Kiki, la aprendiz de bruja (1989)

Kiki la aprendiz de bruja

 

Hayao Miyazaki es una institución en lo que respecta al cine de animación, al arte de contar historias y al entretenimiento infantil honesto y positivo. Para muchos, la espectacularidad de La princesa Mononoke (1997) y la desbordante imaginación de El viaje de Chihiro (2001) constituyen sus trabajos más importantes; sin embargo, mi preferencia radica en Kiki, la aprendiz de bruja, una preciosa, fresca y delicada fábula narrada de manera episódica y delineada en sus variables estéticas con la elegancia, autenticidad y colorido que caracterizan a la animación japonesa de primer orden.

La película cuenta el periplo de Kiki, una pequeña bruja con trece años recién cumplidos que debe pasar de la niñez a la adolescencia. El “rito de pasaje” está representado por el viaje que debe realizar a una ciudad en la que vivirá sola para aprender a desenvolverse en una comunidad. En esta nueva ciudad utilizará su habilidad para volar sobre una escoba, ayudando a los demás y aprendiendo del prójimo en el camino. Sin arquetipos, eventos violentos ni villanos, Miyazaki construye una historia intimista sobre la responsabilidad y el crecimiento, sobre el paso de una etapa a otra, y se sirve de personajes cálidos e interesantes para hacerlo.

Kiki la aprendiz de bruja 2Desde un punto de vista técnico, presenta maravillosas escenas de la protagonista sobrevolando la ciudad montada sobre su escoba y un depurado arte en el despliegue de los hermosos escenarios. En cuanto a la narrativa, la película es rica en el uso de metáforas para evocar la maduración del personaje central y desarrollarlo con fluidez como un ser multidimensional. Finalmente, la dulzura de la cinta no es excesiva, produciéndose un justo equilibrio gracias al apropiado contorno dramático que eleva con seriedad y dignidad el gran paso de Kiki de niña a ciudadana responsable. En conjunto, se trata de una obra redonda a la altura del excelente cúmulo de trabajo del señor Miyazaki y un canto de amor a la maravilla de crecer y encontrar nuestro lugar en el mundo.

 

Maldita reunión Por Elisa Pérez

 

thLa sesión comenzó con cada uno en su sitio. Preside el hombre de traje azul y a su lado, la señora de moño y traje de cuadros toma nota.

  • Hay que tomar una decisión.

El comentario es bien recibido por todos, que asienten con la cabeza.

En la sala repleta de muebles de carácter y aspecto muy antiguo, se ha colocado una mesa de nogal con tres sillas destinadas a los cabecillas de aquella reunión de vecinos.

“Bastante tengo yo… panda de locos”, sin pensar en nada, se mantenía concentrado en sus pensamientos, en sus problemas…. “pero qué hago yo aquí…”

  • Queridos vecinos, repito, la situación requiere la adopción de una serie de medidas.- La retórica del traje azul producía un cierto hastío en el resto.
  • Es indudable que la temática y los argumentos de los organismos oficiales al respecto…

“Bla,bla,bla… pero a este hombre nadie le va a callar la boca, siempre lo mismo…” Ahora la cara de hastío se concentraba con mayor intensidad en el tercero de la mesa. “Qué coñazo, vaya trajecito que se ha puesto hoy doña Asunción, mírala, bueno, a cual peor…”

La llegada de Raúl a ese edificio fue de casualidad. Ni pensaba instalarse, ni quería hacerlo en esa zona. Su tío abuelo había muerto. Y él necesitaba un cambio. Ningún familiar le puso objeción, ninguno deseaba instalarse en una casa de más de cien años, sin ascensor, en la zona más antigua de la ciudad. Sin embargo, la jugada le resultó truncada. Nada de venderlo en poco tiempo, nada de comprarse en su lugar un loft al otro lado de la ciudad… todo al revés. “La puta crisis, aquí sigo, otro año más la misma canción, y ya son seis… Tesorero, tú debes ser tesorero me dijeron, con sus estudios… pero qué coñazo… Dios mío, aguantar a esta panda de momias”

  • La coyuntura social de los tiempos que nos están tocando vivir nos conduce a asumir los dilemas que se presentan en nuestro entorno…

“pero qué dice este hombre… ni uno solo de sus vecinos le entiende, por qué no hablará sin tanta palabrería, joder, ojalá pudiera salir corriendo de aquí ahora mismo…

  • ¿Don Raúl Sánchez, por favor? ¿Don Raúl? -La única persona más joven que th (1)Raúl de todos los presentes, le dio con el dedo en el hombro.
  • Le está llamando don Aurelio… -El pequeño bigote aglutinado sobre el labio superior de Manuel, le susurró lo suficientemente alto como para sacarle de sus pensamientos.
  • Sí, sí, perdón. Estaba reflexionando sobre lo que acaba de decir…

Como un gallo erguido de vanidad, don Aurelio miró al frente:

 – Llega el momento de exponer la situación económica de la comunidad, prosiga por favor. Segundo punto del Orden del Día…

  • Perdón don Aurelio, estamos pasando por alto el asunto de los perros… -Una voz chillona emitía este juicio, por encima del dictamen del presidente. ¡Auténtico atrevimiento por su parte!
  • Si lo dice por mí, doña Asunción, no voy a dar, ni a matar, ni a vender a mi perro. -El más joven de todos los presentes se defendía por enésima vez.

“Vaya, ya salió el tema que faltaba, los perros, pero qué puñetera manía le ha cogido esta mujer…” Raúl se había detenido al escuchar el alegato del joven que inició una vez más una discusión sobre la conveniencia o no de que alguien pudiera tener uno o más perros en su casa.

  • Me da miedo caerme cuando me lo encuentro… además está prohibido por los Estatutos de esta comunidad, ¿verdad don Aurelio?
  • Es obvio que este asunto provoca una reacción exagerada por parte de usted, doña Asunción y, en lo que se refiere a ti, Manuel Alejandro, debes tomar en consideración los acuerdos que esta Junta adopta y respetarlos.
  • Está bien, está bien, los he leído y los conozco… don Aurelio, puede llamarme Manuel, a secas -Con la mano sobre la pierna que impulsivamente temblaba, el joven intentaba aguantar los nervios que le producía esa mujer, la vecina del piso inferior que no le dejaba moverse ni a él ni a su perro.
  • Apreciados vecinos, nos estamos desviando del Orden del Día…

Don Aurelio exigía mantener la armonía con la ventaja que sus años en el edificio —y la vejez de la mayoría de sus miembros— le otorgaban. Su corbata de color rojo, especialmente elegida para ocasiones como aquella, le recordaba que allí era la autoridad máxima y así debía actuar. Eran los únicos momentos de su anodina vida en los que volvía a sentirse útil.

  • Por favor, don Raúl, inicie su exposición. -Al gesto con la mano derecha sólo le faltaba el golpe con el martillo para creerse juez y amo absoluto en aquella sala.

– Aurelio, voy a salir un momento, la dichosa próstata… ya sabe.

  • No, no sé don Ramón. Le ruego que evite comentarios personales que pudieran herir la sensibilidad de las señoras presentes.

Doña Asunción y doña Brígida apenas escucharon: una sorda, la otra medio dormida. Doña Remedios guiñó el ojo a su vecino que se disponía a salir de la sala para acudir al aseo al fondo del pasillo. No dio la luz, no hacía falta, era su casa.

  • Bien, respetados vecinos, tiene la palabra don Raúl para exponer la situación económica de la comunidad.

Un golpe en la puerta interrumpió el discurso que iba a iniciar, “vaya hoy estoy de suerte…, es mi día, mejor, supongo, pero no, no me dejarán en paz, sobre todo él…”

th

Don Ramón que había vuelto a tiempo de abrir la puerta de la calle, regresó a la sala de ceremonias con un documento en la mano.

