La tormenta Por Ana Riera

 

 mujer-y-lluvia-tristeVeo caer la lluvia al otro lado del cristal. Aunque sé que no son más que gotas de agua, siento envidia de ellas. Porque están ahí fuera, y yo sigo aquí dentro.

Veo caer la lluvia como otras muchas veces. Solo que en esta ocasión algo me parece distinto. Quizás sea por el relámpago que acaba de rasgar el cielo en dos y con su luz cegadora me ha abierto los ojos. O tal vez haya sido el trueno que ha hecho temblar el suelo bajo mis pies y me ha sacudido por dentro. Qué más da. La cuestión es que de repente lo he visto claro, tan claro que no alcanzo a comprender cómo es posible que no lo haya visto hasta ahora. He estado ciega, tiene que haber sido eso. Una ceguera transitoria me ha nublado el entendimiento. ¿Qué otra cosa sino?

Ahora sé que me ahogo dentro de estas cuatro paredes yermas. Aquí metida me faltan las fuerzas, se me escapan las ganas de vivir, se me pudre poco a poco el alma. Veo mi reflejo en el cristal y no me reconozco. ¿Quién es esa chica con los ojos hundidos y la piel apergaminada que me mira amenazante?

La lluvia borra inesperadamente la imagen. Y una única idea se adueña rebelde de mi mente: tengo que escapar de aquí. Ahora lo sé. Todo lo demás no importa. Creía perdidas todas mis facultades pero descubro que no es así, que todavía soy capaz de ver más allá. Todavía.

Imagino un enorme ventanal de cristales transparentes y sin barrotes. Sigue lloviendo pero ahora también brilla el sol. La luz entra a raudales y me cubre entera, de la cabeza a los pies, devolviendo el calor a mis manos y a mis labios. Veo pasar una paloma blanca que me mira y me llama: “Ven, sal aquí fuera, volemos juntas”. Y luego dibuja un arco iris en el horizonte.

Eso es. Necesito notar el sol en la cara, y también el agua cristalina, sentir que arrastra todos mis miedos, todos los malos recuerdos, todas las dudas. Sería maravilloso percibir su aliento fresco sobre la piel, limpiándome por dentro y por fuera. ¿Cuándo fue la última vez que sentí la lluvia salpicándome la cara? ¿Acaso la he notado alguna vez? ¿Por qué me la niegan si puede hacerme tanto bien?

Aparto por un momento la vista de la ventana. La imagen que me recibe es lúgubre y deprimente. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Cómo es posible que haya acabado encerrada en un lugar como este? Me doy cuenta de que he recuperado también las ganas de luchar, de rebelarme. Tengo que trazar un plan, pero no sé por dónde empezar. Me siento en la penumbra de un rincón, temerosa de que alguien pueda adivinar los pensamientos que cruzan por mi mente. No pienso dejar que me los roben.

¿A quién podría recurrir? ¿Quién osaría echarme una mano en un sitio como éste? Me viene a la cabeza la mujer-y-lluvia-tristecocinera, esa mujer rechoncha de ojos dulces. El recuerdo se materializa de repente. Destaca como un faro en medio de la niebla. Había tenido que pasar tres semanas encamada a causa de una pulmonía. Por fin había recuperado el apetito y ella, saltándose las reglas, me había llenado el plato hasta el borde de sopa humeante. Y bajo la servilleta descolorida, como un pequeño tesoro, encontré dos terrones de azúcar y un jugoso higo del huerto. Su sabor terroso inunda inesperadamente mis papilas gustativas. Sí, quizás la cocinera esté dispuesta a ayudarme.

Por fin puedo pasarle la nota que llevo guardada en el bolsillo desde hace dos largos días. Coincidimos en el pasillo interminable que conecta la cocina con el comedor. Ella avanza distraída esquivando a monjas e internas. Empuja un carro metálico cargado de manteles. Nada más verla deslizo la mano en el bolsillo. Mientras mis dedos buscan nerviosos la nota y luego se aferran a ella con fuerza, los músculos de mi cara se mantienen impertérritos. La alcanzo a medio pasillo. Hasta yo me sorprendo de la celeridad con la que la nota sale de mi bolsillo y aterriza en el carro.  Noto que la cocinera, sorprendida, se detiene de repente, tres o cuatro pasos más adelante. Yo acelero el ritmo y me esfumo por la gran puerta de madera.

