas horas estaban contadas, que aprovechara las ocasiones que me daba, que él también era bicho raro que nadie quería, que por algo me lo decía, que no iba a encontrar ocasiones parecidas.

Pero de momento está aquí, fumando de la cajetilla que robó de la sotana del padre Kelly. Se arremolina junto a la ventanilla y a la sensación de placer se le arrima otra muy distinta, la de un cansancio demoledor con la visión de arrojarse del tren en marcha. Es tal la atracción que le fascina la facilidad con que abre la puerta y presencia el peligro de la velocidad, las hierbas que crecen donde los raíles, el campo oscuro, el amanecer que viene lento con luces mortecinas, una visión fantástica en la que se ve arrojado bajo las ruedas, felizmente muerto, reconvertido en millones de trozos que nadie podría reconstruir jamás.
Rompe el hechizo un golpe en el pecho que le empuja hacia dentro, le acelera los latidos, le aterroriza y maravilla: es una mano invisible que le expulsa del antojo de morir y le sienta en el suelo.
La locomotora entra en la antigua estación con aliento sobrecogedor. El humo arropa sus imponentes miembros de hierro que frenan en un lento chirrido que acaba por devolver a la realidad al emocionado pasajero: un fugitivo que confía en pasar desapercibido entre la multitud. Se levanta las solapas del abrigo y se dirige hacia la salida abrumado por la ausencia de viajeros y empleados. Ni un alma. Se le doblan las rodillas. Teme que aparezcan de repente y le caigan encima. Aspira hondo, no puede aflojar, ni modo de volver atrás. Levanta la cabeza, endereza la espalda. Camina aparentando la mayor seguridad posible, como si supiera adónde ir y conociera el barrio de memoria. Las amplias calles le infunden valor. Una serie de sombras se le arriman y le rehúyen, otras le tocan con manos ateridas, le susurran acogedoras y misteriosas melodías. Se deja llevar sin hacerse preguntas. Sólo camina. Y mira. Y siente.

Una mujer apresurada se detiene; inquieta, busca algo con la mirada y con el cuerpo, sonríe y llora de manera intermitente, va y viene por la acera. Cruza la calle entorpecida por los carros de caballos y algunos coches. En la acera de enfrente la mujer se transforma en una embarazada que empuja una carretilla cargada de carbón. Apenas lleva una pañoleta sobre los hombros por encima de un deshilachado vestido de franela. Tiene un vahído. De varios portales surgen mujeres que la cubren con una manta, la acomodan en la carbonada y la llevan a una lechería, donde da a luz bajo rumores de bienvenida. El nacimiento es recibido por los vecinos con modestos presentes; la madre llora de alegría con su niño en brazos, más aún cuando pasa el tiempo y el bebé se transforma y crece, y ella ríe y lucha por mantenerse en pie y vuelve a cargar carbón, pero tose y sangra por la boca; la risa se le borra de la cara bajo el rastro de una agonía que cesa para dejarla morir con el pequeño dormido entre sus brazos.
El crío simpático, a punto de muerte con fiebres muy fuertes, renovado por manos curanderas se torna chaval revoltoso, destructor de lunas y ladrón de carteras, atraviesa la calle y se transforma en este adolescente que avanza guiado por el murmullo de labios que no ve, y el ruido de las persianas metálicas que se abren a la vez que las ventanas, todavía sin cuerpos reconocibles, sin rostros que se asomen.
Hay un bar abierto. Le atrae un aroma envolvente, desconocido. Nadie en las mesas, pero en la barra hay un desayuno servido en antigua loza blanca, con servilleta doblada en forma de triángulo y jarra de agua. Calienta sus manos en la taza de chocolate. Mira el joven rostro de su madre, recuperada para siempre de los males que la mataron. Los húmedos ojos del muchacho observan la maternal manera de esparcir el azúcar en el plato de churros. Se deja invadir por el placer: qué gusto en la boca, cómo se quiebra la masa y se va rompiendo con exquisito sabor mientras una mirada dulce se emboba en su disfrute y le nombra paisajes desconocidos, le susurra antiguos consejos.
Cuando vuelve a la calle se enfrenta a la encerrona como si la esperara.
En una esquina el padre Stockland, y en la otra el director. Se encamina hacia el primero. A medida que avanza, surgen policías de todas partes. Deja en la acera la mochila y arroja a la calle la navaja. Sin resistencia, sumiso, se dirige hacia el cura bueno que parece otro, ha perdido el característico encorvado de su espalda, la bondad de su cara sonrojada. Ahora tiene los brazos a la espalda, los hombros altivos, la boca cerrada, la mirada fiera. Con una mano le agarra de las solapas para zarandearle, y con la otra le abofetea hasta hacerle sangrar la nariz y la boca. Después le obliga a arrodillarse a sus pies y a bajar la cabeza para recibir su bendición y su perdón atufado de ginebra. Luego lo entrega para que lo esposen y se lo lleven. No se atreve a mirarle a la cara. Si lo hiciera quedaría paralizado por la transformación: Aurelio no ha derramado una sola lágrima y todas las bofetadas las recibió con una expresión inusual de serenidad y fortaleza.
Desde que salió del bar su madre caminó a su lado y los vecinos les siguieron de cerca. Al llegar junto al cura, hombres y mujeres compartieron todos los golpes, la sangre derramada iba de uno a otro como mojadura de agua en carnaval. Y una sonrisa triunfante se expandió por la muerte de todos y la vida del muchacho.