  • Alguien ha dejado esto para la comunidad en su buzón… me lo ha dado su esposa, don Aurelio.
  • Tome asiento por favor, prosiga don Raúl… –Haciendo caso omiso de la última frase de don Ramón, el presidente ordenó continuar con la reunión ya bastante interrumpida, lo cual iba encendiendo cada vez más la cólera del entregado y casposo Aurelio.
  • Disculpe, ¿podemos saber qué dice ese escrito…?, si es para la comunidad nos incumbe a todos.

“Vaya, éste se la está ganando, increpando a Aurelio, no sabe él que un bigote y cierta juventud no son suficientes para el abuelo”, Raúl emitió una ligera sonrisa que fue cazada por el rabillo del ojo de su vecina, doña Brígida que, al oír el timbre, debió pensar que aquello había concluido y era el momento de levantarse. Doña Asunción, a su lado, le tiró de la falda para que volviera a su postura anterior.

  • Como no está previsto en el Orden del Día, lo leeré al final de la Junta. -dictaminó el presidente. Todos asintieron, menos Manuel.
  • Es que tengo que marcharme antes; ¿puede abrir y leernos ahora el escrito recibido?, ¿quién nos lo envía?, ¿ha llegado hoy, en domingo?
  • Joven Manuel Alejandro estimo su presencia, agradezco su interés, pero le repito que al no corresponder ahora, se leerá al final en Ruegos y preguntas.
  • Aurelio, hombre, déjate de solemnidades y lee lo del sobre, ¡qué más te da! –Don Ramón había vuelto a levantarse, no dijo si para ir de nuevo al baño o para tener fuerzas de enfrentarse a su vecino.

“Creo que hoy no leo las cuentas…. Mejor, pero qué peñazo… y en domingo, con lo a gusto que estaría durmiendo con la rubia…” Los papeles con el resumen de números y gráficos recorrieron las manos de Raúl un par de veces, antes de caer con estrépito por toda la sala.

  • Vaya, lo siento… -un rubor incandescente cubrió por completo el rostro de Raúl.

La mirada de don Aurelio fue fulminante. No soportaba el desorden, no le gustaba la improvisación. Más de tres horas y media había tardado en colocar el informe que contenía ingresos y gastos del ejercicio contable, para entregárselo ya elaborado al vago de ese vecino que sólo tenía que leerlo. ¡Todo tenía que hacerlo él!

Mientras volvía a su sitio en la mesa, Raúl observó que la mano de doña Remedios se movía pícaramente por la pierna de don Ramón, “vaya con la viuda…“, tuvo que quebrar una carcajada que empujaba por salir desde el fondo de su estómago.

  • Con gran enjundia compruebo su curiosidad por conocer el contenido de este sobre, joven —con gran ceremonia don Aurelio procedió a abrir el sobre color asalmonado y extraer de su interior un folio blanco que procedió a leer en silencio.
  • No es más que una comunicación…
  • ¿Pero qué dice?, resaltó Manuel, seguido de Raúl, que había decidido unirse al grupo disidente ante la mirada atónita del anciano con traje azul.
  • Vuelvo a recordarle que en esta comunidad yo soy la autoridad y…
  • ¿Qué? –doña Brígida había percibido el aumento de volumen de don Aurelio, el cual tomó la pluma de color plata —regalo de aniversario de bodas de sus hijos—, para señalar:
  • No vuelva a interrumpirme… -la cólera se estaba apoderando del rostro del presidente que, con los movimientos compulsivos de la cabeza había cubierto los hombros de su impecable traje azul de una capa de puntitos blancos.
  • Si les parece, voy a comenzar la lectura del informe de cuentas…

Por un momento la calma volvió al rostro de todos los presentes que continuaron con su rutina habitual para estos casos.

 En cada frase, tras cada punto, después de cada partida leída por Raúl, don Aurelio aumentaba su grado de satisfacción hasta llegar al éxtasis final con la frase … “saldo final…. 430,00 €”

  • Pero cómo… ¿ése es el saldo final que tenemos?

 “Definitivamente, Manuel se la está jugando… pero tío qué más da, cómo se nota que es nuevo…” Raúl no sabía si estaba más sorprendido por la reacción de su vecino o por el aguante de don Aurelio.

La mujer que tomaba notas en la mesa presidencial y que hasta el momento se había mantenido ausente, se irguió cuando un sonido de móvil se oyó bajo la mesa.

  • Enriqueta, por favor, están prohibidos los móviles durante las juntas.

Mirando la pantalla sin atender las amenazas de don Aurelio, la mujer se incorporó dispuesta a salir de la sala. El bolso vibraba de nuevo al son de la música de reclamo.

  • Váyanse al carajo usted y sus juntas.

 La silla de hierro blanco junto al mirador fue el único testigo de los ojos vidriosos de la mujer.

“Vaya, vaya con la mosquita muerta..! La verdad es que de espaldas no está nada mal.

  • Enriqueta, la junta necesita de su presencia, debe levantar Acta de los acuerdos… Don Aurelio prefirió no escuchar el comentario de la mujer que continuaba de espaldas, mirando al exterior con el móvil en la mano.
  • Don Aurelio, tiene usted la bragueta abierta… Doña Brígida resurgió levantando la cabeza.
  • El informe elaborado por mi humilde persona y leído de forma tan magistral por don Raúl requiere la aprobación por mayoría de los presentes, según estipula el artículo…
  • Sí, sí, estamos todos de acuerdo. Lea ahora la nota.

“Éste seguro que está fumao. Dios que mirada le ha echado, con bragueta bajada o no, siempre en su sitio el comandante”

  • Estimo sobremanera la confianza que tienen en mi tras reelegirme por vigésimo tercera vez Presidente de esta comunidad. Es un honor y un orgullo continuar con las riendas de….

“Ya le ha dado de nuevo, pobrecillo!” Raúl quiso interrumpir el tedioso discurso que se avecinaba, pero alguien se adelantó:

  • Aurelio, no puedes ser de nuevo presidente. “Por fin una voz discordante en treinta años”, el entusiasmo de Raúl se frenó en seco, cuando reparó que el que así hablaba era don Mariano, el oscuro vecino del cuarto piso.

Desde el fondo de la sala, Mariano, una ruina humana a juicio de Aurelio y su mujer, emitía este severo juicio.

Don Ramón entró de nuevo en la sala con una bandeja llena de altramuces y diez vasos vacíos en espera de llenarse del agua de la jarra que les acompañaba. “Menos mal, el año pasado las aceitunas estaban rancias”. Raúl fue el primero en disfrutar de la rica merienda.

  • Disculpe, don Mariano, no puede ir en contra de los deseos de sus vecinos que con entusiasmo me reeligen de nuevo.

“La verdad es que no le hemos votado, ni este año, ni el anterior, ni el otro que yo recuerde…, caramba están un poco avinagrados estos altramuces.”

  • Puede leernos de una vez la carta recibida que guarda con tanto celo y luego nos explica ese señor qué ha querido decir con su comentario. Tengo que irme, entro a trabajar en una hora.

La ira comenzaba a dominar a don Aurelio que en un arrebato lanzó dos altramuces a la cara de Manuel Alejandro.

“Yo para la siguiente junta voy a proponer cargo remunerado de presidente, quizás me presente entonces…”

  • Doy mi vida por esta comunidad… Dichosa carta, mira lo que hago con la carta- mientras su cuerpo temblaba de rabia, rompió en mil pedazos el papel recibido.