 Mientras oigo de fondo la voz monótona de sor Mercedes, que me reprende por haber entrado en la biblioteca a la carrera, me repito una y otra vez el contenido de la nota: “Tengo que salir de aquí. Ayúdeme. Sé que no me defraudará”.

Por la noche entro en el comedor de puntillas y con el estómago encogido. La busco enseguida con la mirada mientras el corazón amenaza con salirse por la boca. Sus ojos desorbitados también me miran, asustados y atrapados a partes iguales por mi deseo. Trago bocado tras bocado lenta y mecánicamente. Hasta que el sabor amargo de la naranja me hace dudar. A lo mejor no es la persona adecuada, tal vez he malinterpretado las señales. Estoy tan poco habituada a pensar, a tomar mis propias decisiones, a juzgar a los demás.

Pero entonces noto una mano que, sigilosa, busca mi bolsillo derecho. Y luego, sin tocarme apenas, sin pararse siquiera un instante, empieza a recoger platos, vasos y cubiertos. Siento la presencia del papel a pesar de su peso insignificante, y me quema. Pero sé que tengo que ser paciente, que debo esperar a estar a salvo en mi habitación. Me cuesta como nunca esperar el toque de campana que indica que podemos retirarnos a descansar.

Estoy tumbada en la cama. Mientras espero que mi compañera se duerma, me concentro en el ruido de las gotas que golpean rítmicamente la ventana. Me imagino su sabor a limpio. Se deslizan perezosas, como si compitiesen por llegar primero hasta abajo, pero sin ganas. Por fin la respiración que se escapa del otro camastro suena acompasada, como la lluvia al otro lado de la ventana. Saco el trozo de papel y pulso el botón que alumbra la esfera de mi reloj. Me basta para leer la letra grande y clara: “No hagas nada; yo te buscaré”.

Casi no puedo creerlo. He escogido bien, he sabido encontrar una aliada. Y eso a pesar de las voces que suenan en mi cabeza, que siempre intentan confundirme, que no me dejan escuchar la lluvia. Soy mucho más lista de lo que ellos creen. Sólo tengo que esperar. Puedo hacerlo. Es fácil. Esperaré contando las gotas que golpean la ventana; hasta que pueda ser una de ellas.

VENTANA

Me despierto en media de la noche. Oigo voces. Enseguida me doy cuenta de que no salen de mi cabeza. Quizás por eso no alcanzo a entender lo que dicen. Alguien abre la puerta y la luz del pasillo se abre paso hasta mi cama junto a una de las voces. No estoy segura de si es la de la cocinera. Me dice que es la hora, que tengo que ir con ella, que va a llevarme donde nadie me moleste. Le pregunto si podré sentir la lluvia. Me dice que sí. La sigo medio adormilada, pero con un hormigueo en todo el cuerpo. Por fin voy a salir de ese lugar horrible. No sé cómo darle las gracias.

Sin rencor Por Elisa Pérez

ancianoTras el cristal de la ventana, la mano de la auxiliar retiraba el visillo para que el anciano pudiera ver el jardín. El rosario de pliegues de su frente se estiraban iluminados por el rayo que traspasaba con descaro la ventana de la habitación.

Moisés sonreía ante cualquier gesto de amabilidad o de atención. Sus días transcurrían tranquilos y sosegados.

  • Alguien ha preguntado por usted don Moisés.

Sin familia cercana viva, apenas recibía visitas. Era toda una novedad que alguien se acordara de él. La noticia alteró su rutina diaria. El “don” no era gratuito, realmente todo el personal adoraba a este personaje que llegó hace bastante tiempo a las puertas de la residencia, con una sola maleta en la mano, solicitando quedarse hasta que Dios quisiera.

  • ¿Quién es? —La joven auxiliar le ayudaba con mimo a asearse a diario, cuidando y respetando el extremo pudor que caracterizaba a ese ser de pelo muy blanco y abundante, cuyo cuerpo extremadamente delgado se soportaba, por el contrario, sobre unas piernas fuertes y aguerridas.
  • No sé. Ha dicho que se llama. Antonio Garmendia López.

Un escalofrío recorrió la mente de Moisés como si un cortocircuito hubiera roto los contactos eléctricos entre su corazón y su cerebro. El temple que le caracterizaba se vio alterado ante la sola mención de ese nombre.

