La otra Por Ana Riera

En el dormitorio de Olivia hacía mucho calor. Esa era la única queja que tenía la chica. Por lo demás, su recién estrenada vida le parecía maravillosa. Había conocido a Manuel apenas hacía seis meses. Ella disfrutaba del único día que libraba sentada en un banco del parque. Los árboles empezaban a deshacerse lentamente de sus hojas, como con desgana, y los niños correteaban persiguiendo a los gorriones y a las palomas. Manuel apareció de repente, como salido de la nada, y le pidió permiso para sentarse a su lado. Sin duda era el hombre más apuesto que le había dirigido la palabra. Bueno, con excepción de don Matías, el señor de la casa donde servía, que también tenía buena planta y a veces le hablaba, pero sólo para pedirle algo o darle alguna orden. Si no hubiera pasado lo de la paloma, ella hubiera permanecido callada y mirando al frente, como correspondía a una moza decente. Pero quiso el destino que el animal pasara justo por encima de ellos y que en el momento más inoportuno tuviera un apretón que fue a parar directamente sobre la solapa de su compañero de banco. Ante su exclamación de asco, y al darse cuenta de lo que había sucedido, Olivia no tuvo más remedio que auxiliarle. Le prestó su pañuelo de hilo blanco y antes de darse cuenta habían entablado una agradable conversación. Al caer la tarde, mientras el farolero encendía los faroles de la calle uno a uno, la acompañó hasta la parada del tranvía y quedaron en verse a la semana siguiente, cuando la chica volviera a librar. Y ahora, apenas seis meses después, ahí estaba, de ama y señora, casada con Manuel, encantada de poder dedicarse a sus quehaceres en esa hermosa casa que su marido había heredado de sus padres y cuya única pega era que en el dormitorio hacía mucho calor.

En el resto de la vivienda la temperatura era agradable, como correspondía al tiempo primaveral que imperaba en la calle. Algunos rincones podían quedarse incluso algo fríos, sobre todo por la noche. Pero en su dormitorio hacía calor. Era un calor pegajoso, asfixiante, que de madrugada le obligaba a destaparse retirando la colcha y la sábana, y de día, si andaba trajinando, le perlaba la frente de minúsculas gotas que surcaban su piel como alocadas ninfas. En un primer momento pensó que sería por la orientación de la estancia, o por algún extraño fenómeno físico que ella, con sus estudios básicos, no alcanzaba a comprender. Pero el calor no siempre estaba presente. Era como si anduviera agazapado tras la puerta, o detrás del armario de nogal que cubría la pared del fondo, y se echara sobre ella de repente, cogiéndola por sorpresa. Olivia corría a abrir la ventana, para que entrara el aire impregnado de prímulas y azahar, o escapaba a la sala de estar dejando la puerta abierta de par en par. Pero luego se metía en la cocina y se ponía a guisar escuchando la radio, o se ponía a ordenar el precioso baño, con bidet y bañera entera, de patas doradas, y se olvidaba de todo.

La señora de la casa. Qué bien le sonaban esas palabras. Todavía no acababa de creérselo. Ella, justamente ella. Eran demasiados años trabajando de criada, casi desde que tenía uso de razón, cuando se marchó del pueblo y se puso a servir. Por eso lo primero que hacía nada más levantarse era colocarse frente al espejo del baño y repetírselo una, dos, cien veces: “Eres la señora de la casa. Se acabó servir a otros. Ahora sólo tienes que ocuparte de Manuel, y de ti misma, claro”. Poco a poco había empezado a creérselo, al menos de puertas adentro. Cuando salía del piso, sin embargo, le resultaba un poco más difícil convencerse. La vecina de su mismo rellano, una mujer unos años más mayor que ella, evitaba mirarla a la cara, aunque para ello tuviera que adoptar posturas incoherentes. Las vecinas de más edad, en cambio, la miraban fijamente y entonces era ella la que bajaba la cabeza y se concentraba en contemplarse los pies. No podía soportar sus ojos escrutadores, a medio camino entre la reprimenda y el rechazo. Olivia suponía que era por su origen humilde y también por la gran diferencia de edad que había entre ella y su marido. Respecto a lo primero pensaba que no tenía la culpa de que Manuel la hubiera elegido a ella. Él supo desde el primer momento a qué se dedicaba, pero no le había importado. Cierto era que al principio se había resistido un poco a sus galanterías porque pensaba que quería aprovecharse de ella. Pero un hermoso anillo unido a una propuesta de matrimonio le quitaron en seguida esa idea de la cabeza. En cuanto a lo segundo, le daba absolutamente igual. De hecho, prefería que fuera mayor, porque se sentía más segura, más protegida.