Por primera vez en mucho tiempo el anciano comandante parecía desintegrarse bajo su traje azul. Mientras Manuel se quejaba de su ojo, ¡viejo loco!, doña Remedios corría por el pasillo disimuladamente en busca de don Ramón que había vuelto a por más altramuces; y doña Asunción y doña Brígida se miraban aterrorizadas por la reacción del vecino dominador.

  • No te molestes, bien sabes de lo que hablo. Enriqueta, hija, acércame el original de la carta.
  • ¿Hija? ¿Ha dicho hija? ¿Eres hija del señor Mariano? Pero si nunca se casó.
  • Calla, Brígida, ¡estás como una tapia! Continúe don Aurelio.
  • Por cierto ¿cómo es que tiene usted la carta, si la ha traído la mujer del presidente? – la mirada de Raúl sobre el vecino oscuro del cuarto impuso el silencio más esperado en las caras de cada uno de los presentes.
  • ­Está bien, cesó del cargo, a ver cómo se ocupan ustedes de las cuentas, de pagar a la limpiadora, de ir al banco y de todo lo demás.- Don Aurelio avanzó hacia la puerta, soltando con furia insultos mudos a su paso.
  • Sí, pero antes tendrás que explicarnos dónde está el dinero de la subvención que nos ha concedido el Ayuntamiento por las últimas obras y que nadie ha visto.

El coro unánime de voces que surgieron ante las dudas vertidas por don Mariano, el vecino oscuro del cuarto, fueron en aumento, hasta que Raúl, en un alarde de valentía y solidaridad vecinal desconocida para él mismo, lanzó una propuesta:

  • Si les parece bien, me ocuparé de desentrañar este lío– el coro mudo; Raúl lanzado: ¿de acuerdo?, ¿vale?, ¿están todos de acuerdo?

El silencio de todos, más por el desconcierto reinante que por confianza en ese vecino, poco hablador, apenas relacionado con el resto y sin trabajo conocido, llevó a tomar una decisión por unanimidad: ocuparía el puesto de Presidente.

No habían transcurrido más de once meses desde la anterior cuando un papel de convocatoria anunciaba una Junta extraordinaria para el siguiente sábado en el portal del edificio.

Don Mariano, empujado en su silla de ruedas por Enriqueta, con el resto de vecinos, menos don Aurelio que se excusó con un resfriado que le duraba diez meses, asistieron a una Junta dirigida por Raúl que en ese tiempo se había dedicado a revisar lo indiscutible, repasar lo innegable y analizar lo cierto.

  • Quizás tenga usted, Mariano, otros documentos, o quiera revelarnos algo pero yo no he visto nada raro en los papeles de don Aurelio. Es más, la subvención a la que hizo referencia en la última junta no se nos concedió.

Antes de que terminara la frase, el oscuro vecino del cuarto dio una orden determinante a la joven Enriqueta para que le sacara de allí.

  • Perdonen, mi padre tiene que ausentarse. Luego te pasas por mi casa para comentarme los acuerdos tomados y transcribirlos al Libro de Actas, Raúl.

 Dos meses después un camión de mudanzas cargaba los enseres del piso cuarto que se había quedado vacío por defunción de su ocupante. Los vecinos del inmueble, con el presidente a la cabeza, lamentaban la triste noticia mientras don Aurelio seguía en la cama con una severa bronquitis producto de la inactividad.

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Las joyas Por Ana Riera

 

1_million_de_bijoux_chopard_vol______cannes_4303_north_640x440Desde que Ramón, el chico de la Dolores, andaba rondándola, Felisa no daba pie con bola. Como esa mañana, que no conseguía encontrar el pañuelo de seda azul de su señora.

Felisa no se consideraba una chica atractiva. Tenía unas piernas largas y bien torneadas, pero como las llevaba siempre ocultas bajo una falda oscura que casi rozaba el suelo, incluso ella se olvidaba de lo bonitas que eran. También tenía unos hermosos senos, pero se avergonzaba de ellos; por eso se enrollaba una tela apretada alrededor del torso. Por eso y porque no tenía sujetadores. Así que Felisa no estaba acostumbrada a que le regalaran los oídos ni a que le dedicaran miradas pícaras.

Dónde se habría metido el maldito pañuelo. Era la segunda vez que revisaba el armario de arriba abajo, balda por balda. Y la prenda seguía sin aparecer. “Piensa, Felisa, piensa”, se repetía una y otra vez. “¿Dónde habrá ido a parar el desdichado? Utiliza la lógica. A ver, se lo puso por última vez hace dos días, para ir a los toros con sus tíos, Don Aurelio y Doña Aurora. Y regresaron tarde, como siempre que sale con ellos. Yo andaba trajinando en la cocina, sí, estaba rellenando de carbón la cocina y el hijo de la Dolores se personó de repente al otro lado de la ventana. ¡Jesús, qué susto! Y empezó a decirme esas cosas que me alborotan toda. Justo entonces sonó el timbre, así que cogí un candil y corrí a abrir, sobre todo por escapar de sus ojos endiablados. La señora dijo que estaba cansada y que no hacía falta que la acompañara a la alcoba, que ya lo recogería todo por la mañana”.

Al llegar a este punto de su razonamiento, a Felisa se le dibujó una enorme sonrisa. 1_million_de_bijoux_chopard_vol______cannes_4303_north_640x440“Claro, tenía que estar en el segundo cajón de la cómoda. Lo dejaría ahí al quitarse las joyas. Le había ocurrido lo mismo hacía un par de meses”. Cerró la puerta del armario con llave y cruzó el dormitorio con cara de triunfo. Le bastó entreabrir el cajón para comprobar que estaba en lo cierto. Sin embargo, ni siquiera hizo ademán de cogerlo, porque otra cosa había llamado de inmediato su atención. El pequeño joyero forrado de terciopelo de la señora estaba abierto. ¡Y los pendientes de esmeraldas y la gargantilla a juego habían desaparecido! ¡Santa María madre de Dios! ¡Qué espanto!

Felisa abrió el cajón hasta los topes y rebuscó nerviosa entre los corpiños y las enaguas. Ella era la responsable de todo lo que había en aquella habitación. Un sudor frío se apoderó de su piel. Alguien tenía que haber estado hurgando por allí, porque el joyero estaba completamente al descubierto y tanto ella como la señora siempre colocaban alguna prenda encima para ocultarlo. ¿Qué podía haber ocurrido?

En el cristal que había sobre la cómoda Felisa vio reflejadas sus mejillas tintadas de rojo y una inesperada asociación hizo que por su mente cruzara veloz una idea que la paralizó. ¿Y si había sido Ramón? ¿Y si había andado rondándola para ponerla nerviosa y aprovechar el más mínimo descuido para colarse en la casa? ¡Ay Dios mío! ¡Eso era inaceptable, lo peor de lo peor! Esa misma mañana, antes de que empezara con la búsqueda del pañuelo, Ramón había estado enredando al otro lado de la ventana. Que si le gustaba mucho, que si quería invitarla a bailar, que si necesitaba que le adelantara un beso en señal de prenda… Felisa se puso tan nerviosa que se había tenido que encerrar en el baño para refrescarse la cara, el cuello, y otra vez la cara.

