De prestado Por Ana Riera

Sonia sentía que vivía de prestado. Bueno, lo sentía desde que tenía 11 años. En realidad, desde el día que había tenido el accidente. Creía sinceramente que estaba predestinada a tener una vida corta. Y si todo hubiera salido de acuerdo a lo que los astros le tenían reservado, así habría sido. Pero ocurrió algo imprevisto. Y lo que tenía que ser un fatal accidente, como otros muchos, se truncó.

 

Esa mañana de otoño todas las piezas del tablero estaban perfectamente dispuestas para que sucediera lo que tenía que suceder. La cuerda plastificada se encontraba alrededor de la señal de tráfico. Ella pasó justo por allí a la hora prevista. Distraída, metió un pie dentro de la cuerda tal y como estaba escrito. La cuerda le trabó el paso y la hizo caer de bruces, sin tiempo para apoyar las manos. Llevaba en la bolsa de la compra un envase de cristal que se rompió en mil pedazos. Uno de los trozos se le clavó en la tierna muñeca. Secuencia perfecta, fin del suceso, desenlace mortal.

Pero no fue así. A pesar de que a esas horas tempranas las calles solían estar desperezándose todavía, sobre todo siendo domingo, de la nada apareció una mujer.

Sonia tan solo se acordaba de algunos detalles. Recordaba que tenía una larga melena negro azabache, y lisa, muy lisa. Recordaba que llevaba una falda larga hasta los pies, aunque era incapaz de decir de qué color era. Y lo más importante, tan importante como para convertirse en un elemento clave de la historia. Enroscado al cuello lucía un delicado pañuelo.

Sonia era capaz de rememorar asimismo pequeños fragmentos de lo que debió ocurrir esa mañana, aunque envueltos en una espesa neblina. Ella levantándose del suelo sin saber qué había sucedido. Ella mirándose el brazo derecho, a la altura de la muñeca, y descubriendo que tenía un gran boquete que no debería estar ahí. Ella acercándose a una desconocida, mostrándole el brazo y diciéndole: “¿Me ayudas?” La desconocida arrancándose el pañuelo del cuello y atándoselo en la parte superior del brazo. Ella sentada en un taxi junto a la desconocida. El vehículo entrando en un edificio oscuro y frío protegido por una especie de mampara gigante de grueso plástico transparente. Ella tumbada en una camilla viendo una sucesión interminable de luces en el techo.

Luego llegaron las batas blancas, que le dedicaban miradas dulces y sonrisas tiernas, aunque Sonia podía adivinar la inquietud en sus gestos.  Y las preguntas, miles de preguntas: “¿Cómo te llamas, bonita? ¿Quién te ha hecho ese torniquete? ¿Cuántos años tienes? ¿Sabes dónde vives? ¿Has desayunado esta mañana? ¿Recuerdas el número de teléfono de tu casa?”

Sonia no podía pensar con claridad, sólo sentir. Y se sintió extraña en su cuerpo, y en ese lugar desconocido al que no pertenecía, y en las escenas que se sucedían con ella como protagonista.

 No fue hasta más tarde, mucho más tarde, que pudo recomponer las piezas y comprender realmente lo que había sucedido esa mañana de domingo. Un domingo que había empezado como tantos otros, sin dejar entrever ningún detalle que le advirtiera de lo que iba a ocurrir, sin nada que le hiciera sospechar que su vida pendía de un hilo, que su existencia, a pesar de su corta edad, podía esfumarse entre sus dedos por un loco designio del destino.

Pero contra todo pronóstico, Sonia sobrevivió a la caída, a la enorme pérdida de sangre, que dejó una mancha enorme y oscura en la acera como mudo testimonio, a la sutura de venas, tendones y piel de su muñeca derecha. Desde entonces Sonia sentía que estaba de prestado en esta vida, que alguien se había empeñado en regalarle una segunda oportunidad de forma arbitraria.

