Sonia sentía que vivía de prestado. Bueno, lo sentía desde que tenía 11 años. En realidad, desde el día que había tenido el accidente. Creía sinceramente que estaba predestinada a tener una vida corta. Y si todo hubiera salido de acuerdo a lo que los astros le tenían reservado, así habría sido. Pero ocurrió algo imprevisto. Y lo que tenía que ser un fatal accidente, como otros muchos, se truncó.
Esa mañana de otoño todas las piezas del tablero estaban perfectamente dispuestas para que sucediera lo que tenía que suceder. La cuerda plastificada se encontraba alrededor de la señal de tráfico. Ella pasó justo por allí a la hora prevista. Distraída, metió un pie dentro de la cuerda tal y como estaba escrito. La cuerda le trabó el paso y la hizo caer de bruces, sin tiempo para apoyar las manos. Llevaba en la bolsa de la compra un envase de cristal que se rompió en mil pedazos. Uno de los trozos se le clavó en la tierna muñeca. Secuencia perfecta, fin del suceso, desenlace mortal.
Pero no fue así. A pesar de que a esas horas tempranas las calles solían estar desperezándose todavía, sobre todo siendo domingo, de la nada apareció una mujer.
Sonia tan solo se acordaba de algunos detalles. Recordaba que tenía una larga melena negro azabache, y lisa, muy lisa. Recordaba que llevaba una falda larga hasta los pies, aunque era incapaz de decir de qué color era. Y lo más importante, tan importante como para convertirse en un elemento clave de la historia. Enroscado al cuello lucía un delicado pañuelo.
Sonia era capaz de rememorar asimismo pequeños fragmentos de lo que debió ocurrir esa mañana, aunque envueltos en una espesa neblina. Ella levantándose del suelo sin saber qué había sucedido. Ella mirándose el brazo derecho, a la altura de la muñeca, y descubriendo que tenía un gran boquete que no debería estar ahí. Ella acercándose a una desconocida, mostrándole el brazo y diciéndole: “¿Me ayudas?” La desconocida arrancándose el pañuelo del cuello y atándoselo en la parte superior del brazo. Ella sentada en un taxi junto a la desconocida. El vehículo entrando en un edificio oscuro y frío protegido por una especie de mampara gigante de grueso plástico transparente. Ella tumbada en una camilla viendo una sucesión interminable de luces en el techo.
Luego llegaron las batas blancas, que le dedicaban miradas dulces y sonrisas tiernas, aunque Sonia podía adivinar la inquietud en sus gestos. Y las preguntas, miles de preguntas: “¿Cómo te llamas, bonita? ¿Quién te ha hecho ese torniquete? ¿Cuántos años tienes? ¿Sabes dónde vives? ¿Has desayunado esta mañana? ¿Recuerdas el número de teléfono de tu casa?”
Sonia no podía pensar con claridad, sólo sentir. Y se sintió extraña en su cuerpo, y en ese lugar desconocido al que no pertenecía, y en las escenas que se sucedían con ella como protagonista.
No fue hasta más tarde, mucho más tarde, que pudo recomponer las piezas y comprender realmente lo que había sucedido esa mañana de domingo. Un domingo que había empezado como tantos otros, sin dejar entrever ningún detalle que le advirtiera de lo que iba a ocurrir, sin nada que le hiciera sospechar que su vida pendía de un hilo, que su existencia, a pesar de su corta edad, podía esfumarse entre sus dedos por un loco designio del destino.
Pero contra todo pronóstico, Sonia sobrevivió a la caída, a la enorme pérdida de sangre, que dejó una mancha enorme y oscura en la acera como mudo testimonio, a la sutura de venas, tendones y piel de su muñeca derecha. Desde entonces Sonia sentía que estaba de prestado en esta vida, que alguien se había empeñado en regalarle una segunda oportunidad de forma arbitraria.
El torniquete, una palabra que hasta ese día nunca había salido de su boca, le había salvado la vida. Todos en el hospital elogiaron lo bien hecho que estaba. Tuvo suerte incluso con el traumatólogo que estaba de guardia en urgencias ese día. Un chico joven, con el pelo negro azabache como el de la desconocida, que recién comenzaba pero que ya había empezado a destacar. Un joven médico que le salvó la muñeca y logró que ni siquiera perdiera la movilidad a pesar de la grave lesión. Como si todo hubiera sido un mal sueño. ¿Cómo no iba a sentirse de prestado?
Lo peor para Sonia era sentirse en deuda con la desconocida. Porque la mujer, tras usar el delicado pañuelo para que dejara de brotar la sangre de la herida, tras dejarla en el hospital a buen recaudo, había desaparecido sin dejar rastro. Ni un teléfono de contacto, ni un nombre. Nada.
A Sonia siempre le había dolido no poder darle las gracias, no poder expresarle toda la gratitud que le inundaba con solo evocar lo poco que recordaba de ella. Le obsesionaba no poder ponerle cara, no poder pronunciar su nombre. Llevaba la mayor parte de su vida arrastrando esa deuda.
El día que cumplió los 51, justo 40 años después de sentir que había vuelto a nacer, la sensación de prestado se hizo insoportable. Tal vez fue porque le impresionó haber superado el medio siglo. O porque empezaba a no reconocerse en la imagen que le devolvía el espejo. En cualquier caso, Sonia sintió que debía encontrarla fuera como fuese, pero la misión le parecía una hazaña imposible. Habían pasado cuarenta años y no tenía un solo dato por el que empezar a tirar de la madeja, ningún rastro al que aferrarse.
