Tenía un aspecto agradable que inspiraba confianza. Eso fue lo que pensó Germán nada más verla. Seguramente influyera el hecho de que llevaba un par de horas entrevistando a posibles candidatos, entre ellos algunos esperpentos difíciles de clasificar. Como la cincuentona desgarbada que había exigido una cámara que lo grabara todo por si el enfermo intentaba propasarse con ella. O el amanerado del chaleco de punto que se había limpiado disimuladamente la mano con un pañuelo de seda después de estrechársela. O la joven que le explicó con toda naturalidad que no soportaba ver cuerpos decrépitos y que por tanto tendría que comprarle un bañador de cuerpo entero si quería que lo duchara.
Sí, Elvira era una mujer de mediana edad con aspecto de madre bonachona, de sonrisa fácil y manos fuertes. Contestó a sus preguntas con una voz suave y de forma respetuosa. No podía aportar un título de enfermera ni referencias de otras casas, pero le explicó que había cuidado primero de su abuela, a la que un ictus había dejado postrada en la cama, y acto seguido de su madre, que había caído en una profunda depresión y se había ido apagando poco a poco. Además, no regateó cuando le dijo lo que podía pagarle y le aseguró que podía empezar la mañana siguiente.
El anciano se adaptó a ella de inmediato. Por eso a los tres días, 12 antes de que terminara el periodo de prueba que habían acordado, Germán le dijo que estaba contratada. Su trabajo en una multinacional le obligaba a ausentarse muchas horas, de modo que se quitó un gran peso de encima al poder desentenderse del asunto. Había oído tantas historias raras de boca de sus amigos que no podía creerse la suerte que había tenido con aquella mujer. Cuando llegaba a casa se encontraba a su padre recién duchado, oliendo a Varón Dandy y con un pijama limpio. Lo único que tenía que hacer era acompañarlo hasta la mesa pulcramente dispuesta, disfrutar junto a él de la suculenta cena que ella les había dejado preparada y acostarlo en la cama.
Lo cierto era que su padre nunca había gozado de tan buen aspecto. Lucía un saludable color piel, fruto sin duda de los paseos que daba con la cuidadora, y se le veía tranquilo, con las facciones tan relajadas que hasta le había cambiado la expresión de la cara. Por si todo esto no fuera suficiente motivo para sentirse satisfecho, su progenitor dormía ahora toda la noche de un tirón. Apenas si recordaba ya esas noches insomnes en que se había visto obligado a levantarse hasta cuatro y cinco veces para atenderle, cuando había empezado a perderse entre la bruma engañosa del alzheimer y se despertaba completamente desorientado.
Cierto que algunas cosas le habían sorprendido un poco, como la primera vez que vio a su padre, ese hombre gris con aspecto de sacerdote, darle una palmada en el culo a Elvira. Pero ella enseguida le restó importancia y le contó que era normal que los hombres que sufrían esa dolencia se mostraran más desinhibidos. Germán acabó pensando que incluso era lógico, tras tantos años siendo un viudo solitario y reprimido.
O esa vez que llegó un poco más pronto de la oficina y se encontró varias prendas de ropa interior de mujer colgadas en el baño. Pero cuando le preguntó, ella adujo que cuando llegaba a casa estaba demasiado cansada y que prefería hacerlo allí como un quehacer más de su jornada. Germán estaba tan agradecido a aquella mujer que cuidaba tan bien a su padre que pensó que tampoco era tan raro.
O su manía de cambiar las sábanas de la cama de su padre todos los días. Qué más daba si gastaba un poco más en electricidad, lo importante era que quizás gracias a eso su padre no olía nunca como esos ancianos que desprenden un fuerte olor mezcla de sudor y restos de orina.
Era tan cómodo poder desentenderse de todo lo que tuviera que ver con la casa y con los cuidados diarios de su padre, que simplemente dejó pasar por alto esas pequeñas excentricidades. Por eso se sobresaltó tanto cuando una mañana la voz de su secretaria le comunicó que una tal señora Elvira preguntaba por él.
—Pregúntele qué quiere, que estoy muy ocupado.
—Ya lo he hecho. Pero dice que es urgente. Que se trata de su padre.
Cuando Germán llegó a su casa, el doctor Aguilar, el médico de familia de su padre, salió a recibirlo.
—Lo siento mucho, Germán. Te acompaño en el sentimiento.
—Gracias, se lo agradezco. No me lo esperaba. Se le veía tan bien… ¿Podría explicarme qué ha pasado exactamente? Estoy un poco desconcertado, la verdad.
—Un ataque al corazón.
—¿El corazón? No sabía que tuviera mal el corazón.
—Tenía un corazón normal para su edad, pero teniendo en cuenta las circunstancias en el momento de su muerte, entra dentro de lo normal.
—¿“Las circunstancias”? ¿Qué circunstancias?
—Bueno, a los 80 años tomarse un viagra y ponerse dale que te pego… francamente, me parece bastante previsible. Pero tranquilo, no seré yo quien te cuestione, que también voy teniendo ya una edad.