El torniquete, una palabra que hasta ese día nunca había salido de su boca, le había salvado la vida. Todos en el hospital elogiaron lo bien hecho que estaba. Tuvo suerte incluso con el traumatólogo que estaba de guardia en urgencias ese día. Un chico joven, con el pelo negro azabache como el de la desconocida, que recién comenzaba pero que ya había empezado a destacar. Un joven médico que le salvó la muñeca y logró que ni siquiera perdiera la movilidad a pesar de la grave lesión. Como si todo hubiera sido un mal sueño. ¿Cómo no iba a sentirse de prestado?

Lo peor para Sonia era sentirse en deuda con la desconocida. Porque la mujer, tras usar el delicado pañuelo para que dejara de brotar la sangre de la herida, tras dejarla en el hospital a buen recaudo, había desaparecido sin dejar rastro. Ni un teléfono de contacto, ni un nombre. Nada.

A Sonia siempre le había dolido no poder darle las gracias, no poder expresarle toda la gratitud que le inundaba con solo evocar lo poco que recordaba de ella. Le obsesionaba no poder ponerle cara, no poder pronunciar su nombre. Llevaba la mayor parte de su vida arrastrando esa deuda.

Obra del artista eslovaco Miroslav Zgabaj.

El día que cumplió los 51, justo 40 años después de sentir que había vuelto a nacer, la sensación de prestado se hizo insoportable. Tal vez fue porque le impresionó haber superado el medio siglo. O porque empezaba a no reconocerse en la imagen que le devolvía el espejo. En cualquier caso, Sonia sintió que debía encontrarla fuera como fuese, pero la misión le parecía una hazaña imposible. Habían pasado cuarenta años y no tenía un solo dato por el que empezar a tirar de la madeja, ningún rastro al que aferrarse.

Entonces se acordó del médico. De él si recordaba el nombre, jamás lo había olvidado: doctor Sancho. Decidió empezar por ahí. Si no lograba encontrarla a ella, tal vez podría, de alguna manera, saldar la deuda a través de él. Había transcurrido mucho tiempo, así que debía estar en la cúspide de su carrera o a punto de jubilarse. Por suerte en ese largo lapso de tiempo había aparecido internet.

Sonia encendió el ordenador y tecleó el nombre del médico en la barra de búsqueda. Le llevó menos de diez minutos localizarlo. Incluso encontró una foto. El hombre de la imagen lucía una hermosa melena plateada y unas finas arrugas rodeaban sus ojos como olas minúsculas. Era él. Estaba segura. Según la información de la pantalla, ahora era el jefe de traumatología de un hospital de renombre.

Sonia decidió que no podía ser una casualidad que lo hubiera encontrado tan rápido. Se dijo que debía seguir adelante. Tal vez fuera la última oportunidad de pagar una deuda que llevaba acompañándola durante demasiado tiempo. Y que cada vez le pesaba más.

Pidió cita con el insigne doctor. Tuvo que insistir mucho e inventar algo complicado para que le recibiera él en persona. Dijo que tenía una vértebra rota, que le habían dicho que tenía que someterse a una compleja cirugía y que quería una segunda opinión. Del mejor. No le gustaba engañar a la gente, pero eran mentiras necesarias. Al menos eso se dijo a sí misma para tranquilizarse. Él lo entendería.

Los nervios se la comían mientras se dirigía al hospital. Había repetido lo que iba a decirle un millón de veces. Había imaginado un sinfín de reacciones distintas. ¿Se acordaría de aquella niña de once años que apareció ese domingo en urgencias con la muñeca destrozada? ¿Comprendería lo que sentía? ¿Se enfadaría con ella por haber pedido una consulta que no necesitaba como pretexto para verle? ¿Pensaría que estaba loca?

