Ciego despertar Por Ana Riera

Clara se despertó de golpe. Se sentía como si acabara de tener una pesadilla, solo que con la mente en blanco. Una oscuridad densa y pesada lo envolvía todo. Instintivamente abrió más los ojos, pero lo único que consiguió forzándolos es que le doliera el entrecejo. Volvió a cerrarlos, respiró hondo varias veces intentando apaciguar su cuerpo. Los abrió de nuevo lentamente, poniendo mucho mimo en ello. Pero se tropezó de nuevo con una negrura infinita. ¿Seguía dormida? ¿Se trataba de un sueño desagradable que la tenía atrapada entre los brazos de Morfeo? Se revolvió entre las sábanas, inquieta. Sí, tenía que ser eso. ¿Qué si no?

Automáticamente buscó a tientas el móvil. Usaría la linterna para ver qué ocurría. Su mano tropezó con la mesilla, pero encima no había nada, ni siquiera una lamparilla. Solo una superficie desnuda y fría. ¿Dónde lo habría dejado? Seguía notándose rara. De hecho, le costaba reconocerse en su propio cuerpo. Se sentía pesada, abotargada. ¿Estaría enferma? ¿Por qué no podía ver nada? Era todo demasiado extraño. Tenía que ser pragmática. Era el único modo de arrojar algo de luz sobre lo que le estaba sucediendo.

Trató de fijar toda su atención en lo que ocurría a su alrededor concentrándose en sus otros sentidos. Si estaba soñando, antes o después se daría cuenta. Empezó por el oído. Lo aguzó para tratar de reconocer los sonidos que llegaban hasta ella. Le pareció captar el sonido del viento soplando lejos. Era un sonido familiar que le llegaba amortiguado, como el rumor de fondo de un océano invisible. Se concentró de nuevo, tratando de escuchar en la dirección opuesta. Le respondió un silencio atronador. Si ese fuera su piso, se oirían muchas cosas. Su sentido común le decía que si había alguna pieza que no encajaba, tan solo podía ser porque aquello no era real.

Decidió seguir con el olfato.¿Había olores en los sueños? No supo que responder. Elevó ligeramente la nariz y olisqueó el aire. Reconoció al instante el aroma que desprendía su cuerpo. Era suave y con un toque dulzón.Siguió olisqueando. Detectó un olor a humedad y a metal. Eso le extrañó, porque en su dormitorio los muebles eran de madera, de corte rústico. Y el suelo era de parquet. El resultado era muycálido. Le encantaba.Esa discrepancia la desconcertó. Se pellizcó ligeramente el brazo. La piel se rebeló ante el latigazo de dolor. Le quedó claro que todo era demasiado real, demasiado concreto como para ser un sueño.

Probó con el tacto. Extendió los brazos y palpó debajo de las sábanas, alrededor de su cuerpo. Era una cama grande, de matrimonio. Le pareció más grande que la suya.  Estaba ella sola, ocupando el lado derecho. Se movió ligeramente. La cama emitió un chirrido que no fue capaz de identificar.  Empezó a considerar seriamente la posibilidad de encontrarse en un espacio desconocido. Eso la intranquilizó. ¿Cómo habría llegado allí? ¿Por qué no conseguía ver? ¿Cómo iba a orientarse en un lugar que no conocía enesa negrura sin fondo? El pánico aceleró su respiración e hizo brotar el sudor por los poros de su piel. Apretó los ojos al máximo y luego los abrió de golpe, esperando al menos ver algún contorno. Pero el negro siguió ocupándolo todo. Estuvo a punto de dejar escapar un grito, pero en el último momento consiguió dominarse. “Tranquilízate, Clara. Si es un sueño, servirá de nada; y si no lo es, podría ser una imprudencia”. Probó con una técnica de respiración que le había enseñado su amiga Lola. Logró recuperar la compostura.