La otra dimensión Por Paula Alfonso

 

Después de varios intentos llegué a la conclusión de que la mejor hora para ir a la piscina era entre las 2 y las 3 de la tarde, no hay apenas gente y hasta puedo disponer de una de sus calles para mí sola, evitando los molestos encontronazos y las obligadas disculpas. También es verdad que, debido a la proximidad del cambio de turno, a esa hora los puestos de los monitores suelen encontrarse vacíos y por lo tanto la vigilancia queda bajo mínimos, pero nada de esto entonces me preocupaba, ¿por qué los iba a necesitar? Después de todo, mi único objetivo era hacer los diez largos estilo espalda que el médico me había prescrito para aliviar mis dolores.

Aquella tarde hice lo que tantas otras, bajé las escaleras, me dirigí a la zona destinada a mujeres, abrí mi cabina, dejé la mochila, me quedé en bañador y con el gorro, las gafas y la toalla fui hacia la piscina. Recuerdo haberme sorprendido gratamente al ver tan pocos nadadores, cuatro o cinco que además ocupaban las calles centrales, las laterales —que son las mías— permanecían vacías. Dejé la toalla en uno de los asientos de la grada y poniéndome el gorro y las gafas me acerqué al borde, dispuesta a iniciar mi ritual. Siempre actúo igual: me siento, introduzco mis pies en el agua y abro todos mis sentidos para saborear con plenitud lo que viene a continuación, mi paso a otra dimensión. Después de un día agitado, repleto de voces, ruidos, cansancio, dolor, me sumergiré en el agua y el cuerpo ya no pesará, se volverá ligero, las palabras, los sonidos los oiré envueltos en una melodía que los deforma, que los hace menos incisivos, menos lacerantes, insignificantes casi siempre. Solo seremos yo y el agua que me rodea, que me acaricia, que me sostiene, y nada más. Una vez dentro comienzo mis ejercicios de calentamiento.

Aquel día, tal vez porque era viernes y víspera de un largo fin de semana, la piscina se fue quedando aún más vacía. Era todo un placer poder nadar así, sin que nadie se me cruzara, sin que tuviera que tener cuidado de no molestar con mi brazada al de la calle de al lado. En esas condiciones mi ejercicio de natación me estaba resultando casi perfecto.

Habitualmente cuando voy por el octavo largo empiezo a notar el cansancio, mis brazos se vuelven más lentos, menos efectivos y mi cuerpo tiende a hundirse ofreciendo más resistencia con el agua, pero soy consciente de que ya estoy en el final, lo único que tengo que hacer es ralentizar el ritmo y en breve habré terminado. Eso hice aquel día, llegué a uno de los extremos, respiré profundamente hasta tres veces, doblé las piernas, apoyé los pies en la pared y me impulsé con fuerza dispuesta a cumplir con mi último esfuerzo, pero al sacar del agua uno de mis brazos rocé la piel de otro cuerpo y tuve que detenerme a pedir perdón.

