Hermosas manos Por Horacio Otheguy Riveira

Camina por el mullido césped y observa el movimiento rítmico del agua en la piscina. Gaspar Viamonte está en la gloria. Sus invitadas salieron del vestuario con los ceñidos bañadores que él mismo encargó. Ya les pagó su alto precio y seguramente al despedirlas les dará otro tanto, agradecido. Su manera de nadar le brinda promesas de nalgas y pechos que no tardarán en estar a su alcance. De momento brasean a un ritmo lento, tal y como lo solicitó y, a medida que lo hacen, el agua genera un oleaje con mucha espuma que se convierte en chorros verticales de rojo sangre que le provocan arcadas. Retrocede, se tambalea. Cuando vuelve a mirar, no hay nada alarmante, ha surgido el esperado vapor de donde brotan las dos como sirenas: una rubia, otra morena, desnudándose hasta quedar a su entera disposición.

Se acercan lentamente, le quitan el albornoz con delicadeza, besan su cuello, una le acaricia la espalda, otra el pecho. Comienza su excitación, el flamante equipo de luces juega con formas geométricas, los azulejos se transforman en espejos donde el trío se refleja hasta que le atenaza un dolor agudo en la cintura y se abraza a ellas con una intensidad sorprendente; esconde su cabeza entre sus hombros, y abandona todo requerimiento. Ellas temen que se les muera de un infarto, dudan de lo que será capaz, tan distinto al que conocieron. Se ha convertido en un tipo anodino, un don nadie compungido que les ruega casi sin voz que se marchen. Corren sin mirar atrás, temiendo un acoso aún invisible.

Prematuramente envejecido, llega cojeando a una de las duchas, confía en superar el malestar: dolor corporal y una tristeza infinita; temblor en las manos y una desconocida debilidad en las piernas. Abre el grifo, sale barro líquido, hasta que de la alcachofa brota agua hirviendo. Está paralizado en un ambiente de calor insoportable. El suelo se torna blando, se abre y cae por un hueco infinito. Se hace un ovillo, todo dado por perdido con la sensación de que es apenas un niño sin defensa posible. No le ha dado tiempo a llamar a su servicio de seguridad, oscuridad y gritos lejanos que aumentan su pánico.

De pronto el horror retrocede. Encuentra sosiego en las caricias de su madre. Vuelve aquel tiempo en que le despertaba al regresar de fiestas con vestidos muy escotados, y paseaba sus labios carnosos por su cara, acompañándose de dulces caricias con hermosas manos de largas uñas que nunca le habían lastimado, hasta ahora que le hacen sangre y arrancan sus ojos. Sin ellos lo que ve le espanta: un camposanto sin tumbas, con mujeres desnudas en horcas de colores cuidadosamente colocadas como en escaparates. Ya nada queda del galante millonario, primero es puro despojo y herrumbre, lujuria descompuesta, luego niño eterno: Madre ha vuelto a buscarle como prometió cuando la lloraba en su lecho de muerte.

[Versión libre de algunos capítulos de la novela del mismo autor, “Un hilo de sangre”]

Voces Por Luigi De Angelis

3

Este cuadro de Remedios Varo (Anglés, Gerona, España, 1908-Ciudad de México, 1963) inspiró el presente relato.

 

 

Las paredes repetían el eco de Bizancio y Samarcanda, sílabas antiguas, perfectas y acompasadas. Palacio y convento, sus habitantes eran princesas, filósofas y santas. Todas eran mujeres, como en la isla de Lesbos, pero sin el homenaje a la ambrosía vaginal de Safo. Los pensamientos eran celestes y plateados, los respiros blancos y las miradas transparentes. Así, la pasión de estas mujeres era Cristo, hermoso, siempre recordado por su ternura para con María, Magdalena y Marta.

De singular ingenio era Jael. Menuda como una nuez, pálida como una palomina, delgada como un hilo, de voz suave cual el murmullo de las hojas del cerezo y tan austera como dada a la mística tarea de investigar. La pequeña mujer transcribía con una maravillosa caligrafía los pensamientos de los filósofos clásicos y un día se enamoró de Epicuro de Samos. En su pergamino escribió una oración:

El placer es vida.

