La Incógnita. Relato de Paula Alfonso

Me aproximé a la ventana con la completa seguridad de que la vería, corrí el visillo y así fue. Por el centro de la calzada, como si no hubiera acera, caminaba aquella mujer, deprisa y con la mirada al frente, como iba siempre, dando la sensación de que ante sus ojos se dibujara ya la meta que pretendía alcanzar.

Era pequeña de estatura, no creo que superara el metro cincuenta, y respecto a su edad ¿50? ¿60?,… , no sé precisar más este dato. Su atuendo siempre era el mismo: pantalones marrones, que a juzgar por las vueltas que llevaba a la altura de los tobillos no parecían de su talla, chaquetón gris bastante raído, zapatos sensiblemente deformados, que ponían en evidencia las irregularidades de unos pies que habrían caminado demasiado y, por último estaba su pelo; un pelo, negro y escaso, grasiento, al menos en apariencia, que caía mortecino hasta la mitad de su espalda.

Independiente de que fuera verano o invierno, en ocasiones bajo condiciones climáticas verdaderamente adversas, aquella mujer pasaba bajo mi ventana todos los días dos veces y siempre en las mismas horas, a las 8,45 subía la calle y a las 17,35 la bajaba.

Sin que pueda decir qué fue, en aquella mujer hubo algo que me atrapó, hasta creo que acabé obsesionándome con ella. Más de una vez me sorprendí tras los visillos esperándola a la hora que solía pasar, y nunca me defraudó. Lo primero que aparecía eran sus desgastados zapatos, daban la vuelta a la esquina y enfilaban mi calle, y ya, sin poder separar los ojos de ella, la seguía hasta que la distancia me devolvía su imagen distorsionada.

¿A dónde iba?, ¿de dónde venía?

Lo lógico era pensar que formaría parte de ese ejército de mujeres que desde extrarradios deprimidos de la gran ciudad se desplazan diariamente hasta zonas residenciales como esta para trabajar en la limpieza de algún chalet o casa grande, pero esa solución no acababa de dejarme satisfecha, porque aparentemente carecía de los modos refinados que suelen exigir sus propietarios a la gente que contratan para su servicio, o al menos yo desde mi ventana no se los veía.

Busqué otras posibles explicaciones que justificaran su puntual y rutinario ir y venir, pero la falta de certezas, las volvía cada vez más descabelladas y tuve que abandonar.

Había conseguido tenerla casi olvidada, cuando una mañana, mientras me arreglaba para salir, escuché en la calle un extraño alboroto, los ladridos enloquecidos de un perro se mezclaban con gritos de auxilio de una mujer.

Desde la ventana vi que, pertrechada contra la pared y ofreciendo como única defensa un viejo y destartalado bolso que apretaba contra su pecho, una mujer trataba de defenderse de un perro de gran tamaño que ladraba y le mostraba sus dientes de forma amenazadora, parecía que de un momento a otro iba a saltar sobre ella, para hacerla pedazos. Sin pensarlo dos veces cogí mi abrigo y el paraguas más grande que encontré junto a mi puerta y corrí en su ayuda. El animal, al sentir mis pasos, se giró, pero no debió considerarme gran amenaza, porque, siguió ensañándose con su presa. Avancé con idea de protegerla y fue en ese momento cuando reconocí en ella a la mujer que me había mantenido tan intrigada en el pasado.  La voz de un hombre, que venía despavorido hacia nosotras, alertó al animal, que al verlo abandonó todo signo de fiereza, fue a su encuentro y sin ofrecer resistencia se dejó poner mansamente la correa.

-Lo siento, se me ha escapado y no he podido….

Empezó a decir a modo de disculpa

-Pues ha estado a punto de acabar con esta pobre mujer, mire como está. Además, es ilegal llevar los perros sueltos ¿lo sabe?, podemos denunciarle por ello. Es increíble que todavía pasen estas cosas

Le hubiera dicho mucho más, estaba tan enfadada, tan indignada…, pero no me dio tiempo, al escuchar la palabra denuncia tiró de su perro y ambos salieron huyendo de mi amenaza.

Al sentirse a salvo,  la pobre mujer se le doblaron las piernas y acabó sentada en el suelo. Me arrodillé a su lado y le toqué las manos, las tenía heladas, apoyó  la cabeza en la pared y cerró los ojos, estaba muy pálida. Intentó hablar, pero un intenso temblor le impedía articular palabra.

Finalmente, con voz apenas audible dijo

– Yo no he hecho nada señora, el perro se abalanzó sobre mí y me empujó contra la pared, pero yo no le hice nada.

-Ya lo sé, no tiene por qué disculparse, aquí el único culpable es el dueño del perro por llevarlo suelto.

Respondí todavía indignada

Vi que tenía un bolsillo del chaquetón prácticamente arrancado y en la pierna una pequeña herida que comenzaba a sangrar.

-Mire, yo vivo justo ahí enfrente, esas ventanas de la primera planta son las mías. Déjeme llevarle a mi casa para curarle esa herida y prepararle algo caliente, verá como enseguida se repone.

No contestó, lo que me hizo entender que aceptaba mi ofrecimiento. Me puse en pie, la mujer lo intentó, pero su pequeño cuerpo se había quedado sin fuerza y casi tuve que atravesar la calle con ella en brazos.

Ya en casa la acomodé en el sofá, cubrí su cuerpo, que todavía temblaba, con una manta y fui a buscar todo lo necesario para curarle la herida.

No parecía importante, era algo más profundo que un arañazo pero enseguida dejó de sangrar, después de desinfectárselo y cubrirlo  con un apósito, me dirigí a la cocina y busqué en el cajón de las infusiones un sobre de tila.

Lo aceptó de buen gusto y, tras dar los primeros sorbos, me susurró.

-Gracias señora, muchas gracias.  Es usted muy buena

Ahora que ya estaba más tranquila, su voz sonaba dulce, tierna, melodiosa, nunca la hubiera imaginado así, no concordaba con su aspecto casi desaliñado o con la extrema y persistente seriedad en su rostro. Pero lo que realmente me sobrecogió fueron sus ojos, desprendían tal melancolía y tanta tristeza que, al mirarte, igual que la niebla en una noche oscura, te sentías invadida por completo.

¿Se encuentra mejor?

-Creo que sí

-Pues eso es lo importante- le respondí tomando sus manos entre las mías para que entraran en calor.

Permanecimos un tiempo en silencio y de pronto, como accionada por un resorte, se incorporó, echó la manta hacia atrás y quiso ponerse en pie, pero las piernas no le respondieron y se desplomó de nuevo sobre el sofá.

-No tenga prisa en levantarse, después del susto que ha pasado es normal que ahora se sienta débil.

-Es que tengo que irme, tengo que irme- dijo nerviosa.

Supuse que estaría preocupada porque iba a llegar tarde a su  trabajo y quise tranquilizarla asegurándole que yo la acompañaría y si era necesario hablaría con sus jefes o quien fuera contándoles lo sucedido.

-Seguro que entenderán el retraso.

Ella volvió a mirarme fijamente y esta vez sus ojos parecían dos pozos profundos a los que daba miedo asomarse.

-Yo no tengo jefes. Pero he de seguir mi camino.

-Bueno, cuando usted se recupere, me dice adonde la tengo que llevar, cogemos mi coche y verá como llegamos enseguida.

Con cierta desgana,  molesta o tal vez decepcionada porque no la hubiera entendido, volvió  la cabeza hacia otro lado.

-Tengo que comprobar que ha llegado bien, que no le ha pasado nada.

Dijo casi en un susurro, como si hablara para ella misma.

Seguía sin entender a qué se refería, pero esta vez preferí callar y dejar que fuera ella, si lo creía conveniente, quien me lo explicara.

-Se trata de mi hijo, mi tesoro, lo único que tengo en la vida.

 

Hizo una pausa, que más pareció una reverencia y siguió después

-Siendo muy pequeño los médicos le diagnosticaron una enfermedad incurable que sin tardar mucho acabaría dejándolo ciego. Mi marido no pudo soportarlo y se marchó, pero acabó dándome igual. Es cierto que al principio le odié, maldije una y mil veces su cobardía, pero después se lo agradecí, porque así los dos solos hemos vivido y vivimos el uno para el otro.

Tomó la taza y bebió, tal vez necesitaba tomar fuerza para lo que continuaba después

-En un principio no creí aquel diagnóstico, preferí pensar que aquellos médicos eran unos necios, que se equivocaban, en alguna parte habría otro más sabio que, tras explorarle, me llamaría para decirme que todo había sido un error, que mi hijo se pondría bien. En una búsqueda desesperada recorrí un sinfín de consultas y en todas ellas me decían lo mismo: su hijo se va a quedar ciego, la enfermedad que tiene es incurable.

Pero dígame señora, ¿cómo una madre va a aceptar eso?, cómo yo iba a asumir que los ojos de mi hijo, azules como luceros, llegarían a quedarse sin vida. Tenía que haber algún modo de evitarlo y con esa absurda ilusión continué buscando.

Se aproximó a la mesa, tomó la taza y apuró la tila que quedaba. Me ofrecí a prepararle otra, pero con un gesto de su mano me dijo que no.

-Me orienté entonces hacía curanderos, brujos, santeros y todo este tipo de gente, incluso aunque no creo en Dios, visité con mi hijo todos aquellos lugares en los que me decían que por haberse aparecido la virgen o cualquier otro santo se multiplicaban allí los milagros.

Como se habrá imaginado tuve que trabajar de noche y de día en cualquier cosa que me saliera  para poder hacer frente a todo este loco dispendio, pero no me importaba, lo hacía por mi hijo.

Un día cansada y decepcionada decidí volver al primer médico que visitamos, el primero que me dio el fatal diagnóstico, recordaba a mi hijo perfectamente y  tras hacerle la exploración no varió un ápice en su dictamen, mi hijo caminaba hacia la ceguera absoluta, pero añadió algo más que hasta el momento nadie me había dicho. “mi consejo es que, en vez de malgastar el tiempo en buscar una solución, que no existe, lo emplee en enseñar a su hijo a valerse por sí mismo, es decir prepararlo para el momento en que llegue la ceguera absoluta.

Aunque entendí perfectamente a lo que se refería, supe que me iba a resultar muy difícil seguir su consejo. Hasta ese momento mi vida se había centrado en proteger a mi hijo, llevarle de la mano para que no se dañara, acercarle las cosas que por sí solo no encontraba, él no hacía prácticamente nada era yo sus pies y sus manos. Si seguía aquella recomendación tendría que actuar de modo totalmente contrario, dejar que hiciera las cosas solo, asistir de forma pasiva a sus errores, a sus fracasos … Qué difícil me iba a resultar, pero “el bien de mi hijo” era razón suficiente, para al menos intentarlo.

Efectivamente, al principio sufría mucho cuando desde mi ventana le veía en la calle, con su andar vacilante, tropezar con los alcorques de los árboles o equivocarse de portal para entrar en casa. Aun sabiendo que no podía escucharme, tras los cristales le gritaba, cuidado, cariño, tuerce a la derecha, tienes de frente una esquina, esa puerta no, la siguiente o simplemente rompía a llorar indefensa   cuando chocaba con un niño que jugaba tranquilo a la pelota. Pero después no me quedó otra que apretar los dientes con rabia y sujetarme fuertemente los brazos para permanecer en mi cocina y no acabar sucumbiendo a la tentación de bajar las escaleras, tomar la mano de mi hijo y cubrirle de besos, como hacía antes.

Después le concedieron una plaza en la residencia de invidentes, que está cerca de aquí. Para entonces se movía ya mejor, su sentido de la orientación se había desarrollado y por tanto eran pocos los fallos que cometía. Pero para llegar hasta aquí tenía que levantarse a las 6:30, caminar hasta el metro, después el cercanías y, por último, recorrer el camino hasta la residencia. Para él era mucho, pero para mí todavía más.

La noche previa a que mi hijo hiciera por primera vez ese recorrido, no pude dormir, y eso que nos habíamos pasado semanas enteras estudiándolo. Sabíamos todos los cruces, conocíamos los puntos peligrosos, las salidas de garajes, pero aun así tenía mucho miedo. Mi corazón me pedía acompañarle, pero mi cabeza me exigía con dureza dejarle solo. “Es por su bien”, me repetí mil veces, “es por su bien”, ¡malditas palabras!

Al apuntar las luces del día, tenía ya tomada una decisión, una decisión que en principio era solo para esa jornada, pero que ha acabado convirtiéndose en una rutina que mantengo hasta hoy. Cada mañana me despido de mi hijo en la puerta de casa, le veo tomar el ascensor y después desde la ventana, salir del portal, desplegar el bastón y caminar en la dirección correcta. Es en ese momento en que desaparece de mi vista cuando me pongo en acción. Rápidamente me visto, cojo mi viejo bolso en el que llevo lo estrictamente necesario y corro hasta la calle para seguir sus pasos.  Me subo en el mismo anden que él, pero alejada, lo mismo hago en el cercanías, nos bajamos en esta estación y finalmente tomamos calle arriba camino de la residencia. Hasta ahora nunca ha sido consciente de mi presencia, para ello tomo mis buenas precauciones, pero temo el día que ocurra, que mi estrategia quede al descubierto. Seguramente me obligarán a cesar y con ello se me privaran de la dicha de verle caminar entre la gente, tan guapo, tan seguro, tan elegante…

 Cuando traspasa las puertas de la residencia me siento en un banco, lejos de las ventanas del edificio eso sí y pacientemente dejo pasar las horas, echo migas de pan a los pájaros o leo algún periódico o revista atrasado que encuentro en las papeleras. A veces alguien se sienta a mi lado y puedo entablar una conversación, pero son escasas estas oportunidades. De todos modos, la tarde llega pronto y cuando escucho la campana de la residencia anunciando la salida de los internos, me pongo tan contenta porque llega el momento de volverlo a ver. Es siempre de los  primeros en abandonar el edificio, pasa por delante de mí ignorándome, dejo que avance, y cuando la distancia me parece segura sigo sus pasos y ambos iniciamos el viaje de retorno a casa.

-Y ahora créame, tengo que irme.

De manera decidida se incorporó, echó la manta hacia atrás y se puso en pie. A través de sus movimientos pude comprobar que estaba totalmente repuesta, y eso me tranquilizó. Antes de irse, le insistí en que ahora que conocía mi casa, si algún día tenía cualquier necesidad, no dudara en llamar, para mí sería un placer volver a verla.

Me expresó de nuevo su sincera gratitud y se marchó con una sonrisa en los labios

Desde la ventana, igual que tantas veces hice en el pasado, vi como se alejaba, cualquiera hubiera afirmado que se trataba de la misma mujer de entonces, sus mismos andares, la misma insistencia en mirar a lo lejos, pero para mi era una mujer diferente, ya no representaba una incógnita, ni podría volver a elucubrar sobre ella con explicaciones sin base alguna, ahora aquella pequeña e insignificante mujer, con sus zapatos gastados, y su viejo bolso fuertemente cogido, se había convertido en toda una lección de vida.

Al tomar la manta que había quedado en el sofá para doblarla, algo cayó al suelo, era una pequeña carpeta de plástico amarillento y muy gastada con papeles doblados dentro. Seguramente se le habría caído del bolsillo del chaquetón que el perro casi le arranca o de su bolso que no cerraba bien.

Me disponía a dejarla sobre la mesa con la intención de entregársela al día siguiente, cuando algo dentro del plástico llamó mi atención, en el interior de la carpeta se veía una fotografía bastante gastada, la tomé con cuidado y me sorprendió ver en ella a un chico de unos 16 o 17 años rubio, guapo, que miraba al frente y sonreía, sus ojos eran de un azul maravilloso, pero tenían una expresión extraña, difícil de explicar. Una mujer con un vestido de fondo blanco y flores de colores muy vistosa, le tenía cogido cariñosamente por los hombros. Estaba sutilmente maquillada y presentaba una media melena brillante y ondulada.  Me costó mucho reconocer en ella, a la misma mujer que acababa de abandonar mi casa, pero no había duda, era ella.

Me dispuse a devolver la foto al interior del plástico, pero un papel que había también en su interior se plegó. Intenté extenderlo, pero tuve que sacarlo. Era un viejo recorte de periódico en el que  el tiempo y las muchas dobleces habían borrado buena parte del texto, pero, con dificultad, aún se podía leer el titular. “Tras saltarse un semáforo en rojo, un conductor que dio positivo en alcoholemia, atropella a un joven invidente causándole la muerte de manera instantánea”. En uno de los lados debió incluir una instantánea que ahora estaba prácticamente borrada, solo quedaba de ella el pie que decía “La madre del joven, llora desesperada sobre el cadáver de su hijo”.

