Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (24)

Por Horacio Otheguy Riveira

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

Título

Bolivia: Cochabamba, nuevas páginas para un viejo libro

Objeto

Trigo (el granero de Bolivia)

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Pues no siempre el trigo nos da pan; pues no siempre hay que buscar un CAMINO QUE NOS GUÍE”

Escrito

Permanecíamos allí arriba tumbados en aquellas calientes piedras que bajo la atenta mirada del Cristo de la Concordia de Cochabamba nos daban un reposo merecido tras esa larga noche en que habíamos abierto múltiples páginas de cada una de nuestras vidas.

Unas páginas que habían corrido con la misma velocidad con la que ahora la brisa azotaba cada uno de nuestros rostros humedecidos por las suaves gotas que caían de ese cielo que tan sólo se cuidaba de iluminar aquella tranquila Avenida de las Heroínas de un sábado tarde.

Durante el día habíamos visitado aquel gran centro de comercio al aire libre que cubría cada una de aquellas calles que aún olían a esas mesas quemadas producto de esa última ofrenda del primer viernes de cada mes a la Pachamama. Esas mesas que humeaban frente a casas cargadas de manzanas en búsqueda de amor, de uvas en búsqueda de suerte, de velas verdes, rojas y amarillas en búsqueda de dinero, pasión y prosperidad.

A la vuelta sabíamos que al menos nos quedaría algún silpancho esperando en alguna de esas esquinas acompañado de nuevos Judas y Tiquiñas allí, en esos bares de la calle España en donde mesas con velas para dos escribirían nuevas páginas a nuestras vidas, tras la banda sonora de viejos temas de los setenta que nos hacían recordar una vez más todo lo que habíamos recorrido.

Nos era fácil recordar ese pasado, pero cada una de las nuevas páginas que intentábamos escribir se volvían difusas, pues demasiados frentes se abrían frente a nosotros y tal vez la nueva vida que habíamos escogido vivir era todavía demasiado desconocida en nuestro pensar, como saber si era la que buscábamos.

Pero yo era feliz, pues la sensación de cambio se apoderaba de nuevo de mí y la sensación de claridad, fuese o no ficticia, junto a ese otoño con olor a primavera me invitaba a conseguir todo aquello que esas ofrendas esperaban ofrecer a cada una de aquellas almas.

Así que ahora ya no subiría al monte en búsqueda de cristos a la espera de nuevas deudas que cubrir, sino que frente a ellos me daría la vuelta para ver más allá de lo que la vida me intentaba ofrecer; pues muchas veces todo está mucho más cerca de lo que creemos, pues tal vez todo es mucho más fácil de lo que creemos, pues tal vez no es necesario tanto tal vez…

 

 

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (23)

Por Abel Farré

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

Título

Bolivia: Samaipata, más que compartir

Objeto

Colibrí

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Que no se apaguen tus SUEÑOS aunque se acerquen a la LOCURA; pues como un colibrí debemos seguir saboreando cada momento lo que AMAMOS”

Escrito

Tras dejar la Isla del Sol y Copacabana me fui acercando de nuevo a La Paz, mientras dejaba a mi izquierda ese lago Titicaca que restaba allí inmóvil tras el abordaje fotográfico de todos aquellos que no separaban los ojos de las ventanas de aquella movilidad.

Allí en la Paz me subí de inmediato dirección a Santa Cruz, el próximo destino tomaba el nombre de Samaipata. Un trayecto de más de 16 horas en donde dormí al son de aquella cholita que parecía recitar todo el evangelio con el fin de buscar un fin de viaje que contar; al momento que me presentaba en forma de relato toda su vida. Sí, ese relato que llegó a su fin en el momento en que esos fardos llenos de ropa se depositaron allí donde una calle tomaba forma de mercado ambulante.

Ya me encontraba en Santa Cruz y la vorágine de gente, edificios y muchos más me ahuyentaron a no perder más tiempo y cargar la mochila a ese paisaje que se abría allí en esas afueras, en donde el rojo de aquellos cerros y la verde vegetación me presentaban de nuevo a aquella Bolivia que no me dejaba de sorprender.

