Veo caer la lluvia al otro lado del cristal. Aunque sé que no son más que gotas de agua, siento envidia de ellas. Porque están ahí fuera, y yo sigo aquí dentro.
Veo caer la lluvia como otras muchas veces. Solo que en esta ocasión algo me parece distinto. Quizás sea por el relámpago que acaba de rasgar el cielo en dos y con su luz cegadora me ha abierto los ojos. O tal vez haya sido el trueno que ha hecho temblar el suelo bajo mis pies y me ha sacudido por dentro. Qué más da. La cuestión es que de repente lo he visto claro, tan claro que no alcanzo a comprender cómo es posible que no lo haya visto hasta ahora. He estado ciega, tiene que haber sido eso. Una ceguera transitoria me ha nublado el entendimiento. ¿Qué otra cosa sino?
Ahora sé que me ahogo dentro de estas cuatro paredes yermas. Aquí metida me faltan las fuerzas, se me escapan las ganas de vivir, se me pudre poco a poco el alma. Veo mi reflejo en el cristal y no me reconozco. ¿Quién es esa chica con los ojos hundidos y la piel apergaminada que me mira amenazante?
La lluvia borra inesperadamente la imagen. Y una única idea se adueña rebelde de mi mente: tengo que escapar de aquí. Ahora lo sé. Todo lo demás no importa. Creía perdidas todas mis facultades pero descubro que no es así, que todavía soy capaz de ver más allá. Todavía.
Imagino un enorme ventanal de cristales transparentes y sin barrotes. Sigue lloviendo pero ahora también brilla el sol. La luz entra a raudales y me cubre entera, de la cabeza a los pies, devolviendo el calor a mis manos y a mis labios. Veo pasar una paloma blanca que me mira y me llama: “Ven, sal aquí fuera, volemos juntas”. Y luego dibuja un arco iris en el horizonte.
Eso es. Necesito notar el sol en la cara, y también el agua cristalina, sentir que arrastra todos mis miedos, todos los malos recuerdos, todas las dudas. Sería maravilloso percibir su aliento fresco sobre la piel, limpiándome por dentro y por fuera. ¿Cuándo fue la última vez que sentí la lluvia salpicándome la cara? ¿Acaso la he notado alguna vez? ¿Por qué me la niegan si puede hacerme tanto bien?
Aparto por un momento la vista de la ventana. La imagen que me recibe es lúgubre y deprimente. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Cómo es posible que haya acabado encerrada en un lugar como este? Me doy cuenta de que he recuperado también las ganas de luchar, de rebelarme. Tengo que trazar un plan, pero no sé por dónde empezar. Me siento en la penumbra de un rincón, temerosa de que alguien pueda adivinar los pensamientos que cruzan por mi mente. No pienso dejar que me los roben.
¿A quién podría recurrir? ¿Quién osaría echarme una mano en un sitio como éste? Me viene a la cabeza la cocinera, esa mujer rechoncha de ojos dulces. El recuerdo se materializa de repente. Destaca como un faro en medio de la niebla. Había tenido que pasar tres semanas encamada a causa de una pulmonía. Por fin había recuperado el apetito y ella, saltándose las reglas, me había llenado el plato hasta el borde de sopa humeante. Y bajo la servilleta descolorida, como un pequeño tesoro, encontré dos terrones de azúcar y un jugoso higo del huerto. Su sabor terroso inunda inesperadamente mis papilas gustativas. Sí, quizás la cocinera esté dispuesta a ayudarme.
Por fin puedo pasarle la nota que llevo guardada en el bolsillo desde hace dos largos días. Coincidimos en el pasillo interminable que conecta la cocina con el comedor. Ella avanza distraída esquivando a monjas e internas. Empuja un carro metálico cargado de manteles. Nada más verla deslizo la mano en el bolsillo. Mientras mis dedos buscan nerviosos la nota y luego se aferran a ella con fuerza, los músculos de mi cara se mantienen impertérritos. La alcanzo a medio pasillo. Hasta yo me sorprendo de la celeridad con la que la nota sale de mi bolsillo y aterriza en el carro. Noto que la cocinera, sorprendida, se detiene de repente, tres o cuatro pasos más adelante. Yo acelero el ritmo y me esfumo por la gran puerta de madera.
Mientras oigo de fondo la voz monótona de sor Mercedes, que me reprende por haber entrado en la biblioteca a la carrera, me repito una y otra vez el contenido de la nota: “Tengo que salir de aquí. Ayúdeme. Sé que no me defraudará”.
Por la noche entro en el comedor de puntillas y con el estómago encogido. La busco enseguida con la mirada mientras el corazón amenaza con salirse por la boca. Sus ojos desorbitados también me miran, asustados y atrapados a partes iguales por mi deseo. Trago bocado tras bocado lenta y mecánicamente. Hasta que el sabor amargo de la naranja me hace dudar. A lo mejor no es la persona adecuada, tal vez he malinterpretado las señales. Estoy tan poco habituada a pensar, a tomar mis propias decisiones, a juzgar a los demás.
Pero entonces noto una mano que, sigilosa, busca mi bolsillo derecho. Y luego, sin tocarme apenas, sin pararse siquiera un instante, empieza a recoger platos, vasos y cubiertos. Siento la presencia del papel a pesar de su peso insignificante, y me quema. Pero sé que tengo que ser paciente, que debo esperar a estar a salvo en mi habitación. Me cuesta como nunca esperar el toque de campana que indica que podemos retirarnos a descansar.
Estoy tumbada en la cama. Mientras espero que mi compañera se duerma, me concentro en el ruido de las gotas que golpean rítmicamente la ventana. Me imagino su sabor a limpio. Se deslizan perezosas, como si compitiesen por llegar primero hasta abajo, pero sin ganas. Por fin la respiración que se escapa del otro camastro suena acompasada, como la lluvia al otro lado de la ventana. Saco el trozo de papel y pulso el botón que alumbra la esfera de mi reloj. Me basta para leer la letra grande y clara: “No hagas nada; yo te buscaré”.
Casi no puedo creerlo. He escogido bien, he sabido encontrar una aliada. Y eso a pesar de las voces que suenan en mi cabeza, que siempre intentan confundirme, que no me dejan escuchar la lluvia. Soy mucho más lista de lo que ellos creen. Sólo tengo que esperar. Puedo hacerlo. Es fácil. Esperaré contando las gotas que golpean la ventana; hasta que pueda ser una de ellas.
Me despierto en media de la noche. Oigo voces. Enseguida me doy cuenta de que no salen de mi cabeza. Quizás por eso no alcanzo a entender lo que dicen. Alguien abre la puerta y la luz del pasillo se abre paso hasta mi cama junto a una de las voces. No estoy segura de si es la de la cocinera. Me dice que es la hora, que tengo que ir con ella, que va a llevarme donde nadie me moleste. Le pregunto si podré sentir la lluvia. Me dice que sí. La sigo medio adormilada, pero con un hormigueo en todo el cuerpo. Por fin voy a salir de ese lugar horrible. No sé cómo darle las gracias.