El recorte era del 24 de septiembre de 2021, habían transcurrido tres años desde este lamentable suceso.

 

Unos hermosos ojos verdes Por Ana Riera

 

hombre-solitario

 

—A veces pienso que me equivoqué, que tomé la decisión incorrecta.

Elisa siente por un instante que un extraño sentimiento parecido a la nostalgia se apodera de ella. Quizás por eso agita inconscientemente las manos con fuerza, para alejar la desazón. A estas alturas del camino sabe por experiencia propia que no sirve de nada atormentarse por los caminos desestimados, por lo que pudo haber sido y no fue. Pero escuchar la revelación de su madre, así, de forma tan imprevista, la ha perturbado.

—Pero tienes que entender que eran otros tiempos, que por aquel entonces las cosas eran muy distintas. Ahora sería absurdo, incluso ridículo, pero entonces te aseguro que no lo era, no señor.

Se da perfecta cuenta de que su madre le dice todo eso, de que necesita sincerarse tras todos esos años, porque en ese momento se siente vulnerable. Está asustada como nunca antes lo ha estado y su edad avanzada le induce a hacer recuento de su vida. Probablemente no le gusta lo que ve, le apetecería poder mudarse a otra realidad. Pero lo cierto es que la vida casi siempre nos arrolla y resulta difícil escapar. Elisa sabe todo eso y sin embargo no puede evitar que un pensamiento mundano cruce por su cabeza: “¡De modo que yo habría podido tener unos hermosos ojos verdes!”. Sin duda es fruto de un viejo anhelo de cuando apenas si levantaba unos palmos del suelo. Quería tener unos hermosos ojos verdes, a poder ser un poco rasgados, de esos capaces de cautivar con una sola mirada. Se avergüenza de pensar todo eso justo en ese momento, cuando su madre le ha abierto el corazón de par en par. Respira hondo un par de veces e intenta olvidarse de sí misma. Es entonces cuando descubre que en realidad la revelación no la ha sorprendido. Y eso la deja boquiabierta. Tal vez por eso, porque en realidad lo ha vivido como una confirmación, se ha atrevido a preguntarle quién era él, el hombre del que estaba realmente enamorada pero con el que jamás llegó a comprometerse.

—Ricardo.

Claro, Ricardo. ¿Quién si no? Esa respuesta la tranquiliza. Es alguien a quien conoce, que le cae bien, que encaja en la historia. Le pregunta a su madre qué ocurrió, por qué no acabaron juntos si le conoció antes que a su padre.  Su madre no se hace de rogar. Las palabras fluyen de su boca con naturalidad. Habían salido algunas veces, pero eran tan jóvenes… además, él tenía que marcharse a cumplir con el servicio militar. Y no hizo como otros, que se comprometían antes de partir, si no que le dijo que ya hablarían cuando volviera. Y luego ocurrió eso.

Elisa piensa por un breve segundo que quizás debería interrumpirla, pero su curiosidad es demasiado grande. Así que la deja seguir sin decir nada. La madre retoma el relato. Una tarde como otras muchas, mientras hacía las tareas sentada en su escritorio, dos de sus hermanas se pusieron a charlar, seguramente con la intención expresa de que ella lo oyera todo. Hablaron de Ricardo. Era el hermano de la mejor amiga de una de sus hermanas, así que lo conocían desde siempre.

—Recuerdo perfectamente sus palabras. Dijeron que estaba claro que lo era, que lo sabía todo el mundo. Por eso estaba trabajando de dependiente en una mercería, cómo si no iba a buscarse ese trabajo, vender blondas y cintas, eso según ellas sólo lo hacías si eras homosexual. Vamos, que estaba clarísimo. Ricardo era homosexual y lo sabía hasta el apuntador.

Para su madre fue oír esa palabra maldita y venírsele el mundo abajo. Hizo ver quehombre-solitario seguía con las tareas como si nada, como si no fuera con ella, pero el corazón se le partió en dos, todo a su alrededor se hizo trizas. Luego dijo a sus hermanas que había terminado, que se iba porque había quedado en darle una clase particular a la hija de los Martínez. Una vez en la calle, lejos de miradas escrutadoras, ya no fue capaz de seguir conteniendo las lágrimas. Corrió a una plazoleta cercana y se sentó en un banco a llorar. Insegura, inexperta, no solo no dudó ni por un instante de lo que acababa de oír, si no que pensó que todo encajaba. Por eso Ricardo se marchaba a la mili sin comprometerse. No quería herirla y ponía distancia, para que la cosa se enfriaría y ella le olvidaría.

—Tienes que pensar que era otra época, que ser homosexual era un pecado, lo peor de lo peor.

Elisa sabe que su madre no miente por los vívidos recuerdos que atesora de ese día funesto. Está segura de que si cierra los ojos puede recordar incluso cómo olía el aire, que a pesar de que todavía hacía calor, el frío se apoderó de su cuerpo convulso, que tuvo que hacer un gran esfuerzo por serenarse y regresar a casa como si efectivamente volviera de dar una clase a la caprichosa hija de los Martínez, que se acostó pronto pensando que el calor de las sábanas la serenaría un poco pero que las encontró húmedas y heladas. Se da cuenta entonces de que su madre sigue impasible con el relato. Le explica que, asustada y dolida, cedió ante la insistencia del que acabaría siendo su padre.

De nuevo ese curioso pensamiento cruza por la mente de Elisa: “¡De modo que yo habría podido tener unos hermosos ojos verdes!”.  No acaba de entender por qué cerca de cumplir medio siglo, ese descubrimiento parece ser tan importante. Sabe perfectamente que si hubiera tenido unos hermosos ojos verdes de mirada risueña como los de Ricardo ya no habría sido ella. Es plenamente consciente de que cualquier pequeño cambio en la sucesión de acontecimientos habría alterado por completo todo lo sucedido a continuación. Como consecuencia, ella ya no sería ella, al menos no como era entonces, como se reconocía. Sería otra, o ni siquiera existiría. Y sin embargo no consigue sacarse esa idea de la cabeza. Para huir de sus pensamientos, le pregunta a su madre cuándo volvió a colarse Ricardo en su vida, si fue en cuanto regresó de hacer el servicio militar. Pero descubre que fue mucho más tarde. La primera vez que su padre enfermó de una rara dolencia, cumplidos ya los sesenta. La hermana de su madre había conservado todos esos años la amistad con la hermana de Ricardo. Solían salir a comer o al teatro de vez en cuando, y la invitó a uno de esos encuentros para que se distrajera un poco. Casualmente ese día también se unió a ellos Ricardo.

—Desde entonces somos buenos amigos. De hecho es mi principal confidente, el único al que puedo llamar si estoy mal.

Elisa se da cuenta de que su madre no le ha aclarado todavía una cuestión fundamental. Quizás a estas alturas ya no le parezca importante. A pesar de ello, no puede evitar que brote de sus labios la pregunta. No sabe muy bien cuál es la razón pero necesita saber si realmente es homosexual o no.

—Eso llegó mucho más tarde, cuando ya hacía años que volvíamos a ser amigos. Una triste tarde de noviembre fuimos a merendar a una pequeña granja. Tomé un suizo y una ensaimada. Fue él quien sacó el tema. Me preguntó qué había ocurrido, porqué había desaparecido y no había vuelto a dar señales de vida. Se lo conté. Me dijo que no se lo podía creer, que había pensado de todo, de todo menos eso, que jamás se le habría pasado por la cabeza. Y entonces le pregunté, claro. Y me dijo que no, que nunca había sido homosexual.

Elisa se queda dándole vueltas a estas últimas palabras. Le parece increíble que un solo vocablo, un vocablo que para ella nunca ha significado el más mínimo problema, haya podido determinar hasta ese punto la vida de su madre. Entiende que eran otros tiempos, claro. Pero no puede dejar de pensar que también fue por la forma de ser de su madre y sus circunstancias, por sus miedos y sus limitaciones, por su forma de procesar esa información. Que a pesar de ser otra época ella podría haber actuado de otro modo. Pero tomó una decisión. Levanta la mirada y se encuentra con los ojos de su madre que le suplican comprensión. Y toma también una decisión. Le dice que no tiene sentido pensar en lo que pudo haber sido, que no sirve de nada. Que cree que no se equivocó, porque en los últimos años, cuando más lo necesitaba, ha contado con un buen amigo que le ha hecho compañía y le ha ayudado a soportar los momentos difíciles, y que eso no tiene precio. Que nunca sabrá si habrían funcionado como pareja, pero sabe que sí funcionan como amigos. La sonrisa agradecida de su madre le confirma que ha hecho lo correcto.

ieu05vico8qqx0zqjj60r5

Más tarde, mientras avanza sin prisas por el paseo marítimo, Elisa se queda atrapada  por el color turquesa de las aguas, que se muestran extrañamente revueltas.  Y de repente no puede evitar que ese pensamiento se cuele una vez más en su mente: “De modo que yo podría haber tenido unos hermosos ojos verdes”.

Tarde de lluvia Por Paula Alfonso

 

—No importa, voy bien equipada -le respondí un tanto prepotente-.

Ajusté la mochila a mi espalda, abotoné el chubasquero, me cubrí con su capucha, abrí la puerta y comencé a caminar a paso ligero como aconsejan los endocrinos en estos casos. A escasos metros me detuve, pero solo para cerciorarme de que la aplicación que expresamente había bajado en el móvil funcionaba correctamente, así era, llevaba dos minutos andando, había avanzado 150 metros y quemado 4 calorías.

—Esto funciona -me dije animosa mientras guardaba el móvil en el bolsillo y reanudaba la marcha-.

Subí por la empinada cuesta que me lleva a Menéndez Pelayo y en su cima, casi sin resuello, tuve que pararme para elegir dirección. En frente tenía el Parque del Retiro, atravesándolo llegaría a Cibeles, subiría después Gran vía y enseguida, en una de sus calles paralelas la ansiada meta, las puertas del teatro. Pero había oído que se esperaban inminentes fuertes ráfagas de viento, y por tanto se desaconsejaba transitar ir por zonas arboladas, así que resolví que en vez de cruzar el Retiro lo rodearía. Fatal decisión, ya lo adelanto.

En aquellos momentos, la tarde era ya de perros, llovía con intensidad y Menéndez Pelayo estaba casi desierta, pero yo me sentía bien, con mis manos guardadas en los bolsillos, mis deportivas especiales para caminar, la mochila a la espalda, la cabeza bien tapada bajo la capucha…, hubiera sido una cobardía abortar mi plan. Cuando llegué a O’Donnell giré para dirigirme hacia la calle de Alcalá; durante los siguientes metros caminaría entre la alta verja del Retiro a mi izquierda y una calzada de cuatro carriles por la que no paraban de circular coches a mi derecha. No llevaba mucho en esta nueva etapa de carrera cuando tuve que echarme a un lado para que una chica con un abrigo de paño marrón y paraguas amarillo me adelantara, al parecer tenía prisa y la acera era tan estrecha que las dos a la vez no cabíamos, musitó un “gracias” apenas perceptible y siguió su camino.

—Qué manía tiene la gente de utilizar paraguas -pensé mientras se alejaba-, a mí me resultan engorrosos, pero ella con sus zapatos de tacón, medias y abrigo de paño estaría ya calada si no lo llevase.

De pronto noté ligeras salpicaduras en las piernas, un coche acababa de pasar por encima de un charco y me había mojado. Quedé quieta mirándolo con mi peor cara mientras se alejaba y cuando creí que ya era suficiente, me dispuse a seguir, pero justo en ese momento, una ducha, ¿qué digo una ducha?, un torrente me anegó por entero, cara, ojos, cuello, piernas, deportivas… fue como si alguien con toda su fuerza hubiera lanzado sobre mí un barreño grande de agua, un desastre. Sin darme apenas tiempo a reaccionar me alcanzó un segundo jarreo más intenso aún de un segundo coche, y a este le siguió un tercero. Era increíble, con la misma alegría y determinación que si llevaran un fueraborda los conductores surcaban el agua acumulada en los baches provocando un auténtico sunami que caía despiadadamente sobre nosotras, las pobres transeúntes, que estábamos atrapadas en la acera. Porque a pocos metros la chica del abrigo de paño, que me había adelantado sufría mi misma experiencia, pues en su intento por defenderse, doblada sobre sí misma, orientaba hacia los coches su paraguas, pero daba igual, la ola superaba el paraguas y cualquier otro objeto que se hubiera interpuesto para derramarse inmisericorde sobre ella.

Dicen que las desdichas en compañía se hacen más llevaderas o al menos así pensé yo, y como pude, zarandeada por los repetidos jarreos, llegué a su lado. La intención que tuvo nada más verme fue meterme también bajo su paraguas.

—No -le dije- mejor corramos.

Pero era imposible avanzar en medio de tanta adversidad.

En un momento dado sentí que mi paciencia se acababa y decidí atacar. Con paso firme avancé hasta el mismo bordillo y allí, a cuerpo descubierto, empecé a pedir a los conductores mediante gestos y alguna que otra palabra obscena que aminoraran su marcha, que entendieran nuestra situación, pero muchos de ellos me ignoraron dejando caer sobre mí el consabido maremoto, entonces tremendamente irritada y chorreando de arriba abajo era cuando les increpaba, les maldecía de la manera más soez y brutal que se me ocurría, en este momento ya no había límites. Al principio ella observaba perpleja mi comportamiento, mientras se retiraba el agua de la cara y sacudía el de su abrigo, pero enseguida me secundó. Sus tacos puede que fueran menos agresivos que los míos, pero entre las dos logramos al fin que algunos conductores disminuyeran la velocidad y otros se alejaran cambiándose de carril, sin embargo lo peor estaba aún por llegar, un autobús, un maldito autobús. Lo vimos venir a toda velocidad rozando el bordillo, conscientes de lo que podía suceder, nos esforzamos aún más en indicarle nuestra situación, en hacerle señas para que frenase… Me consta que nos vio y entendió nuestros gestos, pero, lejos de acatarlos, aceleró, zambulló sus enormes ruedas en la poza y nos encharcó. Llena de ira pensé en correr hasta la próxima parada, esperar a que llegara y cuando abriera sus puertas subir, cogerle por la pechera, obligarle a salir, y una vez en la calle arrastrarle por el pavimento una vez dos veces, vuelta y vuelta como se hace a las croquetas en el huevo, pero cuando quise poner en práctica mi fantasía el autobús había desaparecido de mi vista.

Empapadas hasta los huesos llegamos por fin a la calle Alcalá, allí ya no había problema, su desnivel impide que el agua se acumule, por tanto estábamos salvadas. Las dos nos relajamos, comentamos lo sucedido y hasta nos reímos al coincidir en que parecíamos dos naufragas llegadas a la orilla. Enseguida nos despedimos, ella entró en un portal y yo continué mi camino hacia Cibeles. De pronto tuve la extraña sensación de que caminaba sobre las aguas como Jesucristo en Galilea, miré hacia abajo y vi que de los bordes de mis deportivas salían burbujas y que cada pisada iba acompañada de unos sonidos inenarrable. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir que me dejen achicar este agua antes de que me agarre una pulmonía? De repente se me encendió la luz, El Corte Ingles, esa sería mi salvación. Con aquel ruido estruendoso saliendo de mis pies y con un aspecto horrible a juzgar por las caras que ponían los que se cruzaban conmigo seguí caminando. En aquellos momentos diluviaba. A mi llegada a las puertas del establecimiento el público que estaba arremolinado bajo la marquesina, se hizo a un lado para dejarme pasar, actuaron bien porque creo que de no hacerlo me los hubiera llevado por delante.

