Fue porque la ventana era muy grande. No tenía marcos ni otros elementos disuasorios, tan solo un cristal enorme. Me refiero a la suya. Porque yo estaba en un hotel y los hoteles, al menos los de cierta categoría, siempre tienen un ventanal que va de pared a pared, cubriendo toda la fachada. Además, no tenía cortinas. O las tenía descorridas. Sí, fue porque la ventana era muy grande. Y también porque la calle no era excesivamente ancha.
En realidad no es cierto. La culpa la tuvo el aburrimiento. Me aburría. Soberanamente. Fuera en la calle llovía a mares. Parecía que todas las nubes se hubieran puesto de acuerdo en descargar su ira irracional de golpe, como si les fuera la vida en ello. No me apetecía nada empaparme. Puse la televisión, pero sólo tenían sintonizados algunos pocos canales. Ninguno que ofreciera algo interesante. La apagué. No me había llevado el ordenador, por aquello de desconectar de verdad. ¡Qué estupidez! Si lo hubiera metido en la maleta habría podido hacer un solitario o echar una partida de Mah Jong. Pero no lo tenía.
Al final decidí descorrer las cortinas y mirar un rato por la ventana. No conseguí recordar cuándo había sido la última vez que me había entretenido mirando por una ventana. El agua caía con insistencia, como si tuviera prisa por estrellarse contra el suelo. Mis ojos deambularon por la calle. Parecía tranquila. Apenas pasaban transeúntes ni coches. Aunque a lo mejor era por culpa de la tormenta. Una pareja surgió de la nada, atravesó los dos carriles corriendo y se refugió en un portal. Un motorista tapado con miles de capas impermeables se metió en un garaje que había en la esquina. En algún momento mi mirada se detuvo en la fachada que tenía enfrente. Justo delante de mi habitación, un poco más abajo quizás, había un enorme ventanal.
Se había hecho de noche y la luz de la estancia que había al otro lado del cristal estaba encendida. Era como mirar una gran pantalla, solo que en tres dimensiones. No se veía a nadie, así que me entretuve contemplando la decoración. Había una mesa rectangular de color negro con cuatro sillas color rojo intenso, dos en cada lado. Justo detrás de la mesa, colgados en la pared del fondo, había dos cuadros con trazos modernos, idénticos. Me pregunté qué sentido tenía comprar dos cuadros iguales. Aunque debo confesar que quedaban bien. Conferían simetría al espacio. Un sofá negro con cojines rojos presidía la otra mitad de la habitación. Enfrente debía haber un televisor, pero yo no alcanzaba a verlo. Quedaba fuera de plano. Ahí andaba yo, fantaseando con cómo me sentiría viviendo en ese decorado, tan distinto a todos los sitios en los que había vivido, cuando apareció ella.
Fue de repente, como si alguien hubiera cambiado de secuencia. Su aspecto era muy normal. Estatura media, melena castaña y lisa con un simpático flequillo, piel más bien clara. La distancia no me permitía apreciar mejor sus rasgos y sin embargo algo en ella despertó en mí desde el primer instante la necesidad de observarla y protegerla. Creo que fue por su forma de moverse por ese espacio finito que yo acababa de descubrir. Parecía un animal atrapado entre esas cuatro paredes, que se ahogaba, que necesitaba huir, pero no conseguía reunir el aplomo suficiente como para hacerlo.
La escena me tenía embelesada. Olvidé donde estaba, el tedio que me embargaba unos minutos antes se desintegró, y también buena parte de mi amargura. La chica movió una de las sillas y se sentó en la cabecera de la mesa. Estaba perpendicular a mí, ofreciéndome su perfil. Se recogió el pelo en un moño improvisado y acto seguido volvió a dejarlo suelto. Se mordisqueó las uñas de la mano derecha. Luego las de la izquierda. Y otra vez las de la derecha. Se levantó. Recorrió cuatro veces la habitación de punta a punta. Se sentó de nuevo. Colocó la silla de vuelta a su posición inicial. Estaba claro que estaba nerviosa, casi me atrevería a decir que algo histérica. Parecía estar esperando algo. O a alguien.
