La candidata Por Elisa Pérez

Óleo de Christina Lappa (“Mujeres”)

Al fondo del pasillo se abría una puerta en cuyo centro superior resplandecía una placa que Roberta apenas podía divisar desde su posición en la sala contigua. La oscuridad del pasillo contrastaba con la luminosidad de luz cálida de fluorescente que reinaba en la sala de espera.

Estaba muy nerviosa, apenas acertaba a sujetar la pierna izquierda que, de forma espontánea, comenzaba un baile particular y acompasado. No parecía que hubiera motivos aparentes para tanta alarma, al fin y al cabo era sólo una entrevista más, otra desde que llegó a este país, reflexionó buscando un alivio que no llegaba. Repasó mentalmente las veces que había tenido que pasar por estas evaluaciones. Se ajustó la chaqueta haciendo desaparecer las arrugas que se formaban por la estrechez de la prenda. Tenía un uniforme de americana de rayas, blusa blanca y falta roja y azul para estas ocasiones que le había dado una amiga suya cuando decidió regresar a su país cansada de los vaivenes insalvables que la vida le había puesto.

Nada más pisar Roberta el aeropuerto de esta ciudad extraña, un revoloteo de emociones se ocupó de que la ilusión y la esperanza mantuvieran controlados al cansancio y al sueño de un vuelo de más de doce horas. Había decidido iniciar una nueva vida lejos de su país, y fraguarse un futuro que allí no tenía.

Llevaba un diario con la lista de trabajos desempeñados desde que llegó, hacía ya más de dos años: limpieza de escaleras, amasar pan en una panificadora, cuidado de una señora mayor que la golpeaba… aceptaba cualquier cosa mientras su título de Psicología se terminaba de homologar en la Universidad. Habían sido dos largos años llenos de angustia, desesperanza, y por momentos carencias mínimas.

El repiqueteo de unos tacones que imaginó de aguja, resonaba fuerte por el pasillo. Una mujer se aproximaba con un montón de papeles en la mano, lo que impacientó aún más a Roberta. Comenzaban de nuevo esos pinchazos odiosos en el pecho que le impedían respirar con fluidez. La ansiedad, le dijo su amiga en el aeropuerto, controla esa ansiedad Roberta y no olvides resistirte, amiga. La vio marcharse, sabía que sería la última vez que la vería, desde ese momento se abría una distancia de miles de kilómetros para ambas.

  • ¿Francisca Almagro López? –la voz asociada a los tacones de aguja gritaba este nombre sin dueña aparente.
  • Repito, ¿Francisca Almagro López? – A Roberta le pareció absurda la repetición. Ninguna de las otras dos personas había respondido y suponía que tampoco lo harían ahora.

La mujer de tacones de aguja hizo una mueca de desagrado con la boca, contrariada con la falta de respuesta. Tomó los papeles de nuevo.

  • ¿Natalia Ramos Azul? – Su voz sonó menos enérgica que antes. Esperó unos segundos, emitiendo un pequeño gruñido que podría interpretarse de furia o de cansancio.
  • ¿Alguna de ustedes es Natalia Ramos Azul o Francisca Almagro López?

Tampoco esta vez hubo respuesta entres las presentes. Sonaba irónico para Roberta que dos personas hubieran rechazado participar en la selección de un puesto de trabajo que sonaba bastante bien: Incorporación inmediata a una consultora de recursos humanos, sin experiencia previa, sueldo aceptable y jornada partida. Para ella eso sonaba a música celestial. Además de que en menos de un mes al fin tendría su título. Llevaba una fotocopia en el bolso, que pensaba mostrar en la entrevista.

La impaciencia de que continuara con la lista de nombres la atenazaba. Realmente necesitaba ese trabajo, ahora más que nunca. En unos meses tendría más responsabilidades y debía estar preparada. Un nudo seco y fuerte le ahogaba la garganta. No podía llorar ahora, no podía hacerlo en ese lugar. Había descubierto que era fuerte, más de lo que se hubiera imaginado cuando abandonó su aldea sobre un cerro blanco que la vio nacer. De nuevo se ajustó la chaqueta esperando con ansiedad el momento de levantarse. Esperaba no marearse, los últimos días había vomitado bastante al despertarse.