En el interior las dependientas me miraban, también los clientes, seguro que se preguntaron ¿adónde irá esta mujer chorreando? Y eso mismo me pregunté yo, ¿adónde voy? Lógicamente a un cuarto de baño, pero en el que hubiera poca gente. Mi ingenio determinó que el más adecuado era el de la planta de caballeros, allí la afluencia necesariamente se vería reducida a la mitad. Dicho y hecho, avancé por los pasillos, alcancé las escaleras mecánicas y sintiéndome objeto de todas las miradas, llegué a la planta 2ª Caballeros. Era un cuarto pequeño con 4 aseos, y totalmente vacío, estupendo, me quité el impermeable que todavía chorreaba y lo dejé en uno de los lavabos, deposité la mochila en un rincón y me acerqué al secador de manos eléctrico, estaba ya aflojándome los cordones de mis deportivas para, una vez extraída el agua, ponerlas debajo, cuando oí descargar una cisterna, al poco tiempo otra, miré las puertas y efectivamente dos de ellas comenzaron a abrirse para dejar paso a dos chicas inglesas, de pelo rubio rizado y cara de pan, se dijeron algo entre ellas y decidieron utilizar el lavabo que precisamente yo había ocupado con mi impermeable, visiblemente molesta, dando saltitos a la pata coja, porque ya estaba descalza de un pie, llegué hasta ellas, recogí mi impermeable y de la misma forma volví a mi centro de operaciones, bajo el secamanos eléctrico. A los pocos minutos noté su presencia detrás de mí, me giré y vi que con expresión estúpida me mostraban sus manos mojadas, querían secarlas. Con bastantes malos humos recogí todas mis cosas y me encerré en uno de los aseos, allí, segura tras la puerta, con tiras y tiras y tiras de papel higiénico me sequé primero yo y después mis zapatillas.

Cuando acabé parecía otra, mis pisadas no emitían ningún sonido y el impermeable estaba prácticamente seco. Llegué a la puerta del teatro, abracé a mis amigas, vimos la función, que nos encantó, y a la salida…, a la salida me tomé una hamburguesa con patatas, que me supo a gloria y lo hice porque sí, sin remordimientos, la alegría de pensar que aquel día había quemado las calorías no sólo de ese mes, sino de los tres siguientes.

El convento Por Elisa Pérez

 

14467-944-550

Todo eran carreras, prisas y urgencias.

El tiempo apremiaba. Había que desalojar el viejo edificio cuanto antes.

El infierno habitual que se vivía en El convento desde hacía dos días se había acentuado y esta mañana el caos había irrumpido para quedarse. La noche anterior ya se había apagado el cartel con luces de neón que anunciaba un paraíso de placer bajo el paradójico nombre de un lugar de recogimiento religioso. Sin duda, El convento iba a desaparecer.

Doña Vanesa intentó calmar los alterados nervios de las jóvenes que trataban de organizar sus pocas pertenencias en cajas o maletas.

En la cocina, Samantha guardaba las sartenes y cacerolas que componían el escaso ajuar existente en aquel lugar con los cuales apenas conseguía guisos más suculentos de los rutinarios.

En la sala de descanso, llamada Biblioteca sin que nadie supera el motivo, Karina lentamente se esforzaba en ordenar los escasos ejemplares que componían su tesoro. Sus gafas se habían roto hacía pocos días con lo que en la misma caja mezclaba revistas usadas, libros manoseados y libretas o cuadernos de alguna de las ocupantes.

En el huerto que Damián mantenía en la parte trasera del edificio, Selena se consolaba en sus escasos ratos libres, plantando algunas verduras o frutas que casi nunca llegaban a buen fin. La pena la había invadido desde que supo que tendría que abandonar y dejar atrás el único reducto de paz y silencio de aquella construcción cochambrosa.

En el extremo opuesto del edificio, la falsa madre superiora de todo aquel escenario, doña Vanesa, esperaba que la providencia les ayudara esta vez, aunque la confianza en el Altísimo que antes inundaba de luz su ajetreada alma, hacía bastante tiempo que había dado paso a un escaso sentido de la bondad y amor al prójimo que no viniera acompañado de algo más metálico y frío.

strip-clubs-rnc-august-28Otra de las ocupantes recogía de las flojas cuerdas los hábitos de trabajo, secados al sol junto al muro mordisqueado en su borde como si de la boca de un desdentando se tratara. Al igual que las oscuras cebollas moradas, la primera capa las cubría hasta los tobillos delgados; después otras más se iban deshojando poco a poco hasta llegar a la fría y rasposa piel de sus cuerpos todavía lozanos.

La mayoría de las mujeres habían llegado en conjunto como un cargamento de fruta destinado al mercado para su consumo; y así al unísono tenían que desalojar también el edificio. La decisión no era de ellas, las órdenes llegaban desde instancias superiores.

Helena —con H, sí— preguntaba por sus zapatos; desde la habitación de al lado Ruth evitaba responder antes de que descubriera que le había roto el tacón de aguja.

Gladys se afanaba en buscar la ropa interior entre el montón que alguien había depositado sobre la primera silla que encontró en el pasillo que hacía las veces de sala y distribuidor.

Doña Vanesa le había pedido que vigilara, que avisara si veía llegar al autobús, de ahí que a la vez que se mostraba decidida a encontrar sus braguitas de encaje negro recién estrenadas, o su corpiño azulón, el más provocativo, mirara hacia la desvencijada ventana por la que penetraba el aire gélido de la mañana. Al fondo podía divisar los picos de la cordillera, apenas nevados para esta época. Más allá, quién sabe, quizás, ojalá, tal vez, la libertad.

El aviso de que tenían que dejar el edificio fue anunciado hacía tres noches. Quejas, lamentos, cansancio, algún que otro llanto mudo se mezclaron con la noticia. Poco podrían disponer ellas, tan sólo acelerar su nuevo destino

El ruido y la algarabía propios de la situación no conseguían imponerse sobre la resignación general. En cada habitáculo de tres por tres, la intimidad, la pena y los secretos dejaba poco espacio para otra cosa.

Las luces de neón se habían apagado como todos los amaneceres. Con los primeros rayos, la muy temida doña Vanesa había cortado la corriente eléctrica. Ni secadores, ni planchas podrían usarse ya. Las arrugas del pelo se mezclarían en los escasos equipajes con las de la ropa o con la incertidumbre de las prisas. Daba igual, pensaban la mayoría de las mujeres aparentemente afanadas en acatar con soltura el desenlace final. Las instrucciones de la imponente jefa apenas eran entendidas por Lalia o Simina que solo comprendían el lenguaje del cuerpo. Como todas las noches, la algarabía del placer de los hombres a cambio de dinero había dejado paso a la somnolencia y el sopor de las mujeres. Ninguna de ellas bajaba la guardia, su compromiso siempre estaba vigente y debían cumplirlo por encima de todo. Rezaban antes de salir al ruedo como los toreros; aunque sus toros no tuvieran cuernos asesinos sus veladas sugerían corridas llenas de pánico.

Nadie atendió la orden de doña Vanesa cuando comentó que había que limpiar las habitaciones y los baños antes de marchar. Los restos de orines, licores y semen en absoluto repelían el escaso interés de cada una. El resto de días podían vivir con eso al importarles más que sobrevivir, pero hoy tenían una excusa para huir del asco. Sólo una protesta en bajo.

El golpe seco de la bofetada de la Jefa a Selena se oyó por todo El convento, suficientemente grande como para alojar a muchos cuerpos desnudos o dormidos, pero demasiado pequeño para albergar tanta tiranía.

Mientras el resto de mujeres terminaba de recoger sus cosas, Selena emitió una mirada de profundo rencor sobre el moño bajo en la nuca de la Vanesa. Como tantas veces antes, su mirada atravesaba el cráneo, los sesos, las venas y hasta las células microscópicas de esa cruel mujer para dejarla inerte y petrificada para siempre. En una sola ocasión, sólo en una, el brazo derecho de la joven se dejó caer sobre el izquierdo a la vez que éste se levantaba burlonamente en un corte de mangas que, sorprendentemente, fue visto por la dama. Manchas azules y moradas salpicaron el cuerpo de la joven produciéndole un intenso dolor durante siete noches eternas en las cuales tuvo que trabajar el doble de lo habitual.

No hubo tiempo de más, antes de que Gladys anunciara que el autobús se veía al fondo, las muchachas fueron empujadas y atropelladas para que acabaran de una vez sus tareas. Selena interpretó como un golpe de suerte que no le diera tiempo a limpiar más que dos de los tres baños encargados. Un golpe que esperaba continuar si todo salía según lo planeado.

A doña Vanesa le pareció que la maniobra de recogida final y subida al autobús era muy larga. Tenía prisa, demasiada como para esperar pacientemente a que aquel grupo de despojos con pelos teñidos y uñas encarnadas, le estropearan los planes. Aceleró las órdenes, empujó con brusquedad a las muchachas. Simina casi se cae, Ruth se olvidó de su zapato perdido, Laila esperó a su compañera casi amiga Samantha, ésta tosía y tosía sin parar desde hacía tres noches, las demás circulaban hasta el autobús, algunas ni siquiera se habían quitado el hábito de trabajo. Al fin y al cabo, esperaban continuar donde fuera.

Gladys, doblemente fiel a la dama y a sí misma, sería la última en subir. Escondida tras la puerta contó, faltaba una. Recorrió los habitáculos. En el último, gritó su nombre antes de entrar: Selena, no seas idiota, no tienes escapatoria. ¡Selena! —gritó más fuerte—. Vamos al autobús, la Vanesa te va a matar a palos cuando se entere. ¡Selena, hija de puta, me vas a buscar la ruina! —el tono de furia recordaba el de un general abandonado en el campo de batalla por su escuadrón— ¡Sal de donde estés… vamos!

Sobre el pasillo, junto a la puerta del baño que no había podido limpiar, una mancha 09FC6AD56de sangre oscura empezaba a recorrer la suciedad del suelo como la lava de un volcán en erupción.

Selena no miró atrás, sabía que era cuestión de segundos, escasos segundos hasta alcanzar el muro desdentado. Saltó por la ventana. El palo de la fregona manchado con la sangre de Gladys, permaneció junto a su cuerpo aún vivo. Era demasiado alto, pensó, nunca imaginó que tanto. Si hubiera hecho caso a Damián habría ejercitado aún más sus piernas. El trecho es duro, el muro alto, el éxito escaso. Se lamentó por un momento. Pero no era cuestión de dudar, tenía tomada la decisión y lo conseguiría. La determinación de la necesidad puede más que la necesidad de la duda. Sus uñas postizas se despegaban en cada mínimo avance sobre el muro. Le dolían los dedos, se resbalaban los pies, pero la furia del objetivo le daba fuerzas. El sudor y las palpitaciones se mezclaban en su pecho sin saber cuál era más fuerte.

Encaramada sobre la tapia, con los pantalones rasgados por su propia sangre que comenzaba a aflorar, contempló el panorama frente a ella. A la derecha, pasos, carreras, insultos y gritos; a la izquierda, un campo agreste, cuyo fin se perdía en el fondo del horizonte.

Se miró las manos destrozadas, los pantalones rotos, sintiendo que se le empañaban los ojos de líquido salado.

En un segundo que le pareció un siglo le dio tiempo a contemplar por última vez el huerto casi seco y las letras ya rotas del cartel, a través de la ventanilla del autobús. Las voces de doña Vanesa se acercaban, mientras muchas de las chicas se imaginaban que, ya en el nuevo destino, de pronto, y milagrosamente, todas a una conseguían dejar de escucharla, tapar esa boca para siempre.

 

Remordimiento Por Ana Riera

Todo estaba siendo muy raro. Demasiado. En primer lugar estaba su sorprendente propuesta, la de llevarla al cine un día entre semana. ¡Si le costaba Dios y ayuda sacarlo de casa los fines de semana! Así que en un día de diario era impensable. Le parecía estar oyendo su cantinela de siempre en ese mismo instante. “Es que yo madrugo mucho, ¿sabes? Y si no duermo un mínimo no soy persona. Ya me gustaría verte a ti si tuvieras que manejar maquinaria pesada como hago yo”. De hecho, no recordaba cuál había sido la última vez que habían salido por ahí sin que fuera ella la que lanzaba la propuesta. Y la que insistía hasta ponerse realmente pesada. A veces incluso tenía que hacerle chantaje. “O me sacas a dar una vuelta o te pasas el fin de semana a pan y agua, vamos, que no me catas”. Por eso cuando llegó de trabajar y le dijo “Anda, ponte guapa que te voy a llevar al cine”, se quedó plantada en medio del comedor, con los platos a medio guardar y mirándole con los ojos muy abiertos. “Pero si es miércoles”, solo atinó a decir. “¿No te quejas siempre de que soy un muermo? Pues hala, para que veas. ¿Acaso no quieres ir?”. “Sí, sí, me cambio en un pispás”, dijo ella, mientras desaparecía por el pasillo a toda velocidad, no fuera que se arrepintiera

No tenía la más mínima intención de desaprovechar una oferta como esa. Pero eso no quitaba que le pareciera raro. “Bueno, y qué vamos a ver”. “Sorpresa, sorpresa. Tendrás que fiarte de mí”. No se fiaba, al menos no demasiado. Amaba a su marido, peo sabía que sus dotes como seductor eran limitadas. Sin embargo, decidió seguirle el juego. “Está bien, me fiaré”. Y se colgó de su brazo para corroborar sus palabras. Fueron dando un paseo. Soplaba una suave brisa y se adivinaba la cercanía de la primavera.

“¿Bueno, me vas a decir ya cómo se llama la película?”, le preguntó una vez acomodados en las mullidas butacas de la penúltima fila. “El próximo año, a la misma hora. Es una película antigua. Es que ponen un ciclo.” Eso fue la segunda cosa extraña. A su marido le gustaban las películas de acción y ese título sugería más bien una comedía. ¡Y una película antigua! La verdad es que no sabía muy bien qué pensar. Pero decidió relajarse y disfrutar de la inesperada velada.

Lo tercero fue la película en sí. Le bastó ver media hora de la cinta para que se le subiera la mosca a la cabeza. Iba de un hombre y una mujer que tienen una aventura extramatrimonial y que deciden volver a verse todos los años en el mismo sitio y a la misma hora. ¡No daba crédito! ¡No podía ser una casualidad! Miró a su marido con el rabillo del ojo. Parecía tranquilo. Aun así empezaron a sudarle las manos. No, no podía ser una mera coincidencia. Era todo demasiado calcado.

Había ocurrido sin buscarlo. Su marido se negó a ir con ella a la boda de una amiga. “No tengo la culpa de que se case en domingo y en el quinto pino”. Discutieron. Ella decidió ir sola. En su mesa había un chico de su edad. Venía por parte del novio y también estaba casado. Para cuando llegaron los postres, varias copas de vino más tarde, tontearon un poco. Él la sacó a bailar. Terminaron en su habitación del hotel. Fue una noche de pasión desenfrenada. Por la mañana compartieron desayuno y algunas confidencias. Justo antes de regresar de nuevo a sus respectivas vidas, a ella se le ocurrió una idea y la soltó. “Me he sentido muy a gusto. El año que viene podríamos repetirlo. Podemos quedar aquí mismo. Justo dentro de un año”. Habían pasado ya 10 años. Ni él ni ella habían faltado ni una sola vez a la cita.

A partir de ahora Por Ana Riera

 – 1 –

–A partir de ahora no quiero que me llaméis Hugo nunca más. Voy a ser Cloe. Quiero que me llaméis Cloe, ¿vale?

Hugo tenía 10 años cuando lanzó esa bomba. Era un sábado al mediodía y estaban los cuatro sentados a la mesa. Su padre había preparado su famoso arroz caldoso. Su madre había servido los platos y acababa de sentarse. Su hermana pequeña, Sara, estaba preparada con la cuchara en la mano, porque tenía mucha hambre.

Un silencio denso se instaló durante unos instantes en el comedor. Fue Sara, que acababa de cumplir 5 años, la que lo desbarató con su lengua de trapo.

–¿Ya no te gusta el nombre de Hugo? ¿Por eso te quieres llamar Cloe?

–No es eso. Lo que no me gusta es ser un niño.

–¿Quieres ser una niña como yo? –insistió con los ojos abiertos como platos.

–Sí, eso es.

–¿Y te vas a poner vestidos? Yo te puedo dejar los míos si quieres, aunque no sé si te caberán.

–¡Callaros! –interrumpió la madre de golpe—. Quiero que os calléis.

Su voz sonó fuerte y desesperada. Se hizo de nuevo el silencio, pero duró poco. Esta vez fue Hugo el que lo rompió.

–¿Por qué quieres que nos callemos?

–Porque sí.

–¿Pero por qué? –insistió.

— ¡Porque no puedes convertirte en una niña sin más! –exclamó casi gritando.

–¿Por qué no? –insistió Hugo mirándola sorprendido a los ojos.

–Pues porque hay cosas que no pueden ser y no hay más que hablar –le contestó ella apartando la mirada.

–Pues yo creo que no es así –contestó Hugo insistente.

–A ver, creo que será mejor que nos calmemos todos un poco –intervino entonces el padre.