Mientras respiraba, tumbada en la cama, sintiendo como el aire entraba y salía de sus pulmones, hizo todo lo posible por evocar lo último que recordaba antes del instante en que se había despertado. Le costó, porque la angustia había sumido su mente en una espesa neblina.“Piensa, Clara, piensa. No dejes que el miedo te domine y te paralice”. Por fin se materializaron las primeras imágenes. Había estado en una fiesta con su amiga Bea. Había bebido bastante. Se recordó bailando en la pista, canción tras canción, sin notar el dolor de pies a pesar de llevar sus sandalias nuevas de tacón. Había dejado que la música la envolviera de arriba abajo, haciéndola levitar. Eso era lo último que recordaba, una sensación de ligereza y de felicidad como jamás antes había sentido. Su mente obstinada se negó a ir más allá.

¿La habrían drogado? Si así era, podía estar en peligro. De repente sintió la necesidad de alejarse de aquel lugar, que ahora se le antojaba inhóspito. Pero seguía sin ver nada. Se le aceleró de nuevo el pulso, pero en esta ocasión su cuerpo se puso en señal de alerta y empezó a segregar adrenalina.  Quizás por esole vino esa imagen a la cabeza. Era la escena de una película. Una chica ciega trataba de orientarse en un espacio que no le era familiar.

Apartó las sábanas y se incorporó. Imitando a la chica de la secuencia, se dedicó a palpar todo aquello que estaba al alcance de sus manos. La cama tenía un cabecero tras el que había una pared. Junto a la cama estaba la mesilla. Se hizo una primera composición del lugar en el que se hallaba. Pero debía ampliar su campo de acción. Se puso de pie y extendió los brazos delante de ella. Empezó a avanzar muy lentamente. Dio un par de pasos pequeños. Luego otros tres. Sus manos se toparon con una superficie grande y lisa. Tenía que ser una pared.

Se dio la vuelta de forma que su espalda quedara apoyada contra ella. Ya solo tenía que desplazarse lateralmente, sin despegarse, hasta que encontrara la puerta. No tardó en chocarse con una estructura que sobresalía. Se colocó delante y la resiguió con las manos. No llegaba hasta el suelo. Era una ventana. Valoró la idea de abrirla, pero decidió que le sería más útil encontrar la puerta.

Alcanzó una esquina y siguió por el nuevo tramo de pared. De nuevo chocó contra algo. ¡La puerta! Buscó el picaporte. Encontró un pomo. Tiró de él. Le inundó de inmediato el olor inconfundible de la naftalina. Tras unos segundos de desconcierto, se dio cuenta de que era la puerta de un armario. Siguió andando. Otra esquina. Otro tramo de pared. Ya tenía que estar cerca. Pero para su sorpresa, volvió a tropezarse con la cama. Por un momento temió encontrarse en una especie de zulo sin puerta. Una sensación claustrofóbica le atenazó los miembros. Experimentó una leve sensación de mareo. Trató de serenarse. Vamos, Clara. No te rindas. Esto no tiene ningún sentido. Piensa.

Analizó el recorrido que acababa de realizar. Cabía la posibilidad de que hubiera escogido la dirección equivocada, que la puerta estuviera cerca de la cama, justo en el trozo que todavía no había recorrido. Se tranquilizó un poco, lo suficiente como para seguir adelante. Cruzó la cama arrastrándose a cuatro patas por encima de la colcha. Al llegar al extremo opuesto, se puso de pie y volvió a usar la pared como punto de referencia. Nada más doblar la esquina, se topó con la puerta. ¡Por fin!

Buscó el picaporte. Era metálico y estaba frío. Lo presionó con delicadeza. Cedió a su presión, pero no se abrió. Presionó con más fuerza, una, dos, tres veces. La puerta siguió sin ceder un ápice. ¡Estaba encerrada!