Podrían haber sido en Samaipata unos días de recuerdos históricos por allí en la Higuera en donde el Che dejó de estar de pie o bien me podría haber sacado unas bucólicas fotos allí en esa lavandería de Vallegrande que dio la vuelta al mundo. Tal vez también podría haber visitado aquel fuerte de las afueras de Samaipata mientras secaba mi cuerpo tras baños entre cascadas y grutas… pero la verdad es que fueron días de contacto humano con cada uno de aquellos que me acompañaban en aquella pequeña familia que se formó en aquel hostal que tomó el nombre de cada uno de nosotros.

Eran mañanas que se alargaban hasta el mediodía entre tazas de té y café que se diluían con conversaciones con cada uno de aquellos paisanos que nos visitaban con ganas de compartir sus vidas pasadas en tierras latinoamericanas, junto con aquellos nuevos mochileros que según parece éramos nosotros y que también intentábamos aportar un retrato menos subjetivo de la tierra que nos vio nacer.

Tras la llegada del mediodía, parecía obligada una visita al mercado central en donde una sopa de albóndigas, un revuelto de hígado, un pollo con patatas,… no ayudarían a hacer base para aquella Paceña fría que tomábamos allí bajo la sombra de aquellas palmeras de la plaza del pueblo.

El anochecer se volvía musical; charangos, guitarras, melódicas y ukeleles seguían el ritmo de aquellos djembes, vasos, mesas y varios utensilios de cocina que tomaban una nueva forma de ver la vida tras el ritmo de cada uno de aquellos corazones que veían una nueva noche despertar.

Al final cada uno de aquellos velatorios perdía el aceite que le daba vida y el resumen del día se limitaba al olvido de las cosas materiales, al momento que me ayudaba a comprender el significado del nombre de Samaipata… un lugar de encuentro…

 

Y con todo ello, recordaba unas palabras de Kerouac…

 

Haremos de mundo nuestro hogar

 

De los desconocidos nuestros hermanos

 

Bailaremos, actuaremos, jugaremos

 

Y abrazaremos, todo por una sonrisa

 

Que no apaguen tus sueños

 

Se viene el cambio

 

Los que están suficientemente locos como para pensar que pueden cambiar el mundo, son los que lo hacen

Ahora yo también estaba en el camino…

 

“Una razón brillante”: profesor y alumna se detestan y se admiran en una espléndida historia

Por Horacio Otheguy Riveira

En Una razón brillante (Le Brio, la pujanza) un excelente profesor en una impresionante universidad parisiense exhibe con entusiasmo sus rasgos más asociales: racista, arrogante, sarcástico, verbalmente agresivo. A punto de ser despedido por las múltiples quejas de sus alumnos, una estudiante de rasgos semitas marcará la diferencia en la existencia del desagradable docente, y en la suya propia nada será igual.

De una lucha de contrarios surge el desarrollo de una evolución moral e intelectual, de integración social profunda donde parecía que no podía crecer ni un poco de ilusión. En el empaque de una institución con fama de sectaria, brota una relación de opuestos que se necesitan y ayudan. De fondo, el mito de la Grecia antigua llamado Pigmalion que tan bien reconstruyó en el teatro George Bernard Shaw en 1913, y que se convirtió en una comedia musical con éxito internacional, impulsado aún más con la versión cinematográfica de 1964, My Fair Lady, de George Cukor, con una fascinante Audrey Hepburn que enamoró a todos con una interpretación magnífica, vocalmente falsa, cantando en playback. Ganó adeptos que se creyeron que era su voz y se embolsó muchísimo dinero convertida para siempre en una superstar de origen aristocrático. Así, la protagonista de la obra original pasó a la historia como emblema de una transformación pública y notoria de una criatura desamparada, del suburbio, salvaje vendedora de flores “reconstruida” por un profesor burgués que se esfuerza en educarla en tiempo récord para ganar una apuesta a su mejor amigo.

Ahora, en este Le Brio hay mucho en común con sus antecedentes. Sombras, mentiras y verdades que abundan en los entresijos de esta película pero que transitan por una nueva perspectiva, renovadas ambiciones. Las buenas intenciones del gran escritor Bernard Shaw (1856-1950) —un creador progresista cuyas obras cuentan con personajes femeninos de rompe y rasga— estaban teñidas de la dependencia social femenina de su época. Él mismo cuestiona su final en que la muchacha, al fin educada, para siempre salida del suburbio destructivo, es toda una mujer burguesa… en manos de su profesor, entregada a esa relación para siempre. La misma línea, incluso potenciada llega con el musical.