La mujer de los tacones se había retirado entre la oscuridad del pasillo. Roberta echó un vistazo a su alrededor. Una joven rubia se mantenía alerta con las piernas cruzadas. Es guapa pensó Roberta escrutándola con la mirada, sintiendo que esa rival iba a ser inexpugnable para ella. Se sintió derrotada por un minuto. De pronto se repuso, maldiciendo sus pensamientos, qué haces Roberta, ella es guapa, pero tú eres trabajadora, luchadora, con título universitario. Esa era su voz interior que siempre la recuperaba en las caídas.

De nuevo los pasos firmes por el pasillo. La segunda candidata se mantenía absorta con un móvil entre las manos que apenas soltaba si no era para escuchar unos nombres que no eran suyos, volviendo inmediatamente después a su intensa tarea con el aparato negro entre las manos.

  • Bueno, vamos a hacerlo de otra forma, díganme sus nombres y acabaremos antes.

Roberta sintió que debía adelantarse a las otras dos: Roberta Changuera Valderrama. Se levantó y se acercó a la señora de los tacones que con la palma de la mano la instó a que no se aproximara a ella.

  • Y ustedes son…?

Bien. Llegados aquí les confirmo que el Director de Recursos Humanos no ha podido venir por un tema personal. La entrevista la tendrán con el Jefe de Compras de la empresa. Las llamo en un minuto.

El reloj situado encima de la cabeza de la joven rubia mostraba ya un retraso apreciable sobre la hora prevista de la cita. Roberta tenía hora con su médico de familia. Le iba a confirmar la noticia que ella sospechaba desde hacía dos semanas: un embarazo no deseado. De nuevo el nudo en la garganta, otra vez los pinchazos en pecho y abdomen. Se sintió sola, más sola que nunca, con dos extrañas y una tercera que apenas la miraban. Ahora tenía que luchar más que nunca por lo que tenía dentro porque había decidido tenerlo, sola, sin un padre que la acompañara y una familia a miles de kilómetros.

No había desayunado. La falda comenzaba a arrugarse con la espera. Su tripa se inflaba por las mañanas aumentando su perímetro una talla al menos. Se sentía comprimida, quiso desabrocharla para respirar. Por un momento se preguntó qué hacía allí: si conseguía hacer la entrevista y que la escogieran, en unos meses su embarazo sería tan evidente que pronto estaría fuera de esa empresa. De nuevo su voz interior la mandó pegarse a la silla, erguir la espalda y soportar los cientos de pinchazos del abdomen por hambre y rabia.

Unas voces al fondo del pasillo la sacaron de sus pesares. Eran dos personas que dialogaban afablemente. Risas alborozadas resonaron por el pasillo hasta llegar como un eco fiel hasta la sala de espera. Roberta miró hacia la del móvil; seguía absorta en algo de la pantalla sin moverse ni reaccionar; la rubia había cerrado los ojos y descruzado las piernas.

  • Lo siento señoritas, vamos a tener que anular las entrevistas. Ha surgido algo imprevisto para el Director de compras que tampoco podrá atenderlas. Les llamaremos para otro día.

La voz femenina sintió alivió cuando terminó la última frase. Sin dar más explicaciones se dio la vuelta. Roberta miró su espalda alejarse por el pasillo hasta desaparecer completamente.

  • ¡Pero esto no puede ser, llevamos esperando más de una hora y ahora nos dicen esto!

Su enfado era evidente e intentaba hacerlo partícipe con sus compañeras de espera. La del móvil la miró un instante indiferente.

  • Yo me tengo que marchar, tengo otra cosa.
  • Pensándolo bien no era tan buena oferta.

La rubia se había incorporado de su asiento con actitud recta, y se dirigía al suelo mientras tomaba el bolso de la silla contigua.

  • Pero nos han dicho que nos volverían a llamar. ¡Ustedes lo oyeron! Nos deben esta entrevista y nuestro tiempo.
  • Bueno, sí, pero para entonces yo ya habré encontrado otra cosa en un sitio mejor. ¿Alguna bajáis en ascensor?

La del móvil había preferido adelantarse y comenzaba a descender por la escalera.

Óleo de Amadeo Modigliani.