La sensación claustrofóbica regresó de golpe. Estaba prisionera, en un lugar desconocido y la oscuridad era tan absoluta que no podía ver nada. Desesperada, se fue deslizando hasta quedar sentada en el suelo, con las piernas encogidas, las rodillas muy cerca de su barbilla, los brazos abrazando sus piernas. Jamás se había sentido tan poca cosa, tan insignificante. Así debían sentirse las hormigas cuando veían acercarse la suela de un zapato gigante. Primero la sombra avisando del peligro y luego la sensación de no poder escapar a lo inevitable. ¡Clara, no tires la toalla! No puedes permitírtelo, ahora no. Seguro que la hormiga intentaría hallar una salida hasta el último momento. Tiene que haber algo que puedas hacer.

¡La ventana! Se acordó de repente. Debía tener contraventanas o una persiana que impedía que entrara la luz, pero tal vez no estuviera cerrada a cal y canto como la puerta. Se puso en pie de nuevo. Toda su energía se centró en un solo objetivo: alcanzar de nuevo la ventana, inspeccionarla a fondo, tratar de hallar una vía de escape. Repitió el recorrido de la primera vez, desplazándose hacia su derecha sin despegar el cuerpo de la pared. En seguida dio con ella. Resiguió con las manos todo su perímetro. Sí, tenía contraventanas. Buscó con manos temblorosas el sistema de anclaje. Se pellizco la mano tratando de abrirlas. Dejó escapar un grito ahogado e instintivamente apartó la mano. Pero en seguida volvió a la carga. Un chirrido como un lamentó le confirmó que lo había conseguido.

Creyó que un chorro de luz inundaría la estancia permitiéndole recuperar la visión. Pero no fue así. La ventana estaba dotada también de una persiana. Un hilito casi indetectable se colaba por los agujeritos de la franja inferior. Lo suficiente como para que la oscuridad dejara de ser absoluta. Clara dejó escapar un hondo suspiro. ¡No estaba ciega! Sus ojos recorrieron velozmente la habitación. Decididamente, nunca antes había estado allí. No reconocía nada. Ni la cama, ni la mesita, ni el armario, ni la puerta. Respiró hondo otro par de veces. A pesar de seguir encerrada, sintió un cierto alivio. Al menos podía ver.

Buscó el mecanismo para levantar la persiana. Tan solo encontró un interruptor. Quizás fuera automática. Probó. ¡Sí! Eso es, Clara. ¡Ahí has estado bien, muy bien! A medida que subía con un zumbido metálico, la luz empezó a filtrarse dotando de vida la habitación. Sus ojos tardaron un poco en adaptarse a la luminosidad, pero al poco empezó a distinguir los detalles. Las sábanas eran moradas y la colcha mostraba un estampado multicolor de franjas irregulares. El resto era blanco, anodino. Le hizo pensar en una habitación de hospital.

Se giró de nuevo hacia la ventana y la abrió de par en par. Una brisa cargada de promesas le explotó en la cara llenándola de energía. Se sintió pletórica. Se acercó un poco más y asomó la cabeza, emocionada. Lo que vio, sin embargo, le cambió el semblante. Mirara en la dirección que mirara solo se veía un paisaje árido y desolado que le era completamente desconocido.No había ni una sola casa, ni un solo ser humano, ni siquiera algún animal. La ventana, por su parte, se hallaba a unos veinte metros del suelo. No había forma de escapar.

Mientras trataba angustiada de que el aire llegara a sus pulmones, le pareció ver que algo se movía tras una gran roca situada a unos tres metros de la casa. Pensó que tal vez no estuviera todo perdido.Grito con todas sus fuerzas. ¡Ayuda, aquí arriba, por favor! ¡Necesito ayuda! Espero unos segundos que le parecieron eternos. Por fin una forma se materializó ante sus ojos. ¡Era una persona! Gritó de nuevo. ¡Ayuda, estoy aquí arriba, en la ventana! El individuoEra un hombre alto y fuerte. ¡Menos mal! ¡Estaba salvada!Entonces él levantó la cabeza. Lo hizo como en cámara lenta, contrastando con la urgencia de ella. A Clara se le encogió el corazón en el acto. Al ver su rostro, recordó nítidamente una escena de la noche anterior. Ese hombre se había acercado a ella mientras bailaba y le había susurrado algo al oído. “En unos segundos te desmayarás y te convertirás en mi prisionera”. La mirada sádica que descubrió en su cara al mirarlo de nuevo hizo que se le helara la sangre en las venas.

