Le vio entrar y salir de diferentes sitios más de tres veces en toda la tarde. Para Emilia no había duda de que era él. Había cambiado. El tiempo deja su huella, aún debía ser joven aunque no lo pareciera. Tampoco ella se sentía joven ya. La vida la había tratado con dureza.
Se metió en el coche, adelantando a los que circulaban a su lado, no quería perderle de vista en el deambular que había iniciado. En un semáforo tuvo tiempo de examinarle mejor mientras cruzaba bajo las luces de colores navideñas. Los hombros le habían vencido hacia delante, el peso de los años o de la culpa, visible para ella, debían pesarle mucho. Emilia avanzó en cuanto pudo, conocía la ruta. Llevaba más de dos meses preparando este día.
En una tarde oscura del pasado mes de octubre, la sorpresa fue mayúscula cuando una compañera anunció que ingresaba otro paciente. Cumpliendo con el protocolo establecido tomó sus bártulos para seguir a médicos y enfermeras. Se frenó en la puerta de la habitación. Por debajo de las sábanas un pie lechoso hacía aspavientos cuando el doctor le tocaba el abdomen. Se retorcía de dolor. Sólo hizo falta una ligera inspección para saber que necesitaba operación inminente. Emilia estaba acostumbrada al ritmo de urgencias. Las decisiones tenían que adoptarse en segundos; por suerte para ella, las tomaban otros y se limitaba a ejecutar con la celeridad requerida a una buena profesional.
Todo salió bien para el herido. Milagrosamente se había salvado de las heridas tras una fuerte paliza que alguien le había propinado en plena calle, aprovechando el ruido de la Navidad. Se desconocía el móvil pero los murmullos entre pasillos dentro del hospital dieron para varias historias a cual más extraordinaria y truculenta. Emilia tenía su propia versión. Dobló sus turnos durante el tiempo que permaneció hospitalizado, para seguirle y cuidarle de cerca. Los recuerdos le llegaban en forma de flashes cargados de dolor o de furia. Sin duda era él. Le quitaba el vendaje, le limpiaba la herida, pero también le miraba con desprecio. El no la había reconocido, al fin y al cabo sólo fue otra víctima más.
Cuando el hombre protestaba porque Emilia le tiraba de la herida o le raspaba el cuerpo con demasiado empeño, ella emitía una sonrisa detrás de una frase cargada de lastimoso descaro. El día que comenzó a lavarle su cuerpo desnudo, durante un segundo se quedó parada contemplando su miembro. Tuvo que refugiarse en el baño por las náuseas que ahogaban su garganta. Aún recordaba el sabor agrio y la sensación áspera de su pene durante las mamadas que la obligó a hacerle. La mezcla de orina y sudor la transportaron de nuevo a aquellas tardes de verano en las que nunca hubiera querido estar. Ahora desearía ahogarle con una venda o inyectarle una dosis más de su medicina para que sufriera. No merecía vivir, o por lo menos no merecía continuar como si aquel verano no hubiera pasado nunca. No sabía si le odiaba más por lo que le hizo o por no reconocerla quince años después.
La soledad del hombre en su recuperación solo se veía alterada por la visita de una mujer mayor que le acariciaba la cara o le refrescaba; y de dos policías que buscaban el móvil de la agresión. Seguía siendo un tipo duro al tiempo que ofrecía un aspecto de singular debilidad. Pasadas tres semanas le dictaminaron continuar su convalecencia en casa. Esta medida supuso una cierta desilusión para Emilia. A medida que se reponía, se aproximaba más, intentando detener su mejoría.
-¡Pobre hombre, vive de milagro!
Durante la tierna y cálida despedida que regaló a las enfermeras que le habían cuidado en el hospital, su compañera le compadecía. Emilia la miraba en silencio detrás del mostrador blanco.
– ¿Qué años tendrá? Voy a la ficha. ¡Es tan atractivo!
No era suficiente con la compasión, también estaba la admiración de las mujeres. ¡Mantenía el tipo, seguía como antes! Embelesaba, engatusaba, acariciaba a sus víctimas, era imposible no rendirse ante ese ser que hablaba bien a los chicos y las chicas, cantaba con ellos, les escuchaba en sus problemas cotidianos. Tenía náuseas, las sienes parecían a punto de estallar. Ansiaba propagar por la sala de enfermeras que había sido víctima de ese ser tan maravilloso. Su asco quedó estrangulado una vez más.
Se las ingenió para seguirle durante casi tres meses que por fin culminarían hoy.