En la sala dedicada a la recepción de visitas, los sofás de color crema estaban prácticamente vacíos. En uno de ellos un hombre con el pelo rizado muy oscuro, parecía pellizcarse las manos con nerviosismo, esperando a don Moisés.

  • Don Moisés, es un placer conocerle. —Con un efusivo apretón de manos le dio la bienvenida—. Tenía que haber venido antes, pero me ha costado localizarle, créame. Finalmente en la congregación me informaron que se había retirado a este lugar por voluntad propia.
  • Pero, hijo, ¿cómo has venido hasta aquí? Muy lejos te encuentras de los tuyos. — reposó sus ojos en la cicatriz perceptible en la frente del joven.

 La mañana transcurrió en una afable conversación entre ambos que parecían compartir más de lo que cabría esperar entre un viejo misionero, alejado del mundo, y un joven de color, de aspecto asustadizo y cariñoso a la vez. Se despidieron con un gran abrazo.

            – ¡Qué sorpresa ha tenido hoy! —La enfermera encargada de los medicamentos por la tarde descargaconocía bien la expresión del anciano— ¿Quién era ese joven?

Recuerdos guardados en la mente aún lúcida de Moisés, habían regresado con esa visita. A lo lejos podía oír el bullicio de los niños y las niñas que bajo el sol aplastante jugaban animosos mientras el escaso personal se dividía en multitud de tareas y oficios.

            – Moisés, es peligroso que salgas a estas horas. Recuerda las advertencias del gobierno.

             – No te preocupes por mí, debo seguir con mi labor, y desde aquí no es suficiente. Mi misión no está detrás de esa mesa, mi misión es cuidar de estos niños, pero también seguir la voluntad de Dios. Hay mucho que hacer ahí fuera.

Las advertencias le martilleaban aún, a pesar de los años transcurridos. Miró de nuevo por la ventana, la figura del joven Antonio se perdía por el inmenso jardín de la residencia sin mirar atrás.

Recordó cualquier mediodía, el sol comenzando a inclinarse con fuerza, lanzando de forma implacable sus rayos, en los caminos y senderos por los que cada dos días Moisés intentaba llegar hasta la aldea más cercana. Primero, caminando un trecho, luego se reunía con otro misionero de un albergue próximo en un camión de tercera o cuarta mano que servía de medio de transporte a la vez que de improvisado almacén para las escasas provisiones que podían recopilar.

El ruido del camión, el polvo del camino, los golpes con las plantas que intrusas se colaban en el espacio a recorrer o la conversación con el hermano Juan, hasta su muerte de malaria, y después con el hermano Pedro, se conservaban frescas en la recámara de la memoria de Moisés que, recostado ahora en su siesta diaria y apacible, rezaba con la Biblia en la mano, al igual que tantas y tantas veces antes lo hiciera en su refugio entre la selva de aquel país africano.

  • ¿Qué le pasa don Moisés? Pero bueno, ¡nostálgico usted!, no me diga eso que no voy a dejar que le vuelvan a visitar más.

No eran lágrimas, pero un llanto interior se traslucía por los ojos del anciano, percibido con sensibilidad por la enfermera al dejarle su ración de merienda.

  • ¿Quiere que le saque al jardín?

hands-compassion-banner_435_289Frases como esa le resultaban tan frecuentes y familiares en otro tiempo que no pudo evitar sentir melancolía. Él que, efectivamente, odiaba ese sentimiento, sometido sólo a la voluntad del Altísimo, dejándose arrastrar por sentimientos mundanos. Lo vivido ahí estaba, su misión cumplida, la voluntad divina quiso que fuera antes de tiempo.

Entre la magnitud del bosque, los ruidos del camión aumentaban por días, todo rechinaba o rozaba; parecía que su engranaje de piezas fuera a deshacerse en cualquier momento. Los brincos dentro ya no sorprendían al hermano Moisés o al hermano Pedro que mantenían igualmente su locuaz charla.

No oyeron nada, apenas los escucharon acercarse. Sólo un golpe seco en el cristal delantero les avisó de que un grupo de jóvenes se habían subido a la parte trasera del camión, y proferían gritos al ritmo de una especie de cántico.