 

 

 

El Galeote por Paula Alfonso

Las ratas se multiplicaron enseguida. El día que zarpamos, apenas pude contar seis o siete, asustadas, perdidas, tanto como lo estábamos nosotros. A la semana superaban la veintena y eran las verdaderas dueñas de la galera. Se paseaban impunemente por cubierta, se abalanzaban sobre nuestras escudillas para robarnos la comida y si se sentían observadas, miraban retadoramente con sus pequeños y malvados ojos. Con la luz del día podíamos adelantarnos a sus intenciones, esquivar sus ataques, hasta librarnos de ellas, pero en la noche era cuando las padecíamos.  Se acercaban atraídas por las heridas que en nuestros pies causaban los grilletes, movían sus hocicos, olisqueaban, apuntaban, se lanzaban, mordían y con el trozo todavía sangrando entre sus dientes se escabullían por cualquier resquicio para saborearlo tranquilamente.

Hasta hace poco, cuando sentía alguna cerca no la espantaba, dejaba que se confiase y justo en el momento en que iba a saltar, levantaba mi pie y con fuerza aplastaba su cuerpo contra la madera. Podía sentir la explosión de sus tripas, el crujir de sus huesos, a la vez que un regocijo inmenso me alcanzaba hasta el alma, era mi victoria, la única que en aquellas tristes circunstancias podía tener, lo peor venía después, cuando debía esperar a que una ola saltase por la cubierta, y en su retirada arrastrase entre su espuma la masa sanguinolenta de pelos y huesos que tenía pegada a mi planta.

—¡Remad, remad, remad!

Ya no se oye la voz del cómitre con su letanía imperiosa, tampoco la de mis compañeros con sus quejas, sus lamentos o sus amenazas enmascaradas; continúan a mi lado, en sus puestos, sí, pero ya no reman, sus cuerpos se balancean a un lado y a otro siguiendo el ritmo caprichoso de las olas. Están muertos, todos están muertos como lo estaré yo dentro de poco.

Jamás pensé que mi sepultura pudiera ser el fondo del mar.

Cuando recuerdo cómo llegué hasta aquí, la poca sangre que me queda se enciende y me quema. Fue todo culpa de aquella pérfida, el mismo diablo disfrazado de hembra hermosa. ¿Cómo pudo decir que la seduje, que ciego por el deseo la forcé?

La primera vez que la vi fue en el mercado, cuando un rayo de sol de los que envía en oblicuo antes de desaparecer, incidió en sus ojos. Eran tan bellos que sentí como si dos alfileres se clavaran en los míos. Es cierto que quedé petrificado, que mientras se alejaba no podía dejar de mirarla, así lo sostuve cuando me lo preguntaron en el juicio, pero es que aquella mirada, señor juez, en realidad fue una pócima, un embrujo por el que dejé de ser yo para convertirme en lo que ella quería que fuese, por eso, al ver que aunque se alejaba volvía una y otra vez su rostro para mirarme, lo interpreté como una incitación, qué digo incitación, en realidad era una orden para que la siguiera, y lo hice, claro que lo hice, ningún hombre de mi condición podría haberse resistido a aquella llamada, a aquella delirante tentación. Sorteé los puestos, recibí empujones de los transeúntes, pero no la perdí de vista, en todo momento tuve ante mis ojos aquella figura grácil de cintura estrecha y andares seductores. No niego que me invadiera un deseo ardiente, no lo niego, pero en mi descargo puedo asegurar que me sentía atado, encadenado a lo que entonces creí que estaba ante una diosa a la que debía complacer, pero, lamentablemente el juez no me creyó.