Fue fácil, adelantó su turno con el pretexto de las horas que le debían. Con su coche recorrió las calles lo más cerca posible. A veces salía solo, otras la señora mayor le acompañaba, le sujetaba la mano, le sostenía por el codo. ¡Cómo podía ayudar a un ser tan repugnante!, se decía Emilia empapada de odio al otro lado del espejo, sujetando el volante hasta sentir que le quemaban las manos. No le había preguntado si era su madre. Le daba igual. Una madre no debe consentir algo así. ¡Si ella se lo hubiera contado a la suya…! Rememoró por un momento. Entonces no quiso hacerlo, estaba avergonzada, se sentía culpable y sola. Después ya fue tarde para hacerlo y prefirió refugiarse en el olvido.
No fue una vez, ni dos, demasiadas las veces que en el bosque tras un árbol, en la cocina o durante la siesta, la convencía con veladas amenazas. Su madre la obligó a volver al siguiente verano: “es gente buena” le repetía. Le asqueaba esa bondad. Estúpida, que no se enteraba de nada. Desde entonces había sido incapaz de disfrutar con un hombre. Lo intentó con una mujer, sin éxito también.
Pero tenía un plan. Lo había ideado al verle inválido sobre la cama del hospital. Su presencia había reactivado las pesadillas que tuvo durante años, habitadas por su figura, su olor, sus andares pesados que se acercaban hacia ella. Como una cobra que se revuelve para defenderse de sus atacantes, la rabia que la había infestado durante mucho tiempo, regresaba para quedarse. Lo tuvo tan cerca, tocándolo, aseándolo, curándolo, que se pregunta cómo hizo para no desesperar. Ahora era una mujer del montón, sin la responsabilidad de una profesional, y le tenía tan cerca que indudablemente se encontraba mucho más débil que ella. Sin ningún resto del poder de entonces. Iba a hacerlo de forma pausada, disfrutando, como él había hecho con ella y con las demás. Jamás hubo confidencias o confesiones, pero las miradas de otras niñas era una señal inequívoca de la complicidad que vivían en el campamento.
Tras caminar varias calles a buen ritmo, el hombre entró en un edificio. En la acera de enfrente Emilia consiguió aparcar. Había esperado a que se restableciera por completo para no cargar con la culpa de la debilidad. Se preguntaba quién y por qué le habría pegado la paliza que le llevó al hospital. Le gustaba pensar que se había tratado de una venganza. Se sentía acompañada por otras u otros que no eran capaces de olvidar ni mucho menos perdonar. Ojalá hubiera tenido el arrojo de hacer lo mismo quince años atrás. Entonces era joven e inexperta, después fue adulta y débil, ahora se sentía madura y fuerte.
Con paso firme, Emilia se adentró en el edificio. El lugar no invitaba a permanecer mucho tiempo dentro, era oscuro y viejo. Un vetusto farol iluminaba la escalera de madera con peldaños muy empinados. No había ascensor, las ventanas de la escalera apenas dejaban pasar claridad empañadas por la mugre. Estaba sorprendida de su propia valentía, había superado el miedo crónico que la inmovilizó durante años. Ahora se sentía una heroína. Estaba en un lugar solitario y desconocido, ella que se aterraba con solo pensarlo o no dormía cuando alguien la invitaba a una fiesta concurrida. Todo había sido un disparate hasta ahora. Era el momento de vengarse de tanto sufrimiento.
Recorrió con la mirada los buzones. Recordaba su nombre: Abel Medina Antón. Sobre la etiqueta amarillenta, debajo aparecía otro nombre impreso: Andrea Antón López. Su madre. Semejante ser tenía madre, la del hospital, la que le secaba la saliva que babeaba por su asquerosa boca. El buzón estaba abierto. La cerradura permanecía rota, dentro un montón de papeles se acumulaban de forma desordenada. Al tocarlos, se cayeron tres. No los recogió. Empezó a subir de forma pausada y complacida uno a uno los escalones. Quiso relamerse de ese momento. Iba a sorprenderle, seguro. Sería una enorme sorpresa para él. Casi le sale una carcajada al imaginar su cara: los ojos se le achinarían aún más, los labios resecos por los medicamentos estarían rasposos y agrietados; sería incapaz de decirle nada, pero seguro que la reconocería enseguida, se había ocupado de traer una señal inequívoca. Mientras ascendía se puso la camiseta verde del viejo campamento. La guardó año tras año. ¡Qué absurdo recuerdo…! Sin embargo, ahora le venía bien… “Campamento La flecha verde…” Sí, eso sería definitivo para que la reconociera. Al preparar el plan, quiso llamarle, acosarle antes por teléfono, había conseguido su contacto del historial clínico. Finalmente desechó la idea.