  • Lo siento, discúlpeme, no le he visto.

El hombre que cubría su cabeza con un gorro azul marino y utilizaba unas gafas que le tapaban buena parte de la cara, me escuchó, pero no dijo nada, se sumergió de nuevo y reanudó su ritmo. Por mi parte enseguida olvidé también el incidente y me centré en aquellos dos últimos y fatigosos largos que aún me quedaban, pero el hombre con quien había tropezado avanzaba en paralelo conmigo y sus brazadas levantaban una oleada de agua que rompía justo sobre mi cara, interrumpiéndome la respiración y obligándome a parar. Por unos momentos pensé en dar por acabado mi ejercicio, pero lamentablemente me quedé, esperé que se alejara unos metros y, cuando entendí que ya no podría importunarme, continué.

Toqué finalmente pared, “ánimo”, me dije, “una vuelta más y habrás terminado”. Sacando lo cabeza justo lo necesario para tomar aire, doblé las piernas, apoyé mis pies en los azulejos y me impulsé con fuerza hacia atrás, pero una mano aferrada a uno de mis brazos me frenó. Levanté la cabeza y me di de bruces con el hombre de grandes gafas y gorro azul que, sin apenas mover los labios, en voz muy baja, me ordenaba:

– ¡Detente!

– Perdone, pero creo que se equivoca.

Traté de que mis palabras reprodujeran toda la irritación que me había provocado, ¿con qué derecho había puesto su mano en mi cuerpo? Intenté soltarme, me revolví, pero aquella zarpa me tenía bien sujeta y comenzaba a hacerme daño.

  • No te muevas, no digas nada.

Esta vez su orden sonó más firme, más aterradora.

Volví la cabeza buscando ayuda, pero él con un fuerte tirón me hundió dentro del agua, luché desesperadamente para soltarme, cogí su mano y la forcé intentando que aflojara su presión, pero era una tenaza de acero. Me ahogaba. Con los ojos muy abiertos tras mis gafas buscaba algo, una ayuda, algo… pero lo único que veía eran sus piernas, unas piernas largas delgadas, abiertas moviéndose como las patas de una araña colgando de su hilo.

Ya no podía más, recuerdo que en aquellos terribles instantes visualicé a mi familia, mi marido, mis hijos y sentí pena por ellos, jamás lo entenderían, ¿cómo aceptar que, a tu mujer, a tu madre la encuentran muerta dentro de una piscina municipal con signos de violencia. ¿Por qué? Incomprensible, y eso les haría todo mucho más doloroso.

De pronto me vi impulsada hacia la superficie, abrí cuanto pude la boca para llenar mis aplastados pulmones y comencé a toser.

De nuevo aquella voz cortante.

  • Pero ¿qué es lo que pretende? Le pregunté entre angustiosos jadeos.
  • Te he dicho que nades.

Busqué sus ojos bajo las gafas semiempañadas y eran pequeños, sin expresión y muy rojos, como inyectados en sangre. De nuevo volví la cabeza hacia un lado reclamando ayuda, incluso abrí la boca para gritar, pero él me atajó hundiéndome de nuevo en el agua. Otra vez la angustia, la lucha ineficaz por soltarme, para intentar agredirle yo también, pero ponía bien cuidado en mantener su cuerpo fuera de mi alcance. Me ahogaba, me ahogaba, necesitaba respirar. Estiré los brazos hacia delante para demostrarle que me sometía, que estaba dispuesta a obedecer, pero que me soltara. Así lo hizo, aflojó su presión y pude salir de nuevo a la superficie. Con brazadas torpes y descoordinada, tragando con cada inspiración una buena cantidad de agua, conseguí ir avanzando, pero sintiendo la presencia de aquel desconocido siempre muy cerca.