La conversación empezó de la forma más inocente. Olivia le preguntó cómo le había ido el día, igual que hacía todas las noches cuando su marido llegaba a casa tras terminar la jornada laboral.

–¿Qué tal todo por el despacho?

–Bien, bien. Sólo que he pasado un poco de calor. Mi secretaria es una friolera y no quiere ni oír hablar de que abra la ventana. Dice que la primavera es una estación muy traicionera y que no le apetece coger un catarro. No sé por qué tenéis que ser tan débiles las mujeres…

–Habla por ella. Ya me gustaría a mí ser un poco más friolera. ¡Así no pasaría tanto calor en nuestro dormitorio!— comentó Olivia mientras le alcanzaba las zapatillas y el batín de boatiné.

–¿En nuestro dormitorio? ¿Calor? ¿A qué te refieres?

–¿No has notado que en nuestra habitación a veces hace mucho calor?

–Hombre, en agosto sí, pero porque hace calor en todas partes.

El tono frío e indiferente con el que pronunció estas palabras la hicieron enmudecer. Cierto era que nunca hasta ese instante había sacado el tema. Pero si no lo había hecho era precisamente porque lo daba por sentado, porque lo consideraba demasiado obvio incluso como para comentarlo. Además, no quería parecer desagradecida con el hombre que tan bien se había portado con ella. Ahora descubría, sin embargo, que era solo cosa suya, que el calor la acechaba solo a ella, la buscaba solo a ella. Eso la confundió. Tanto que, después de darle unas cuantas vueltas, decidió que no podía ser cierto, que también Manuel tenía que sentirlo en algún momento. ¿Pero entonces, por qué la engañaba? ¿Por qué no quería reconocerlo? ¿Qué ganaba con eso? Cansada de no hallar respuestas convincentes, se dijo que lo vigilaría mientras dormía, que trataría de pillarle en algún gesto que demostrara que no había sido sincero con ella.

Lo espió durante tres largas semanas. Si se despertaba a media noche con la piel caliente y mojada, se hacía la dormida y le miraba de reojo. Invariablemente le encontraba durmiendo plácidamente, como un niño, con una media sonrisa dibujada en la cara. En un par de ocasiones se aventuró incluso a tocarle el torso, con mucho tiento para no despertarle, pero su piel estaba completamente seca, ni muy caliente ni muy fría. Un domingo por la mañana, al notar que los sofocos se apoderaban de ella mientras hacía la cama, le llamó con una excusa inventada, para ver si al entrar de golpe se le escapaba alguna mueca inconsciente que denotara que también él lo había notado. Pero lo único que consiguió fue que se enfadara por haberle hecho ir hasta allí para nada. Olivia estaba cada vez más desconcertada.

Un día, al volver de la compra, le comentó a la portera que a veces tenía ataques de calor. Pensó que una mujer más experimentada como ella la calmaría, la haría entrar en razón. Pero lo que hizo fue alarmarla. Le contó que una prima suya del pueblo, Paquita, había empezado con unos sofocos inocentes y había acabado muriendo de un tumor en el intestino delgado, que una moza como ella no debería sentir ese tipo de cosas. Olivia se asustó tanto que esa misma noche le pidió a su marido que la llevara al médico. Le dio vergüenza hablarle de lo que realmente le pasaba a su marido, así que cuando le preguntó por los síntomas le dijo que se sentía mareada y débil, como sin ganas de nada. Pensó que le había convencido, que con eso bastaría para que pidiera hora al médico de familia. Sin embargo, Manuel adoptó una expresión un tanto enigmática, parecida a la que pone un padre cuando tiene que regañar a una hija sin estar convencido de ello, y le espetó:

–Iremos al médico, sí. Pero dentro de unas cuantas semanas, cuando empiece a notarse. Ya era hora, empezaba a pensar que estabas seca o que no querías hacerme padre…

