Ramón siempre se había sentido orgulloso de su habilidad por llevar una doble vida. Delante del espejo, a solas consigo mismo, se felicitaba por lo bien que había sabido separar desde el principio una existencia de la otra. Era difícil. Tenía que estar siempre pendiente de los detalles, ceñirse a la historia que él mismo había inventado, sin salirse del guión, sin improvisar, sin dejar espacio a la imaginación desbocada. Sólo así podía evitar ser pillado en un renuncio, en una contradicción fatídica. Al principio, cuando siendo todavía un chaval había decidido ser uno de cara a la galería y otro en la clandestinidad, lo anotaba todo en sendas libretas.
Era consciente de que si la estratagema había funcionado era en gran medida gracias a que los dos papeles que representaba eran diametralmente opuestos. Por un lado, un burgués de buena familia, abogado de profesión, hijo de una viuda muy respetada en su círculo social. Por otro, bueno, su otro yo, ese del que se sentía tan orgulloso, ese que le permitía ser feliz, sentirse querido, aceptarse sin condiciones. Estaba claro que de alguna manera ambas facetas se complementaban, se alimentaban la una a la otra, pero de un modo tan sutil que resultaba invisible a los ojos de la mayoría. Ramón lo sabía bien.
A veces, muy de vez en cuando, sentía el deseo irrefrenable de dar a conocer su secreto, de gritarlo a los cuatro vientos con todas sus fuerzas. Pero hasta la fecha siempre había conseguido controlar ese anhelo. Sabía que había demasiado en juego, que dejarse llevar de ese modo podía llevarle a tener que renunciar a una de sus dos mitades. ¿Acaso se podía renunciar voluntariamente a una pierna, a un pulmón, a la mitad del corazón? No, eso sería demasiado doloroso, demasiado inhumano.
Ramón quería, necesitaba seguir siendo todo lo que era. De día un abogado de éxito, con buenos contactos, hijo de una viuda respetuosa que lo adoraba, que lo mimaba. Y de noche, al amparo de la luz velada de las farolas a gas, el incomprendido, el que tenía que moverse por los barrios marginales, entre gentes de mala vida y bribones, entre los individuos de peor calaña y los revolucionarios que se desenvolvían entre las sombras. Ese mundo tan oscuro en el que paradójicamente él podía brillar con más esplendor, sacar lo mejor de sí mismo, lo que más valoraba. ¿Cómo iba a renunciar a todo eso? Imposible.
Tenía que seguir dividido, al menos algún tiempo más, hasta que la sociedad estuviera preparada. O hasta que hubiera hecho algo realmente grande y subversivo, algo por lo que sería recordado en los libros de historia, algo que pudiera cambiar de verdad el curso de los acontecimientos. Algo como lo que acababa de proponerle Juanjo.
En eso pensaba Ramón mientras se maquillaba frente al espejo rodeado de bombillitas amarillentas, la mitad de ellas fundidas. Como hacía todas las noches, se tapó cuidadosamente las cejas y luego volvió a pintarlas encima con un lápiz negro, dándoles una grácil forma. Siempre empezaba por ahí. Era su forma de decirle adiós al abogado, de esconderlo bajo su otro yo. Luego se puso la base y añadió unos polvos especiales para disimular las líneas excesivamente masculinas del mentón y la nariz. Por suerte había heredado los rasgos finos de su madre, lo que facilitaba esa labor. Luego se concentró en los ojos, la parte que más le gustaba. Los perfiló, les aplicó sombras de tres colores distintos y se pegó las pestañas postizas. Después pasó a los labios, que resaltó con un color rojo intenso, y se aplicó el colorete. Ya solo le faltaba ponerse la peluca y aplicarse polvos en el pronunciado escote. Estaba lista para salir a actuar ante su público fiel.