Nunca me pesaron tanto los brazos, moverlos era una tortura. Si conseguía sacarlos fuera del agua, caían enseguida como muertos. Agotada me detuve agarrándome desesperadamente a la corchera, pero se abalanzó sobre mí.

  • Sigue nadando. No te detengas, si lo haces lo pagarás.

– No puedo, por favor, ¿por qué me está haciendo esto?

– Sigue nadando

Volví a bracear.

  • Más deprisa.
  • No puedo, le aseguro que no puedo más.
  • Te he dicho que nades y lo hagas más deprisa.

Era mi final. Resulta que mi muerte, tantas veces imaginada, iba a suceder en un lugar público, como aquella piscina, a manos de un loco, pero ¿por qué? ¿Qué era lo que le había hecho decantarse por mí? ¿Nos habíamos visto antes? ¿Nos cruzamos en algún pasillo? O simplemente he tenido la mala fortuna de entrar en su campo de visión cuando comenzaba a sufrir un brote psicótico.

Se acabó, me dije, ya no podía más, me resultaba imposible seguir luchando con aquella voz cada vez más imperativa, alterada, odiosa: ¡Nada más deprisa, más deprisa! El corazón se me iba a salir por la boca y mi visión comenzaba a ser borrosa, un movimiento más y perdería el sentido, mi cuerpo caería hacia el fondo como una hoja de papel…

-Señora, señora, qué le ha pasado. Venga, ayudadme a sacarla del agua, rápido, está en parada cardiaca, el equipo de reanimación, que traigan el equipo de reanimación.

Sus voces me sonaban tremendamente lejanas, ya no estaba en aquella mágica dimensión líquida que tanto me gustaba sino en el duro y frío suelo. Mi espalda crujía dolorida con cada golpe que descargaban sobre mi pecho y me quemaba la garganta aquel aire que a emboladas invadía mi interior.

  • No responde, me temo que no hay nada que hacer.

Pero ¿cómo ha ocurrido? ¿Tú que has visto?

Estaba nadando como otros días y de pronto comenzó a hacer movimientos raros, descoordinados. Me acerqué, le pregunté, pero solo me sonrió y siguió nadando, desde mi puesto he seguido observándola, hasta que hace un momento alguien me ha llamado. Al volver ya no estaba. Me he tirado en su ayuda, pero por lo que se ve, demasiado tarde.

-Avisemos a la policía.

Tráfico espeso Por Elisa Pérez

El tráfico se iba espesando por minutos. La sucesión de coches se trenzaba sin orden en la carretera dejando que cada uno se situara de acuerdo con sus intereses o su impaciencia. Antonia suspiró, estaba acostumbrada a atascos y parones. Gastaba varias horas de su vida diaria dentro del habitáculo metálico. Una botella de agua, un espejo frente a ella que subía y bajaba con frecuencia, el móvil cargándose en el enchufe junto a ella; se acercaba la hora de comer, llegaría a tiempo. Por un instante miró hacia el exterior, los árboles no se movían como sucedía kilómetros atrás; estaban quietos, impertérritos, contemplando desde la placidez de su eternidad el caos que comenzaba a formarse frente a ellos. Antonia se fijó en la forma de sus ramas, algunas estaban dispuestas a un abrazo, otras se presentaban amenazadoras, le impresionaron más las que denotaban cansancio y se caían por el peso del tiempo o de la pasividad de sus existencias. El color predominante no era el verde.

La sobresaltó el sonido de la radio. Una voz grave destacaba por delante de la dulce música anterior, anunciando algo que no entendió. Cambió la emisora: voces entrecortadas, fragmentos de canciones mil veces oídas, charlas sobre temas que conocía. Al otro lado del cristal, el ambiente se iba llenando con pitidos impacientes y nerviosos. Giró la cabeza, necesitaba tranquilidad. Un ligero grito histérico la hizo mirar hacia la derecha. Un inoportuno adelanto. Sus nervios se mantenían tranquilos aún. No le gustaba conducir pero estaba segura que jamás perdería los nervios por una cuestión de tráfico. Se volvió a entretener mirando los árboles y con ellos quiso compartir su inquietud. Pero no encontró calma en esa mirada. Las hojas se insinuaban rígidas y amenazadoras. Y de pronto todo fue a peor. Apenas lo sintió, casi no percibió unos faros en forma de rombo que se acercaron a ella, haciendo parpadear con cierta agresividad una ráfaga de luz. El retrovisor interior reflejó la imagen. El histérico había llegado junto a ella. Era imposible adelantar. De nuevo las luces largas le exigían que se apartase. Aumentó su incredulidad. Miró de nuevo por el retrovisor. No podía distinguir nada dentro, se veía oscuro, a través de los cristales no se percibía figura alguna. Era absurdo. Antonia tomó su botella de agua, un largo sorbo la obligó a tragar su perplejidad que comenzaba a inundarla. De nuevo una ráfaga de luces blancas y azuladas.