En cambio en esta película una chica argelina de nacionalidad francesa ha de enfrentarse a la presión discriminatoria de sus compañeros y del máximo profesor. Y en ese viaje de liberación se empeña, se contradice, abandona, regresa rabiosa, vuelve a darse por finiquitada, derrotada y sumisa ante la decepción, y renace con fuerza. En el camino: una historia donde la palabra es esencial. Es una estudiante de Derecho metida a fondo en un concurso de oratoria: el dominio de la palabra atraviesa túneles muy oscuros donde monstruos filosóficos le pegan buenos sustos con Schopenauer a la cabeza, pero el ogro del tutor sabelotodo es tan exigente y antipático que, entre lágrimas y furias, consigue su objetivo de ayudarla a crecer, y a la vez mejorar su propio estatus de facha acérrimo.

Tal vez tardará en ganar puntos, pero a la joven ya nada ni nadie le parará los pies, ganada una confianza que los espectadores agradecen porque hay un guión formidable. Se habla muchísimo a través de diálogos muy brillantes con un ritmo cinematográfico de gran calidad amparado en los trabajos fuera de serie de un grande como Daniel Auteuiel (incomparable carrera desde su debut junto a Yves Montand en El manantial de las colinas, 1986) a cargo de un papel muy desagradable, pero con matices que le tornan muy interesante en todo momento. Y la joven Camelia Jordana, poseedora de varios premios, seductora y capaz de convencer en cada una de las complejas situaciones por las que pasa.

 

 

Del mutuo desprecio se llega a la comprensión de que la unión hace la fuerza. No hay piedad para la estudiante rebelde, y no la habrá para “el divino” profesor, pero, a la postre, la alianza será indestructible, fructífera, inolvidable en una película dirigida por un excelente actor, Yván Attal (Bon Voyage, El secreto de Anthony Zimmer, La intérprete, Munich…) que ya tiene buena trayectoria también como realizador (Do Not Disturb, Están por todas partes, Mi mujer es una actriz…).

Soy incapaz de hacer una película sin un cierto tono cómico. Esta es simultáneamente política y social, al mismo tiempo que alegre e ingeniosa basada en un personaje, una mujer francesa de ascendencia argelina que es víctima de los prejuicios de la actualidad y de sí misma y de su ambiente. Me siento muy conectado a esta historia, tiene mucho que ver con mi historia, ya que nací en Israel y vivo en Francia. Está la idea subyacente de que tenemos que pensar por nosotros mismos, lo cual nos obliga a cuestionarnos nuestros principios a lo largo del camino. Estos son los principales conflictos: la maleta que cargamos desde nuestro nacimiento, cómo utilizamos las oportunidades que se nos presentan para crecer, aceptando que otros contribuyan a nuestra formación. (Yvan Attal).

Yvan Attal dirige a Camila Jordana.

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (22)

Por Abel Farré

 

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

Título

Bolivia: Ese paño de la Isla del Sol

Objeto

Muña

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Siempre encontraremos muña para disipar los MAREOS que nos ofrece la VIDA, siempre y cuando sigamos pensando que VIVIR SÓLO CUESTA VIDA”

Escrito

Y a veces sucede que la primavera aparece frente de la puerta, vestida con ropa ancha y cargada de sonrisas que se esconden tras rostros de ébano que se extienden hasta allí donde aquella tierra muestra cada uno de aquellos sueños hechos realidad y que ahora fijan un precio al nuevo destino; es ese paño que desaparece al son del último barco que abandona la isla, momento en que ese sol nos olvida entre cerros sagrados para dar luz a una luna llena de un día especial.

Una luna que se encarga de iluminar ese bidón metálico que se convierte en mesa para cinco, donde cucharas ansiosas de alimento se lanzan a esa olla comunitaria donde pequeños grumos se burlan de esos leves suplidos que aparecen entre pulmones faltos de oxigeno que intentan avivar esas llamas que iluminan nuestros rostros quemados.

Finalmente ese tronco nos deja de iluminar y se despedaza en pequeños trozos incandescentes que ablandan dulces papas y ocas bañadas por aquel vino de Tarija, que como premio al esfuerzo diario nos transporta a cada uno de nosotros a nuevos conocimientos y viejos recuerdos de canciones pasadas que mi cuerpo vio trasnochar tras la sombra de un Tierra Titanic o un Pure.