De pie en medio de una sala ya vacía Roberta extendió los brazos a lo largo de su cuerpo buscando un alivio que no encontraba. Estaba enfadada, triste, dolorida. Tenía que hacer algo. Miró al fondo, hacía la puerta. No lo pensó dos veces, con paso firme se dirigió hacia ella sin percibir obstáculos, sin esperar límites. En ella se podía leer “Director de Recursos Humanos”. Llamó una vez, dos, a la tercera abrió directamente. Sobre un sillón de cuero negro un hombre de mediana edad levantó la vista sorprendido. La mujer con finos tacones delante de él, rompía sus papeles blancos y los echaba en la papelera

  • Antes de que mande a echarme, creo que debe escucharme. Soy Roberta Changuera Valderrama, llevo más de una hora esperando en una sala fría a que me hagan una entrevista de trabajo en la que había puesto parte de mi futuro. Sin explicaciones, sin disculpas, nos echan por temas personales… ¿Quiere que le explique mis temas personales?

El nudo de la garganta ya no podía aguantar más y explotó derramándose sin control.

El hombre no dijo nada, la miró entre asustado y perplejo.

  • Pero qué hace usted aquí, les dije que se fueran que ya les llamaríamos… – La voz agria de la señora de tacones, se esparció por todo el despacho.
  • Espera, Maite, déjala que termine y luego hablamos. – El hombre se levantó y rebuscó algo entre los papeles de la papelera.

Silueta de mujer, óleo de Viviana Gabieiro.

No habían transcurrido más de media hora cuando en el hall principal del edificio, Roberta salía del ascensor izquierdo, enjuagando unas lágrimas ya secas. Su cara mostraba serenidad, su falda infinidad de arrugas y su voz interior no dejaba de recordarle que ella era fuerte y lo había conseguido. Miró el reloj, la cita del médico se había pasado ya. Bueno, el resultado lo conocía, volvería a pedir cita, esta vez por la tarde cuando el horario del nuevo trabajo le permitiera acudir.

Lo primero que le habían encomendado es llamar al resto de candidatas para decirles que el puesto estaba ocupado ya. Tenía que llamar a todas, a las dos que no habían acudido a la cita y a las que estuvieron con ella y decidieron marcharse porque tenían otras ofertas o planes mejores. A lo lejos pudo ver cómo la del móvil estaba sentada en un banco próximo. Casi mejor se acercaría a ella y se lo diría personalmente. Su voz interior le repetía que no había hecho bien en contar toda la verdad sobre su vida. Esta vez no estoy de acuerdo, protestó. ¡He hecho lo que debía hacer, y no me ha salido tan mal!

Montada en el autobús de regreso, repasó una y otra vez la escena vivida. Dos paradas más allá, una mujer se montó en la parada. La reconoció enseguida. Era la guapa rubia que con tanta prepotencia había desechado volver a esa oferta. Al pasar junto a ella la reconoció.

  • He conseguido el trabajo, ¿sabes? Y no es tan malo como creías.

Laura Por Paula Alfonso

 

 

– Aquí nadie nos hace caso, la de veces que lo hemos advertido.

– Y podemos dar gracias a Dios de que en ese momento no pasaba nadie por debajo, si no estaríamos ante una auténtica desgracia.

– Es que este ayuntamiento hace lo que le da la gana. La semana pasada, sin ir más lejos, tuve que ir a arreglar unos asuntos de mi Felipe y aproveché para avisarles de que rara era la mañana en que este trozo de acera no amanecía con cascotes y piedras desprendidas de la fachada; que hasta ahora no había pasado nada, pero que cualquier día lo íbamos a lamentar; que tenían que hacer algo de modo urgente…, pero su respuesta fue la de siempre, que no consiguen contactar con los nuevos propietarios y sin su autorización, no pueden hacer nada.

– Esto pasa por irse al otro mundo sin dejar las cosas arregladas y más cuando no hay hijos de por medio.

– Sí, es verdad, yo conozco casos en que tras pleitear durante años con otros parientes por una herencia, cuando al fin la consiguen, lo único que reciben son casas que a duras penas se mantienen en pie y solares arrasados por falta de cuidado. Eso mismo va a suceder aquí, ya lo veréis.

La conversación de aquellas mujeres, paradas en el centro de la plaza, llegaba hasta mí filtrándose por la madera agrietada de los ventanales y me servía de entretenimiento mientras hacía mi trabajo. Aunque sus críticas iban en contra de la corporación a la que pertenecía, había que admitir que tenían razón. En los últimos años el número de avisos que recibíamos de posibles derrumbes en casas como esta, grandes, señoriales, situadas en la mejor calle del pueblo había aumentado considerablemente. En todos ellos las circunstancias eran las mismas, inmuebles que, mientras en los tribunales se dilucidaba quién sería su nuevo propietario, padecían un período de abandono, de desatención que en caso de prolongarse podía ocasionarles graves daños. Daños que con bastante frecuencia colocaban al nuevo dueño en la difícil situación de tener que elegir entre renunciar a la propiedad por falta de fondos para la rehabilitación o dejarla morir lentamente.