Por encima de las dudas, por encima de los nervios, Sonia sentía una sensación de tristeza, una pena que se concretaba en una especie de vacío en medio del estómago. Porque incluso si la entrevista salía bien, incluso si el médico la comprendía, incluso si se acordaba de ese día concreto hacía ya 40 años, ella no podría saldar del todo su cuenta pendiente. Porque el médico, al fin y al cabo, solo había hecho su trabajo.  Su verdadera salvadora era la desconocida y ella seguiría sin poder ponerle cara.

De camino al piso 3, consulta 11, puerta B, tal y como le había indicado el chico de detrás del mostrador, trató de darle esquinazo a la tristeza. Debía concentrarse en el encuentro con el doctor, ceñirse al plan de tratar de redimir la sensación de prestado a través de él.

En la sala de espera no había nadie. Las sillas vacías le ensancharon el hueco del estómago. Seguía sin decidirse a sentarse cuando se abrió la puerta y una voz todavía sin amo pronunció su nombre, que retumbó entre las cuatro paredes. Era una voz grave y suave a la vez. Sonia avanzó hacia ella como hipnotizada. Por fin había llegado el momento.

La recibió de pie, junto a la puerta, con su bata impoluta y su cabello plateado. Le sentaba bien. En cuanto lo tuvo delante, sentados ya los dos, cada uno a un lado de la mesa, le contó toda la historia. Sin preámbulos, sin rodeos. Quizás fuera su mirada sonriente, pero se sentía extrañamente tranquila. Además, necesitaba sacarlo todo de una vez.

Le habló de la niña que se tropezó en la calle aquella mañana, de cómo una desconocida la había ayudado, de lo asustada que estaba cuando llegó a urgencias con un boquete en la muñeca, de cómo una versión jovencísima de él le había curado la herida. Y también le habló de su pena, de lo mucho que le pesaba no haber podido darle las gracias a aquella mujer, no poder ponerle cara, no poder pronunciar su nombre.

Sonia debía reconocer que entre las muchas reacciones que había imaginado, la que el médico le brindó finalmente, no se la esperaba. La miró un tanto enigmático y, tras unos segundos pensativo, le dijo que se acordaba de ella, que se alegraba mucho de ver que estaba bien. Pero que se olvidara de la chica. Que no tenía más importancia. Que seguramente tenía algún tipo de formación sanitaria y simplemente había hecho lo que tenía que hacer ante un accidente.

–Mira, el mérito es todo tuyo. Por haberte levantado, por haber tenido la sangre fría de buscar ayuda, por haber seguido con la rehabilitación sin quejarte a pesar del dolor. Porque yo sé que tuvo que dolerte. Y mucho.

Sonia estaba confusa. Le gradecía sus palabras, pero no acababa de entender lo que le decía. ¿Cómo no iba a tener importancia lo que había hecho la chica? ¿Cómo no iba a sentirse agradecida? ¡Le había salvado la vida!

El médico, que no había dejado de observarla, suspiró.

–¿Qué te contaron exactamente tus padres?

–¿Mis padres?

–Me refiero sobre la chica.

_ ¿Qué importa eso ahora?

Sonia empezaba a ponerse nerviosa. No entendía qué pretendía.

–Importa, más de lo que crees.

–Pues que me hizo un torniquete, que me dejó en el hospital, que tenía prisa, que se marchó sin dejar ni el teléfono.

–Bueno. Eso no fue exactamente así.

–¿A qué se refiere?

–Sí dejó su teléfono. Siempre se pide un teléfono.

–Pero eso no puede ser… mis padres me dijeron…

–Les pidió dinero, a tus padres, por haberte salvado. Me lo contó tu madre. Tuvimos que amenazarla para que se olvidara del asunto. Igual te salvó, pero no era buena gente.

Obra de Gema Hernández, Madrid.

Las zapatillas de ballet Por Paula Alfonso

— Mamá ¿sabes dónde están mis zapatillas?

— Las dejé a los pies de tu cama, te lo dije anoche ¿te acuerdas?

— No las veo, no las veo y es ya muy tarde.

— No te pongas nerviosa, hija, espera a que acabe de vestirme y voy para allá.