Pero las noches son cortas en esas tierras de energías especiales y de nuevo esas cremalleras se abren de buena mañana para ver pasar pequeños chanchos que hurgan entre restos de comida que se esconden entre fuego muerto, mientras que grandes y pequeños trepan por esos cerros cargados junto a burros que andan torpemente bajo resbaladiza piedra.

Nosotros aprovechamos para darnos ese baño diario entre las aguas del Titicaca, momento en que nuestras pieles se resquebrajan entre escalofriantes aullidos que intentan superar esas transparencias heladas.

Al otro lado de la playa ese circo abierto al mundo busca encontrar esos genuinos pesos bolivianos  de mañana entre malabares, guitarras, charangos y nuevos paños que se preparan para extender amuletos que ayuden a superar los pequeños tormentos de la vida.

Uno de ellos se encontrará huérfano de once verdes esmeraldas que me ayudarán a recordar buenas personas y buenos momentos nuevamente compartidos bajo la sencillez de aquel que vive por insignia.

Y a veces sucede que la primavera dura poco más de un segundo, así que pensando en cuándo rescataría este recuerdo y sin saber si podría unir mundos, me propuse escribir el libro más bonito del mundo…

 

 

La ventana Por Ana Riera

 

Fue porque la ventana era muy grande. No tenía marcos ni otros elementos disuasorios, tan solo un cristal enorme. Me refiero a la suya. Porque yo estaba en un hotel y los hoteles, al menos los de cierta categoría, siempre tienen un ventanal que va de pared a pared, cubriendo toda la fachada. Además, no tenía cortinas. O las tenía descorridas. Sí, fue porque la ventana era muy grande. Y también porque la calle no era excesivamente ancha.

En realidad no es cierto. La culpa la tuvo el aburrimiento. Me aburría. Soberanamente. Fuera en la calle llovía a mares. Parecía que todas las nubes se hubieran puesto de acuerdo en descargar su ira irracional de golpe, como si les fuera la vida en ello. No me apetecía nada empaparme. Puse la televisión, pero sólo tenían sintonizados algunos pocos canales. Ninguno que ofreciera algo interesante. La apagué. No me había llevado el ordenador, por aquello de desconectar de verdad. ¡Qué estupidez! Si lo hubiera metido en la maleta habría podido hacer un solitario o echar una partida de Mah Jong. Pero no lo tenía.

Al final decidí descorrer las cortinas y mirar un rato por la ventana. No conseguí recordar cuándo había sido la última vez que me había entretenido mirando por una ventana. El agua caía con insistencia, como si tuviera prisa por estrellarse contra el suelo. Mis ojos deambularon por la calle. Parecía tranquila. Apenas pasaban transeúntes ni coches. Aunque a lo mejor era por culpa de la tormenta. Una pareja surgió de la nada, atravesó los dos carriles corriendo y se refugió en un portal. Un motorista tapado con miles de capas impermeables se metió en un garaje que había en la esquina. En algún momento mi mirada se detuvo en la fachada que tenía enfrente. Justo delante de mi habitación, un poco más abajo quizás, había un enorme ventanal.

Se había hecho de noche y la luz de la estancia que había al otro lado del cristal estaba encendida. Era como mirar una gran pantalla, solo que en tres dimensiones. No se veía a nadie, así que me entretuve contemplando la decoración. Había una mesa rectangular de color negro con cuatro sillas color rojo intenso, dos en cada lado. Justo detrás de la mesa, colgados en la pared del fondo, había dos cuadros con trazos modernos, idénticos. Me pregunté qué sentido tenía comprar dos cuadros iguales. Aunque debo confesar que quedaban bien. Conferían simetría al espacio. Un sofá negro con cojines rojos presidía la otra mitad de la habitación. Enfrente debía haber un televisor, pero yo no alcanzaba a verlo. Quedaba fuera de plano. Ahí andaba yo, fantaseando con cómo me sentiría viviendo en ese decorado, tan distinto a todos los sitios en los que había vivido, cuando apareció ella.

Fue de repente, como si alguien hubiera cambiado de secuencia. Su aspecto era muy normal. Estatura media, melena castaña y lisa con un simpático flequillo, piel más bien clara. La distancia no me permitía apreciar mejor sus rasgos y sin embargo algo en ella despertó en mí desde el primer instante la necesidad de observarla y protegerla. Creo que fue por su forma de moverse por ese espacio finito que yo acababa de descubrir. Parecía un animal atrapado entre esas cuatro paredes, que se ahogaba, que necesitaba huir, pero no conseguía reunir el aplomo suficiente como para hacerlo.