  • Laura, conviene que salgamos de aquí cuanto antes, esto no me gusta.

La voz de Pedro, el secretario, me sobresaltó. Hablaba desde la puerta, sin atreverse a entrar y era comprensible, cada movimiento, cada paso que se daba en aquella habitación despertaba en el suelo el quejido doliente de la madera seca a punto de resquebrajarse, pero había que hacer el trabajo. Como arquitecta municipal debía tomar fotos que probaran lo que expondría en el informe: que las vigas eran ya visibles en buena parte de los techos, que las paredes presentaban profundas grietas, algunas de más de 3 centímetros, que el suelo era ya inexistente en determinadas zonas…, y como conclusión el fatal veredicto: “Se aconseja su demolición”.

Óleo de Francesco Mangialardi, nacido en Mileto, Anatolia, Turquía.

En su día debió ser una casa muy bonita, aun en aquella mañana con sus agrietadas paredes, sus visillos convertidos en lacios girones y sus escasos muebles semienterrados bajo capas y capas de polvo, mantenía su toque señorial. Miré a mi alrededor y pude imaginar con facilidad cómo sería aquel espacio en los días de su máximo esplendor. Se trataría de una habitación, elegante, distinguida, con su suelo de madera pulcramente encerado, en el centro una gran mesa ovalada sobre la que reposaría un jarrón con flores frescas o una figura de porcelana y en las esquinas conjuntos de sillones tapizados en terciopelo, complementados de mullidos cojines. Los cuadros de los antepasados mirando con orgullo hacia el frente disputarían el espacio de las paredes a los cuadros de paisaje, montería y alguna que otra naturaleza muerta y habría más, mucho más, tal vez escabeles para que descansaran los pies de la señora, lámparas con abalorios de colores o simplemente de cristal que con los rayos de sol desprenderían bellas irisaciones en todas las direcciones. Sin duda aquel espacio debió disfrutar de un tiempo en el que lució brillante, limpio, acogedor, imposible imaginar entonces que adoptaría la lamentable imagen que en aquellos momentos se abría ante mis ojos.

  • Laura, venga, vamos, déjalo ya, que no quiero ser mañana noticia en los telediarios “Dos empleados del ayuntamiento quedan sepultados bajo montañas de escombros mientras realizaban su trabajo”.

Esta vez su voz sonó más lejana, me hablaba desde el piso de abajo, pero tenía razón, había que irse.

  • Voy, solo me queda un momento, acabo enseguida.

Me volví para dirigirme a la puerta, pero algo llamó mi atención, estaba en un rincón, era una pequeña alacena con puertas de cristal que milagrosamente se mantenían enteros. Con mucho cuidado, midiendo muy bien dónde ponía los pies, me acerqué.

Los pomos eran finas bolas de porcelana blanca, las tomé y con precaución tiré de ellas hasta que las puertas se abrieron. El olor que recibí me gustó, era el típico de los sitios cerrados, mezcla de humedad y naftalina con un toque a rancio. Aquel espacio triangular embutido en la esquina era simplemente precioso, tenía cuatro vasares cubiertos de finos paños rematados con puntilla. Toqué uno de ellos y pude percibir la todavía prestancia del almidón, estaba segura que si tomaba aquella tela y la doblaba oiría su crujir igual que una hoja seca y acabaría deshaciéndose como el polvo entre mis dedos. En el interior quedaban los restos de un pillaje apresurado o que no habían sabido despertar interés, tazas, vasos, algunos caídos, otros rotos. Tomé una de aquellas tazas, soplé el polvo acumulado en su interior y la examiné al trasluz, no, no se trataba de porcelana fina, pero su diseño era muy interesante. Dejé la pieza en su sitio antes de que los demás elementos me recriminaran su ausencia y desvié mi atención hacia la azulejería. Era realmente especial, costaría hoy una fortuna reproducirla, si es que se encontraba a un ceramista que supiera hacerla igual. Se habían elegido motivos distintos para los cuatro niveles, pero la combinación de color era la misma: amarillo, azul y alguna pincelada de verde. Pasé la punta de mis dedos por aquella fina superficie y aunque encontré zonas con el esmalte ligeramente cuarteado, su grado de conservación podría calificarse de excelente.