No fue muy fuerte pero lo notó. Un ligero golpe en su parte trasera la hizo emitir una queja…¡qué se habrá creído ese idiota! Pensó en bajar la ventanilla y protestarle. No lo hizo. Se imaginaba segura en medio de aquel caos pero algo la indujo a no bajar el cristal. Lanzó una frase de protesta. Estaba sola, nadie podía escucharla. Miró de nuevo por el espejo interior. Una sombra difuminada por los rayos de sol se distinguía al otro lado de la luna trasera en el otro vehículo. ¡Claro, como si los coches pudieran conducirse solos! Una mueca de sonrisa le permitió relajarse en un visto y no visto, porque el impacto por detrás de nuevo la hizo sobresaltarse. Quien fuera debía estar loco. Esperaba, casi imploraba, una mirada cómplice de alguno de los otros vehículos. Nadie se daba cuenta. Tenía que pararse, era lo habitual en estos casos. Pensó detenerse en el arcén. Lo desechó de inmediato. El otro esperaba esa reacción, además el fluido de coches era tan constante que apenas había sitio para la maniobra, lo que dificultaría incorporarse después. Un monólogo interior que sonaba a excusa, confesó entre aturdida e inquieta.

Giró la cabeza mirando hacia atrás, apenas se veía nada en el coche que la seguía. Se esforzó estirando el cuello por encima de los reposacabezas traseros, para detectar por un trozo del cristal quién conducía de ese modo. La distancia entre ambos coches era muy corta, una maniobra acelerada o impulsiva daría con su parachoques en el de atrás. Antonia notaba que le costaba mover el vehículo, la sensación la agobió. Se creía una experta conductora pero había algo en ese coche que la superaba. Tenía la horrible sensación de tenerlo encima, subido sobre su coche. Tomó de nuevo la botella, un pequeño hilito la recordó que estaba siendo una carrera demasiado larga. Notaba la garganta reseca y áspera. En breve, se le acabaría el avituallamiento. Apenas había avanzado unos pocos kilómetros. El viaje aún era largo hasta el refugio de su madre.

De nuevo un golpe trasero la arrancó de su intento de relajación. Este golpe fue seguido por otro. Un bocinazo la descolocó aún más. Tenía que parar. Miró por la ventanilla del conductor. En el carril derecho se insinuaba un hueco entre dos coches por el cual podía colarse hasta llegar al arcén de ese lado. Se sentía acelerada y debía poner más espacio entre el extraño amenazante y su vehículo.

En décimas de segundo, el otro se colocó a su lado en una maniobra imposible, sin darle tiempo a reaccionar. Nadie bajaba las ventanillas. Acaso no se habían percatado de la temeridad de esa maniobra, protestó víctima de un nerviosismo cada vez más alto. Nadie parecía percibir el comportamiento agresivo y opresor de ese conductor. Antonia comenzaba a asustarse. Intuía un miedo paralizante. Aquel extraño parecía conocer sus reacciones antes que ella.

No quería mirar a su derecha pero no podía evitarlo. El cristal del coche contiguo estaba ahumado, apenas a unos centímetros del suyo. La habilidad conductora de Antonia flaqueaba, mantener el equilibrio le costaba. Sentía una atracción como un imán que le hacía acercarse cada vez más, sin mostrar su rostro, su aspecto. De pronto se separó dejando que ella respirara. Bajó la cabeza aliviada, resoplando su miedo. A la izquierda las dulces hojas de los árboles se habían vuelto violentas, cómplices silenciosas de su terror. Si al menos pudiera salirse de la carretera y avanzar por un camino lateral, el histérico se olvidaría de ella. Sin saber por qué esa solución no le pareció posible.