La escena me tenía embelesada. Olvidé donde estaba, el tedio que me embargaba unos minutos antes se desintegró, y también buena parte de mi amargura. La chica movió una de las sillas y se sentó en la cabecera de la mesa. Estaba perpendicular a mí, ofreciéndome su perfil. Se recogió el pelo en un moño improvisado y acto seguido volvió a dejarlo suelto. Se mordisqueó las uñas de la mano derecha. Luego las de la izquierda. Y otra vez las de la derecha. Se levantó. Recorrió cuatro veces la habitación de punta a punta. Se sentó de nuevo. Colocó la silla de vuelta a su posición inicial. Estaba claro que estaba nerviosa, casi me atrevería a decir que algo histérica. Parecía estar esperando algo. O a alguien.

De repente se detuvo en seco en medio del salón y agudizó el oído.  No podía saberlo con seguridad. Me lo sugirieron su postura rígida y su forma de estirar el cuello. Tras unos segundos, bastantes en realidad, se puso en movimiento con paso vacilante y desapareció por una puerta que quedaba al fondo a la izquierda. Regresó en seguida. Acompañada. Era un chico mucho más alto y corpulento que ella. Ella entró primero. Me pareció que había encogido. O quizás fuera solo una impresión. Llevaba los hombros echados para delante y la cabeza gacha. Parecía una servil criada. Él en cambio tenía el mentón levantado y los hombros relajados. Le dijo algo y ella desapareció a la carrera. Volvió con un objeto en las manos que dejó sobre la mesa. Ah, un cenicero. Lo supe porque él sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa, cogió un cigarrillo y lo encendió. Se sentó en una silla con las piernas extendidas y un codo apoyado en la mesa. Se le veía cómodo, seguro, dueño de la situación. A ella no.

Empecé a ponerme nerviosa. No me gustaba lo que intuía que estaba viendo. Se trataba de dos adultos, pero no me parecía una relación de igual a igual. El chico se entretuvo haciendo volutas con el humo durante un rato. Luego lo apagó en el cenicero. Instintivamente me fijé en el portal que correspondía a ese edificio y conté los pisos. Era un tercero. Y el portal tenía que ser el de la puerta verde con el pomo dorado. Volví a la escena. Él le decía algo gesticulando mucho con las manos. Se acercó a ella. La chica retrocedió, pero en seguida se topó con la pared. Él alzó la mano. No pude soportarlo más.

Salí corriendo de la habitación y me precipité hacia la calle. Con las prisas no había cogido ni el chubasquero ni el paraguas. Oí que el chico de la recepción me decía algo, pero no le hice caso. Una fuerza arrolladora me impedía reaccionar a cualquier cosa que no fuera llegar a ese salón, impedir lo que sospechaba estaba ocurriendo. No se me ocurrió llamar a la policía, ni llevar refuerzos. Nada. Por suerte, justo cuando alcancé el portal, salía un vecino. Tampoco a él le pedí ayuda. Me limité a entrar como una exhalación. Estaba chorreando. El pelo y la ropa empapada. Cogí el ascensor y pulsé el botón con el tres impreso. Al salir me encontré con dos puertas. La A y la B. Traté de situarme mentalmente. Escogí la B. Llamé. En seguida se oyeron pasos acercándose. El corazón me iba a mil por hora. Tenía la boca seca. La puerta se abrió. El chico era realmente alto. Y mucho más atractivo de lo que parecía desde la distancia. Tenía unos ojos rasgados color miel terriblemente cautivadores. A conjunto con el hoyuelo de la mejilla.

Me quedé muda. No había preparado ningún plan, ninguna estrategia que me sirviera de ayuda. Improvisé. Le dije que estaba en casa de una vecina, que nos había parecido que ocurría algo y que había bajado por si necesitaban ayuda. Me miró con curiosidad y acto seguido me dedicó una sonrisa embriagadora. Me dijo que sentía habernos molestado, que no pasaba nada. Que su novia y él estaban ensayando una escena para un corto que iba a grabar un amigo. Que bajarían la voz. Me dejó sin argumentos. Me quedé plantada frente a la puerta de madera todavía un rato, sin saber si me contemplaba por la mirilla.