Entonces se acordó del médico. De él si recordaba el nombre, jamás lo había olvidado: doctor Sancho. Decidió empezar por ahí. Si no lograba encontrarla a ella, tal vez podría, de alguna manera, saldar la deuda a través de él. Había transcurrido mucho tiempo, así que debía estar en la cúspide de su carrera o a punto de jubilarse. Por suerte en ese largo lapso de tiempo había aparecido internet.
Sonia encendió el ordenador y tecleó el nombre del médico en la barra de búsqueda. Le llevó menos de diez minutos localizarlo. Incluso encontró una foto. El hombre de la imagen lucía una hermosa melena plateada y unas finas arrugas rodeaban sus ojos como olas minúsculas. Era él. Estaba segura. Según la información de la pantalla, ahora era el jefe de traumatología de un hospital de renombre.
Sonia decidió que no podía ser una casualidad que lo hubiera encontrado tan rápido. Se dijo que debía seguir adelante. Tal vez fuera la última oportunidad de pagar una deuda que llevaba acompañándola durante demasiado tiempo. Y que cada vez le pesaba más.
Pidió cita con el insigne doctor. Tuvo que insistir mucho e inventar algo complicado para que le recibiera él en persona. Dijo que tenía una vértebra rota, que le habían dicho que tenía que someterse a una compleja cirugía y que quería una segunda opinión. Del mejor. No le gustaba engañar a la gente, pero eran mentiras necesarias. Al menos eso se dijo a sí misma para tranquilizarse. Él lo entendería.
Los nervios se la comían mientras se dirigía al hospital. Había repetido lo que iba a decirle un millón de veces. Había imaginado un sinfín de reacciones distintas. ¿Se acordaría de aquella niña de once años que apareció ese domingo en urgencias con la muñeca destrozada? ¿Comprendería lo que sentía? ¿Se enfadaría con ella por haber pedido una consulta que no necesitaba como pretexto para verle? ¿Pensaría que estaba loca?
Por encima de las dudas, por encima de los nervios, Sonia sentía una sensación de tristeza, una pena que se concretaba en una especie de vacío en medio del estómago. Porque incluso si la entrevista salía bien, incluso si el médico la comprendía, incluso si se acordaba de ese día concreto hacía ya 40 años, ella no podría saldar del todo su cuenta pendiente. Porque el médico, al fin y al cabo, solo había hecho su trabajo. Su verdadera salvadora era la desconocida y ella seguiría sin poder ponerle cara.
De camino al piso 3, consulta 11, puerta B, tal y como le había indicado el chico de detrás del mostrador, trató de darle esquinazo a la tristeza. Debía concentrarse en el encuentro con el doctor, ceñirse al plan de tratar de redimir la sensación de prestado a través de él.
En la sala de espera no había nadie. Las sillas vacías le ensancharon el hueco del estómago. Seguía sin decidirse a sentarse cuando se abrió la puerta y una voz todavía sin amo pronunció su nombre, que retumbó entre las cuatro paredes. Era una voz grave y suave a la vez. Sonia avanzó hacia ella como hipnotizada. Por fin había llegado el momento.
La recibió de pie, junto a la puerta, con su bata impoluta y su cabello plateado. Le sentaba bien. En cuanto lo tuvo delante, sentados ya los dos, cada uno a un lado de la mesa, le contó toda la historia. Sin preámbulos, sin rodeos. Quizás fuera su mirada sonriente, pero se sentía extrañamente tranquila. Además, necesitaba sacarlo todo de una vez.
Le habló de la niña que se tropezó en la calle aquella mañana, de cómo una desconocida la había ayudado, de lo asustada que estaba cuando llegó a urgencias con un boquete en la muñeca, de cómo una versión jovencísima de él le había curado la herida. Y también le habló de su pena, de lo mucho que le pesaba no haber podido darle las gracias a aquella mujer, no poder ponerle cara, no poder pronunciar su nombre.
Sonia debía reconocer que entre las muchas reacciones que había imaginado, la que el médico le brindó finalmente, no se la esperaba. La miró un tanto enigmático y, tras unos segundos pensativo, le dijo que se acordaba de ella, que se alegraba mucho de ver que estaba bien. Pero que se olvidara de la chica. Que no tenía más importancia. Que seguramente tenía algún tipo de formación sanitaria y simplemente había hecho lo que tenía que hacer ante un accidente.
–Mira, el mérito es todo tuyo. Por haberte levantado, por haber tenido la sangre fría de buscar ayuda, por haber seguido con la rehabilitación sin quejarte a pesar del dolor. Porque yo sé que tuvo que dolerte. Y mucho.
Sonia estaba confusa. Le gradecía sus palabras, pero no acababa de entender lo que le decía. ¿Cómo no iba a tener importancia lo que había hecho la chica? ¿Cómo no iba a sentirse agradecida? ¡Le había salvado la vida!
El médico, que no había dejado de observarla, suspiró.
–¿Qué te contaron exactamente tus padres?
–¿Mis padres?
–Me refiero sobre la chica.
_ ¿Qué importa eso ahora?
Sonia empezaba a ponerse nerviosa. No entendía qué pretendía.
–Importa, más de lo que crees.
–Pues que me hizo un torniquete, que me dejó en el hospital, que tenía prisa, que se marchó sin dejar ni el teléfono.
–Bueno. Eso no fue exactamente así.
–¿A qué se refiere?
–Sí dejó su teléfono. Siempre se pide un teléfono.
–Pero eso no puede ser… mis padres me dijeron…
–Les pidió dinero, a tus padres, por haberte salvado. Me lo contó tu madre. Tuvimos que amenazarla para que se olvidara del asunto. Igual te salvó, pero no era buena gente.