 

Después de descubrir el hedonismo se percató de que el magnífico oasis de pureza en el que vivía en compañía de las otras santas era en realidad el infierno. Añadió varias líneas a su escrito:

Aquí no hay llamas ni azufre, pero en esta calma antinatural no puede vivir Dios.

 

Sin vino, sin música que avive los sentidos, sin caricias, sin placer no hay vida.

 

El voto de silencio llegó al palacio, nadie podía hablar hasta el día cuarenta. La consigna era sostener un diálogo interior con El Altísimo a toda hora. Sin embargo, Jael quebró el voto y silbó. La gracia le costó el allanamiento de su habitación. La superiora encontró el pergamino y horrorizada concluyó que Jael había sido poseída por un demonio cananeo. Fue sentenciada a no pronunciar palabra ni dormir durante el resto de la cuaresma. Por la noche debía dar vueltas por todo el convento dejando señales de cal en cada pared.

Al día veinte, Jael apenas conseguía mantenerse en pie. Los párpados le pesaban y permanecía con la sensación de que sus labios se habían sellado. Su oído se había vuelto más agudo y los pasos de las arañas sonaban como castañuelas. En la madrugada escuchó susurros detrás de la pared de uno de los recovecos que recorría en penitencia. Cerró los ojos e imaginó que se trataba de las Oréades en pleno jolgorio. Las imaginó de cabellos largos y adornadas con flores en sus cabezas y en sus senos. “Estoy enloqueciendo”, dijo para sus adentros, “seguro son ramas zamarreadas por el viento y yo las confundo con murmullos de ninfas”.

El silencio fúnebre del lugar fue sustituido por el ánimo de pensar en un mundo nuevo. Caminaba con un pedazo de cal en su mano, pero con el oído derecho pegado a la pared para percibir cualquier sonido anómalo, minúsculos rezagos de esperanza que le permitan aspirar a descubrir algo mejor que el antiséptico infierno en el que vivía. A través de los poros de las paredes se filtró un aroma especial, mezcla de sal, madera, limón y menta. Y al aroma le acompañó un coro de voces que estremecieron a la mujer penitente.

Eran voces más gruesas y graves que las de sus compañeras, cuatro voces distintas que penetraban sus oídos y henchían su corazón. Voces que jamás había escuchado, pero que sonaban como música, voces de criaturas tan míticas como las Oréades que imaginó en un principio, voces de aquellas criaturas a las que con tanto desprecio se refería la superiora, voces de hombres.

Sus sensibles oídos percibían todo lo que ocurría al otro lado de la pared. Los hombres volaban, el viento percutía sus vestimentas y sus susurros daban a entender que se dirigían hacia la ciudad de las cúpulas de amatista y fachadas de color turquesa. No era un demonio cananeo el que poseía a Jael, era su propio espíritu que había despertado como una flor, y ahora, al escuchar aquellas dulces voces no podía reprimir su deseo de abandonar su morada gris para conocer los colores del mundo con sus cientos de tipos de vinos, la alegría de su música y la calidez de sus caricias.

VivirDescalzos3Con mucho miedo, tragando un helado hilo de saliva, caminando con piernas tambaleantes, por primera vez se acercó al portal principal del palacio. La superiora trató de detenerla con su mirada implacable, pues el voto de silencio le impedía atravesar a Jael con el filo de sus palabras. La chica colocó un pie fuera del convento y sintió como si la mitad de su cuerpo hubiese resucitado. Estaba nerviosa, de sus ojos brotaba agua que apagaba el fuego iracundo de la superiora. Pensó en Cristo, Epicuro de Samos y las cuatro voces, y sin darse cuenta ya había sacado el otro pie y su cuerpo entero por primera vez respiró libertad.

Los cuatro hombres con elegantes trajes negros se alejaban y algo de la espléndida ciudad de amatistas se podía divisar. La chica guiada por el coro de voces flotó en el aire y voló. Ligera y bañada en gracia rompió el voto de silencio para siempre y silbó.

Remedios Varo en su Taller mexicano, junto a una de sus obras.