Olivia tardó unos segundos en reaccionar. Sabía muy bien a qué se refería su marido, y sabía también que sus encuentros amorosos de los sábados por la noche podían acabar en un embarazo.  No era tonta. En la casa que servía antes había tenido que ayudar en los dos partos de la señora. De hecho, era algo que deseaba desde el día mismo en que se habían casado. Pero lo cierto era que no creía estar en estado de buena esperanza. Hacía demasiado tiempo que notaba los calores repentinos, si fuera eso habría tenido que notar algo más, si fuera eso lo sabría. Sin embargo, no quiso contrariar a su marido y decidió que esperaría algunas semanas más. Total, aparte de eso, ella se encontraba perfectamente bien.

Desde el día que le había hablado de sus sofocos, la portera también la miraba de un modo extraño. Seguía saludándola cuando se cruzaban, aunque con un hilo de voz apenas audible, como si se arrepintiera de ello, pero a la vez le diera pena no hacerlo. Y entonces, sin venir a cuento, un buen día le habló de la otra. Lo hizo como quien no quiere la cosa, como de pasada. Pero a ella le pareció que había estado dándole muchas vueltas, que le había costado decidirse. Lo pensó al darse cuenta de que le temblaba un poco la voz y al ver que evitaba su mirada haciendo que leía los datos de una carta sin haberse puesto las gafas:

“¿Le gustaría que me ocupara de hacer el rellano? Es que a la anterior esposa de don Manuel no le gustaba que lo hiciera.”

Manuel no le había mencionado nunca que ya hubiera estado casado, ni había nada en la casa que pudiera darlo a entender. Ni una sola fotografía en el mueble de la entrada, donde ella había colocado la del día de su feliz enlace. Ni una sola prendaolvidadaen el armario donde ella guardaba sus escasas pertenencias. Ni un perfume a medio usar en la repisa del baño donde ella dejaba su cepillo y la colonia fresca que Manuel le había regalado al mes de conocerse. El descubrimiento la alteró un poco. Una vez más se sentía engañada. Se le instaló un nudo de lo más desagradable en la boca del estómago, como el día que se subió al auto de línea recién cumplidos los 13 para dirigirse a la capital, dejando atrás todo aquello que conocía. Pero una vez encasa, en cuanto volvió a ver el hermoso mosaico de los suelos, los caros cortinajes del salón, los esbeltos candelabros de platasobre la repisa de la chimenea, la espléndida porcelana de la alacena y la reluciente cubertería, se dijo que eso pertenecía al pasado de Manuel, a un tiempo en que todavía no se conocían, y que por tanto no tenía nada que ver con ellos. Se sentía demasiado afortunada como para dejarse intimidar por fantasmas del pasado. Se dijo que si alguien volvía a sacarle el tema pondría la oreja recta y atajaría el tema por lo sano. Y se prometió no preguntarle jamás a su esposo, jamás de los jamases, nada que tuviera que ver con su primera esposa.

No le resultó nada fácil cumplir lo que ella misma se había impuesto. Esa noche, mientras cenaban los dos solos, uno a cada lado de la mesa de nogal, no pudo evitar echarle varias miradas furtivas, intentando adivinar las razones que le habrían llevado a ocultárselo. Eso también. Tal vez sus motivos no tuvieran nada de siniestros. Tal vez lo único que pretendía callándoselo era que ella no se sintiera incómoda. Sí, seguro que era eso. Además, tampoco hacía tanto que se conocían y Manuel era un hombre reservado. Era uno de los rasgos que más le gustaban de él, porque también ella era tímida y algo vergonzosa. Probablemente se lo acabaría contando más adelante, cuando tuvieran algo más de confianza. Pero lo cierto es que los días pasaban y ella no lograba quitárselo de la cabeza. En una ocasión se sorprendió incluso olfateando el aire en un intento vano de hallar algún resto de olor que pudiera servirle de pista.

Su promesa, no obstante, no incluía a terceras personas. Por eso días más tarde, cuando la portera golpeó insistente su puerta, en vez de limitarse a coger los choricitos que le había traído del pueblo, la invitó a pasar y le preparó una infusión. Durante un rato hablaron de cosas banales. Luego, aprovechando una breve pausa, respiró hondo y lanzó la pregunta:

“¿Qué le pasó a su primera esposa?”