–¿Qué nos calmemos un poco? ¿Hablas en serio? ¿Acaso no has oído lo que acaba de decir tu hijo? ¿No entiendes las implicaciones? –le increpó su mujer absolutamente fuera de sí.

–Claro que lo he oído y me parece que es algo importante. Por eso creo que debemos hablarlo con calma. No podemos obviarlo sin más.

–Sí, sí que podemos. Al menos yo sí que puedo. Y eso es precisamente lo que pienso hacer.

–Vamos Elisa, cálmate…

–No pienso calmarme. No quiero calmarme. ¿Lo entiendes?

–Pues no mucho, la verdad.

–Sabes qué, que se me ha quitado el apetito –añadió levantándose bruscamente de la mesa.

La reacción de su mujer lo cogió desprevenido, así que no atinó a decir nada. El pasillo tardó unos segundos en tragarse el eco del portazo que dio por terminada la conversación.

Hugo miró a su padre. A éste le pareció ver una profundidad en sus ojos que no había apreciado antes. Se dio cuenta de que su hijo no había dejado de mirarle. Le dedicó una sonrisa algo forzada.

–No te preocupes. Se le pasará. Tan solo necesita algo de tiempo para asimilarlo –intentó tranquilizarlo.

–Ya. Bueno, tu no lo has necesitado –dijo llevándose una cucharada de arroz a la boca.

–Supongo que no todos somos iguales.

–Supongo que no.

–¿Puedo preguntarte algo? –añadió el padre tras unos segundos.

–Claro –respondió mientras se llevaba una segunda cucharada a la boca.

–¿Desde cuándo lo sabes? Quiero decir…

–Hace ya algún tiempo. No sé, creo que en parte lo he sabido desde siempre.

–¿Estás seguro cien por cien?

–Mil por mil, papá.

–Eso está bien. Porque es algo serio. ¿Lo sabes no?

–Si. Si no fuera serio mamá no se habría enfadado.

–Se le pasará, ya verás. En cualquier caso, puedes contar conmigo, ¿vale? No voy a dejarte solo en esto.

–Gracias, papá.

–¿Se lo has contado a alguien más?

–Todavía no. Bueno, a mi amiga Laura. Pero sabe guardar secretos.

–También me lo has dicho a mí –objetó Sara.

–¿Tú también sabes guardar un secreto? –le preguntó su padre.

–Pos claro… ¿Qué es un secreto?

–Algo que no le cuentas a nadie jamás, pase lo que pase.

–¡Ah, vale! Pues sí sabo –dijo tapándose la boca con las dos manos.

–Ya veo. ¿Oye Hu…, quiero decir Cloe, te gustaría decírselo a alguien más?

–Había pensado contárselo a mi profe. Quiero que en el cole me llamen Cloe. Al menos los de mi clase.

–Eso a lo mejor lleva algo de tiempo.

–A Laura no le costado.

–¿Ella ya te llama Cloe?

–Cuando estamos solos.

–Entiendo. ¿Te parece que le pida una tutoría a tu profe? Así se lo explicamos juntos.

–Vale, guay.

–Anda, ven –le dijo su padre ofreciéndole los brazos. Hugo se levantó y se dejó abrazar. Estaba tranquilo, pero sentirse arropado le hizo bien.

–Yo también quiero –se quejó su hermana mientras abandonaba la silla. No tardó en encontrar un hueco por el que colarse.

–Bueno –dijo el padre tras un minuto disfrutando del momento–. Terminar de comer y luego recogéis la mesa. Que hoy es sábado y os toca. Pero no quiero peleas, ¿eh?

–Claro que no, las hermanas no se pelean –dijo Sara muy sería concentrándose en su plato.

-2 –

Se sentía decepcionado con su mujer. Él también estaba confuso. La verdad es que no lo había visto venir. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de nada? Se suponía que debía haber captado algún indicio, alguna señal. En fin, qué más daba ya. El pasado ya no podía cambiarlo, lo importante ahora era lo que hiciera a partir de ese instante.

Las ideas se le agolpaban en la cabeza. Eran tantas que le costaba verlas.  Pero tenía clara una cosa, que no podía darle la espalda. Si ellos no le apoyaban, que le esperaba a su pobre hijo. Bueno a su hija. Seguro que no le había resultado fácil, nada fácil. Tomar una decisión como aquella con tan solo 10 años… Solo de pensarlo se le hacía un nudo en el estómago. Él a su edad se pasaba el día cazando lagartijas y haciendo pellas para irse a la aventura con los amigos. Sí, se sentía muy decepcionado con su mujer. ¿A qué había venido esa reacción? Pensaba que tenía una mentalidad más abierta. ¡Además, se suponía que una madre siempre debía anteponer su amor por sus hijos a cualquier otra cosa!

Tenía que hablar con ella, pero plantado delante de la puerta de su dormitorio no se decidía a entrar. No sabía cómo abordar aquella situación. ¿No sabía o no quería? De repente sentía un fuerte rechazo hacia su mujer. ¿Cómo había podido mostrarse tan insensible? ¿Por qué se había marchado dejándolo solo ante algo tan grande? ¿Era ese su concepto de pareja?

-3-

Elisa se sentía fatal. No, no se había vuelto loca. Sabía perfectamente que no había estado bien. ¡Cómo no iba a saberlo! Pero no había sido capaz de reaccionar de otro modo. Simplemente, no podía.  Sabía que había decepcionado a Hugo. Y a su marido. Pero necesitaba tiempo. No sabía cuánto. Porque las palabras de su hijo habían desatado en ella una tormenta inesperada, pero absolutamente devastadora. Las compuertas que llevaban tiempo bien apuntaladas de golpe habían saltado por los aires y los sentimientos que había conseguido encerrar durante todos esos años se habían precipitado hacia fuera de forma descontrolada, llevándosela a ella por delante.

Y allí estaba, desparramada sobre la cama, sin fuerzas siquiera para llorar. Demasiada descolocada para poder comprender las dimensiones de lo que estaba sucediendo en su interior. Entonces, de repente, una palabra aparentemente inocente se abrió paso entre la confusión que reinaba en su cabeza, ocupándolo todo.

Al principio le costó distinguirla. Era apenas una mancha borrosa, filtrándose por los recovecos como un experto contorsionista. Luego, muy lentamente, fue tomando forma. Aun así, tuvo que concentrarse para poder leerla de principio a fin y eso que solo tenía cuatro letras: LOLI.

En cuanto la leyó, tan clara como si alguien la estuviera proyectando en la pared con una cámara de gran precisión, se le aceleró el corazón. No podía dejar de leerla una y otra vez. Loli. Loli. Loli. Una tromba de recuerdos la inundó por completo, llenando cada esquina de su cuerpo. Hasta tal punto que sintió que iba a estallar.

¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en ella! En algún momento el dolor había sido tan grande, la culpa tan desgarradora, que su mente infantil no había podido soportarlo. Seguramente fue entonces cuando había cogido todos los recuerdos, todos los sentimientos que de algún modo tenían que ver con Loli, y los había encerrado en un lugar recóndito. Tan apartado, tan oscuro, que fue como si hubieran desaparecido por completo. Hasta ahora.

-4-

Raúl notó cómo se iba encendiendo. La tensión acumulada en el comedor, el miedo y la sensación de desamparo se apropiaron de cada centímetro de su ser. Su mente le decía que tenía que calmarse, que en ese estado no iba a servir de nada hablar con su mujer. O peor, que si lo hacía iba a quebrarse algo que igual luego no eran capaces de recomponer. Pero la ira y la decepción eran demasiado fuertes y acabaron por imponerse. Cogió el picaporte con tanta fuerza que la puerta no tuvo más remedio que ceder.

–Elisa, tenemos que hablar –dijo antes siquiera de que todo su cuerpo estuviera dentro de la habitación.

–No quiero –respondió ella dándole la espalda.

–Pero es que yo sí quiero.

–Te digo que no quiero. No puedo –añadió en un susurro.

–¿De verdad piensas que servirá de algo esconder la cabeza bajo tierra? No sabía que fueras tan cobarde…

–Déjame.

–No pienso dejarte como has hecho tú. Porque eso es lo que has hecho, dejarme ahí, solo ante el peligro.

–Déjame, Raúl. En serio.

–Por lo menos ten la decencia de decírmelo a la cara. ¡Deja de darme la espalda!

–¡No puedo! ¡Lo entiendes! ¡No puedo! –dijo incorporándose en la cama y mirándole directamente a los ojos.

–¡¿Cómo que no puedes?! ¡¿Qué quiere decir que no puedes?!

–Pues que no puedo, todavía no. Necesito tiempo. Es todo demasiado confuso aún –dijo sin apenas fuerzas.

Raúl se dio cuenta de que su mujer estaba completamente exhausta. La mirada de desesperación y súplica que le dedicó antes de volver a tumbarse y darle de nuevo la espalda lo desarmó por completo.

-5-

Era ya noche cerrada cuando Elisa salió por fin de la habitación. Llevaba allí metida desde el mediodía. El tiempo había transcurrido lastimosamente lento y, a la vez, se había esfumado entre sus dedos como un suspiro. Tenía la cabeza embotada y el cuerpo entumecido.

Había tenido que hacer un gran esfuerzo para levantarse de la cama y otro todavía mayor para llegar hasta la puerta. Cuando por fin asomó la cabeza le pareció que la casa estaba extrañamente silenciosa. Lo agradeció. Enfiló el pasillo hacia la cocina con paso vacilante. Tenía la boca completamente seca. Necesitaba beber algo. Se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió sin apenas respirar. Llenó un segundo vaso, pero este se lo tomó en varios sorbos. Luego volvió a llenarlo por tercera vez y se dirigió de nuevo al dormitorio.

Al pasar por delante de la habitación de sus hijos, la puerta se abrió ligeramente. Elisa dio un respingo. Había dado por sentado que no había nadie en casa. Su hijo la miraba serio, la cabeza encajada entre el marco y la puerta entreabierta. Elisa se detuvo, incapaz de seguir avanzando bajo el peso de esa mirada.

 

–¿Estás enfadada conmigo?

Ella no respondió. Tan solo siguió mirándolo fijamente, como si estuviera hipnotizada.

–Si estás enfadada puedes decírmelo.

Ella continuó sin decir nada. Su mutismo no impidió que él siguiera hablándole.

–Lo he pensado y entiendo que necesites tiempo. Yo también lo necesité para contárselo a mi amiga Laura. Tardé bastante, ¿sabes? Y para decíroslo a vosotros. Así que lo entiendo. Lo único que me da miedo es que dejes de quererme.

 

Elisa se estremeció de arriba abajo al oír las palabras de su hijo. Una lágrima solitaria resbaló sin prisas por su mejilla. Al verla, él relajó las facciones y abrió un poco más la puerta. Luego, sin mediar palabra, se abrazó con fuerza a su cintura.

–No te preocupes mamá, no hay prisa –añadió luego mientras la soltaba y se metía de nuevo en su habitación.

 

Elisa se quedó un par de minutos inmóvil en medio del pasillo. De repente notó el peso en la mano derecha y se sorprendió al ver que llevaba un vaso de agua. Fue como si algo no acabara de encajar. Mientras regresaba a su dormitorio le pareció que el agujero negro que se había ido abriendo paso en su interior desde que el nombre de Loli había escapado de la prisión donde lo tenía encerrado había dejado por fin de crecer.

-6-

–¿Cuándo vas a contarme lo que te ocurre?

Las palabras de Raúl sonaron más a súplica que a pregunta. Habían pasado ya un día entero desde que la noticia había puesto patas arriba sus vidas. Un día que Elisa se había pasado deambulando por la casa como un alma en pena. Apenas si les había dirigido la palabra. Apenas si había probado bocado. Raúl empezaba a estar seriamente preocupado.

Por suerte los niños parecían no estar acusándolo en exceso. Aun así, le dedicaban alguna que otra mirada de soslayo que él esquivaba lo mejor que podía.

En realidad, no sabía qué hacer. Nunca se había sentido tan perdido. Tenía claro que debía apoyar a su hijo, pero no tenía ni idea de por dónde empezar. En el fondo sentía que él también le estaba fallando, que tampoco él estaba a la altura.

Había lanzado la pregunta al aire porque le desesperaba seguir atrapado en sus propias dudas, para ver si así algo cambiaba. Por eso la respuesta de Elisa le cogió por sorpresa.

 

–Creo que ahora. Sí, creo que estoy lista.

–Vale –atinó solo a decir mientras se sentaba.

–Era mi primer día de cole. Estábamos todos en el patio, esperando a que abrieran la puerta. Todo el mundo parecía conocer a alguien. Se reían y chillaban y correteaban de un lado a otro. Yo me sentía como si me hubiera colado en una fiesta a la que no había sido invitada. Me quedé en un rincón intentando pasar inadvertida, sin atreverme siquiera a levantar la vista. No tenía ni idea de lo que me esperaba tras esa puerta. Mi mente infantil imaginaba todo tipo de cosas terroríficas. Dos niños pasaron persiguiéndose junto a mí, tan cerca que me rozaron el vestido. Asustada levanté la cabeza. Y entonces la vi.

Estaba un poco más allá, parapetada en la misma pared que yo, concentrada en mirarse los zapatos. En seguida me di cuenta de que estaba tan asustada como yo. Recuerdo que me sorprendió que llevara el pelo tan corto. Cuando los dos niños llegaron a su altura, también ella se sobresaltó. Fue entonces cuando se cruzaron nuestras miradas.

Por un breve instante miré hacia otro lado. Fue una reacción instintiva. Pero en seguida la busqué de nuevo. Ella seguía mirándome. Justo entonces se abrió el enorme portalón y todos, grandes y pequeños, se pusieron en movimiento, atraídos por un canto de sirena que yo todavía no sabía reconocer. Sentí que me empujaban arrastrándome hacia delante. Ni siquiera la pared podía protegerme. Toda yo temblaba de pies a cabeza. Entonces una mano se materializó delante de mí. Era la suya. Me aferré a ella sin pensarlo.

De algún modo, juntas nos hicimos fuertes y conseguimos mantenernos en pie hasta que hubo pasado la marabunta humana que amenazaba con devastarnos. Ya no nos separamos en toda la mañana. Luego supe que se llamaba Loli. Fue mi primera amiga.

Loli era más tímida que yo. No solía sentirse a gusto con la gente. Había algo en ella que era distinto, algo que hacía que no encajara. Pero conmigo conectó. Además, resultó que vivía cerca de mi casa, así que todos los días íbamos y veníamos juntas al colegio. Y muchas tardes quedábamos para jugar en el parque. Nos hicimos inseparables.

Los primeros rumores sobre nosotras surgieron a los pocos meses de empezar el curso. Yo, como suele ocurrir en estos casos, fui la última en enterarme. No supe nada hasta que me explotó de golpe en la cara.

Era una tarde de principios de marzo. Volvía a casa del colegio. Iba sola, porque Loli había pasado mala noche y se había quedado en casa descansando. Al menos eso es lo que me había dicho su madre. Oí carreras tras de mí y de repente me alcanzaron un grupo de niñas un año más mayores que yo.

–Mirar quién está aquí. Estás muy solita hoy, ¿no Elisita? –soltó la cabecilla del grupo mientras sus amigas me rodeaban. Yo la miré atónita e intenté seguir adelante, pero ella me cortó el paso.

–¿Dónde has dejado a tu novia? –insistió.

Noté que las piernas me flaqueaban. El corazón me iba a cien por hora. Tuve la sensación de que el aire no conseguía llegar a mis pulmones. ¿Mi novia? ¿A qué venía eso?

–No deberías ir con un marimacho como ella. ¡Es asqueroso! –añadió mirándome desafiante–. ¿O es que tú también eres bollera?

Yo ni siquiera tenía muy claro qué significaba esa palabra. Aun así, negué con la cabeza. Supongo que me pareció lo más oportuno.

–Pues si no quieres acabar igual, será mejor que te alejes de ella, porque eso se contagia, ¿sabes?

Todas le rieron la gracia. Pensé que no iban a dejarme en paz, pero tras zarandearme y darme algunos tirones de pelo, se marcharon corriendo. Suspiré aliviada pensando que la cosa no iba a ir más allá, que se habían metido conmigo porque se aburrían. Pero me equivocaba.

A partir de ese día, cada vez que me pillaban a solas, se repetía la escena.

–¡Yo de ti tendría cuidado porque cada día te pareces más a tu novia!

–Yo creo que se le está pegando.

–Ya te digo. ¡Se le está poniendo pinta de marimacho!

–Elisita, Elisita, cuidado con la tortillera.