La señora había salido, de modo que no había nadie más en casa. Podría haber aprovechado para colarse dentro y hacerse con las joyas. ¡Qué tonta había sido! Seguro que todo había sido una artimaña, tanta zalamería, tantas atenciones. Si ya se lo decía su madre, no te fíes de los hombres. Son todos unos sinvergüenzas. ¡Y ella se había dejado engatusar como una colegiala! ¿Qué le iba a decir a la señora? ¡La acusaría y la despediría en el acto sin ningún miramiento! Jamás podría hacer frente a esa deuda y sería tal la vergüenza que se vería obligada a abandonar el pueblo. ¡Qué iba a ser de ella! Acabaría como su madre, sola y despreciada por todos. ¿Cómo era posible que se repitiera la misma historia? ¡Con el cuidado que ella había tenido para que no fuera así!

th (6)Un sonido familiar la devolvió a la realidad. Era la aldaba de la entrada. Enfrascada como estaba no había oído los cascos de los caballos sobre el empedrado de la calle, pero supo enseguida que se trataba de la señora. Felisa ocultó el joyero y, sin saber muy bien por qué, cogió el pañuelo de seda azul. Luego cerró el cajón y se dirigió hacia la puerta dando pequeños pasos, intentando retrasar al máximo el fatídico encuentro. Pensó que no era extraño que no hubiera oído llegar la calesa, porque el sonido que emitía el bombeo de su corazón resultaba ensordecedor. Le pareció oír de nuevo la aldaba, esta vez más impaciente. Felisa sintió que le fallaban las piernas. ¿Cómo iba a mirarla a la cara? ¿Cómo iba a decírselo? Estaba convencida de que la señora adivinaría lo de Ramón, sabría que había tenido malos pensamientos y la acusaría de cómplice. En aquel pueblucho las lenguas eran más veloces que el viento, y más feroces. No podía acabar como su madre, eso nunca. Se quedó mirando la puerta sin verla mientras jugueteaba nerviosa con el pañuelo. Esta vez la aldaba sonó imperiosa y Felisa no tuvo más remedio que apoyar la mano en el picaporte y hacerlo girar. La voz de la señora fue como una bofetada:

—¡Menos mal! ¿Se puede saber dónde diantres estabas? ¡Creí que no ibas a llegar nunca! Con el calor que hace aquí fuera. Cada vez estás más torpe, ni que fuera tan difícil. Ya me gustaría a mí tener una vida tan sencilla como la tuya.

Felisa notó un martilleo insoportable en las sienes. Sentía el aliento de la señora y foulard-carre-en-soie-uni-bleucómo las palabras se le clavaban una a una en las entrañas. La miró de frente. Estaba tan cerca que podía distinguir las distintas tonalidades de su iris. Y entonces, de repente, notó que a la señora se le dilataban las pupilas, primero solo un poco, pero luego cada vez más. Felisa nunca había visto unos ojos tan grandes y tan redondos y tan sorprendidos y tan desesperados. Y supo que sólo podría borrarle esa expresión horrible si seguía apretando el hermoso pañuelo azul de seda alrededor del cuello de su señora.

De noche en la carretera Por Paula Alfonso

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Aturdida, levantó los ojos hacia el retrovisor, y el teléfono se deslizó de sus manos, aterrada lo movió hacia un lado y a hacia otro tratando de captar todo el espacio posterior del coche…

 

 

Mientras espero, miro al retrovisor y me tranquiliza ver que descansa pacíficamente en el asiento de atrás según yo le dejé, sus ojitos cerrados, sus puños apretados demuestran que está bien, aun así he querido volverme y tocarlo para cerciorarme de que no tiene calor, tal vez la ropa le agobie, pero el sonido de un claxon irritado me ha advertido de que el semáforo está ya verde y tengo que continuar, agarro el volante con fuerza, meto primera, y acelero.

Qué fácil resulta poder hacer esto, pasar de una actividad a otra, de un movimiento a otro, solo se requiere la combinación acertada de unos músculos que acatan obedientes la orden que les llega del cerebro. Pero ¿qué hacer con lo que funciona de manera independiente?, ¿cómo eliminar, paralizar o simplemente atenuar recuerdos, miedos, dudas, dolor, incertidumbre, rabia?, ¿de qué modo evitar que estos sentimientos como una ameba gigante se expandan por todos los rincones de tu mente impidiéndote pensar?

Mi cabeza es ahora un torbellino, por ella circulan imágenes a gran velocidad, son como secuencias de diferentes películas que alguien deliberadamente hubiera cortado y me las estuviera proyectando. La protagonista soy siempre yo, pero en diferentes escenarios. Unas veces estoy en la oficina y tengo enfrente a Eugenia, mi compañera, que me insiste —vamos, no seas tonta, ven a la fiesta, ya llevas tres años encerrada y alguna vez tendrás que salir, en esta ocasión es la despedida del jefe y le gustará vernos a todos allí, anímate mujer—; aún no estoy preparada, le digo a modo de excusa, tengo los niños, no me encontraría a gusto, pero su insistencia me hace flaquear, dudo y finalmente me rindo, vale, iré con vosotros a la fiesta.

Otras veces estoy con mi madre, que sonríe, acaricia mi mejilla y con su tranquila y animosa voz me dice que tengo que reanudar mi vida, salir, distraerme, que encerrada en casa no conseguiré que vuelva Fidel, por los niños no te preocupes —asegura—, se quedan conmigo, estarán bien, y tú también, ya lo verás.

thLa siguiente imagen que asalta mi mente me sitúa en el salón de mi casa, es de noche y los niños ya se han dormido. Acabo de introducir en el video una de las películas que guardo donde solo yo puedo tocar, la he cogido al azar, sin ver su título, qué más da, cualquiera de ellas me sirve. Con el mando en la mano me siento en mi sillón, respiro hondo y presiono el play, la pantalla se ilumina y comienzan las risas, las bromas, los besos robados, las carreras, los abrazos, todo es alegría, felicidad, somos Fidel y yo con nuestros dos hijos en el pantano del Chorro, en Marbella, en casa, celebrando cualquiera de nuestros cumpleaños o la mañana de un día de reyes. En un momento determinado paralizo la imagen y casi a hurtadillas me acerco al televisor, es entonces cuando descubro detalles que en su momento me pasaron desapercibidos y puedo maravillarme de lo bonitas que habían crecido las plantas de nuestro jardín, de lo bien que aún se conservaba mi madre, de lo fotogénica que resulta nuestra hija, pero, sobre todo, de lo guapo que era él, él.

Acerco mis dedos al vidrio y lentamente recorro con ellos su silueta, la comisura de sus labios, las arrugas que empezaban a dibujarse en su frente, los rizos de su pelo, sus preciosas manos y lo beso, lo beso una y mil veces.

Ahora de repente me veo en la fiesta, estoy en una discoteca bajo una bola poliédrica colgada del techo que al girar emite destellos de luz en todas direcciones, a mi alrededor los compañeros de trabajo me animan a beber y bailar al son de una música estridente que suena altísima, tanto que hasta mi corazón parece latir a su enloquecido ritmo, pero no importa: bebo, bailo, me río, no parezco yo.

En la siguiente escena siento un calor sofocante que apenas me deja respirar, estoy tumbada en el asiento de atrás de un coche con las puertas y ventanas cerradas, trato de abrir mucho la boca, moverme para escapar, pero no lo consigo.

Esta carretera parece no acabar nunca, es como mi vida en los tres últimos años, monótona, opresiva, vacía, aburrida, no descarto haberme cruzado con otros coches, pero si los ha habido no los he visto, mis ojos solo están fijos en lo que tienen delante, oscuridad, una oscuridad tenebrosa que me atrapa y engulle como la garganta de un monstruo. Cambio con frecuencia la intensidad de los faros, paso de luces cortas a largas confiando en descubrir un camino, un atajo que me devuelva a un tiempo distinto, un tiempo que viví feliz, pero hasta ahora lo único que percibo son esas líneas blancas que como barreras infranqueables me constriñen y obligan a seguir recto, sin torcerme, acatando dócil mi destino.

 

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Del asiento de atrás me ha llegado un ligero gemido, el retrovisor me muestra una manita que se agita en el aire, como si buscara algo donde agarrarse y al no encontrarlo cae, después no hay más movimiento, se habrá vuelto a quedar dormido, mejor así.