 

 

Mi otra mitad Por Ana Riera

Ramón siempre se había sentido orgulloso de su habilidad por llevar una doble vida. Delante del espejo, a solas consigo mismo, se felicitaba por lo bien que había sabido separar desde el principio una existencia de la otra. Era difícil. Tenía que estar siempre pendiente de los detalles, ceñirse a la historia que él mismo había inventado, sin salirse del guión, sin improvisar, sin dejar espacio a la imaginación desbocada. Sólo así podía evitar ser pillado en un renuncio, en una contradicción fatídica. Al principio, cuando siendo todavía un chaval había decidido ser uno de cara a la galería y otro en la clandestinidad, lo anotaba todo en sendas libretas.

Era consciente de que si la estratagema había funcionado era en gran medida gracias a que los dos papeles que representaba eran diametralmente opuestos. Por un lado, un burgués de buena familia, abogado de profesión, hijo de una viuda muy respetada en su círculo social. Por otro, bueno, su otro yo, ese del que se sentía tan orgulloso, ese que le permitía ser feliz, sentirse querido, aceptarse sin condiciones. Estaba claro que de alguna manera ambas facetas se complementaban, se alimentaban la una a la otra, pero de un modo tan sutil que resultaba invisible a los ojos de la mayoría. Ramón lo sabía bien.

A veces, muy de vez en cuando, sentía el deseo irrefrenable de dar a conocer su secreto, de gritarlo a los cuatro vientos con todas sus fuerzas. Pero hasta la fecha siempre había conseguido controlar ese anhelo. Sabía que había demasiado en juego, que dejarse llevar de ese modo podía llevarle a tener que renunciar a una de sus dos mitades. ¿Acaso se podía renunciar voluntariamente a una pierna, a un pulmón, a la mitad del corazón? No, eso sería demasiado doloroso, demasiado inhumano.

Ramón quería, necesitaba seguir siendo todo lo que era. De día un abogado de éxito, con buenos contactos, hijo de una viuda respetuosa que lo adoraba, que lo mimaba. Y de noche, al amparo de la luz velada de las farolas a gas, el incomprendido, el que tenía que moverse por los barrios marginales, entre gentes de mala vida y bribones, entre los individuos de peor calaña y los revolucionarios que se desenvolvían entre las sombras. Ese mundo tan oscuro en el que paradójicamente él podía brillar con más esplendor, sacar lo mejor de sí mismo, lo que más valoraba. ¿Cómo iba a renunciar a todo eso? Imposible.

Tenía que seguir dividido, al menos algún tiempo más, hasta que la sociedad estuviera preparada. O hasta que hubiera hecho algo realmente grande y subversivo, algo por lo que sería recordado en los libros de historia, algo que pudiera cambiar de verdad el curso de los acontecimientos. Algo como lo que acababa de proponerle Juanjo.

En eso pensaba Ramón mientras se maquillaba frente al espejo rodeado de bombillitas amarillentas, la mitad de ellas fundidas. Como hacía todas las noches, se tapó cuidadosamente las cejas y luego volvió a pintarlas encima con un lápiz negro, dándoles una grácil forma. Siempre empezaba por ahí. Era su forma de decirle adiós al abogado, de esconderlo bajo su otro yo. Luego se puso la base y añadió unos polvos especiales para disimular las líneas excesivamente masculinas del mentón y la nariz. Por suerte había heredado los rasgos finos de su madre, lo que facilitaba esa labor. Luego se concentró en los ojos, la parte que más le gustaba. Los perfiló, les aplicó sombras de tres colores distintos y se pegó las pestañas postizas. Después pasó a los labios, que resaltó con un color rojo intenso, y se aplicó el colorete. Ya solo le faltaba ponerse la peluca y aplicarse polvos en el pronunciado escote. Estaba lista para salir a actuar ante su público fiel.