Ahí está mi madre como siempre desviviéndose ante cualquier cosa que pueda afectar a su hijita.

— Date prisa, por favor, mamá.

— Elena, tú no habrás visto mis zapatillas, ¿verdad?

— ¿Yo? Qué va,

Eso, ahora mi hermana viene a mi habitación y me pregunta y encima se me queda mirando como si dudara, como si no creyera del todo mi respuesta, pero qué par de estúpidas están hechas las dos.

— Oye, no me cierres la puerta. –Le grito

— ¡Si siempre me regañas cuando te la dejo abierta!

— Pero ahora la quiero así.

Empuja la puerta con tal ímpetu que rebota en la pared y tengo que sujetarla para que no vuelva a cerrarse. Bien, así mejor, por nada del mundo me perdería yo estos minutos de gloria, quiero vivirlos, disfrutarlos, no perderme detalle.

— Tenemos que salir en 15 minutos o no llegaremos, recordad los atascos que se montan todos los años a la entrada del colegio.

El que faltaba, papá con sus histerismos, pero le entiendo, a él estos finales de curso le repatean tanto como a mí, son tres o cuatros horas sin poderte mover en un salón hasta arriba de gente y teniendo que soportar el discurso de la directora, que siempre es el mismo, las ridículas representaciones de cada curso, desde preescolar hasta sexto, y finalmente la entrega de diplomas a las alumnas aventajadas, así, año tras año… ¡Tardes para no olvidar! ¡Lo juro! Pero como la niña hace de cisne protagonista en la muerte del ídem, y será una de las que reciba el diploma, allí hay que estar y encima poniendo caras de emoción, de alegría, de falsa sorpresa. Seguro que cuando digan su nombre por el micro mi madre echa una lagrimita, ya tendrá previsto en su bolso un pañuelo especial para la ocasión. ¡Qué ridiculez! Menos mal que mi padre no es así, ya lo estoy imaginando, no habrán pasado ni quince minutos cuando empezará a revolverse nervioso en su asiento, mirará el reloj, se quejará a mi madre del calor , y sudará, y al salir no habrá quien le hable porque estará cabreado como una mona.

— Por Dios, mamá, que estoy mirando por todos los sitios y no las encuentro, ven ya por favor, ¿seguro que las recogiste del tendedero?

— Sí, seguro, dame dos minutos más y te echo una mano, verás qué pronto las encuentro yo. Elena, tú ya estás, ¿no?

Hasta el tono de voz le cambia cuando se dirige a mí, no lo puede disimular, entre mi hermana y yo hay un abismo para ella.

— Pues claro, hace media hora. Ya sabes que no necesito acicalarme tanto como vosotras.

— Bueno, vale, Elena, solo te preguntaba.

— Ya estoy aquí cielo mío, déjame antes verte, pero qué guapísima estas vestida de cisne, lo vas a hacer muy bien, te lo aseguro, ya imagino yo el salón de actos puesto en pie aplaudiéndote, la profesora emocionada y yo…

— Mamá, las zapatillas, que no tenemos tiempo.

— ¡Ah sí! ¿A ver?, yo las puse justo aquí, sobre el asiento de esta silla, ¿no se habrán caído por detrás? ¿Las habrá cogido tu hermana?

— ¡Otra! ¡Ya he dicho que yo no he visto ninguna zapatilla!

Con mi grito trato de ser convincente para que me dejen las dos en paz, a ver si lo consigo.

— Pero, por Dios, ¿qué ha podido pasar con las zapatillas? Ni que tuvieran vida propia.

— Cinco minutos, deberíamos estar saliendo en cinco minutos, ¿se puede saber qué hacéis?

— Javier, no encontramos las zapatillas de ballet de la niña y te aseguro que anoche después de cogerlas del tendedero y planchar las cintas se las puse aquí, junto al traje.

— Mamá, sin zapatillas no podré bailar, ¿qué vamos a hacer?