Continúo mi camino y de nuevo me asalta aquella atmósfera asfixiante, me veo echada en el asiento de atrás de un coche, pero en esta ocasión no estoy sola, sobre mí hay un cuerpo pesado que se agita, que con su lengua pastosa me lame la cara, el cuello, desciende hasta mis pechos y se detiene en ellos deleitándose con su sabor. Con sus manos me busca, trata de abrirse paso entre mis piernas, hurga nervioso en mi interior, sé que trata de poseerme, penetrarme, y me resisto, pero lo que me hace despierta en mí sensaciones placenteras que prácticamente había olvidado y mi cuerpo me exige recuperarlas y volver a disfrutar de ellas, ya no opongo resistencia, al contrario, con mis manos le busco, le acaricio y cuando entra en mí intento que su sexo me colme por completo. Jadeamos, nos besamos, nos agitamos hasta que su cuerpo se estremece una, dos hasta tres veces y yo en la cúspide del éxtasis grito, grito con toda mi alma una sola palabra: Fidel.

Cuando supe que estaba embarazada era ya tarde para abortar y me vi obligada a seguir adelante. No dije nada a nadie, ni siquiera a aquel desconocido que me poseyó y al que no he vuelto a ver. Me propuse engordar desmesuradamente para que no se notaran los cambios en mi cuerpo y a los siete meses, alegando motivos laborales, me vine a Madrid, mis hijos quedaron al cuidado de mi madre y con ella permanecerán cuando pase todo, los atenderá bien, me consta. Ahora solo me resta ser valiente y concluir mi plan.

Ya se acerca, lo sé, intuyo que el atajo que buscaba y que me devolvería a ese tiempo distinto está ya muy próximo. Solo tendré que burlar la vigilancia de estas malditas rayas, dirigirme hacia él, pisar el acelerador a fondo y dejarme llevar, en breve todo habrá terminado.

La pantalla del manos libres se iluminó y comenzó a sonar. Tiene una llamada de … Fidel.  Elena, Elena por Dios donde estás, su voz sonaba claramente alterada, pero Elena permaneció inmóvil con sus ojos fijos en el parabrisas, llevo llamándote toda la tarde, nadie sabe nada de ti desde que saliste del trabajo, contéstame por favor, ¿adónde has ido? Estoy muy preocupado; hizo un silencio y después, como especie de lamento, pronunció dos palabras: te quiero.

El coche continuó unos kilómetros más su monótono recorrido hasta que su conductora decidió activar el intermitente de la derecha y comenzó a reducir la velocidad, 140, 80, 60, 30… finalmente quedó detenida en el arcén, tomó el teléfono y marcó un número.

¿Fidel?

¡Elena al fin!, ¿dónde has estado?, ¿te ha pasado algo? Su voz sonaba ahora nerviosa pero a la vez aliviada, alegre, casi feliz.

Fidel, escúchame, tienes que perdonarme, prométeme que lo harás, por los niños no te preocupes, estarán con mi madre, ella te ayudará y, sobre todo, pase lo que pase, escuches lo que escuches no dudes nunca que te he querido más que a mi vida.

Elena, pero ¿qué estás diciendo?

La voz de Fidel parecía asustada, casi irritada: ¿de qué niños hablas? Tú y yo no tenemos hijos Y tu madre falleció cuando eras pequeña…

th (3)¡No!, interrumpió Elena, con rabia, tenemos dos hijos y se llaman Paula y Martín y en este momento están con ella, con mi madre, los está cuidando, como me dijo que haría, lo que pasa es que yo… La intensidad con la que había comenzado a hablar fue decayendo hasta convertir su voz en casi un susurro; tengo que decirte que…

Aturdida, levantó los ojos hacia el retrovisor, y el teléfono se deslizó de sus manos, aterrada lo movió hacia un lado y a hacia otro tratando de captar todo el espacio posterior del coche, finalmente se giró, descubrió que en el asiento de atrás solo estaba su gabardina y la cartera donde solía llevar asuntos del trabajo.

 

 

 

 

El día más amargo Por María José Prats

 

Atravesaron la puerta y entre cables, máquinas y tubos de todo tipo, se encontraba el cuerpo de Manuel. Irene se acercó envuelta en una bata verde y una mascarilla que cubría su boca.

 

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Carlos apaga el ordenador, baja la persiana del ventanal que da a la avenida, recoge su maletín, deja la bata blanca en el perchero y se enfunda un abrigo de paño gris. Con paso cansado sale del despacho. Todo está en silencio, tan solo el ruido de alguien que tose en alguna de las habitaciones, o los pasos de una enfermera que sigilosamente se cruza con él deseándole buenas noches. Entra en el ascensor y pulsa la planta del aparcamiento.

En la calle, varias ambulancias ensordecen con sus sirenas, a la vez que varios coches de la guardia civil pasan muy cerca del suyo. No se inmuta, está acostumbrado al ir y venir de las ambulancias, es algo rutinario. El hospital está situado a lo largo de la gran avenida y justo enfrente de la famosa curva, donde raro no es el día que no haya un frenazo, o un choque desafortunado.

Al cabo de unos minutos llega a casa. Su mujer le besa cariñosa y le ayuda a quitarse el abrigo: Pareces cansado, descansa, enseguida estará la cena. Y Carlos se acomoda en el sofá del salón, prende el televisor mientras ojea el periódico que saca del maletín.

Al instante, aparta el diario y fija su mirada en la pequeña pantalla… algo muy grave ha ocurrido en la avenida.

Al otro extremo de la ciudad suena un teléfono. Irene descuelga y escucha… Alguien parece estar gastándole una broma de mal gusto, y cuelga. Vuelve a la salita y sigue viendo “Memorias de África”. De repente, nuevamente el sonido del teléfono. Se levanta airada, sus hijas están durmiendo. Descuelga y de nuevo alguien, otra voz, que le pide que no cuelgue. Irene escucha… no se mueve… sólo escucha, y luego el auricular cae de sus manos. Está inmóvil, su corazón parece haberse paralizado, mira al vacío y despacio, muy despacio, avanza por el pasillo hasta la habitación de las niñas que duermen plácidamente. Las observa y sus ojos se llenan de lágrimas. Cierra la puerta despacio. En ese momento algo en su interior tira de ella, y reacciona nerviosa. De nuevo frente al teléfono, descuelga y marca… y en ese instante aparece su hija María, medio dormida: ¿Qué pasa mamá?

El avión ha salido a su hora, el grupo de jóvenes estudiantes regresa a casa. En sus rostros se plasma la alegría y la ilusión de los días que han compartido en un campamento cerca del mar, y el deseo de contar tan magnífica experiencia a sus familias. Durante el vuelo, hablan, cantan, ríen… La azafata pasa entre los pasajeros con la prensa del día. Juan coge “La Provincia” y su compañero “El Marca”. Desde el asiento del otro extremo, Don Miguel mira detenidamente a Juan, su rostro empieza a sonrojarse mientras fija sus ojos en la portada del diario: “No debería haberlo cogido”, piensa el profesor. Pero… ya es tarde. El muchacho palidece, sus labios tiemblan. Su amigo habla con él, pero no obtiene respuesta, se acerca y lee el titular: “Grave accidente en la avenida…”. Al momento se hace el silencio, un silencio roto por alguien que susurra un rezo. Al instante, la azafata anuncia el descenso.

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Irene estaba recostada en una de las butacas de la sala de espera de la 5ª planta del Hospital. La noche larga e intensa no dio tregua para el descanso. El ir y venir de gente en la casa, desde la primera llamada, la dejó extenuada, su mirada estaba perdida y su rostro palidecía por momentos. Los amigos que la acompañaban en tan duros momentos, trataron de animarla a tomar algo, pero ella no atiende a nada ni a nadie. Unos vecinos se hicieron cargo de sus hijas alejándolas del tumulto, ante el lloro de María, que no quería separarse de su madre. Su hermana pequeña, Inés, desde la inocencia de sus 5 años mira sin comprender nada. Antes de salir para el Hospital Irene las abrazó con fuerza, les dijo que se portaran bien, y les prometió que pronto estaría con ellas.