La portera la miró sin verla. De repente pareció hallarse muy lejos de ahí. Un silencio espeso se instaló entre ellas, sobre la mesa, y resbaló hasta el suelo difuminando el contorno de las baldosas. Olivia no osaba decir nada. Tenía la sensación de haber cometido una terrible imprudencia. Quién era ella para inmiscuirse en historias ajenas, quién era ella para hacer preguntas indiscretas. ¿Acaso no le había enseñado su madre a no meterse en la vida de los demás? ¿Tan pronto se le había olvidado la discreción propia de una criada? El sonido de la silla al golpear el suelo la devolvió a la realidad. La portera se había puesto de pie con tanto ímpetu que la había derribado.

“Tengo que irme. No puedo dejar la portería sola tanto rato. Simplemente no puedo. Lo siento”.

Como era de esperar, la extraña reacción de la portera no hizo sino acrecentar la curiosidad de Olivia. Esa noche, tumbada en la cama, oyendo la respiración pausada de Manuel, empapada una vez más en sudor a causa del asfixiante calor que le quemaba la piel, trató de imaginar lo que habría pasado. Pero por muchas vueltas que le diera no sabía a qué atenerse. Por fin pensó que lo único que estaba claro era que se había equivocado lanzando una pregunta tan directa. Si quería averiguar algo debería tener más mano izquierda.

La oportunidad se presentó unas semanas más tarde, cuando la aldaba sonó con fuerza a media mañana obligándola a dejar sus quehaceres y a dirigehasta la puerta. Al abrir el pesado portón se encontró de bruces con la limpia mirada del chico del colmado. Era el hijo de los dueños y tenía más o menos su misma edad. Además de ayudar en la tienda, se encargaba de llevar los pedidos. Olivia solía traerse las viandas en su propia cesta. Pero ese día había hecho una compra más grande.

“Hola, pasa. Déjalo en la cocina, por favor.”

Al ver que el chico se dirigía sin dudar hacía allí, se dio cuenta de que no era la primera vez que entraba en aquella casa.

–¿Hace mucho que trabajas en el colmado?

–Pues sí, hace ya unos cuantos años-respondió él mientras avanzaba por el pasillo.

–Entonces conocerías a la anterior señora, ¿no?

El muchacho se detuvo en seco y se giró hacia ella sorprendido.

–Sí, claro. Decía que no podía cargar peso, que tenía la espalda delicada. Así que me tocaba siempre traerle la compra. ¿Por?

–No, por hablar de algo.

Después de la experiencia con la portera, había decidido ser más discreta, no precipitarse. El muchacho sacó las viandas del carro, las colocó sobre el mármol blanco y deshizo el camino hasta la puerta.

–Ahí se lo dejo todo. Buenos días.

La chica se mordió el labio inferior. Se moría por seguir preguntando, pero logró controlarse. Justo mientras la puerta se cerraba tras la silueta del chico, su voz volvió a colarse en el vestíbulo.

–Por cierto, se llamaba como usted. Olivia. Qué coincidencia, ¿no?

Desde que el médico les había asegurado que no estaba en cinta y que los sofocos que experimentaba parecían tener un origen psicosomático, una palabra que Olivia no había oído jamás y que por tanto no acababa de comprender, Manuel había empezado a comportarse de un modo extraño e inquietante. Por la mañana, cuando le servía el café, ya no le dedicaba una sonrisa de aprobación, y se parapetaba tras el periódico para luego precipitarse hacia la puerta. Por las noches, al regresar del despacho, lo primero que hacía era poner la radio, con el volumen bien alto, atajando de raíz sus esfuerzos por entablar una conversación. Y luego, con el último bocado todavía en la boca, se retiraba a su estudio y cerraba la puerta. Así llevaba toda la semana.