A la vez que terminaba de ajustarse la camiseta que se alineaba a su cuerpo, pese al tiempo transcurrido, se plantó delante de la puerta del Tercero Interior. Cuando era adolescente había pensado mil veces venir a esa casa una noche y quemarla con él dentro. Ahora estaba delante sin mechero ni cerillas. Por un instante sintió lástima de sí misma. ¿Tenía claro lo que iba a hacer? Dudaba. Se aseguró que no iba a permitirse ningún retroceso cerrando los ojos y viendo como en una película su repugnante manoseo mientras le susurraba suciedades al oído.
En las noches de hospital, le había observado dormido. Ya no le parecía tan alto, ya no debía de tener tanta fuerza como antes, la herida del abdomen le cruzaba de un lado al otro, aún debía estar tierna por dentro. Estiró la espalda reconfortada y se arregló el pelo. La camiseta del campamento le apretaba.
Antes de que tuviera tiempo de tocar el timbre para poner en marcha su plan, se palpó el bolsillo del pantalón a fin de comprobar que todo estuviese en orden. Estaba muy nerviosa, las pulsaciones del corazón le golpeaban en las sienes. Nada más escuchar el sonido acompasado del timbre, sintió que la fuerza le fallaba. No se oía nada al otro lado, quizás se había equivocado al mirar el buzón, quizás no fuera esa la casa del depredador. Durante un minuto que se prolongó durante un siglo la angustia la atenazó. Y de pronto, tras la puerta, su voz, la voz débil de un enfermo.
- ¿Qué quiere?
- Ábrame, le traigo del hospital algo que se olvidó, el Hospital San Carlos… soy la auxiliar Emilia Romero.
- Mi madre y yo lo recogimos todo, no me dejé nada… váyase y no moleste.
- ¿Me has reconocido verdad? Sabes quién soy, sí lo sabes…, ábreme.
Emilia no podía contener las ganas de golpear la puerta una y otra vez. Del otro lado no hubo movimientos
- Vete, no quiero más problemas.
A través de la puerta sus palabras sonaban huecas. ¿Realmente la había reconocido?
- Solo quiero hablar contigo.
Emilia golpeó la puerta de nuevo. Enfrente escuchó el chirrido de un cerrojo que se ajustaba. La mujer continuó sudorosa, enfurecida con cada palabra que emitía sin importarle el escenario ni los testigos. Era público su dolor, y pública iba a ser su venganza.
Empezó a impacientarse. Podía ser de lo más previsible, pero no estaba preparada para esa reacción. ¡Tenía que verla! Lo imaginó todo más rápido, más inmediato.
- Los problemas me los creaste tú a mí, sí, hace quince años, quince años. ¿Me recuerdas mejor ahora? Mira por la mirilla, te voy a enseñar algo que te ayudará a recordar mejor aún.
Emilia estiró su camiseta intentando llegar a la mirilla de la puerta. Emitió un grito a la vez que volvía a golpearla.
- No me encuentro bien, vete, no voy abrirte, vete.
El grito ahogado de él se fue alejando al otro lado de la puerta.
Fue una hora de espera durante la cual Emilia se fijó a la puerta del Tercero Interior, esperando una señal, un atisbo de movimiento que le permitiera seguir con el debilitado plan. Golpeó la puerta y tocó el timbre tres o cuatro, diez veces, dejando algunas pausas. Nadie respondió. Pensó que la ayudarían. Pero con los ojos enfurecidos por las lágrimas y el cuerpo comprimido bajo una camiseta de años lejanos, no era la imagen más tranquilizadora para nadie. Se recostó en la barandilla de la escalera y se echó a llorar dispuesta a seguir esperando un poco más.
Las calles se le hacían interminables y sinuosas. Apenas podía conducir derrotada por su propia sed de venganza. En cuanto pudo se despojó de la absurda camiseta verde. Antes de poner en marcha el coche, abrió la ventanilla para lanzar fuera el último recuerdo inútil de su época infantil. Poco a poco las luces del hospital anunciaban el trajín habitual.
En la puerta de urgencias, las carreras y las prisas se sucedían como de costumbre en la última noche del año. Bajo las luces blanquecinas del mostrador, la noche había rehecho su desenfreno habitual. Emilia terminaba de rellenar los datos de una ficha. La enfermera le había dejado esa misión mientras ella iba a atender el último caso que había entrado.
- No hemos podido hacer nada por él… pobre hombre. Ya completo yo los datos, Emilia, ve a ayudar a tus compañeras. Lo mataron a golpes y lo arrojaron en el portal, no sabes cómo venía, destrozado. Me comentan que ya ha estado aquí, se llama Abel…
La respiración de Emilia se paralizó de repente; corrió hasta el box donde dos compañeras limpiaban restos de sangre y vísceras… Por debajo de la sábana blanca que cubría el cadáver, un pie lechoso asomaba indiscreto.