Los comentarios del cómo y el porqué, eran constantes. La angustia y la incredulidad por lo sucedido flotaba en el ambiente. El coche de Manuel había sido alcanzado de frente por otro que circulaba a gran velocidad. Y ahora su cuerpo yacía inmóvil y sin conocimiento, en la Unidad de Cuidados Intensivos. El pronóstico no era bueno, según el primer parte médico, dado por los sanitarios que acudieron al lugar del accidente.

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De repente Irene se sobresaltó y con voz quebrada recordó que Juan, su hijo mayor, llegaba aquella mañana. Pensó en el momento en que se despidió de ella y la alegría de su rostro cuando su padre le acompañó al aeropuerto. Se cubrió la cara con las manos, y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Juan adoraba a su padre, siempre le imitaba en todo, se le parecía tanto…

La voz de Rafa, uno de los amigos, le dijo que habían avisado al colegio y que alguien iba a recogerle. Nerviosa se levantó de la butaca, querían calmarla pero era imposible. Una enfermera se acercó y ella le pidió ver a su marido. En ese momento por el umbral de la puerta apareció el doctor Carlos Mejía, con el rostro serio y las manos en los bolsillos de su bata blanca: Vamos, Irene, yo te acompaño.

El hall de la sala de llegadas estaba a rebosar. Tomás alzaba la mirada entre las cabezas de la muchedumbre que salía de la zona de equipajes. Le vio entre un grupo de muchachos cargados con mochilas. Se dirigió hacia el joven y éste tan solo le miró. Tomás notó la seriedad en su rostro y tristeza en sus ojos vidriosos. Sin decir nada, se dirigieron hacia el aparcamiento. Una vez dentro del coche, Juan comentó en un susurro: ¿Cómo está mi padre? Tomás no pudo contestar, y siguió conduciendo en dirección al hospital.

La zona de Cuidados Intensivos estaba situada al final del largo pasillo, no lejos de la sala de espera. Irene caminaba deprisa, pero sus pies parecían pesarle, como si una fuerza invisible contrajera sus músculos impidiéndole avanzar. La presencia de Carlos le había sorprendido pero también aliviado. El destino quiso que aquella noche él estuviera allí.

El busca vibraba con fuerza encima de la mesa, cuando aún estaban dando la noticia del accidente en la televisión. Carlos tardó en contestar porque un nombre conocido salió de la boca del locutor. Se quedó parado, inmóvil. Rápidamente se enfundó de nuevo el abrigo gris, cogió el maletín y salió hacia el Hospital. Subió rápidamente a la planta de neurología y se encaminó hacia la sala de la UCI, allí enfermeras y personal médico le pusieron al corriente de la situación. Su cabeza quería pensar, pero… no, había que actuar. La vida de su amigo Manuel se escapaba.

Se conocían de hacía años, siempre le envidió por su actitud ante las circunstancias adversas. La muerte tan desafortunada de su padre, y peor aún la de su madre hacía tan sólo cuatro meses; tres hijos a los que adoraba y… una mujer maravillosa con la que compartía alegrías y tristezas, siempre a su lado, cariñosa y luciendo su elegancia tanto por fuera como por dentro. Cualquiera que lo escuchara diría que él, un reconocido cirujano neurólogo, nada tendría que envidiar. Pero… la verdad era bien distinta. Había estudiado y gozaba de una buena posición económica, pero… no era feliz. Su mujer no había podido darle hijos y desde hacía tiempo su matrimonio empezaba a desestabilizarse. Su único refugio era el trabajo.

Atravesaron la puerta y entre cables, máquinas y tubos de todo tipo, se encontraba el cuerpo de Manuel. Irene se acercó envuelta en una bata verde y una mascarilla que cubría su boca. Tuvo que hacer un thesfuerzo, un sudor frío empezó a notarse en su rostro y el corazón le latía más fuerte que nunca… “No, es imposible… no puede ser…”, se decía a sí misma. El rostro desfigurado de su marido. Las manos de un color morado se tendían a lo largo del cuerpo, medio ocultas por un paño verde. Tan solo su cabello rizado conservaba el color rubio que a ella tanto le gustaba. Acercó su mano y tocó su pálida y fría mejilla. Quería llorar pero no podía, deseaba abrazarle, estrecharle contra su pecho, decirle que abriera los ojos que estaba allí a su lado, pero… no pudo. Entonces una enfermera que controlaba los monitores le dijo que le hablara. Irene no podía entender cómo podría ser que pudiera escucharle, pero lo hizo. Le dijo cuánto le quería, cuánto le amaba y cuánto le necesitaban sus hijos. Hubiera deseado moverle, agitarle, para que despertara. Se quedó quieta por un momento, y recordó el roce del beso en la mejilla cuando se despidió para ir a la oficina y su voz: “Hasta la noche, cariño”. Todo le daba vueltas y en un afán de rabia, impotencia y enojo exclamó: No me dejes… La enfermera la tomó del brazo al notar que parecía desvanecerse, y la acompañó a la salida.

A través de la cristalera, el doctor Carlos Mejía contemplaban la escena con ojos vidriosos.

—Carlos, dime… ¿Hay esperanza, verdad?

Carlos la abrazó: “Hay que esperar, Irene. Pero tienes que ser fuerte por ti y por tus hijos, pero tampoco te voy a engañar, está muy mal”.

En la sala de espera, solo quedaban los amigos aguardando noticias. Era medianoche y hacía frío, un frío que se colaba por las rendijas de los ventanales al mismo tiempo que las luces de las farolas de la calle iluminaban la estancia lúgubre y triste. Todos permanecían en silencio, alguno se acercaba a la máquina de café y otros paseaban sin desviar la vista del pasillo ya vacío.

Juan no esperó al ascensor, subió a toda prisa, y llegó con la cara desencajada. Al ver a su madre se abrazó a ella con fuerza, sus ojos estaban rojos y su voz temblaba. Irene le comentó lo ocurrido. El muchacho pidió ver a su padre, pero no estaba permitido que los menores de edad entraran en la UCI. Se quedó callado, serio, con la mirada en el vacío apoyado en su madre. El doctor apareció de nuevo y saludó cariñoso a Juan, luego comentó que sería mejor que fueran a descansar, él avisaría si hubiera algún cambio.

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Tumbada en la cama, Irene sentía angustia, dolor, soledad. Sobre el aparador descansaba la foto que les hicieron sólo dos días antes, en el 50 aniversario de bodas de su tío José. ¡Qué guapo estaba! ¡Cuánto habían disfrutado con la familia! Cerró los ojos y se quedó dormida.

Amanecía cuando el sonido del teléfono la despertó. Al otro lado del auricular, Carlos, con voz entrecortada, anunciaba el final de un día amargo.

El mendigo Por Ana Riera

2042857589_57afb8deb5_zLa primera vez que reparé en él, las bajas temperaturas invernales ya se habían apoderado de la ciudad, y soplaba un viento cortante que me obligó a apresurar el paso y a esconder las manos enguantadas en los bolsillos del abrigo.

Estaba sentado en el suelo, a un par de metros de la entrada del hospital, con la espalda apoyada en la pared. Me molestó porque su presencia me obligó a abandonar momentáneamente el refugio que me ofrecía la sólida fachada. Por suerte me bastaron unos pocos pasos para alcanzar la puerta y zambullirme en el calor de la calefacción excesiva que imperaba en el edificio.