–¡Elisa tiene novia, Elisa tiene novia!

Intenté no hacer caso. Intenté esquivarlas. Pero parecía que me espiaran. Siempre encontraban la manera de seguir asediándome. Al final no pude soportarlo y me rendí. Le di la espalda a Loli. La abandoné. Yo solo quería que me dejaran en paz, ser una más, pasar inadvertida. Dejé de ir con ella, dejé de hablarle, la borré de mi vida.

 

–Tranquila, Elisa. Estoy aquí –susurró Raúl acercándose a ella y rodeándola con el brazo. Seguía teniendo sentimientos encontrados, pero la sensación de rechazo hacia su mujer había desaparecido.

 

–Hubo una tarde. Fue terrible. Fui terrible. Ojalá pudiera dar marcha atrás, ojalá pudiera borrarla, pero no puedo.

–Elisa, no sé lo que pasó esa tarde, pero creo que eres muy dura contigo misma. No eras más que una niña.

–No lo hagas Raúl—murmuró ella escabulléndose de entre sus brazos–. No me justifiques. Porque no tiene justificación. No quiero que la tenga. ¿Me entiendes?

–Pero…

–No. Escucha. Loli estuvo una semana sin venir al colegio y yo me pasé todo ese tiempo esquivándola. Me llamó varias veces por teléfono y vino otras tantas a buscarme. Pero yo hacía por llegar a casa todo lo tarde que podía. Me quedaba jugando en el patio del cole con las chicas que se metían con ella que, de repente, ya me aceptaban en su grupo. Un día incluso me escondí en el armario de mi habitación cuando mi madre vino a decirme que Loli preguntaba por mí, para que pensara que había salido. Pero al lunes siguiente, al llegar a casa, estaba esperándome dentro. Mi madre la había dejado entrar, así que no pude evitar encontrarme con ella. No sé si fue por el hecho de que se colara en mi casa desbaratando mis planes de esquivarla o por el hecho de que ello me obligaba a enfrentarme a la situación. La cuestión es que noté que la rabia, una rabia que no había conocido hasta ese instante, se iba acumulando en mi interior. Con un gesto de cabeza le indiqué que me siguiera. La llevé hasta un camino poco transitado. La rabia seguía creciendo y creciendo, podía sentir su peso. Llevábamos más de diez minutos andando cuando por fin rompió el silencio.

–¿Estás enfadada conmigo? ¿He hecho algo malo?

Yo no le respondí. Estaba demasiado concentrada en comprender lo que me estaba pasando. De repente la veía como alguien que quería hacerme daño, como alguien que quería complicarme la vida, como alguien que quería hacerme sentir mal. La ira seguía amontonándose. Noté que apretaba la mandíbula.

–Es que me parece que ya no quieres ser mi amiga y no entiendo por qué, no sé qué pasa –insistió Loli.

Y entonces fui incapaz de seguir sujetando las palabras que me quemaban en la garganta, que salieron disparadas hacia ella.

–Así que no sabes lo que pasa, ¿no? Tienes el morro de decirme a la cara que no sabes lo que pasa. Claro, pobrecita. Con lo buena que eres, tan modosita. Pues pasa que me estás destrozando la vida. Porque claro, tú no puedes ser normal. No, Loli no puede, Loli siempre tiene que dar la nota. ¿Qué culpa tiene ella si es tímida, si es distinta? Pero sabes qué, que yo tampoco tengo la culpa. Porque yo sí soy normal y no tengo por qué aguantar todo esto. Yo no he hecho nada malo, ni soy un bicho raro, pero por tu culpa los demás piensan que sí. Pero eso a ti te da igual, porque solo piensas en ti. Tú, tú, tú, y solo tú. Y a mí que me den. ¡Pero se acabó! Porque yo no quiero tener problemas. Ya estoy harta, así que tendrás que buscarte a otra.

Recuerdo su mirada absolutamente desolada. Pero yo solo podía sentir mi rabia y mi frustración y mi dolor. Así que me di media vuelta y me alejé corriendo. Le…

 

Por un instante a Elisa se le trabaron las palabras.

–Le fallé, Raúl –consiguió decir al fin.

–Pero volverías a verla, y…

–No. Ella intentó hablar conmigo, lo intentó varias veces, pero no se lo permití. Le di la espalda como solo hacen las personas ruines.

-7-

Raúl no sabía qué hacer ni qué decir. La confesión de su mujer lo había dejado desconcertado. Podía entender su dolor, pero aun así no acababa de ver cómo encajaba todo aquello con su reacción ante la declaración de su hijo.

–Después de lo que me has contado, entiendo que estés así, de verdad. Sobre todo, porque llevabas mucho tiempo reprimiéndolo y tiene que resultar doloroso volver a enfrentarse a ello —le dijo tratando de sonar cariñoso–. De todos modos, hay algo que no acabo de comprender. Si te sientes mal precisamente por haberle dado la espalda a tu amiga, ¿por qué vuelves a hacerlo? ¿Por qué le das la espalda a nuestro hijo?

–¿Es que no lo ves? Da igual que yo le apoye, da igual que tú le apoyes. ¡Seguro que los padres de Loli la apoyaron! El problema son los demás. Si eres distinto, si te apartas de lo normal, siempre habrá alguien que haga lo que hice yo entonces, que le falle tan estrepitosamente como le fallé yo a Loli. Nunca podremos protegerle de todos ni de todo. ¡Es imposible!

A Raúl le costaba digerir las palabras de su mujer. No conseguía comprender su lógica.

–Entonces, según tú, ¿qué debemos hacer? –le preguntó.

–Convencerlo de que no es más que una fase pasajera, que se le pasará.

–¿Y si no se le pasa? –insistió Raúl incrédulo.

–Se le pasará, se le tiene que pasar.

–Pues yo creo que no, la verdad. No se trata de un capricho, ni de una enfermedad, ¿sabes? Además, esa no es la solución. De tu hijo pueden burlarse por cualquier cosa, yo que sé, simplemente porque lleva gafas… ¿Qué vamos a hacer si algún día tiene que llevar gafas? ¿Decirle que no se las ponga?

–Ponerle lentillas.

–¿En serio? Pues yo no creo que esa sea la solución.

–¿Y cuál es según tú la solución?

–Enseñarles a nuestros hijos a no dejarse pisotear por lo abusones y estar atentos por si nos necesitan. En serio, creo que exageras un poco. No hay para tanto. Seguro que Loli ya lo ha superado. Igual hasta le sirvió para hacerse más fuerte.

–Tú no lo entiendes, no lo entiendes.

–Pues explícamelo.

–Ella…ella…

–¿Ella qué?

Elisa suspiró hondo un par de veces. Luego miró fijamente a su marido. Todavía le llevó unos segundos conseguir hablar.

–Una noche al poco de nuestra discusión, mientras sus padres dormían, Loli se encerró en el baño y se cortó las venas.

-8-

Al oír las últimas palabras de Elisa, Raúl se estremeció de arriba abajo. No se esperaba un desenlace tan brutal. Trató de imaginar lo que debió sentir su mujer al enterarse de lo que le había ocurrido a su amiga. Le resultó imposible. Demasiado dolor, demasiada culpa. El mero hecho de pensar en ello le sumió en un estado de profunda desazón.  Un ruido procedente del otro lado de la habitación le sacó de su ensimismamiento. En la puerta, mirándolos fijamente, estaba su hijo.

–Laura me ha invitado a jugar a su casa –dijo tras un breve silencio–. ¿Puedo ir, porfa?

Raúl miró instintivamente a su mujer, que hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza.

–Está bien. Vete poniendo el abrigo que ahora voy.

–Guay.

En la calle hacía frío. Al menos eso le pareció a Raúl, aunque quizá fuera que estaba destemplado. Seguía intentando digerir las palabras de su mujer, pero no le resultaba fácil. Se preguntó cuánto habría oído Hugo.

–¿Hacía mucho que estabas en la puerta?

–No mucho.

–Verás hijo…

–Si lo dices por lo que ha contado mamá de su amiga, tranquilo, yo no pienso hacer eso.

–No, si no pensaba… bueno, la verdad es que me alegra saberlo. Sólo quiero que estés bien, ¿entiendes?

–Estoy bien papá, de verdad.

–Fantástico –dijo mirándole sin terminar de creérselo.

Siguieron andando el uno al lado del otro en silencio, Raúl dándole vueltas a sus pensamientos, Hugo deseando llegar a casa de su amiga. En cuanto llamaron al timbre, Laura salió a abrirles con una sonrisa de oreja a oreja.

–Hola C..Hugo.

–Puedes llamarme Cloe, ya se lo he contado –dijo Hugo mirando a su padre de soslayo.

–¿En serio? –preguntó ella mirándolo también.

–Sí, tranquila. Ya nos lo ha contado –confirmó Raúl.

–Entonces, hola Cloe. ¿Vamos a mi habitación? ¡Tonta la última!

–¡Eh! ¡Espera! Adiós papá –se despidió mientras corría por el pasillo tratando de alcanzar a su amiga.

–Adiós, Cloe –respondió él, sintiéndose un tanto incómodo, pero feliz al verle actuar con tanta naturalidad.

-9-

Laura esperó a estar a solas en la habitación para preguntarle.

–¿Qué te han dicho tus padres?

–Mi padre se lo ha tomado bien. Mi madre no tanto. Aunque creo que es por algo que le pasó con una amiga, no por mí.

–¿Con una amiga?

–Sí, una amiga que como yo tampoco estaba a gusto en su cuerpo.

–¿Y qué ocurrió?

–Pues creo que la amiga tenía demasiado miedo y mi madre también.

–¡Qué mal no! Mi hermano dice que los mayores siempre tienen miedo. Yo no lo entiendo, la verdad.

–Ni yo.

–¿Y crees que se le pasará?

–¡Eso espero! ¿Qué hacemos?

–¿A qué quieres jugar?

–¿A disfrazarnos?

–Vale. Yo me pido de pirata.

–Pues yo de pirata bucanera.

–¿Quieres que nos maquillemos?

–¿Podemos?

–Sé dónde guarda mi madre sus pinturas –dijo Laura guiñándole un ojo–. Sígueme. Pero no hagas ruido.

Laura abrió la puerta y asomó la cabeza.

–Parece que no hay moros en la costa –susurró metiéndose ya en el papel que había escogido–. ¡Vamos a por el botín!

Se colaron en el baño, se hicieron con el estuche de maquillaje de su madre y regresaron a la habitación muertos de la risa. Siempre era así entre ellos.

-10-

Esa noche, al regresar a casa con su hijo, Raúl fue directo a la habitación. Su mujer estaba en el sillón orejero que había junto a la ventana. Se sentó pesadamente en el borde de la cama.

–Elisa, no puedes seguir así. Sé que lo que te pasó fue horrible, de verdad. Pero tienes que hablar con tu hijo. Eres su madre. No puedes darle la espalda en algo tan serio –le dijo. Las palabras sonaron a un ruego desesperado.

–¿Te crees que no lo sé? –murmuró ella—pero es que no sé qué decirle…

–Pues simplemente abrázalo, que sienta que no le rechazas.

–No es tan fácil, ¿sabes? No para mí.

Se quedaron los dos callados, Elisa mirando por la ventana, Raúl al suelo. Pasados unos minutos, él soltó un suspiro, se levantó y se marchó. Elisa creyó que volvía, porque al momento oyó como se abría de nuevo la puerta. Pero no era su marido.

 

–Hola mamá.

Al oír la voz, Elisa giró la cabeza desconcertada.

–¿Cómo estás mamá?

–Estoy –atinó a balbucear.

–¿Puedo decirte una cosa?

–Supongo…

–Lo que le pasó a tu amiga, bueno, tuvo que ser un palo.

–Sí, lo fue.

–Pero sabes, el problema no es que fuera distinta, el problema es que no era capaz de ser quien era.

–No te entiendo.

–Quiero decir que ser distinto no tiene nada de malo. El problema es que te dé miedo serlo.

–¿Miedo?

–Sí, a lo que dijera la gente, a lo que pensaras tú.

–Es que ese es precisamente el problema, la gente. Puede ser muy cruel, ¿sabes? Y yo no quiero que te hagan daño. No podría soportarlo. Otra vez no.

–Es que no me lo van a hacer mamá, porque a mí no me da miedo ser distinto.

–Eso es lo que te piensas, pero luego todo se complica.

–Yo no soy como tu amiga.

–Eso no lo sabes.

–Sí, sí que lo sé. Yo te lo he contado. Ella no lo hizo, te tuviste que enterar por otros.

–Ya, pero…

–Tú piensas que le fallaste y a lo mejor lo hiciste. Pero ella también te falló a ti, porque no te lo contó.

Elisa nunca lo había visto de ese modo. Se había echado toda la culpa a la espalda sin considerar nada más.

–Por eso quiero que me llaméis Cloe –siguió–, y por eso quiero que mis amigos me llamen Cloe. Porque no quiero esconderlo. Porque quiero que todo el mundo sepa quién soy realmente.

–N sé, la verdad.

–El hermano de mi amiga Laura tiene razón. Para que te hagan daño tienes que avergonzarte o tener miedo. Y yo ni me avergüenzo ni tengo miedo. De hecho, me siento orgulloso.

–Pero es que…

–Mamá, en serio, no tienes por qué preocuparte. Además, ahora ser distinto está de moda. Hasta voy a ser más popular en clase.

Elisa miró a su hijo. Se le veía tan tranquilo, tan confiado… Mientras lo contemplaba tuvo la sensación de que se le ensanchaban un poco los pulmones.

–Ojalá lo viera todo tan fácil como tú –dijo mirando por la ventana.

–Es que lo es, mamá. Y tú me has ayudado, ¿sabes? Porque siempre me has dejado ser quien yo quería. A lo mejor es precisamente por lo que te pasó con tu amiga. Loli se llamaba, ¿no?

Elisa pensó que a lo mejor era verdad, a lo mejor había enterrado sus recuerdos con Loli, pero no lo que había aprendido de toda esa historia. Suspiró profundamente, miró a su hijo y por primera vez desde que se había sincerado con ellos, fue capaz de mirarlo con otros ojos.

 

 

El vecino Por Elisa Pérez

Llaman a la puerta con los nudillos habiendo timbre, qué raro. Quizás los de la mudanza se han olvidado algo…

Minerva se encaminó hacia la entrada sorteando cantidad de cajas y bultos que de forma desordenada se desparramaban por el pasillo, pero antes de llegar volvieron a llamar.

¡Voy…! – gritó al tiempo que abría, después reparó que hubiera sido recomendable revisar por la mirilla antes. Al fin y al cabo no esperaba ni conocía aún a nadie en ese edificio.

—Hola, soy Mariano, tu vecino de arriba. He visto el camión de la mudanza y he pensado que podrías necesitar algo. ¿Te ayudo?

Miró sorprendida hacia el desconocido que la contemplaba con una sonrisa bobalicona y le ofrecía una ayuda que ella no le había pedido.

—No, gracias, se lo agradezco pero sólo yo puedo entender este…

Antes de acabar la frase ese hombre de edad madura en el que comprobó cierta dificultad al caminar, había traspasado el umbral. No supo reaccionar ante semejante descaro.

—Lo primero que debes hacer es revisar el timbre, me parece que no funciona… ¡vaya, hacía mucho que no entraba en esta casa, desde que doña Begoña nos dejó!

Al mismo tiempo que la pena parecía reflejarse en sus ojos, el desconocido dirigía su mirada en dirección al fondo del pasillo, donde la luz del atardecer comenzaba a dejar un tono rojizo en las paredes. Minerva apenas tenía recuerdos de esa casa, la había visitado pocas veces mientras vivía en ella la tía abuela Enriqueta.

—Perdone tengo mucho que hacer, ya ve…

—Si, por eso… te puedo ayudar en lo que quieras: colocar, mover, limpiar…

Minerva siguió sin saber reaccionar. Se sentía como una niña asaltada por un familiar antipático para el que no tiene réplica posible. Se introdujo con tal seguridad que recorrió el poco espacio libre como si fuera su propia casa, así supo esquivar una pila de cajas en el pasillo para pasar al salón y llegar a la habitación principal, un lugar tan íntimo en el que había empezado a ordenar su ropa, sus cosas se encontraban esparcidas sobre la cama o en el suelo, se sentía avergonzada, como si hubiera visto ropa interior, a ella misma en ropa interior. Minerva incluso hizo el gesto de cubrirse la camiseta como si portara un escote excesivo.