Olivia se sentía muy desgraciada. No comprendía qué había pasado, qué era lo que había hecho mal. Entendía que su marido quisiera ser padre, incluso que tuviera cierta prisa porque ya iba teniendo una edad. Pero ella era joven, antes o después su cuerpo se llenaría de vida, estaba segura de que sería así. Y por otro lado estaba lo de la otra. Desde que sabía que compartía el nombre con ella tenía la sensación de que no estaba sola. Era algo apenas perceptible, que iba y venía, y que podía manifestarse de distintas formas. A veces le parecía percibir el eco de una voz lejana que se escapaba por el papel pintado de las paredes, otras un leve suspiro junto a la nuca que le estremecía el cuerpo entero o la sensación de unos ojos que se le clavaban como alfileres y la obligaba a girarse de golpe.

Lo peor llegó el sábado. Manuel no apareció a la hora de comer, como era habitual. Lo estuvo esperando mucho rato, con la olla en el fuego. Primero pensó que habría surgido algún contratiempo en el despacho, luego que le habría pasado alguna desgracia. Estuvo a punto de llamar a la vecina, para que le dejara usar el teléfono, ya que ellos no tenían. Pero al regresar por enésima vez de mirar por la única ventana que daba a la calle, vio su imagen reflejada en el espejo del aparador y supo que no le ocurría nada, que simplemente no pensaba comer con ella. Fue a la cocina arrastrando los pies, apagó el fuego y tiró el guiso a la basura. Le odió por dejarla allí sola, sin ninguna explicación, haciéndose preguntas que no sabía responder, dejando que la angustia la consumiera. Con el pasar de las horas, la zozobra dio paso al enfado, que fue creciendo hasta convertirse en ira. No era justo.

Serían cerca de las siete de la tarde cuando abandonó decidida el sofá donde se había refugiado las últimas horas y se dirigió al despacho de Manuel. Se sentó en su silla de piel gastada y madera noble. Estaba fría y no le resultaba nada cómoda. Se entretuvo mirando los papeles que había sobre la mesa y curioseó en los tres cajones de la derecha. Nunca antes había osado hacerlo. Entraba solo para limpiar y ordenar un poco. Nada más. Sus ojos se posaron en el cajón estrecho que había justo debajo del tablero de la mesa. Trato de abrirlo, pero estaba cerrado con llave. Se puso a buscarla frenéticamente, como si de repente le fuera la vida en ello. En algún momento incluso le pareció que no era ella la que guiaba sus pasos, sino una fuerza interior que nacía de algún punto indeterminado de su ser. De repente, mientras miraba de nuevo por las estanterías, se fijó en una biografía sobre una tal Olivia de Havilland. Otra Olivia. Antes siguiera de completar ese pensamiento, sus manos ya habían decidido por ella y se habían apropiado del libro. Lo abrieron convulsas. En la parte de atrás de la portada había una pequeña llave pegada con un trozo de cinta adhesiva. Como ella ya sabía, encajaba perfectamente en la cerradura del cajón.  Sacó la carpeta de piel que había dentro. Aspiró su fuerte olor. La abrió. Dentro había un recorte de periódico.  El titular la golpeó con toda su crudeza:

“Una mujer muere abrasada mientras dormía a causa de un extraño y desafortunado accidente”.

Lo leyó intentando no perder la calma. No lo consiguió. Ni siquiera se molestó en ocultar las pruebas. Se abalanzó corriendo hacia la puerta con el pánico desfigurándole la cara. Cuando se topó con él de bruces,un grito desgarrador afloró en su boca. Cuando la empujó hacia dentro y corrió el cerrojo de la puerta ya solo pudo oír la voz de la otra inundándole la cabeza: te dejé el calor, intenté avisarte con el calor, de veras lo intenté.

¡Gracias Gabriel! Por Carlos Mollá

¡Qué raro me pareció ver un libro de García Márquez tan delgadito! No me imaginaba que un escritor tan denso como este colombiano pudiera dar por finalizado un libro en tan pocas páginas. Aun así inicié su lectura con ganas pues “El amor en los tiempos del cólera”, que había terminado hacía poco tiempo, me había gustado muchísimo.

Deseaba volver a leer las construcciones literarias tan elegantes del castellano de finales del diecinueve y principios del veinte. El título “Memoria de mis putas tristes” no dejaba adivinar ni el estilo ni el objetivo de la pequeña obra de este genio. Sospechaba que ese libro tan corto me iba a saber a poco. Nada más comenzarlo me sentí muy satisfecho por encontrarme otra vez con esas palabras antiguas y específicas de los mobiliarios, ropajes y costumbres de esa época. La fresca y dinámica narrativa de la historia así como la perfecta descriptiva de las escenas, me enganchó enseguida.