Al llegar al último de los vasares, el más próximo al suelo, noté que dos de los azulejos, en concreto los del centro, se movían ligeramente; habrán perdido el cemento que los sellaba a la estructura, pensé, pero al fijarme más vi que no era así, sus bordes estaban expresamente cortados en bisel, luego difíciles para sujetarse a cualquier argamasa. Sin duda aquellas dos piezas estaban hechas a modo de trampantojo para disimular su verdadera utilidad. Recordé mis clases de arte en la facultad, cuando se nos decía que las casas señoriales solían contener espacios secretos, pequeños receptáculos, cuya existencia solo su propietario conocía y que normalmente se ubicaban en escritorios, camuflados tras una pared o bajo las tejas de alguna construcción secundaria, la dificultad estaba en localizar el mecanismo que los abría y animada por esa idea empecé a palpar cada centímetro de aquella alacena, por dentro, por fuera, los bordes, las juntas. Cuando el polvo en la yema de mis dedos estaba a punto de anular cualquier percepción, tropecé con una pequeña lengüeta muy bien disimulada entre las filigranas talladas en la madera de la puerta, la presioné y de inmediato, movilizados por un resorte, los dos azulejos se elevaron unos centímetros de su superficie.

Fue como si alguien que llevase mucho tiempo dormido de pronto abriese los ojos. Con verdadera ansiedad introduje las manos por la abertura y enseguida tropecé con un rugoso paño, lo palpé, en realidad era la cobertura, el elemento protector de algo más valioso que se sentía debajo, algo que su propietario quiso salvaguardar de miradas ajenas y del deterioro del tiempo. Cuando conseguí tener el objeto bien sujeto tiré de él y sin apenas dificultad lo saqué a la superficie. Con él en mis manos, con la misma veneración que muestra el sacerdote cuando sostiene el Cáliz, me dirigí a un pequeño aparador, lo deposité encima y con extremo cuidado comencé a retirar el paño, con mis abundantes movimientos partículas de polvo debieron sentirse liberadas y saltaron a mi alrededor para depositarse en otras superficies. Deshice el último doblez de la tela, la retiré del todo y ante mis ojos apareció un voluminoso libro forrado en pergamino. Levanté su tapa y en su primer folio con una grafía antigua pero clara y precisa, escrita con plumilla, podía leerse – Daniela.

  • Esta vez os aseguro que la liga es nuestra, ya lo veréis.

La voz de Pedro charlando animadamente en la plaza con dos vecinos me obligó a tomar conciencia de la realidad.

Cerré de nuevo la tapa, volví a cubrir el volumen con su paño protector y con máximo cuidado lo guardé en el lateral de mi cartera, entonces sí, abandoné aquella habitación, bajé las escaleras y salí al exterior para reunirme con mi compañero.

  • Ya podemos irnos, le dije.

Se despidió de sus contertulios y comenzamos a caminar. Antes de girar por una de las calles y dejar atrás la plaza quise volverme para mirar una vez más aquella casa y lo que vi me obligó a detenerme. Parecía más ajada, más deteriorada, incluso más pequeña que antes, incluso que aquella misma mañana cuando forzamos sus puertas y entramos en su interior. Era como si hubiera comenzado a replegarse sobre sus propios cimientos, como si se estuviera preparando para morir.

Al día siguiente, cuando ni siquiera había acabado de redactar el informe, un fuerte estruendo nos sobresaltó a todos, la casa de los Franceses, así se la conoció siempre, se había desplomado. Cuando fuimos a verla no quedaba en pie ni un solo paño de lo que fueron sus paredes, todo era un amasijo amalgamado y horizontal que podía retirarse.

Pasé largo rato observando aquellas ruinas en silencio y tuve la convicción de que la casa se había inmolado por su propia voluntad, antes de que nadie lo ordenase, antes de que una máquina excavadora osara alterar la estructura de su fachada, antes incluso de que viniera otro propietario a poseerla y decidiera por ella, conocedora de que su tiempo había tocado a su fin, y puesto a salvo su legado tras depositarlo en mis manos, decidió morir y convertirse en polvo.

Descansa en paz.