—Aquí estará tu habitación, por lo que veo. Aprovecho para recordarte que no está permitida la música ni las reuniones más allá de las 22 horas. Figúrate estas paredes, o valen nada, cualquier cosa que suceda aquí se escucha por todo el edificio, así es, estas paredes lo transmiten todo.

La forma descarada de ojear entre sus cosas, de colarse con aparente educación, la estaba poniendo muy nerviosa.

—Por favor, le tengo que rogar que se vaya, tengo mucho que hacer y….

—Sí, es cierto, yo también tengo cosas que hacer, muchas cosas que hacer, la verdad… te agradezco que me hayas permitido entrar en tu casa.

Con apariencia de cordialidad, resultaba tan descarado que la dejaba perpleja.

Ya en la escalera, a punto de comenzar a ascender los escalones, Mariano se detuvo. Minerva temió por un instante que retrocediera.

—Ah, no te he dicho que mi habitación está situada en lo que has decidido convertir en el salón… No es buena idea. Cámbialo cuanto antes.

La visita había perturbado el desembarco en aquella casa, en aquel edificio. Necesitaba huir de su círculo habitual. Necesitaba olvidar, tener su duelo lejos de todo y de todos. La solución del traslado a esa casa fue un rayo de luz en su existencia. Se ahorraría el alquiler y los gastos los imaginó inferiores. Podría caminar hasta su trabajo o pasear más cerca del centro. Muchas ventajas que la omnipresencia del vecino estaba tornando muy desagradables.

Al día siguiente, al volver del trabajo estaba agotada, deseaba quitarse el uniforme para lanzarse sobre el sofá. Mientras se desnudaba mirando con desgana el desorden que reinaba en la casa, algo la sobresaltó.

Llamaron a la puerta. El sonido hueco de la madera vieja, le recordó lo del timbre.

—Hola vecina. ¿Mónica, Mona, Marina? Mala memoria para los nombres, aunque me suena que empieza con M como el mío, M de Mariano. La verdad es que soy un manitas, así que esta tarde me ocupé de arreglarte el timbre. No tuve necesidad de entrar, aunque podría, claro, tengo llave de todas las viviendas, pero no fue necesario, tenía un crick crash en el cable exterior, muy fácil, demasiado fácil para lo mucho que me gusta reparar estas cosas. Así que ya está, ding dong, pero estaría bien poner otro con un sonido más agradable, hay mucha variedad, puedo ocuparme, no son caros.

—Ah, vale, gracias Mariano, no era necesario pero así está bien.

En su reaparición como “manitas” estaba colgado de una euforia rara, parecía que no iba a parar de hablar, y mientras lo hacía cortaba las frases con risitas. Sin tiempo a reaccionar, otra vez se había metido hasta la mitad del pasillo. El crujir de la puerta mientras se cerraba sobresalía en medio del silencio.

—Ayer no te dije algo. Vivo con mi madre. Ella es muy mayor, está sorda. ¿No conocerás a nadie que quiera trabajar en mi casa? Yo no puedo cuidarla todo el día, y necesita mucha ayuda, vaya si necesita ayuda, tú, tan joven y guapa seguro que conoces a alguien bien dispuesta.

—No, lo siento… pero …..

—Yo, otra cosa que quería decirte…

No paraba de moverse, pero se quedó quieto en la entrada del dormitorio que estaba con la puerta abierta. Aunque no exactamente inmóvil: movía sus manos en una gesticulación absurda que estuvo a punto de provocar carcajadas en la dueña de casa. Se dijo a sí misma lo de “dueña de casa”, por ver si eso le daba renovada energía, pero se vio a sí misma incapaz de resistir a ese intruso.

—Mariano, le tengo que pedir que se vaya… no puede entrar en mi casa sin más. Miraré si conozco a alguien… para lo de su madre, digo.

—Tutéame, sí, mejor que me tutees. ¿Ese es el uniforme de tu trabajo? ¿Estabas desnudándote? Lamento interrumpir tu intimidad, pobre, acabas de llegar del trabajo y estarás ansiosa de que te dejen en paz. Pero, ojo, eso no es motivo para que dejes la ropa tirada de esa manera…

Un sudor frío le recorrió la espalda. De pronto dejó de hablar de esa manera atropellada, ansiosa, y la miró de tal manera que la movilizó: se puso más recta que de costumbre, alzó la cabeza, y fue deprisa hacia la puerta que abrió por completo para dar paso a la oscuridad de la escalera. No se oía nada. Él marchó, obediente a su gesto. Sin resistencia y con seguridad le vio subir. Le miro detenidamente: pantalones grises, camisa de cuadros, espalda ancha, piernas gruesas. Le sorprendió que dominara con tanta habilidad su extraña cojera, al subir de dos en dos los peldaños. Se paró en el último. Parecía que iba a decir algo, sin embargo dibujó una extraña sonrisa y continuó su camino.

Una vez más la noche fue espesa. Entre pesadillas apenas pega ojo y durante el día intenta despertar sin conseguirlo. Logra hablar del tema con unas compañeras, lo enmascara como si no fuera con ella “imagínate, padecer a un vecino pesadísimo…”, pero la miran con terror y las dos, tan distintas en edad y condición, huyen despavoridas, “la verdad es que esa amiga tuya lo tiene crudo, no sé cómo se puede sacar de encima a alguien así”.

Cuando regresó a casa recorrió el piso de puntillas, ni encendió la luz, se apañó con la linterna del móvil, hasta que se regañó, diciéndose a sí misma que no puede dejar que la vuelva loca, y encendió las luces y puso la música al volumen discreto de siempre, y se desenvolvió en una grado de felicidad que ya no creía posible. Nadie llamó a la puerta. Al fin podría cenar y dormir en paz.

La tranquilidad duró poco.

Un timbrazo, luego otro y otro más, sin pausas. El despertador de la mesilla marcaba las tres y diez. La luna nueva apenas irradiaba luz, envolviendo de negrura la habitación. Minerva se levantó. Recorrió descalza el pasillo, el suelo estaba frío. Detrás de la mirilla se veía una sombra, había alguien. Parecía un hombre, parecía Mariano.

—Perdona la hora, pero he tenido un problema con mi madre. ¿Tienes alcohol? Seguro que una chica como tú tiene un poco de alcohol. Necesito un poco de alcohol. Perdona los nervios.

—Son las tres y cuarto, estoy dormida, lo siento pero no sé dónde lo puedo tener, ya sabe, la mudanza.

—Te dije que me tutearas. Ya está bien de formalidades.¡¡¡¡Que me tutees mujer!!!! Vas a conseguir enfadarme.

—Venga, hala, no te preocupes por nada, te ayudo a encontrar el alcohol: mi madre se ha hecho una herida en la pierna, lo necesito ahora.

No hubo tiempo para más, no hubo tiempo para la reacción. Se había introducido hasta la mitad del pasillo. A Minerva le temblaban las piernas. Él se mostraba tranquilo, seguro, en su ámbito. Ella rebuscó alguna frase que le dejara claro de una vez que tanta familiaridad era excesiva. No la encontró. Se sentía ridícula en su propia casa, como una niña indefensa. Lo vio moverse con insultante desparpajo, revolver cajas y hurgar en cajones. Pasó a su lado, dejando un olor agrio mezcla de comida y sudor que la estremeció, ahora de malas maneras, enfadado, dispuesto a irse.

—En este desastre es imposible encontrar nada. Vaya jaleo, y por lo que veo eres más lenta que una tortuga, vaya a saberse cuando encontrarás algo que valga la pena. Lo mismo hasta pierdes la cabeza, tampoco se perdería mucho. Jajajaja, bueno me he pasado, es que a veces tengo esa vena de humor negro que heredé de mi bisabuelo Eustaquio que lo primero que hacía era reírse de su propio nombre: El de las trompas de las chicas, ese sí que era listo. Ya sabes. Las trompas de Eustaquio, bueno, sí, también las tienen los hombres, ¿o no? Bueno, estas están por el oído y las de Falopio son las de procrear o como se llame, jajaja, ¿pensabas que soy un ignorante? Jajaja. Voy a la farmacia en busca de alcohol, jajaja, mi madre se va a desangrar… y tú serás la única culpable.

Con el corazón volando a miles de pulsaciones, Minerva intentó volver a dormir. Tenía miedo. Trató de recordar con cuántos vecinos se había topado en sus entradas y salidas del edificio en el poco tiempo que llevaba dentro. No recordaba a ninguno, no había oído el timbre o el ruido de una puerta que se cierra. Se levantó de la cama, para mirar por la mirilla. Temía que aún estuviera allí, dispuesto a atravesar la puerta con su olor amargo y su mirada aparentemente bobalicona. Regresó a su habitación, se acercó a la ventana. En el patio interior al que daba, pudo ver en otra ventana una silueta de mujer. Un cierto alivio recorrió su cuerpo: no estaba sola.

Sin embargo, no era suficiente la sombra de una desconocida ante lo que estaba padeciendo. Lamentaba haber cambiado su barrio de siempre pora quel edificio vacío en el que se sentía atemorizada por un perturbado. Con muchas dudas en su cabeza y una profunda tristeza, a punto de llorar -no lo había hecho desde el entierro de su madre- se tapó la cara con las manos en un acto reflejo, como si así pudiera echar fuera de su vida a ese individuo. Pero aparecieron los esperados timbrazos. Dos, tres, cuatro. No respondió. No volvió a sonar el timbre. En el suelo, hecha un ovillo, escuchaba su corazón con la esperanza de que dejara de golpearla.

Decidió pasar la noche en esa postura imposible

No había descansado bien pero se levantó dispuesta a acabar con todo aquello. Para empezar iría a tomar un café con un maravilloso cruasán a la plancha, mantequilla y mermelada. Un ligero reflejo mañanero atravesaba el techo en el rellano. Miró hacia arriba. Nunca se había fijado en los tragaluces amarillentos, ni en que el color vainilla de las paredes se había degradado hacia el marrón. Respiró con alivio al escuchar de fondo una ligera música procedente del piso superior. Decidió bajar andando, sin tomar el ascensor. Le serviría para desentumecer sus piernas. En el hueco del ascensor se proyectaba una sombra. Alguien subía. Por fin conocería a algún vecino más.

—A ti también te gusta madrugar, por lo que veo.

Era demasiado tarde para retroceder. En un espacio de poco más de un metro, el cuerpo de su maldito vecino se aproximaba hacia ella, sin detenerse por la estrechez. Minerva paró en seco. Otra vez él. A través de la ligera luz que penetraba descarada desde la calle, pudo verle. Le pareció mayor, más rancio, con una sonrisa con dientes amarillos que mostraba de forma prominente al reír.

—¿Tu madre cómo está? -balbuceó sin saber por qué le hacía esa pregunta.

—Mayor y sorda.

—¿Y su rasguño de anoche?

—Durmió como un lirón toda la noche. ¡Ya ves, a su edad!

—Pero… ¿ y el alcohol?

—Tengo agua oxigenada y betadine, si necesitas, ya sabes. También le din somnífero, para que durmiera y me dejara tranquilo.

—Me despiertas a las tres y diez para pedirme alcohol para tu madre y ahora me dices que duerme como un lirón toda la noche…!!!!

—Claro… ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Venga, anímate y tutéame, ya te lo he dicho ¡no es tan difícil!

La sonrisa de dientes amarillos se había detenido frente a ella, esperando que Minerva terminara su discurso nervioso. Mientras manoseaba la bolsa de plástico que colgaba de su mano.

La chica no esperó más, echó a correr por las escaleras. No podía continuar junto a ese impertinente y extraño vecino. No miró atrás, llegó agitada frente a su puerta, consiguió abrir la vieja cerradura a pesar del temblor de sus manos. Con un portazo estruendoso se metió en su casa.

La oscuridad de la noche se cernía sobre el salón. No se atrevía a moverse, paralizada sobre el sofá había transcurrido su tarde. No se atrevía a nada, a dormir, ni a encender la radio. Sólo pensar en que el vecino de arriba percibiera que estaba, le revolvía el estómago.

Pediría ayuda a la vecina que había visto la noche anterior en la ventana. Se asomó impaciente, saludando al unísono las manos. Allí estaba la mujer, inmóvil, sin responder a sus aspavientos. Tenía que hacerse fuerte en su soledad. Esa era su vida y así quería que fuese. Estaba oscuro, aunque el atardecer aún no se había rendido a la noche. Golpeó el interruptor de la escalera varias veces. No funcionaba. Un sudor frío la empujó a retroceder en su decisión pero estaba dispuesta a seguir, subió los escalones de madera. En el rellano había una maceta con flores secas, el felpudo contenía un mensaje apenas visible por el desgaste. Tocó el timbre de su vecino. El sonido retumbó con fuerza en el silencio del edificio. Antes de repetir la llamada esperó un rato. Le pareció oír unos pasos que se deslizaban despacio. Cada vez más cerca, supo que estaban junto a la puerta. No había visto que una mirilla grande sobresalía a la altura de su pecho. La mirada que se escondía al otro lado la hizo dudar si había sido buena idea subir.

—Hola, perdone, ¿es usted la madre de Mariano? –la sonrisa forzada que dibujaba su cara fue suficiente para que aquella anciana de rostro plagado de arrugas y pelo gris recogido en un gracioso moño le respondiera del mismo modo.

—Hola, ¿eres Begoña? Hacía mucho que no te veía.

—Ah, no, lo siento…me llamo Minerva –por encima su esa cabeza canosa escrutaba el fondo.

—Ah, ya, la hija de doña Dorotea. ¿Cómo está tu madre? Pero pasa, pasa, hija, no te quedes en la puerta.

—No, disculpe… ¿está Mariano?

—No me acuerdo de tu nombre. ¿Cómo te llamas? Aún recuerdo cómo corrías escaleras abajo delante de tu padre, ¿por cierto cómo está?

—Perdone, tengo mucho que hacer, sólo quería saber si estaba su hijo. Necesito hablar con él.

—Pasa, pasa, te daré un poco de tarta de cumpleaños. El sábado fue mi cumpleaños, 85 años he cumplido, y aquí estoy con cuerda para rato.

Minerva sintió que la conversación con aquella adorable mujer era más agradable de lo esperado. La siguió por el pasillo, avanzaba tan despacio que podría distinguir la cantidad ingente de muebles que había. Con una bata rosa, que dejaba al descubierto unas piernas finas como alambres, y extremadamente blancas como la nieve, parecía que se quebraría en breve. Entró en la única puerta abierta. Minerva dudaba de su decisión, un olor dulzón y tibio envolvía el aire de la casa. Al fondo del salón le sorprendió divisar el busto de un maniquí. Se estremeció.

—Espere, espere, otro día, tengo que irme, soy la vecina de abajo, soy nueva en el edificio y quería conocerla, su hijo me ha comentado que estaba usted enferma.

—Bueno, como quieras. Pero llévate un trozo de tarta de cumpleaños antes de que regrese… –no terminó la frase, por un minuto su semblante se ensombreció.

Los escalones crujían más al bajar que al subir. Con la mano derecha sostenía una servilleta en la que el azúcar del trozo de tarta se desparramaba dejando un rastro blanquecino. Al acercarse a su puerta, sólo tuvo que empujarla para entrar. Juraría que la había cerrado con llave al salir. El miedo la inmovilizaba. Con sigilo se introdujo, dejando la puerta abierta tras de sí. No estaba sola, lo sentía. La mano le temblaba, el corazón le latía tan fuerte que podía sentirlo retumbar en su cerebro.

—Minerva… ¡te has dejado las llaves puestas! Eso puede ser peligroso para ti. –el repiqueteo metálico se oía claramente.

En su caída, la tarta se estampó en el suelo, desparramando nata y azúcar. Allí estaba Mariano al final del pasillo, su voz era reconocible en medio de la oscuridad imperante.

—No puede entrar en mi casa así sin más… ¡¡¡ No puede!!!

—¿Has subido a casa de doña Brígida?

—Eh, sí, he conocido a su madre. Es adorable. .

—¿Mi madre? ¿Doña Brígida? No, ella no es mi madre.

La desesperanza de que aquello no iba bien comenzaba a atenazar el cuerpo de Minerva. Hubiera querido escapar, no quería saber más de la extraña vida de aquel personaje que, con una red de araña fuertemente tejida, quería atraparla dentro. Antes de que tuviera tiempo para reaccionar, el timbre sonó de nuevo. El respingo de la chica fue notorio;el olor de Mariano que se adelantó a abrir la puerta, la volvió a repugnar.

—¿Cómo me has dicho que quieres la sopa? Estamos esperandoos –la dulce anciana estaba en su puerta, dirigiéndose a Mariano.