Lo siguiente no hubo tiempo de evitarlo, ni siquiera de lamentarlo. Fueron arrastrados, golpeados, zarandeados, despojados de su hábito gris y de sus pocos enseres. Moisés no tenía miedo, estaba en manos de Dios, pero Pedro, más joven e inexperto rezaba e imploraba para que no les hicieran daño. Fueron minutos, quizás horas, pero en la distancia del recuerdo a Moisés le parecía revivirlo segundo a segundo.

Fue, sin duda, el peor momento de su vida como misionero. Las armas embestidas apuntando primero hacia el cielo, y luego en dirección a sus frágiles cuerpos, denotaban una gran ferocidad en ese grupo de chicos que, recuerda hoy, no superaban los dieciséis o diecisiete años. Quiso hablarles, reconocerles, pero sus manos y sus dientes blancos se movían con agresividad sin querer ni esperar la reacción de los otros. Eran los dueños, los dominadores de la situación. Entre ellos alguien dirigía, daba órdenes obligando a golpear aún más fuerte, a destruir con mayor ensañamiento, a cantar su himno con más pasión. Otro le seguía y jaleaba su ferocidad, con una brecha en la frente inconfundible. Años más tarde, cuando le tocó consagrar a un grupo de nuevos misioneros, se le acercó ese mismo joven, llamado Antonio Garmendia con la cicatriz más tensa por el paso del tiempo y con el rostro mas relajado por la decisión que iba a tomar para el resto de sus días.

Moisés en aquel calabozo natural improvisado, entendió que sus días como hombre y como misionero habían concluido. Nadie en medio de aquel bosque tropical que desde hacía cinco años constituía su único espacio vital, le tendió la mano; sólo el odio y la rabia incomprensible, dominaban las almas de aquellos jóvenes.

Hoy desde la residencia confortable y amable en la que agotaba su vida, recordaba la intensidad de sus pasiones, entendía su crueldad e incluso les perdonaba.

Recordó cómo les arrastraron hasta un claro del bosque. Había una especie de poblado compuesto por chozas rudimentarias. De ellas salían algunas niñas más jóvenes aún que sus captores. Las armas desfilaban con impunidad entre ellos.

Moisés parecía reconocer esas caras, oler sus cuerpos poco tiempo antes correteando por el patio de su centro de refugio y lamentaba su fracaso.

Transcurridos los años volvía su memoria a aquel acontecimiento con pena. No había rencor, sólo dolor y pena.

Una de las niñas, líder sin duda del resto, en postura manifiestamente hostil y provocadora, le golpeó con el fusil y le rasgó el hábito de arriba abajo. Rió con descaro, seguida del resto de jóvenes. El de la cicatriz, más fuerte que ninguno. Moisés aun habiendo transcurrido más de cuarenta años, recordaba con nitidez lo que sintió al contemplar su cuerpo desnudo y las risas de los demás. Una honda y manifiesta desesperación se dejaba entrever tras la dentadura infantil del grupo.

No duró mucho el cautiverio. Había oído que los grupos menos organizados los retenían emulando secuestros pero, sin saber qué hacer con ellos, finalmente liberaban a sus capturados a los pocos días. Con ellos no fue diferente. La tercera noche, mientras descansaban sobre unas rocas, sin mediar más palabras, les indicaron que se levantaran y se fueran. Nadie dijo nada, ni Pedro ni él volvieron la espalda pensando ambos a la vez que si lo hacían adelantarían su final. El denso bosque tropical jamás resultó más placentero que cuando lo fueron dejando atrás.

– Vamos adentro Moisés, comienza a hacer frío.

Los recuerdos de aquel terrible día le habían mantenido absorto en sus pensamientos toda la tarde. La enfermera había notado el ensimismamiento de su querido anciano.

  • Vamos al comedor, tengo una sorpresa para ti.

ancianoEl joven que le había visitado esa mañana dejó un regalo para él en recepción antes de marcharse. El viejo misionero lo abrió con sosegada emoción; hacía tiempo que había dejado de ilusionarse por las cosas terrenales. Una vieja fotografía del centro, fundado y mantenido durante bastante tiempo por Moisés y su congregación, en la que había un grupo de niños y niñas junto a una serie de adultos. Entre ellos su director. El parecido con el joven negro que se presentó a verle era inmenso. Detrás de esa, otra foto más actual del mismo lugar convertido en una escuela.

Sobre el mostrador de la recepción de la residencia una mano arrugada y frágil estrujó las dos fotografías al tiempo que las arrugas de la frente dejaban paso a recuerdos ya olvidados.