Aquella mañana la jefa de planta estuvo especialmente insoportable. Nunca nos habíamos llevado bien, pero desde que había muerto mi madre, hacía apenas un mes, cada vez me costaba más soportar su forma ruda de tratar a los pacientes; parecía que le molestara que estuvieran allí, como si considerara que se habían puesto enfermos con la intención de molestarla y darle trabajo. A la tercera bronca de la mañana salí a la calle para que me diera un poco el aire.

El hombre seguía en el mismo lugar. Estaba sentado sobre un viejo cartón doblado por la mitad y se protegía del frío con una gruesa manta de color gris y un sombrero oscuro de ala ancha. Estaba concentrado en los adoquines que asomaban por debajo de sus desgastados zapatos, pero de repente levantó la cabeza y clavó sus ojos en mí. Eran de un hermoso color miel pero estaban vidriosos, como si el1559868278_7871eaaff6_z exceso de desgracias vividas le obligara a tenerlos cubiertos de lágrimas todo el tiempo. Nunca había visto una mirada tan intensa y a la vez tan desolada. Hizo que me sintiera culpable. Sin embargo, no experimenté deseos de salir corriendo. De hecho seguí observándole durante un rato. Luego entré en el hospital, saqué un café con leche de la máquina más cercana y se lo llevé. Al ver la taza humeante entre sus manos huesudas me tranquilicé.

A partir de ese día, cada mañana le llevaba alguna cosa: un poco de pan del día anterior, una lata de atún que iba a caducar, una manzana que empezaba a ponerse pocha, unas cuantas galletas de un paquete que estaba abierto. Desde que había muerto mi madre no tenía de quién ocuparme y me hacía bien compartir las sobras de mi vida con aquel desconocido. Habíamos estado siempre las dos solas, porque mi padre se marchó cuando yo tenía poco más de tres meses. Mi madre no hablaba nunca de él. Sólo sabía que se llamaba Javier, porque cuando era adolescente, rebuscando en los cajones, había encontrado una breve nota firmada con ese nombre.

Cuando le daba la bolsita con el pequeño refrigerio del día, se me quedaba mirando fijamente y en sus ojos aparecía una pincelada de agradecimiento que acompañaba con un leve movimiento de cabeza. Luego, a lo largo de la jornada, no volvía a acordarme de él, pero al día siguiente, nada más levantarme, rebuscaba por la cocina algo que llevarle.

Esa mañana le llevaba unas cuantas lentejas. Había comprado unos recipientes de plástico, de esos de usar y tirar, y lo había llenado hasta los topes. Y justo antes de salir de casa había metido también en la bolsa un plátano. Todavía hacía frío, pero el almendro que había en una casa vecina había echado ya sus primeras flores y los pájaros empezaban a llenar las calles con sus trinos matutinos. Me sentía alegre, ligera. Hasta que doblé la esquina y descubrí que no había nadie sentado a dos metros de la puerta del hospital. Fue tal la sorpresa que me detuve en seco en medio de la acera sin saber muy bien qué hacer. Al final reaccioné y decidí guardar las lentejas en la pequeña nevera que teníamos en la sala de enfermeras. Intenté convencerme de que quizás se había retrasado, o de que algún papeleo le había llevado ese día en otra dirección. Sin embargo, no conseguía quitarme su cara de la cabeza.

Al terminar mi turno abandoné el hospital con la bolsa en la mano. Nunca estaba por ahí al mediodía; aun así, antes de salir calenté las lentejas en el microondas de la tercera planta, para que estuvieran más apetitosas. Pero su pedazo de suelo seguía vacío y la gente lo pisaba sin la más mínima consideración. Me marché con el corazón encogido. ¿Qué podía haberle sucedido? Aquella noche me costó conciliar el sueño, pero al fin me convencí de que al día siguiente lo volvería a encontrar. Justo antes de caer vencida por el sueño pensé que me gustaría preguntarle su nombre.

Me desperté temprano y me vestí a toda prisa. Volví a coger las lentejas y me dirigí nerviosa al hospital. Tenía que comprobar que mis conjeturas de la noche anterior eran acertadas. En cuanto bajé del autobús aceleré el paso. Mis tacones resonaban impacientes sobre los adoquines. Los últimos metros los hice prácticamente corriendo. Pero al girar, la decepción me dejó de nuevo clavada al suelo. El lugar seguía desierto.

Mientras miraba la bolsa que colgaba de mi mano se me acercó una compañera, la que atendía en el mostrador de la entrada:

–¿Qué haces aquí parada contemplando la pared? ¿Te encuentras bien? La verdad es que tienes mala cara.

hospitales_9648–Estoy bien, sí. Solo que me ha extrañado no ver al viejo que suele pedir aquí.

–Ah, ¿te refieres al del sombrero? Está dentro.

–¿Cómo dentro? ¿Dentro de qué?

–Pues del hospital, hija, que estás dormida. Lo ingresaron. Tiene pulmonía. No me extraña, con el frío que ha hecho. El pobre entró tambaleándose. Me tocó a mí hacer el ingreso. Por cierto, ¿sabes qué? Se llama igual que tú. Irujo, Javier Irujo. ¿A que es curioso?

A medianoche Por María José Prats

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Suenan las doce en el reloj de pared colgado en la entrada de la casa. Es un viejo recuerdo de mis abuelos que ya no están. Su ritmo es pausado, pero se escucha bien desde cualquier rincón avisando las horas. Es medianoche.

Mis padres no están, se fueron a visitar a unos familiares que viven a las afueras del pueblo. Yo me he quedado porque, aparte de que no me apetecía nada, me marean los viajes. Así que estoy sola.

Es domingo cuando subo los empinados escalones hacia lo que es, desde pequeña, mi habitación. En la calle está lloviendo, parece que la tormenta que empezó a formarse al atardecer, me acompañará toda la noche.

A dos peldaños del final, cuando el sonido de la última nota de las doce se desvanece, el fogonazo de un rayo que entra por las ventanas, y la tenue luz de la bombilla que ilumina las escaleras, se apaga al instante quedando todo a oscuras. De inmediato el estruendo del trueno que lo acompaña, hace temblar los cristales. Instantes después, calma. Tan solo se oye el ruido de la lluvia al caer, y un silencio salpicado de sonidos.

Soy incapaz de moverme, y cuando recupero mis sentidos, vuelvo sobre mis pasos y comienzo a bajar los escalones. Las velas, imprescindibles en cualquier casa, están en un lugar preferente: el primer cajón de la cómoda de la entrada, bajo el reloj de madera.

No me resulta difícil andar a tientas, pues desde que era pequeña jugaba a guiarme por la casa con los ojos cerrados, incluso por las noches solía acostarme sin encender las luces. Pero desde que hace tiempo me he acostumbrado a leer antes de dormir, sí que necesito un poco de luz. Además, no hay nada como coger un buen libro y sumergirse entre sus páginas, acompañada del resplandor de una vela. Es algo mágico.

Mi cuarto es pequeño, pocos muebles, tan sólo una cama, adornada con la vieja colcha de la abuela a la que mi madre le tiene tanto cariño, una mesita, el armario y un sofá de terciopelo azul que huele a rancio, pero es el lugar más acogedor de la estancia. Está situado cerca de las escaleras, no hay ventanas al exterior y aunque sea de día, si se cierra la puerta te sumes en una absoluta oscuridad. Por eso casi siempre la dejo abierta.
Dejo sobre la mesita la vela encendida que me ha guiado en la subida, y me acuesto. Al levantar las sábanas, el movimiento de aire hace temblar la llama que termina por apagarse, al mismo tiempo que forma unos hilos de humo cuyo olor se eleva lentamente. Cojo una cerilla y la enciendo de nuevo, y la acerco al libro que tengo abierto.