De espaldas a la pareja, Minerva no quiso moverse. La respuesta de Mariano la dejó petrificada.

—Hoy seremos uno más a cenar.

Fueron unos minutos confusos. No supo qué iba a suceder. Era evidente que no quería cenar con aquellos dos extraños seres, y también era evidente que no debía consentir la posesión sobre su casa, sobre su vida.

—Estoy muy cansada, lo siento, otro día cenaré con ustedes con mucho gusto.

Su voz rota emanaba terror. Empezó a caminar hacia su habitación.

—No puedes negar un plato de sopa a la adorable Brígida, lo ha preparado con mucho esmero… mira la tarta, la tiraste, ahora no puedes hacer lo mismo con su sopa. Te vendrá bien un plato de sopa -la voz de la dulce anciana sonó contundente.

La vio perderse por el oscuro rellano, conteniendo la respiración. No se oían sus pasos, no crujían los escalones. Se había esfumado en alguna dirección. Tras un minuto que pareció un siglo, un ligero chasqueo de llaves terminó con la puerta de arriba cerrándose. Tenía que huir de allí. No sabía cómo pero no podía permanecer un minuto más en aquel edificio, Estaba atrapada con un loco imprevisible y con una anciana que había pasado de adorable a horrenda.

—Esta vez te has superado, Brígida –la voz de Mariano parecía aduladora, a Minerva le sonó hueca.

Pese a su voluntad, aterrada por la escena que tenía delante, allí estaba sentada a la mesa, frente a la madre de Mariano quien fuese. A su izquierda, el hombre tomaba la sopa sorbiendo con ruido en cada cucharada que se acercaba a la boca. Con labios húmedos, miraba hacia el caldo blanquecino de su plato antes de beberlo. A su derecha, un maniquí con un camisón como única vestimenta, se mantenía echado hacia delante en su postura inerte. La anciana no comía, solo miraba, sobre todo a Minerva que tragaba como podíael insulso calducho. Añoró por un instante los sabrosos potajes de su madre.

—Voy a por la tarta… -antes de que la anciana tuviera tiempo de levantarse, Minerva se levantó como un resorte.

—Espere ya voy yo…

Salió del comedor. Se introdujo en la única puerta abierta, las dos estaban cerradas con llave. Desesperada miró hacia el fondo, tenía un objetivo. La ventana. Disponía de muy poco tiempo. La abrió. Antes de que la mano de Mariano la intentara retener, saltó al vacío. No miró abajo.

El golpe fue certero e inmediato. Un crujido de huesos la hizo contenerse del dolor. Tuvo tiempo de mirar hacia arriba. Los ojos de Mariano la miraban fríos y seguros. Junto a él la adorable anciana insistía:

—Sigamos cenando, aún está caliente la sopa.

—Sí será mejor, luego bajo.

El silencio se hizo más evidente para Minerva. Le zumbaban los oídos, le dolía mucho la pierna. Mareada con el golpe podía ver la oscuridad de la ventana de su vivienda, no más de un metro y medio de altura la separaba de ella. En el resto de ventanas divisó la misma silueta que había saludado la noche anterior. Comprendió enseguida. Se preguntó si podría escalar hasta allí. Desconocía ese patio interior, desconocía tantas cosas de ese edificio, se lamentó en medio del dolor. Se había animado a vivir allí sin preguntar nada, estaba entendiendo lo fácil que resultó la compra. Sobre el suelo, exhausta, anhelando que todo aquello fuera una pesadilla, escuchó dos vueltas de llave y unos pasos detrás. Y luego la ambulancia, y el deseo ferviente de pedir socorro y callarse, cerrar la boca, dejar que lágrimas abundantes recorrieran su rostro aniñado.

Adormecida, contemplaba las cortinas amarillentas, el desconchón de la parte superior de la ventana y un pequeño agujero en la pared de un cuadro inexistente. Su pierna escayolada la impedía moverse.

—Pronto te recuperarás con esta sabrosa sopa.

La anciana le volvía a servir el mismo caldo blanquecino desde hacía dos meses, tras el intento fallido de huida.

Al salir cerró la puerta con llave, dejando sola a Minerva. Hoy el silencio desesperante del lugar se había roto cuando escuchó que alguien hacia ruido en el piso de abajo. Aún era su casa, su maldita casa.

Sobre la escayola rota, quiso gritar sabiendo que nadie podría oír sus lamentos, solo el único maniquí masculino de la casa podía verla a través de sus ojos vacíos. Y los de ella se abrían lacrimosos, asombrados al ver que a pocos metros estaban sus maletas abiertas, su ropa revuelta, sus libros sobre una mesilla, junto a una tetera humeante…

 

 

 

 

Como la piel de una serpiente Por Paula Alfonso

 

Sí, estoy segura, lo que oigo son pasos y vienen tras de mí. Es él, otra vez él. Quisiera girarme, enfrentarme  de una vez por todas y verle la cara, preguntarle por qué, qué es lo que busca, qué persigue, y rogarle encarecidamente que se vaya y me deje en paz, pero no me atrevo. Meto el bolso bajo mi brazo, lo presiono contra mi cuerpo y acelero, acelero todo lo que puedo. El corazón me late de forma desaforada y siento mucho calor.

Miro el suelo y veo mis pies aparecer y desaparecer bajo el vuelo de mi falda en una alternancia regular: izquierdo-derecho; izquierdo-derecho; izquierdo-derecho, ¡más rápido!, les exijo, ¡mucho más rápido!, pero hacen cuanto pueden. Es el peso del abrigo lo que me impide caminar más deprisa. Me lo quitaría abandonándolo sobre el asfalto, como las serpientes cuando mudan su piel, pero en el trasiego de cambiar el bolso de brazo, despojarme de él, tirarlo… consumiría unos instantes que pueden ser cruciales, he de continuar así.

Miro al frente y la calle sigue vacía, solo se oye el tintineante y frenético sonido de mi taconeo sobre la acera en claro contraste con el de sus sordas pisadas, pisadas que delatan zancadas amplias y efectivas, que cada vez le aproximan más a mí.

Y allí a lo lejos la esquina, tengo que alcanzar aquella esquina, es mi tabla de  salvación. Al doblarla sé que me encontraré con el tráfico habitual de un viernes por la noche en una de las arterias más importantes de la ciudad, establecimientos aún abiertos y gentes que comentan el espectáculo que acaban de ver, pero, ¿cuánto falta?, ¿200? ¿300 metros?, ¡Por Dios, una eternidad!

El sonido de sus pasos se ha vuelto más nítido, está más cerca ahora.  Supongo que a la vez que se aproxima ensaya su ataque. Tal vez compruebe el eficaz funcionamiento de su navaja mecánica abriéndola y cerrándola repetidamente, o con bruscos tirones, la solidez de la cuerda que ha elegido para rodear mi cuello. Llevará las manos enguantadas para asegurarse de que, cuando me defienda contra su violencia, no arrastre bajo mis uñas elementos de su piel que puedan servir para identificarle.

¿Cómo he podido ser tan insensata y tomar este atajo? De sobra sé que esta calle es como una gruta vacía y larga por la que nadie circula; solo pretendía ganar unos minutos y llegar a casa cuanto antes. ¡Oh, lo siento, lo siento de verdad!

Ahora, junto al sonido de sus pasos me llega también el de su respiración, jadeante, ansiosa, demasiado próxima, justo a mi espalda. El móvil, tengo que pedir ayuda a través del móvil. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Está en mi bolso. Intento cogerlo, pero las manos me tiemblan ostensiblemente y se han vuelto torpes, muy torpes, además no puedo desviar la atención de mis pies –¡deprisa, deprisa, más deprisa!–. Finalmente consigo abrir la cremallera y mientras busco en el interior, trato de que mi mandato continúe con firmeza: ¡deprisa!, ¡deprisa! Las yemas de mis dedos identifican la carcasa del móvil, lo saco. Corro. Su aliento me ha forzado a ello, pero lo hago de forma errática, torpe, varias veces he estado a punto de caer, y mientras, intento activar el botón de encendido para empezar a marcar. Me falta el aire, no puedo respirar, el sudor resbala por mi frente y me enturbia los ojos, ¿Dónde está la maldita tecla? De pronto todo mi ser se paraliza y quedo clavada en el suelo, su mano acaba de apoyarse con firmeza en mi hombro, el teléfono resbala entre mis dedos y se estrella contra el suelo.

 

********

 

Estamos en una calle próxima a la Gran Vía, donde el Samur acaba de retirar el cuerpo sin vida de una mujer de unos 60 años, al parecer víctima de un ataque al corazón. Con nosotros está la persona que lo vio todo y avisó a los servicios de urgencias.

Díganos, ¿qué ocurrió?

  • Pues verá esa pobre mujer caminaba a escasos metros de mí, debía ir hablando con el móvil y al querer guardarlo en el bolso se le cayó, como vi que no se había dado cuenta, me aproximé para recogerlo y entregárselo, pero justo cuando le iba a avisar, se desplomó. Ha sido terrible créame.

Se desconoce por el momento la identidad de la persona fallecida, seguramente mañana podremos darles mayor información. Estas han sido las últimas noticias del día. Buenas noches.

 

********

 

-Aquí tienes lo acordado, puedes contarlo si quieres

-Me basta con su palabra. ¿Alguna más?

-Sí, otra. Vive en la calle Sancha de Lara 10, aquí está su fotografía, mayor, sin familia… Ya sabes, tómate tu tiempo, pero hazlo bien.

-¿Acaso tiene alguna queja de las anteriores?

No hubo respuesta, tampoco el que preguntó parecía esperarla, porque tras meter el sobre del dinero junto con la fotografía en el bolsillo de su anorak, se giró y comenzó a caminar en dirección a la salida.

Solo tras escuchar el ruido metálico de la puerta al cerrarse, el otro hombre se sacó la bolsa de tela que le cubría la cabeza y aseguraba su anonimato, enjugó con un pañuelo el sudor de su frente y comenzó a recoger; su maletín de piel, el sombrero, el abrigo, las gafas oscuras y con todo se dirigió también a la calle. El chofer se apresuró en abrirle la puerta de detrás, cerró una vez que lo vio sentado y, ya en su puesto, a través del espejo retrovisor preguntó: ¿A dónde Señor?

-Al Ministerio.

Entró solo en el ascensor, a esas horas ya no quedaba casi nadie en el edificio. Presionó el botón del último piso. Al abrirse las puertas salió con paso decidido, atravesó las dos antesalas y finalmente llegó a la gran puerta. Llamó con los nudillos. Al otro lado una voz le respondió:

-Adelante.

  • Buenas noches, señor -le dijo deteniéndose a dos metros de la gran mesa-. El inmueble de la calle Ferraz ha quedado ya vacío, pueden iniciarse las gestiones de compra.

-Bien -respondió su interlocutor sin levantar la vista de sus folios-, ¿el siguiente?

-Está en la calle Sancha de Lara, señor, es el número 10. Solo queda un propietario que en brev…

-Buenas noches Agustín. Le interrumpió.

Tuvieron que pasar unos segundos para que Agustín entendiera que la entrevista había terminado.

-Buenas noches, señor Ministro.

 

 

 

Cita anónima Por Ana Riera

Carla estaba excitadísima. No veía el momento de que llegara la hora. Sentía un vértigo que le producía náuseas y euforia a partes iguales. Trató de serenarse un poco. Todavía quedaba una hora de reloj. Intentó concentrarse en los gráficos que llenaban la pantalla de su ordenador, pero fue inútil. Su mente hacía rato que volaba lejos. Se levantó, cogió su bolsita de las pinturas y se refugió en el baño. Se refrescó un poco la nuca y se lavó las manos. Observó la imagen que le devolvía el espejo. Hacía tiempo que los ojos no le brillaban de ese modo. Se gustó. Incluso se encontró guapa. Le pareció increíble que la mera perspectiva de lo que iba a suceder pudiera influir hasta ese punto en su aspecto. Se dedicó una sonrisa pícara. Si le quedaba algún asomo de duda, se esfumó por completo en ese preciso instante. No se iba a echar atrás. Ya no.

Todo había empezado con su amiga Nuria. Habían salido a tomar una cerveza. Carla recordaba haberse quejado de Pablo, de su carácter excesivamente previsible.

–Pues haz algo distinto.

–¿Algo distinto? ¿Cómo qué?

–Ten una aventura.

–Joder, Nuria. Tú siempre tan comedida.

Carla quería mucho a su amiga, pero a veces la desconcertaba. A menudo no sabía si le hablaba en serio o si le tomaba el pelo. Como en ese momento. Por eso se lo preguntó.

–¿Hablas en serio?

–Pues claro que hablo en serio. Nada como echar una canita al aire para oxigenar una relación.

–Cualquiera que te oiga pensará que te va mogollón eso de poner cuernos.

–No, no te confundas. Tener sexo con un absoluto desconocido al que ni siquiera le ves la cara no entra en la categoría de poner los cuernos. Al menos no para mí.

–¿Pero se puede saber de qué hablas?

–De Secret Friends.

–¿Me estás vacilando?

Por la cara que puso su amiga supo que no era así. En un primer momento no quiso saber nada. Ser infiel era ser infiel, daba igual si le veías la cara al otro o no. Pero varios días más tarde, tras tomarse un par de vinos con Nuria, le pudo la curiosidad y volvió a sacar el tema. Su amiga le aseguró que todo era de lo más discreto. Escogías un tío viendo sólo su torso desnudo y cuatro líneas que había escrito sobre sí mismo. Luego esperabas a ver si aceptaba tu invitación. Si aceptaba, el día indicado te presentabas en un discreto hotel con una máscara que te llegaba por mensajero. La máscara te cubría la mayor parte de la cara. Sólo dejaba al descubierto tu boca y tus ojos. Protegida tras el anonimato, pasabas una ardiente velada y luego regresabas a tu casa satisfecha y como si no hubiera ocurrido nada. Si lo necesitabas, incluso te proporcionaban una coartada creíble.

Carla le había asegurado a su amiga que ella no estaba hecha para esa clase de cosas. Que no sabría disimular, que se le notaría al volver a casa, que la culpa la volvería loca. El lunes siguiente, no obstante, tras un fin de semana anodino y monótono, llegó al trabajo media hora antes, encendió el ordenador y entró en la página de Secret Friends.

Una semana más tarde, ahí estaba, hecha un manojo de nervios, deseando que llegara la hora. Escoger a su amante ocasional le había resultado más fácil de lo que imaginaba. Fue por la frase de presentación: “soy un buen chico, pero a veces siento la llamada de la selva y no puedo resistirme”. Se había identificado de inmediato. Por suerte, él había aceptado su invitación.

Instintivamente miró una vez más el reloj. Ya faltaba menos. Cogió el lápiz de ojos y se los perfiló de nuevo. Luego se repaso los labios con su carmín favorito. Pensó en echarse unas gotas de perfume, pero cambió de idea. Si iba a ser sexo salvaje, mejor oler a hembra. Se echó un último vistazo en el espejo y salió del baño.

Cuando por fin se montó en el coche media hora más tarde, le temblaban las manos. ¡Resultaba tan excitante! Quedar así, con un desconocido que se oculta tras una máscara, protegida a su vez por el anonimato, y lanzarse directamente a sus brazos, sin preámbulos, sin intercambiar una sola palabra. Sexo puro y duro. Hacía mucho tiempo que no se sentía así. Era revitalizante.

Llegó al hotel a la hora exacta. Ya solo quedaba seguir las instrucciones que había recibido. Debía entrar directamente al garaje y ocupar la plaza 34. En cuanto paró el motor, unas persianas metálicas empezaron a descender desde el techo a ambos lados y por la parte trasera. Medio minuto más tarde, el coche se encontraba encerrado en un pequeño habitáculo. Por un momento, Carla se agobió. Pero fue solo un instante, ya que en seguida vio que delante de ella había una puerta. Al momento se encendió un cartel luminoso que había justo encima. Carla leyó. “No olvide coger su máscara. Colóquesela antes de cruzar la puerta”. Estaba todo milimétricamente pensado.

Más tranquila, cogió la máscara y se la colocó. Comprobó cómo le quedaba en el espejo retrovisor. Era una máscara preciosa y la verdad es que le quedaba muy sensual. Su nivel de excitación se disparó. Bajó del coche, cruzó la puerta con paso decidido y cogió el ascensor que tenía enfrente. Sin necesidad de apretar ningún botón, éste se puso en marcha y la llevó directamente a su habitación. La 434.