Hasta que me sentí terriblemente ridícula. Entonces bajé las escaleras, deshice el camino y regresé al hotel.

–Siento que se haya mojado, señora. Le ofrecí un paraguas, pero creo que no me ha oído.

Le dediqué un leve gesto de cabeza y me arrastré hasta mi habitación. Me sentía agotada, como si un huracán hubiera arrasado mi cuerpo. Intenté no mirar hacia la ventana. Me quité la ropa mojada e intenté colarme en la cama sin echar ningún vistazo. Me ardían las mejillas. Una mezcla de vergüenza e impotencia me agarrotaba el alma. Mis ojos, sin embargo, se rebelaron y buscaron consuelo al otro lado de la calle. Pero no lo hallaron. Alguien había corrido unas pesadas cortinas oscuras.

Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (21)

Por Abel Farré

 

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

Título

Bolivia: Copacabana e Isla de Sol

Objeto

Umantuus (Pisciformes femeninos)

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Como aquella figura que se encuentra en un CUERPO PARTIDO; NECESITAMOS CAMBIOS para seguir SINTIÉNDONOS VIVOS”

Escrito

Me pasé muchos días sin escribir, seguía con la intención de no vender letras, sino que sólo me permitía mostrar aquellos sentimientos y emociones que fluyeran a partir de las vivencias con el entorno que me tocaba vivir.

Curiosamente me había tocado vivir unos días frente a increíbles escenas oníricas transportadas a postales vivenciales, que se habían extendido desde el embarcadero de San Pedro de Tiquina a la indescriptible Isla de Sol; pasando por esas dialécticas allí arriba en la Horca del Inca de Copacabana, con viejas amistades con las que me había reencontrado después de unos meses y con las que había brindado nuevos años pasados junto a apellidos capitalistas que siempre recordaríamos bajo ese pool traído de Tennessee.

Pero la sangre parecía coagulada en mis venas o tal vez al estar tanto tiempo alterada por las emociones que había vivido durante estos últimos meses, la misma parecía permanecer en un estado continuo de euforia que cada vez me hacía más difícil el sentir aquellos cambios que pudieran convertir mis acciones en palabras con o sin sentido para la gente; pero que por lo menos a mí me ayudaran a revivir todo esto en un futuro a través de una piel sino más curtida, que se viera de nuevo estremecer.

Por otra parte está claro que tampoco eran momentos en los cuales tuviera que escribir para huir de algo; lo que en otras épocas de mi vida tal vez me hubiera ayudado a encontrar ese pequeño camino de luz quizá ficticio.

Así que me encontraba con una sensación extraña en la cual no me preguntaba nada sobre lo que pasaba frente a mí, curiosamente era como si al no tener nada en que pensar, el no tener nada por el que sufrir, el posiblemente estar en una situación placentera, me causara una fuerte inquietud. Aparecía nuevamente la necesidad de buscar un nuevo cambio que me hiciera poder sentir nuevas cosas, nuevas sensaciones; pues de la misma manera que la tristeza no era buena compañera, la continua euforia también parecía anular emociones que me servían para jugar con mis sentimientos.

Sentado frente al embarcadero me permitía escribir y buscar un nuevo camino, incluso me planteaba el hecho de regresar por un tiempo a mi tierra para sentir nuevos cambios por un tiempo y escoger nuevas destinaciones una vez el equilibrio se hubiera vuelto imposible por falta de inseguridad.

Parecía ilógico, pero cuando parecía alcanzar cierta claridad en cuanto a la posibilidad de alcanzar ese equilibrio tachado de imposible me venía a la búsqueda insaciable de la inestabilidad; tal vez podría parecer una lucha masoquista al son de mi propio ser, pero aun así seguiría pensando que el mismo sería producto de las ansias de vivir la vida a toda costa. Pues sin opuestos se marcaría una línea sin sentido en mi vida, que su recuerdo tras su vista en el futuro pasaría al olvido por la poca necesidad de recuerdo del mismo.

Eso sí, mientras seguiría pensando en la dificultad que supone ir a buscar leña para cocinar, buscar papayas a buen precio, aprender a pelar truchas, aprender a hacer macramé, aprender a cocinar platos de otras culturas, aprender a vivir de la vida, aprender a no tener que pensar…