En una esquina poco concurrida, ordenó algo a su criada y esta desapareció obediente por una de las calles adyacentes. Una vez sola, lejos de esperar su vuelta recatadamente, como hubiera hecho cualquier dama celosa de su reputación, continuó caminando hasta que la vi perderse por un estrecho y oscuro adarve. Yo conocía bien aquel callejón, la mayoría de los hombres de esta ciudad sabemos que sus muros sin ventanas ni puertas son el escondite ideal para un desahogo rápido con cualquier ramera. Aceleré, giré y allí estaba esperándome con la espalda apoyada en la pared, en actitud desafiante, anhelante. Había dejado que el mantón resbalara de su cabeza y sobre sus hombros se desparramaba una melena negra ondulada y brillante, una selva en la que si entrabas difícilmente podría salir.  Me acerqué, la tomé por la cintura y la besé, la besé tantas veces como pude en los labios, en el cuello, en los senos, después, cuando ya los labios me escocían, con mis manos levanté su ropa y la penetré una, dos, tres veces.

Ante la justicia me acusó de haberla forzado, mentira, falso, juro por Dios que entreabrió sus labios para ofrecerme su lengua, que apretaba su cuerpo contra el mío hasta casi dolerme, que sus manos acariciaron mis nalgas temblorosas y en sus gemidos en respuesta a mis embestidas no había miedo ni dolor sino puro y auténtico placer.

Sentenciado a servir en galeras, ese fue el veredicto por poseer a la fuerza a nada menos que a la mujer de un regidor. Hija de satanás, madre de todas las furcias, ramera inmunda, me utilizaste vilmente para satisfacer tu deseo. Recuerdo ahora su mirada triunfal, cuando encadenado tuve que pasar delante de ella camino de la cárcel, yo, sin embargo, agaché la cabeza.

Desde Antequera junto a otros nueve nos llevaron a la prisión de Málaga y un buen día nos sacaron por la playa para embarcarnos en esta galera que hoy navega sin timón y que en cualquier momento zozobrará.

No llevábamos una semana de travesía cuando se iniciaron los vómitos, los delirios, las fiebres. Las primeras bajas se dieron entre nosotros, los forzados; sus cuerpos ya sin vida permanecían, como hoy están los de sus compañeros, sujetos al banco, pero entonces los soldados, advertidos de que ya no respiraban, liberaban su pie de los grilletes, envolvían su cuerpo en una arpillera y lo arrojaban por la borda al mar, hoy no parece que haya nadie que pueda ejecutar esa labor, lo que nos sentencia a permanecer anclados a estos bancos para toda la eternidad.

Enseguida cundió el pánico, nadie quería ocupar los puestos al remo que habían quedado vacantes y se fue fraguando un motín. El capitán hizo cuanto pudo por serenar los ánimos, se esforzó por convencernos de que pronto llegaríamos a puerto, desembarcaríamos, pero nadie le creyó, de sobra sabíamos que ninguna autoridad portuaria, nadie, absolutamente nadie dejaría que nos acercáramos a sus costas y expusiéramos al peligro a sus vecinos. No hay soborno suficiente para eludir el terror que produce la proximidad de la peste.

Desde ayer no he vuelto a ver a nadie andar por la cubierta, el último que lo hizo fue el maestre y apenas podía sostenerse en pie, me temo que soy el único superviviente en esta embarcación. Yo y esa rata que subida al mascarón de proa no deja de mirarme. Ella es también la última, el resto han muerto, sus cuerpos diseminados por toda la nao comienzan ya a pudrirse. Me mira, todo el tiempo me mira y abre mucho la boca como si necesitara más aire para respirar, está enferma y sin embargo se mantiene ahí, quieta muy quieta, retándome, a ver quién es el último que abandona esta nave.

Tú, rata inmunda, tú eres ya la ganadora. Cuando este viejo barco comience a resquebrajarse y el agua se filtre por las ranuras, invadirá mis pies, cubrirá mi cuerpo y me succionará arrastrándome a las profundidades junto a este viejo grillete del que solo la corrosión podrá liberarme. Mientras que tú lo verás todo flotando a la deriva sobre cualquier madera.

Forma parte de vuestra condición, las ratas sois siempre las últimas en abandonar el barco. Suerte, compañera.