Llamó con la señal acordada. Al momento oyó unos pasos y se abrió la puerta. Allí estaba su amante, con su máscara cubriéndole la cara y el deseo saliéndole por todos los poros de la piel. Se acercó a ella taladrándola con la mirada. A Carla se le aceleró todavía más el corazón. Tras observarla unos segundos, la arrastró dentro con mimo. En seguida posó un dedo sobre sus labios, se lo metió en la boca. Sin prisas lo deslizó por su cuerpo. Luego todo se precipitó. Hicieron el amor como posesos y luego repitieron, todavía sedientos de deseo. Dos horas más tarde, Carla salía de nuevo del ascensor y entraba en su coche, agotada pero feliz.

Esa mañana le había dicho a su marido que volvería más tarde. Le habían puesto una reunión de equipo a las seis y esas reuniones siempre acababan alargándose más de lo previsto. Tenía coartada. Además, se sentía extrañamente tranquila. Pensó que se debería al efecto sedante del sexo. O a que, al no poder poner cara a su amante, todo parecía más inofensivo, casi irreal. Como si se hubiera tratado de un sueño, una mera fantasía erótica muy realista, pero completamente inofensiva. Su amiga Nuria tenía razón. Ya en el barrio, encontró aparcamiento a la primera. Iba a bajarse del coche, cuando vio la máscara tirada sobre el asiento del copiloto. Tenía que esconderla en algún lugar seguro. Se le ocurrió el sitio perfecto. La metió en el bolso, lejos de miradas indiscretas, y se apeó.

Media manzana más adelante, reconoció el coche de Pablo. Al pasar, posó la mano sobre el motor. Todavía estaba caliente. Igual había aprovechado para quedarse hasta más tarde en la oficina. O se había ido a tomar una copa con algún colega. Mejor. Así su aventura pasaría más desapercibida.

Entró en casa decidida, pero al ver a Pablo un latigazo de culpabilidad amenazó con traicionarla. Mientras se saludaban con un beso, consiguió dominarlo. Intercambiaron tres o cuatro frases banales.

–Voy a cambiarme, que vengo molida. En seguida estoy contigo y preparamos algo para cenar. Podemos hacer unos huevos revueltos. ¿Te apetecen?

–Sí, perfecto. Pero tranquila. Haz lo que tengas que hacer. No hay prisa.

Carla le dedicó una sonrisa y se metió en el dormitorio. De repente, la máscara le quemaba dentro del bolso, así que fue directa al vestidor. Había decidido esconderla en la caja de cartón donde guardaba su vestido de novia. Estaba en la estantería más alta. Era el sitio perfecto.

Cogió la escalera de detrás de la puerta, bajó la caja y la dejó en el suelo. Después sacó la máscara del bolso, la envolvió con un trozo de papel de seda para que no se estropeara y retiró la tapa de la caja. Al levantar un poco el vestido para meterla debajo topó con algo duro. También estaba envuelto con un trozo de papel de seda. Lo retiró con cuidado. Era otra máscara: la que había usado para ocultarse su amante de esa noche.

La duda Por Ana Riera

 

 

Jonás lo sabía. Sabía que su madre lo amaba. Ella misma se lo había dicho infinidad de veces. Así que lo sabía. Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, añoraba esos años en los que eso era suficiente, en los que no necesitaba nada más.

Cuando era pequeño le bastaba con oír de su boca que lo quería con locura para sentirse la persona más dichosa del mundo. La escuchaba, se dejaba abrazar por sus suaves brazos incrustando la cabeza entre sus carnes aún jóvenes y luego hacía lo que le pedía, con el alma ligera y la mente apaciguada. Era fácil.

Pero ya hacía mucho que las cosas habían cambiado. Era por culpa de esa voz que se había instalado en su cabeza, que le obligaba a preguntarse por qué, que le mostraba que existían otras posibilidades, aunque él no quisiera verlas. Las palabras y los abrazos de su madre ya no eran suficientes. De hecho, sus abrazos habían empezado a crisparle, como si fuera alérgico a ellos, como si hubiera mudado de piel y la nueva sufriera un rechazo a la de ella, a lo conocido hasta entonces.

Ojalá no hubiera oído nunca esa voz, ojalá la primera vez que se hizo audible hubiera sido capaz de acallarla, de desterrarla para siempre. Pero no había sido así. Y ahora ya no podía silenciarla, porque se había apoderado de su cerebro y cada vez sonaba con más fuerza.

Al principio, eso hacía que se sintiera débil, que se supiera indigno de ella. Eso lo atormentaba y le obligaba a bajar la cabeza en su presencia. Era un gesto que podía confundirse con el sometimiento, pero en realidad no era más que vergüenza tintada de confusión y de rabia.

Ya no recordaba cuándo fue la primera vez que la voz le susurró al oído que ella no lo amaba, que eso no era amor verdadero. El problema era que él no podía juzgar, no tenía herramientas para hacerlo. Solo había conocido ese tipo de amor. Así que, ¿cómo iba a compararlo? Pero oía la voz, cada vez más fuerte. Y cuando la oía, sentía una comezón en la boca del estómago que lo alejaba de ella. Como si se le hubiera colado una pequeña serpiente y se le enrollara justo ahí, cerrándole la entrada del intestino grueso, paralizándole el cuerpo por dentro y provocándole un dolor sordo que no le gustaba nada.

Sí, durante algún tiempo había sido capaz de controlar esa voz. Claro que eso fue cuando todavía sonaba débil, apenas un gemido que se colaba entre las ramas de su conciencia como una suave brisa. Por aquel entonces le bastaba con repetirse lo que ella le había dicho tantas veces. Que habría seres malignos que intentarían corromperle, hacerle dudar. Que tenía que ser fuerte y acordarse de que ella era la única que lo amaba de verdad, que solo podía confiar en ella, que era la que siempre había estado a su lado, desde el principio, para protegerle de todo lo malo. Perdido en la oscuridad de la noche luchaba incansable contra la voz. “Ella me ama, ella me ama. No sé quién eres, pero sé que tus intenciones son malas”.

La voz, sin embargo, se había hecho poderosa, alimentada tal vez por sus propios miedos e inseguridades. Los antiguos argumentos ya no le servían. No conseguían acallarla ni mitigar la inquietud que lo embargaba. No eran suficientes. Porque a sus palabras de “ella me ama”, la voz replicaba “¿cómo puedes estar seguro?”. Porque al grito de “sólo puedo confiar en ella”, la voz saltaba “y eso, ¿cómo lo sabes? ¿Te lo ha confirmado alguien que no sea precisamente ella?”. Aun así, él perseveraba, lo intentaba, seguía buscando argumentos: “Ella es la única que siempre ha estado ahí, a mi lado”, a lo que la voz argumentaba: “¿Acaso ha dejado que hubiera alguien más a tu lado?”. “Pero ella me protege de todo lo malo”. La voz, no obstante, volvía a la carga: “¿De qué te protege exactamente? ¿Qué es lo malo?”. Eran tantas las incógnitas…

Jonás cada vez estaba más confuso. Se sentía partido en dos, rasgado por la mitad de arriba abajo por una sierra invisible que dejaba la carne entera, para confundir los sentidos, pero partía el alma por la mitad, haciéndola añicos. Quería ser digno del amor de su madre, quería que ella supiera que él también la amaba a ella. Pero le era imposible no escuchar todo aquello que se adueñaba de su mente.

Lo peor, de todos modos, había empezado hacía apenas un par de semanas. Era una fuerza que no podía controlar, que se apoderaba de cada rincón de su cuerpo y focalizaba toda su atención, sin dejarle pensar en otra cosa. Era un anhelo que salía de todas y cada una de sus vísceras, y de la convicción absoluta de que lo único que podía hacer era salir de allí y comprobarlo todo por sí mismo. Solo así, enfrentándose a los peligros que acechaban, podría volver a su vida de antes, podría recuperar la paz y la seguridad que experimentaba cuando era niño, cuando todavía no había descubierto la voz, ni el clamor ensordecedor de las dudas.

Solo de imaginarlo sentía un miedo atroz, porque su madre le había advertido desde su más tierna infancia que fuera de esas cuatro paredes, fuera de ese nido seguro que ella había construido para él, todo era caos y confusión. Las fuerzas del mal acechaban en cada esquina y se alimentaban de la buena fe y la pureza de los chicos como él. Pero necesitaba verlo con sus propios ojos para poder hacer frente a la voz, para ser capaz de contestarle con rabia que sabía que todo lo que ésta aducía no eran más que mentiras. Solo de ese modo podría gritarle: “ahora sé que me ama más que a la vida misma, que sólo puedo confiar en ella. Ella me protege de todo lo malo que hay fuera y no necesito a nadie más. Soy feliz dentro de estas cuatro paredes, con su amor infinito”. Pero para poder espetarle eso a la cara a la maldita voz, primero tenía que salir y demostrarlo.

Por eso empezó a urdir un plan para escapar y poder deshacerse de toda esa angustia, de esa lucha titánica que tenía lugar dentro de él. Tenía que ser listo, hacerlo bien. Porque su madre no debía descubrir nunca que había estado fuera. No podría soportar que dejara de confiar en él. Tenía que esperar pacientemente a que se presentara una oportunidad. Centrar todas sus energías en estar preparado para aprovechar la ocasión idónea.

Empezó robándole alguna moneda de vez en cuando del monedero, que luego escondía debajo de su ropa interior, en el fondo del cajón de la cómoda. También hizo acopio de algunos víveres: unas galletas, unos frutos secos. Eso lo guardó en una bolsa de tela vieja, en el altillo del armario de su dormitorio. Además, preparó un sencillo hatillo con una muda y un par de calzoncillos. Sabía que la pulcritud era importante. “La limpieza acaba con la podredumbre, la aniquila”. Su madre se lo había repetido un millón de veces.

La ocasión llegó una soleada mañana de primavera, de la mano de una misteriosa carta. Alguien había deslizado un sobre inmaculado por debajo de la puerta. Estaba ahí, tirado en el suelo, cuando se levantó esa mañana. Lo encontró de camino al baño. Era algo tan inusual que lo vislumbró de lejos a pesar de estar todavía medio adormilado. Nunca antes había visto algo parecido. Lo cogió sorprendido. Había algo dentro, pero estaba cerrado. Intrigado, se dirigió a la cocina y se lo mostró a su madre. Ella, nerviosa, se lo arrancó en seguida de las manos. Miró el sobre desde todos los ángulos, como si buscara algo. Luego, decepcionada tal vez, lo rasgó por uno de los laterales dejando un eco desconocido en la estancia. Extrajo una hoja de papel con dedos temblorosos. Jonás tan solo consiguió atisbar que estaba escrita por uno de los lados mientras su madre se afanaba en leer aquellas líneas escritas con tinta oscura. Él la contemplaba expectante y fue mudo testigo de cómo iba mudando su semblante. Cuando por fin terminó de leerla lo miró un instante con ojos desorbitados, aunque él tuvo la sensación de que no lo veía. Y entonces, de repente, sin previo aviso, salió dejando tras de sí sus palabras aturulladas: “En seguida regreso. Tengo que solucionar un asunto”.

Jonás no apartó los ojos de ella ni un solo instante y, sin embargo, cuando las palabras fueron engullidas por sus oídos, ya no había ni rastro de ella. Se quedó ahí, en el centro de aquella habitación tan familiar, sin entender qué era lo que acababa de ocurrir. Pasaron unos minutos angustiosos durante los que le pareció que el mundo se había detenido. Por suerte, justo en ese instante sonó la cafetera devolviéndolo a la realidad. En un acto mecánico, corrió hasta la habitación contigua y apagó el fuego. Fue entonces cuando cesó el pitido desbocado de la cafetera, y se dio cuenta de que su madre había salido tan apresurada que había olvidado cerrar la puerta con llave.

Jonás advirtió que aquello sin duda tenía que ser una señal. Había llegado el momento tanto tiempo esperado. Por un breve instante, sintió que le fallaban las piernas, que la estancia empezaba a darle vueltas como si hubiera enloquecido. Pero logró sobreponerse. No en vano había visualizado muchas veces ese momento protegido por la oscuridad de la noche, justo antes de dejar que el sueño le venciera. Respiró hondo tres, cuatro, cinco veces. Luego, más tranquilo, se dirigió al dormitorio. Recuperó el dinero, los víveres y el hatillo que tenía preparados, se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta. No podía creer que por fin fuera a salir ahí fuera. Seguía sintiendo un miedo horrible, pero ahora que había llegado el momento le embargaba también una excitación que jamás antes había experimentado. Era como si se encontrara en lo alto de un precipicio, viendo a sus pies las llamas devastadoras del infierno como largas lenguas ávidas de carne fresca, y de repente vislumbrara un camino acolchado por el que podía escapar y sentirse ligero como el viento. Aunque eso sí, para llegar a él tenía que dar un salto audaz por encima del fuego.

Respiró hondo de nuevo. “Sabes que tienes que hacerlo, no queda más remedio, es la única forma”, se dijo. Luego, apoyó la mano en el pomo y lo agarró con fuerza. Estaba helado. Mejor. Porque no tenía ni idea de lo que se encontraría en cuanto abriera la puerta y saliera a la calle. Y el frío del metal le sugería que quizás el fuego tampoco estuviera tan cerca. Se concentró en su mano para tratar de apartar las espeluznantes imágenes que le venían a la cabeza. La mano empezaba a ponérsele roja de tanto apretar. Concentró toda su fuerza en sus cinco dedos, suspiró con fuerza e hizo girar el pomo.

La puerta cedió con un quejido sordo. Jonás la abrió de par en par. Allí al fondo, al otro extremo del amplio vestíbulo, la luz le llamaba insistente. No alcanzaba  a ver nada más. Solo la luz cristalina que lo llamaba con fuerza, como si llevara ahí esperándole una eternidad. Dudó aún unos segundos. Estaba sobre el abismo, pero si era capaz de dar un salto certero, podría salvarse. Si conseguía llegar hasta esa puerta y atisbar fuera protegido por la oscuridad del portal, ver con sus propios ojos todo lo que su madre le había contado, podría volver a casa y recuperar la paz de antaño. Y ni siquiera habría corrido un gran riesgo. Le pareció un plan perfecto. En apenas unos minutos todo habría terminado y él podría seguir adelante con su vida. Sin pensárselo más, se lanzó a la aventura.

— ¿Dónde crees que vas, desagradecido?

Las palabras le llegaron fuertes y claras, y a pesar de ello Jonás no alcanzó a comprenderlas.

— ¡He dicho que dónde crees que vas! ¿De verdad piensas que te he dedicado toda mi vida, que lo he sacrificado todo por ti para ver cómo me traicionas?

Jonás se dio cuenta de que se había quedado petrificado, con la pierna derecha en alto, incapaz de aterrizar en un suelo que había empezado a moverse bajo sus pies.

— ¡Tira para adentro, infeliz!

Notó el empujón de su madre y cómo se cerraba la puerta tras de sí con un portazo atronador.

— ¡Lo sabía! ¡Sabía que tramabas algo! Qué pensabas, ¿que no me daría cuenta de que me hurtabas el dinero y la comida, que no encontraría el hatillo? Me ha bastado con tenderte una trampa con una burda carta, una carta falsa, para pillarte.

Jonás la miraba aterrado. Le costaba reconocer a su madre en aquella mujer con la cara desencajada que le gritaba de forma despiadada. No podía pensar, no podía hablar.

— ¿No dices nada? Claro que no dices nada, porque sabes que me has traicionado, que eres un traidor. Te lo he dado todo, todo. ¿Y así es como me lo pagas? Desagradecido, que eres un desagradecido. Pues que sepas una cosa, no pienso permitir que mi hijo se corrompa y se convierta en un degenerado.

A Jonás le hubiera gustado decirle que él no quería traicionarla, que él no era ningún degenerado, que sólo quería recuperar la paz, volver a ser feliz, acallar aquella voz. Pero la mujer histérica que tenía delante no se callaba, no dejaba de vociferar. Notó que estaba a punto de estallarle la cabeza. Y entonces ocurrió. Ni siquiera fue consciente de cómo. Pero obedeciendo a alguna orden misteriosa, su brazo se movió hacia la mesita del recibidor, cogió un pesado busto del creador de la orden a la que rezaban todas las noches antes de irse a la cama, lo elevó ligeramente y le asestó un duro golpe a la figura que tenía delante. Fue todo muy rápido. Pero por fin la mujer dejó de gritarle y curiosamente el suelo dejó de moverse bajo sus pies.