Ya tumbada, cierro por un momento los ojos antes de trasladarme a los mundos de historias escritas en papel. Y pienso en los tiempos en que mi abuela, sentada en la cama, me leía cuentos para que me durmiera. Añoro a mí abuela, su risa, sus andares y aquellos pastelitos de nata… y sé por qué soy tan feliz en la vieja casa.

A mis oídos llega el sonido de la tormenta, el silbido del viento moviendo los árboles al tiempo que se cuela por cada rendija. Hace calor, pues estamos en verano.

vela-apagadaDe repente todo está oscuro, la vela se ha vuelto a apagar o tal vez se ha consumido. Ignoro si me he quedado dormida unos segundos o unas horas. Fuera siguen los truenos aquí y allá. Oigo golpes en la puerta. Los cristales de las ventanas se estremecen resistiéndose a quebrarse. Creo escuchar ruidos arriba, en la buhardilla, las paredes crujen de un lado y otro. Se me eriza el vello. Busco la caja de cerillas, pero… no recuerdo dónde la he dejado. Al incorporarme me doy cuenta de que la sábana con la que me había arropado apenas cubre mis pies. Un escalofrío recorre mí cuerpo. Cojo la sábana y de un tirón me tapo por completo hasta la cabeza. Por primera vez siento miedo.

Suena una sola nota en el reloj. Imposible saber qué hora es. Cierro de nuevo los ojos y me abrazo a la almohada con fuerza. Los sonidos y ruidos extraños se multiplican, jugando a asustarme aún más, y lo consiguen.

Cuando vuelvo a abrirlos, adormecida, la claridad de la mañana se cuela ya en mi cuarto, a través de la puerta entreabierta. Prefiero no recordar que, cuando estoy sola, siempre la cierro a conciencia.

La fiesta Por Ana Riera

Nunca había sabido decir que no. Además, quizás en el fondo eso era lo que le había atraído de ella: que la adivinaba capaz de emitir un grito desgarrador…

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No debería haberse quedado a dormir. La fiesta había terminado muy tarde, cierto. Y el enorme caserón estaba alejado del pueblo. Pero debería haberse marchado en el último coche. Tampoco eran tan amigas, apenas hacía un mes que se conocían. Había sido en la biblioteca. Se había sentado en una mesa alejada, en la que quedaba más escondida. Estaba tan concentrada que ni siquiera la oyó llegar. De hecho, dio un respingo cuando levantó la vista y se encontró con sus ojos, que la escrutaban desde el otro lado de la mesa. A los pocos días volvieron a coincidir en la misma mesa, en las mismas sillas, bajo la luz de las mismas lamparillas. Tampoco en esta ocasión la oyó llegar. Salieron juntas a la calle y durante el trayecto le mostró la cafetería en la que solía desayunar. La mañana siguiente, cuando llegó para tomarse su tostada con mantequilla y su café con leche de todos los días, se la encontró sentada en la barra.

Llevaban un par de semanas desayunando juntas cuando le invitó a su fiesta de aniversario.

No, no debería haberse quedado a dormir. Pero no sabía decir que no.

Mientras la música retumbaba por las paredes y las voces se entrelazaban colándose por los vastos salones, le había parecido una mansión de ensueño. Pero ahora que el silencio y la oscuridad se disputaban el espacio, una extraña desazón se había apoderado de ella. Habría preferido compartir alcoba, pero su anfitriona la había conducido directamente escaleras arriba, hasta la habitación de los invitados. Y luego se había evaporado cerrando la puerta tras de sí. Se quedó quieta a pocos pasos de la puerta, con la toalla y el pijama que le había prestado en las manos, sin saber muy bien qué hacer. Echó un vistazo al dormitorio. Las paredes estaban completamente desnudas y tan solo había dos muebles: una amplia cama que ocupaba justo el centro de la estancia y un enorme baúl de madera ricamente labrada que descansaba a sus pies.

Pensó en salir corriendo y buscar refugio junto a su amiga, pero no conocía la casa y la idea de perderse por lúgubres pasillos no le atraía en absoluto. Notó que le flaqueaban las piernas, así que se sentó en el baúl.

Seguía sin saber qué pensar cuando una ráfaga de aire empujó una de las contraventanas, que golpeó repetidamente la fachada. El ruido resultaba ensordecedor, así que se acercó a la ventana para asegurarla, pero comprobó atónita que no disponía de ningún mecanismo para abrirla. Retrocedió despacio, sin poder apartar los ojos del cristal. Sentía cada nuevo golpe de la contraventana en las sienes, que empezaron a encabritarse descontroladas. Decidió que tenía que salir de allí, buscar a su amiga. Aunque le costara encontrarla iba a ser mejor que quedarse ahí sola, atenazada por el miedo. Pero cuando alcanzó la puerta, no encontró ningún picaporte. Intentó deslizar una uña entre las dos hojas, pero parecían selladas: ni siquiera cedieron unos milímetros. Empezó a respirar fatigosamente. Abrió la bocath pero el aire se resistía a entrar. Desesperada, apretó los puños y golpeó la puerta con todas sus fuerzas, una y otra vez, hasta que el dolor de la piel desollada le resultó insoportable. Vencida ante la falta de respuesta, acorralada por su propio miedo, se refugió en una de las esquinas y se hizo un ovillo abrazándose las rodillas con los brazos y ocultando la cara entre los muslos.
La lágrima que había empezado a aflorar se quedó congelada en su lagrimal cuando un grito desgarrador, que pareció brotar de la tierra misma, reverberó por toda la casa. Y comprendió con una claridad casi ofensiva que efectivamente no debería haberse quedado a dormir. Pero nunca había sabido decir que no. Además, quizás en el fondo eso era lo que le había atraído de ella: que la adivinaba capaz de emitir un grito desgarrador como aquel.

Vidas borrascosas (1957, de Mark Robson) Por Luigi De Angelis

Vidas borrascosas

Vidas borrascosas es un culebrón, en el más estridente y ejemplar sentido de la palabra que describe rica y vigorosamente las actitudes frente a temas que hasta hoy son controversiales. Las políticas de género, la represión sexual, los conflictos generacionales, la inequidad social y las relaciones de poder son problemas que tienen espacio en esta crítica vestida de espléndido melodrama. De hecho, después del triunfo en las salas de cine fue una serie de televisión de gran éxito entre 1964 y 1969 con otro reparto.

El guión es de estructura coral y la trama transcurre en Peyton Place. En este edén de moralidad habita como personaje central la hermosa señora Constance McKenzie (Lana Turner), quien, en compañía de su hija Allison (Diane Varsi), abre un negocio en el pueblo. Conforme la trama se desarrolla aparecen diversos personajes que ponen en duda la idílica apariencia del lugar, revelando dramas escabrosos plagados de mentiras, abusos y depredación sexual.

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Lana Turner se corona como una apta y exquisita reina del melodrama, estilizando la agonía de su sufrida heroína. Las jóvenes Hope Lange y Diane Varsi sobresalen en papeles que ganan dimensión gracias al excelente trabajo de ambas actrices, mientras Arthur Kennedy caracteriza con maestría un personaje execrable y complejo. Mildred Dunnock, Lloyd Nolan, Leon Ames, Russ Tamblyn y Terry Moore completan con sustanciales interpretaciones un reparto de altura.

Estéticamente atrayente y argumentalmente soportada por su gráfica representación de la frase popular “pueblo chico, infierno grande”, la cinta es una crítica a la hipocresía sobre la cual se construye la moral puritana y una influyente pieza de cultura pop cuyo impacto se puede apreciar en obras de grandes maestros como David Lynch y Pedro Almodóvar.