Tras su actuación, avanzada ya la madrugada, Juanjo había vuelto a la carga con su plan. Era un anarquista convencido, hijo de anarquistas, nieto de anarquistas, que llevaba tiempo actuando en la clandestinidad, ese espacio invisible que sin embargo resultaba mucho más real y concreto que el de los convencionalismos sociales, tan vacuo, tan insulso. Se trataba de un plan realmente ambicioso. Lo primero era conseguir explosivos y un lugar donde esconderlos que no levantara sospechas. Esa sería la primera misión de Ramón: ocultar aquella peligrosa carga en el piso señorial de su madre, la respetable viuda. ¿Quién iba a sospechar, ni siquiera imaginar, que algo así fuera posible? A nadie se le ocurriría mirar allí. A nadie. Luego había que localizar un puente por el que cruzaran las vías del tren y que quedara cerca de un paso a nivel, colocar los explosivos, esperar pacientemente a oír el pitido de la locomotora que advertía a los posibles peatones de su paso fugaz y hacer volar el puente en el momento justo. En ese tren viajaría un personaje de vital importancia, el principal enemigo del anarquismo. Sería una victoria épica para el movimiento. Estaba tan guapo cuando hablaba con tanta pasión… Ramón simplemente no podía quitarle los ojos de encima. Su voz se había convertido poco a poco en una droga que necesitaba para vivir. Su fiel amante, Lorenzo, se había dado cuenta de que algo había cambiado entre ellos y lo miraba receloso. De hecho, esa noche no había aparecido por el local. A Ramón le sabía mal, no quería hacerle daño, pero hacía tiempo que su corazón no se emocionaba tanto como oyendo a Juanjo defender sus ideales, su lucha a muerte. De momento todavía no había traspasado la línea. A su dualidad no le convenía hacerlo, al menos no a lo loco. Pero esa noche estaban solos, y estaba más atractivo que nunca. Por eso cuando le dijo que guardaría los explosivos en su casa y que estaría con él junto al puente, hasta el final, y Juanjo lo besó, no fue capaz de resistirse.

Ahí seguían, besándose y toqueteándose en una discreta mesa del fondo del local, cuando apareció Lorenzo. Había estado dando vueltas por las calles oscuras del barrio, sin saber muy bien qué hacer, sintiéndose herido un minuto y al siguiente el ser más ruin del mundo por desconfiar de su pareja. Pero al fin, a eso de las cuatro de la madrugada, se había decidido a ir en su busca para pedirle perdón por la escena de celos que le había montado el día anterior. No esperaba encontrárselo con la lengua entera metida en la garganta de Juanjo y la mano toqueteándole el paquete. Le entraron náuseas y salió de ahí con los ojos descompuestos, como si le persiguiera el diablo. Los amantes ni siquiera se dieron cuenta de nada, absortos como estaban.

Ramón llegó a su casa más feliz que de costumbre. Acababan de dar las dos del mediodía y volvía a tener el aspecto de un respetable abogado. Su madre le esperaba sentada en la butaca de orejas, en el saloncito pequeño que separaba el vestíbulo del salón principal. Le extrañó verla allí, en lugar de oírla trajinar en el comedor ocupándose de que todo estuviera preparado. Se acercó para saludarla con un beso, como de costumbre, pero al adelantarse vio a dos hombres que en seguida identificó como de la secreta. Su aspecto era inconfundible.

–¿Ramón Salazar? Tendrá que acompañarnos al cuartelillo. No ponga esa cara de sorpresa. Entre los degenerados como usted es normal. Recibimos una denuncia contra Juanjo Menéndez, un anarquista traidor al que llevábamos tiempo intentando echar el lazo. Y ya sabe, tras pasar una noche con nosotros, su amiguito nos confesó su secreto.

Ramón miró Instintivamente a su madre en busca de comprensión, pero no la encontró. Mientras lo hacía, sus ojos se toparon con un panfleto que ella agarraba con manos crispadas. Era un cartel publicitario en el que su otra mitad, vestida con sus mejores galas, anunciaba su espectáculo.

(Relato inspirado libremente en hechos reales ocurridos en Barcelona en 1930. La misma historia tiene una versión teatral de José María Rodríguez Méndez escrita en 1973 y estrenada en 1982: Un hombre llamado Flor de Otoño. En 1978 se llevó al cine con José Sacristán, dirigida por Pedro Olea: versión que disgustó por completo al autor de la obra. La fotografía corresponde a Fele Martínez en el montaje estrenado en el Teatro María Guerrero con dirección de Ignacio García).