Mi hermana entra ahora en su fase de lloriqueos, pero, bueno, le daba dos tortazos en la cara que se iba a enterar. ¿Por qué tuvo que nacer, no era yo sola suficiente para mis padres? Al parecer no y tuvieron que ir a por otro hijo. “Nos dimos otra oportunidad”, como dice mi madre cuando habla de este tema con sus amigas y entonces vino ella tan rubita, tan mona, con ese cuerpo, esas piernas, esa agilidad… pero hoy no se saldrá con la suya, hoy no recibirá aplausos ni felicitaciones, hoy será uno de los días más amargos de su vida.

— No, cariño mío, no, tú no me llores, seguiremos buscando y aparecerán, ya lo verás.

— ¿Y no se te ocurrió tener unas de repuesto por si pasaba algo así, Pilar? Es lo que se hace en estos casos.

— Mira, Javier, no me vengas ahora con lecciones, si realmente quieres ayudar busca tú también, las zapatillas tienen que aparecer.

Debajo de mis nalgas noto el bulto aplastado por el peso de mi cuerpo, y no puedo evitar que una gran sonrisa se dibuje en mi cara. Podía sacarlas ahora y enseñárselas: “Mirad, han aparecido, están aquí”, pero aunque lo hiciera de nada serviría porque al esconderlas he notado un crujido, la puntera de una de ellas ha debido de romperse. Por el único que siento todo esto es por papá que le oigo hurgar también por los cajones, pero por ellas, las otras dos, haría esto y mucho más de tanto como las odio.

Los lloros de mi hermana han aumentado de intensidad y mi madre con los nervios desatados, está llamando a las madres de las otras niñas para ver si por casualidad alguna de ellas tuviera zapatillas de repuesto, pero una a una todas le van contestando que no.

— Mamá, entonces, si yo no estoy, saldrá en mi lugar la suplente, Alejandra Herranz y la última vez que ensayamos le salió fatal. Va a ser un fracaso, lo sé, si no voy yo la actuación saldrá muy mal.

— Hija mía, no llores más, lo siento, lo siento mucho.

Desde aquí puedo imaginar la escena, las dos, madre e hija abrazadas y envueltas en lágrimas, patético, realmente patético. Ahora sí que me gustaría sacar las zapatillas y mostrárselas para reírme en su cara de lo estúpidas que son, pero estoy disfrutando tanto con esta situación que creo que me voy a reservar un poco más. ¡Vaya! El teléfono está sonando y lo coge papá.

— No, soy su marido, espere que le paso con mi mujer.

— ¿Si? Ah, hola, no, no han aparecido, no sé qué ha podido pasar, estoy desesperada. ¿Qué me dices? ¿Sí? ¿Seguro? ¿De su mismo número? Gracias, gracias de verdad, no sabes el favor que me haces, ahora mismo nos pasamos por tu casa a recogerlas.

— Cariño mio, alégrate, la madre de Amanda ha encontrado en su casa unas zapatillas de ballet que son de tu mismo número y nos las deja, así que venga, sécate esas lágrimas y pon cara alegre que nos vamos, se va a quedar todo el mundo boquiabierto con tu actuación, ya lo verás. Javier, ya está resuelto solo que antes de ir al colegio tenemos que pasarnos por la casa de Amanda para recoger unas zapatillas que nos prestan, encárgate tú de llevar a Elena hasta el coche y yo pliego la silla.

Apenas tuve tiempo de buscar un nuevo escondite para las zapatillas. Papá ha entrado como una exhalación en mi cuarto, se ha abalanzado sobre mí y me ha levantado como si fuera una pluma. A grandes zancadas me lleva hasta la puerta y por el camino me fijo en mis piernas; deformes, ridículas, inoperantes, se balancean de un lado a otro como hojas de otoño a punto de caer.

Está bien familia, hoy no ha podido ser, pero la siguiente vez no fallaré, os lo juro.