Bajó el espejito que tantas veces usaba para aplicarse el carmín antes de una visita o para peinar sus cejas espesas. Herramienta fiel de sus trayectos comerciales, siempre le daba la última imagen antes de la visita. Incluso unas profundas ojeras, o las arrugas de un ceño fruncido con demasiada asiduidad o las líneas de expresión fuertemente dibujadas, se ocultaban con un buen maquillaje. Debía mostrarse perfecta, su trabajo era ahora lo más importante en su vida. Sus ojos se mostraban atrapados por la ansiedad y el temor a un desconocido. Le costó reconocerse en la imagen reflejada. El pánico comenzaba a desmoronar su aparente entereza.

Fueron décimas de segundos o menos incluso lo que duró la sensación de alivio, hubo un avance inesperado en la carretera que, de repente, engullía a los coches dando fluidez y velocidad al tráfico. Antonia aceleró, el coche de al lado también. En un ademán difícilmente explicable se volvió a colocar tan cerca que oía retumbar su acelerador. El zumbido le recordó a un coche antiguo. Sentía que el conductor le retaba, la invitaba a acelerar aún más. Antonia no podía evitarlo, entre el terror y la embriaguez del ruido del motor, tomó la palanca de marcha para comprobar que seguía en tercera. Apretó los dientes y con el pie en el embrague hasta el fondo, metió la cuarta confiando en que todo volviera a unas horas antes, a cuando abrió la puerta confiando en ese nuevo día.

Avanzaba con la mirada puesta en el espejo retrovisor contando cómo aumentaba la distancia con el coche trasero. No veía nada más. No podía. El de atrás la seguía a cientos de metros. Delante, al lado, el resto de coches de cualquier marca, tamaño o color se mantenían ajenos, ignorando su angustia.

Los árboles aplaudían, las gravillas del asfalto saltaban entusiasmadas. El espectáculo de aquella mujer rota bien merecía su atención. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, la vida cesaba en su devenir mientras Antonia iba notando cómo un torrente de sudor le invadía la frente, el cuello y la espalda. Se paralizó al pensar en él; el autor de una broma pensó al principio. Con el tercer mensaje comenzó a entender que iba en serio… pero esto, esto era otra cosa.

Ahora no podía pensar. Estaba aturdida. Allí estaba, no podía distinguir si tenia pelo negro o gafas de pasta, pero seguro que era él. Al mismo tiempo que la intranquilidad la dominaba, sentía furia por su madre… ¿por qué no le respondía? La había llamado por el manos libres, tampoco ella la ayudaba… no eran imaginaciones suyas. Necesitaba su protección… la esperaba para comer, ya tendría que haberle contestado.

A lo lejos unas luces rojas, una serpiente de luces rojas se acercaba hacía Antonia que sólo sentía su respiración agitada por la victoria que, por fin, parecía alejarla de aquel loco. El coche temerario frenó. El resto de vehículos hicieron lo mismo. La felicidad de Antonia era total, había conseguido alejar el miedo con su pericia conductora. Se desinfló a tiempo para pisar el freno, todo su cuerpo se abalanzó hacia delante con un vaivén descontrolado. Sus faros rojos se quedaron a un milímetro del vehículo delantero. Al fin respiraba… Miró hacía el móvil, no había ninguna llamada, nadie había querido ayudarla en esa carrera desenfrenada… Le volvió la inquietud. Se había desembarazado del agresor del coche, al que ya no veía por su retrovisor, había dormido mal, quizás se lo había imaginado. La conducción es terrible en una ciudad así… eso es. Poco a poco volvió a sentir que los latidos de su corazón se acompasaban; volvió a mirar por la ventanilla izquierda hacia los árboles que se alejaban dando paso a una cadena de pequeños cerros grises. Conocía el paisaje… se embelesó en contemplarlo, no le gustaba especialmente pero sirvió para tranquilizarla un poco más.