De repente se detuvo en seco en medio del salón y agudizó el oído. No podía saberlo con seguridad. Me lo sugirieron su postura rígida y su forma de estirar el cuello. Tras unos segundos, bastantes en realidad, se puso en movimiento con paso vacilante y desapareció por una puerta que quedaba al fondo a la izquierda. Regresó en seguida. Acompañada. Era un chico mucho más alto y corpulento que ella. Ella entró primero. Me pareció que había encogido. O quizás fuera solo una impresión. Llevaba los hombros echados para delante y la cabeza gacha. Parecía una servil criada. Él en cambio tenía el mentón levantado y los hombros relajados. Le dijo algo y ella desapareció a la carrera. Volvió con un objeto en las manos que dejó sobre la mesa. Ah, un cenicero. Lo supe porque él sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa, cogió un cigarrillo y lo encendió. Se sentó en una silla con las piernas extendidas y un codo apoyado en la mesa. Se le veía cómodo, seguro, dueño de la situación. A ella no.
Empecé a ponerme nerviosa. No me gustaba lo que intuía que estaba viendo. Se trataba de dos adultos, pero no me parecía una relación de igual a igual. El chico se entretuvo haciendo volutas con el humo durante un rato. Luego lo apagó en el cenicero. Instintivamente me fijé en el portal que correspondía a ese edificio y conté los pisos. Era un tercero. Y el portal tenía que ser el de la puerta verde con el pomo dorado. Volví a la escena. Él le decía algo gesticulando mucho con las manos. Se acercó a ella. La chica retrocedió, pero en seguida se topó con la pared. Él alzó la mano. No pude soportarlo más.
Salí corriendo de la habitación y me precipité hacia la calle. Con las prisas no había cogido ni el chubasquero ni el paraguas. Oí que el chico de la recepción me decía algo, pero no le hice caso. Una fuerza arrolladora me impedía reaccionar a cualquier cosa que no fuera llegar a ese salón, impedir lo que sospechaba estaba ocurriendo. No se me ocurrió llamar a la policía, ni llevar refuerzos. Nada. Por suerte, justo cuando alcancé el portal, salía un vecino. Tampoco a él le pedí ayuda. Me limité a entrar como una exhalación. Estaba chorreando. El pelo y la ropa empapada. Cogí el ascensor y pulsé el botón con el tres impreso. Al salir me encontré con dos puertas. La A y la B. Traté de situarme mentalmente. Escogí la B. Llamé. En seguida se oyeron pasos acercándose. El corazón me iba a mil por hora. Tenía la boca seca. La puerta se abrió. El chico era realmente alto. Y mucho más atractivo de lo que parecía desde la distancia. Tenía unos ojos rasgados color miel terriblemente cautivadores. A conjunto con el hoyuelo de la mejilla.
Me quedé muda. No había preparado ningún plan, ninguna estrategia que me sirviera de ayuda. Improvisé. Le dije que estaba en casa de una vecina, que nos había parecido que ocurría algo y que había bajado por si necesitaban ayuda. Me miró con curiosidad y acto seguido me dedicó una sonrisa embriagadora. Me dijo que sentía habernos molestado, que no pasaba nada. Que su novia y él estaban ensayando una escena para un corto que iba a grabar un amigo. Que bajarían la voz. Me dejó sin argumentos. Me quedé plantada frente a la puerta de madera todavía un rato, sin saber si me contemplaba por la mirilla.
Hasta que me sentí terriblemente ridícula. Entonces bajé las escaleras, deshice el camino y regresé al hotel.
–Siento que se haya mojado, señora. Le ofrecí un paraguas, pero creo que no me ha oído.
Le dediqué un leve gesto de cabeza y me arrastré hasta mi habitación. Me sentía agotada, como si un huracán hubiera arrasado mi cuerpo. Intenté no mirar hacia la ventana. Me quité la ropa mojada e intenté colarme en la cama sin echar ningún vistazo. Me ardían las mejillas. Una mezcla de vergüenza e impotencia me agarrotaba el alma. Mis ojos, sin embargo, se rebelaron y buscaron consuelo al otro lado de la calle. Pero no lo hallaron. Alguien había corrido unas pesadas cortinas oscuras.