Tras su actuación, avanzada ya la madrugada, Juanjo había vuelto a la carga con su plan. Era un anarquista convencido, hijo de anarquistas, nieto de anarquistas, que llevaba tiempo actuando en la clandestinidad, ese espacio invisible que sin embargo resultaba mucho más real y concreto que el de los convencionalismos sociales, tan vacuo, tan insulso. Se trataba de un plan realmente ambicioso. Lo primero era conseguir explosivos y un lugar donde esconderlos que no levantara sospechas. Esa sería la primera misión de Ramón: ocultar aquella peligrosa carga en el piso señorial de su madre, la respetable viuda. ¿Quién iba a sospechar, ni siquiera imaginar, que algo así fuera posible? A nadie se le ocurriría mirar allí. A nadie. Luego había que localizar un puente por el que cruzaran las vías del tren y que quedara cerca de un paso a nivel, colocar los explosivos, esperar pacientemente a oír el pitido de la locomotora que advertía a los posibles peatones de su paso fugaz y hacer volar el puente en el momento justo. En ese tren viajaría un personaje de vital importancia, el principal enemigo del anarquismo. Sería una victoria épica para el movimiento. Estaba tan guapo cuando hablaba con tanta pasión… Ramón simplemente no podía quitarle los ojos de encima. Su voz se había convertido poco a poco en una droga que necesitaba para vivir. Su fiel amante, Lorenzo, se había dado cuenta de que algo había cambiado entre ellos y lo miraba receloso. De hecho, esa noche no había aparecido por el local. A Ramón le sabía mal, no quería hacerle daño, pero hacía tiempo que su corazón no se emocionaba tanto como oyendo a Juanjo defender sus ideales, su lucha a muerte. De momento todavía no había traspasado la línea. A su dualidad no le convenía hacerlo, al menos no a lo loco. Pero esa noche estaban solos, y estaba más atractivo que nunca. Por eso cuando le dijo que guardaría los explosivos en su casa y que estaría con él junto al puente, hasta el final, y Juanjo lo besó, no fue capaz de resistirse.
Ahí seguían, besándose y toqueteándose en una discreta mesa del fondo del local, cuando apareció Lorenzo. Había estado dando vueltas por las calles oscuras del barrio, sin saber muy bien qué hacer, sintiéndose herido un minuto y al siguiente el ser más ruin del mundo por desconfiar de su pareja. Pero al fin, a eso de las cuatro de la madrugada, se había decidido a ir en su busca para pedirle perdón por la escena de celos que le había montado el día anterior. No esperaba encontrárselo con la lengua entera metida en la garganta de Juanjo y la mano toqueteándole el paquete. Le entraron náuseas y salió de ahí con los ojos descompuestos, como si le persiguiera el diablo. Los amantes ni siquiera se dieron cuenta de nada, absortos como estaban.
Ramón llegó a su casa más feliz que de costumbre. Acababan de dar las dos del mediodía y volvía a tener el aspecto de un respetable abogado. Su madre le esperaba sentada en la butaca de orejas, en el saloncito pequeño que separaba el vestíbulo del salón principal. Le extrañó verla allí, en lugar de oírla trajinar en el comedor ocupándose de que todo estuviera preparado. Se acercó para saludarla con un beso, como de costumbre, pero al adelantarse vio a dos hombres que en seguida identificó como de la secreta. Su aspecto era inconfundible.
–¿Ramón Salazar? Tendrá que acompañarnos al cuartelillo. No ponga esa cara de sorpresa. Entre los degenerados como usted es normal. Recibimos una denuncia contra Juanjo Menéndez, un anarquista traidor al que llevábamos tiempo intentando echar el lazo. Y ya sabe, tras pasar una noche con nosotros, su amiguito nos confesó su secreto.
Ramón miró Instintivamente a su madre en busca de comprensión, pero no la encontró. Mientras lo hacía, sus ojos se toparon con un panfleto que ella agarraba con manos crispadas. Era un cartel publicitario en el que su otra mitad, vestida con sus mejores galas, anunciaba su espectáculo.
(Relato inspirado libremente en hechos reales ocurridos en Barcelona en 1930. La misma historia tiene una versión teatral de José María Rodríguez Méndez escrita en 1973 y estrenada en 1982: Un hombre llamado Flor de Otoño. En 1978 se llevó al cine con José Sacristán, dirigida por Pedro Olea: versión que disgustó por completo al autor de la obra. La fotografía corresponde a Fele Martínez en el montaje estrenado en el Teatro María Guerrero con dirección de Ignacio García).