La pauta musical de los pitidos del móvil sonó. Por fin su madre la llamaba, tenía que contarle su angustia de los últimos días, los anónimos en el buzón, las llamadas silenciosas… Desplazó la mano derecha del volante y la mirada del cristal delantero por un segundo para comprobar que era un número desconocido. Pulsó la tecla verde. Una voz grave retumbó en todo el habitáculo: “Sé dónde vas, no será tan fácil deshacerte de mí, y lo sabes. Estoy con tu madre”.

El temblor de la mano de Antonia no acertaba a apagar esa voz amenazante, tampoco podía contestarle, gritarle que la dejara en paz, ¿cómo había averiguado dónde vivía su madre? La había seguido, conocía su vida, su entorno, todo. La pierna derecha del acelerador estaba desbocada, en el estómago las mariposas se habían tornado en escorpiones que la devoraban…

La policía no era la solución, no le creerían… Miró por el retrovisor de nuevo sin prever que una curva pronunciada rompía la carretera.

Miró adelante un segundo antes de saber que eso era el final de su loca carrera. No hubo intervalo para más: su cabeza, su cuerpo comenzaron a dar vueltas por el impacto, como una muñeca de trapo. Demasiado fuerte para evitarlo, demasiado grande para aguantarlo. Las voces lejanas se oían difuminadas. No podía hablar, pero sabía que había alguien que la observaba en la distancia. Boca abajo notaba la presión de todo su habitáculo de metal. Casi sentía la gravilla del frenado inútil en su boca, mezclada con náuseas con sabor a sangre. Abrió un ojo, la botella desparramaba el agua que se mezclaba con cristales, vísceras y piel. Tenía mucha sed. La presencia se hacía más notoria. Estaba aterrada. Quería seguir respirando. No podía. Arrastró la mano dolorida para coger el móvil que enganchado parpadeaba con la entrada de varios mensajes nuevos. El pecho le pesaba demasiado. Se le escapó una lágrima. Nadie la iba a salvar, sabía que moriría allí, boca abajo, pegada al suelo.

Al otro lado de la carretera, las hojas amarillentas de un otoño incipiente comenzaron a agitarse con el rugido del motor del vehículo antiguo con cristales ahumados que huía de la escena.

 

 

 

 

La chica de la roca Por Ana Riera

 

 full-playa-negra-surfLas olas rompían con un estrépito cristalino sobre la arena blanca casi desierta. Se trataba de una playa que quedaba algo apartada del bullicio, porque a  Diego le gustaba aventurarse por los rincones más escondidos. Quería conocer a los verdaderos lugareños de aquel lugar tan hermoso y, sobre todo, a las lugareñas. Quizás por eso se fijó casi de inmediato en la esbelta chica de piel tostada y cabellos rojizos que contemplaba el mar sentada sobre una roca.

—¿Qué hace una chica tan guapa como tú tan solita en un sitio como éste?

—¿Cómo dices?

—¿Qué qué hace una chica tan guapa como tú tan solita en un sitio como éste?

—Vaya, pues había oído bien. No puedo creer que todavía quede alguien tan original. ¿Quieres rematarlo con un “estudias o trabajas”?

—Puede que suene a cliché, pero es que realmente me sorprende verte sola aquí, destacando sobre este fondo paradisíaco.

La chica, que hasta ese instante había permanecido con los ojos cerrados, los abrió y  giró ligeramente el cuerpo para poder contemplarlo.

—Así que según tú el mero hecho de parecerte “guapa” justifica tu actitud.

—Pues sí.

—No tengo palabras.

—¿Acaso no te parece bien que me sienta atraído por ti?

La chica entrecerró un poco los ojos, como si sopesara sus palabras. Luego volvió a su posición anterior y añadió:

—A lo mejor te estás equivocando. ¿No te han dicho nunca que las cosas casi nunca son lo que parecen?

—Bueno, lo cierto es que me encanta que me sorprendan.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto. Dime, ¿tan poca cosa te parezco que ya te has cansado de mirarme?