El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible.

Me dio por pensar si la belleza de esta literatura se encontraba en las palabras que usaba, en la combinación que con ellas hacía o en el contenido de su mensaje. ¿En las traducciones a otros idiomas serán los textos tan bellos? ¿Sonarán las frases tan musicales? ¿Los matices tan exquisitos conseguirán también emocionar como lo hacen conmigo?

En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté los primeros huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos hasta que descubría que los llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la semana anterior.

Así es, por primera vez en mi vida un párrafo arrancó de mí una emoción extraordinaria. Nada que ver con aquella referida a alegrías, tristezas, odios y todos aquellos sentimientos clásicos. No estaba provocado por la ternura del personaje ni por la angustia que generaba la mala vida que llevó el nonagenario. Ni por su mezquindad. Tampoco por la sabiduría que desprendía la Madame en sus contestaciones y diálogos. Ayudaba, eso sí, la verosimilitud del mundo premoderno que se describía. Pero no completaba la razón total de mis ganas de llorar con el estómago apretado y la presión en el pecho, clásicos síntomas del amor y de la exaltación de la obra de arte.

Una de las secretarias terció. A lo mejor es un secreto delicioso, dijo, y me miró con malicia: ¿O no? Una ráfaga ardiente me abrasó la cara. Maldita sea, pensé, qué desleal es el rubor. Otra, radiante, me señaló con el dedo. ¡Qué maravilla! Todavía le queda la elegancia de ruborizarse. Su impertinencia me provocó otro rubor encima del rubor. Debió ser una noche de ataque, dijo la primera secretaria: ¡Qué envidia! Y me dio un beso que me quedó pintado en la cara.

 Pero no me quiero engañar. Quizás yo no sea capaz de ser tan sensible a lo sublime y simplemente me esté dejando llevar por la empatía con un hombre sin futuro que por causa de un amor encontrado de casualidad y perennemente contrariado, se le aparece un nuevo y sorprendente deseo de vivir otros noventa años más. El cambio producido en una persona que se empeñó en no ser amado nunca y eligió una tonalidad gris en su alma para, aunque parezca tarde, iluminarse como un amanecer, enternece a cualquiera. ¿Sería esa mi emoción?

Quiero creer que no haya sido así. El éxtasis lo recuerdo en un texto anodino, un párrafo que describía un lugar. Prefiero pensar que por fin me he rendido ante la belleza “per se”. ¿Por qué no? Claro. En sí misma, la belleza merece un lugar de honor en el conjunto de mis emociones. Por supuesto que alguna vez sentí alegría al ver una hermosa fotografía o preciosa música, pero la excelencia te lleva un punto más en la alteración de la conciencia. Punto en el que te sientes especialmente aturdido. Deben segregarse hormonas fuertemente adictivas porque una vez vivido deseas que se repita cuantas más veces mejor.

Cuando dieron las siete en la catedral, había una estrella sola y límpida en el cielo color de rosas, un buque lanzó un adiós desconsolado, y sentí en la garganta el nudo gordiano de todos los amores que pudieron haber sido y no fueron.

También es posible que ninguna novela que no fuera de amor, pudiera generar estos estertores en las entrañas. Imagino que un libro sobre la vida y obra de un libertador sudamericano, por muy emocionante que sea y muy bien escrito que haya sido, no emocionará tanto como el que habla de amor, soledad y muerte, tres sostenes críticos en la vida de todos nosotros.

—Yo soy la que no buscas.

Sólo entonces recordé que era allí donde vivían en libertad los internos mansos del manicomio municipal.

También es cierto, que estos temas han sido muy manidos por innumerables escritores y en todas las culturas y la mayoría no consiguen el nivel espiritual de la obra de arte. Como mucho algunos mocos de lloriqueos contenidos por la pena que nos da el relato del conflicto. Pero poco más.

 Pero eso sí, sin romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.

Extraordinariamente pavoroso resulta, cuando a la tragedia de nuestra propia muerte se añade el pánico a no rozar el amor en ningún momento de esta corta y difícil existencia.