—Me pareces una presa demasiado fácil.

—¿Una presa demasiado fácil?

—Eso he dicho. Pero no te lo tomes como algo personal, machote.

Diego sonrió y no pudo evitar fijar la mirada en su pronunciado escote.

—Me gusta cómo suena esa palabra en tus labios.

—Estás un poco enfermo, ¿sabes?

—Quizás, pero eso no hace que disminuya ni un ápice mi interés por ti.

Aprovechando que la chica había vuelto a cerrar los ojos para que el sol bañara su cara, Diego se entretuvo contemplándola. De su falda minúscula surgían unas piernas increíblemente esbeltas y sus sandalias de dedo dejaban al descubierto unos pies perfectos.

—Y dime, ¿a qué te dedicas?

—No lo adivinarías ni en un millón de años.

—Ponme a prueba.

—¿Por qué?

—Porque has conseguido despertar mi curiosidad.

Una leve sonrisa se dibujó en la cara de la chica, que sin embrago permaneció en silencio.

—Si me lo dices te invito a una copa.

—No estoy tan desesperada.

—No vas a amedrentarme ¿Te importa si me siento?

—La playa no es de mi propiedad.

Diego se sentó junto a ella en la roca, lo suficientemente cerca como para poder aspirar su perfume cuando el aire soplara en su dirección.

—Sería perfecto que fueras guía turística. Así podrías enseñarme la isla.

—Pero no es así. ¡No sabes cuánto lo siento!

—Lo sé.

La chica ladeó ligeramente la cabeza y abrió una vez más los ojos.

—¿No eres consciente de que estás jugando con fuego, verdad?

—Me pareces muy sensual, con ese pelo tan rojo, y esos labios tan voluptuosos. Pero tanto como con fuego…

—Está bien, lo has conseguido. Premio para el caballero.

—¡Fantástico! Me llamo Diego. ¿Y tú?

—Prefiero guardar el anonimato. Resulta más… excitante.

—Al menos me darás alguna pista sobre a qué te dedicas. Yo creo que me lo he ganado.

—Deberías haber escuchado a tu madre cuando te dijo que no debías hablar con desconocidos.

—Pues dime a qué te dedicas y dejaremos de ser extraños.

La chica cogió un coletero que llevaba alrededor de la muñeca y se cogió el pelo con una cola de caballo que hizo resaltar todavía más sus pómulos prominentes.

—Verás, soy distribuidora de pastelitos.

—¿Distribuidora de pastelitos?

—Ya te he dicho que no lo adivinarías ni en un millón de años. Son unos pastelitos que quitan literalmente el sentido.

—Se me hace la boca agua. ¿No tendrás por casualidad alguno de esos pastelitos a mano?

—Siempre llevo una caja encima. Nunca sabe una cuando puede necesitarlos.

—Que chica tan previsora. Me encanta. ¿Y podría dar un mordisquito a uno de esos pastelitos?

—Claro. Me debo a mis clientes

La chica rebuscó sin prisas dentro de su capazo y sacó una hermosa caja con un lazo dorado. La apoyó sobre su regazo y tiró de la cinta suavemente. Luego levantó la tapa sin dejar de mirar a Diego con sus enormes ojos felinos.

—Vaya, parecen tan apetitosos como tú.

—Has dado en el clavo. Somos tal para cual.

La chica extendió la mano para acercarle la caja. Él escogió el que estaba justo en el centro y le dio un suave y lento mordisco.

—Bueno, ahora que ya hemos intimado y me has dado de comer supongo que me dirás cómo te llamas.

—Sería una pérdida de tiempo.82d

—¿Por qué?

—Por el maleficio.

—¿Qué maleficio?

—El que hará que cuando despiertes no recuerdes nada de todo esto. Ni que me has conocido, ni qué haces subido a esta roca ni qué has hecho con todo tu dinero y tus tarjetas de crédito. Te avisé. Te dije que las cosas casi nunca son lo que parecen y que estabas jugando con fuego. Y el que avisa no es traidor, es avisador. Ha sido un placer conocerte.