Elvira Por Ana Riera

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Tenía un aspecto agradable que inspiraba confianza. Eso fue lo que pensó Germán nada más verla. Seguramente influyera el hecho de que llevaba un par de horas entrevistando a posibles candidatos, entre ellos algunos esperpentos difíciles de clasificar. Como la cincuentona desgarbada que había exigido una cámara que lo grabara todo por si el enfermo intentaba propasarse con ella. O el amanerado del chaleco de punto que se había limpiado disimuladamente la mano con un pañuelo de seda después de estrechársela. O la joven que le explicó con toda naturalidad que no soportaba ver cuerpos decrépitos y que por tanto tendría que comprarle un bañador de cuerpo entero si quería que lo duchara.

Sí, Elvira era una mujer de mediana edad con aspecto de madre bonachona, de sonrisa fácil y manos fuertes. Contestó a sus preguntas con una voz suave y de forma respetuosa. No podía aportar un título de enfermera ni referencias de otras casas, pero le explicó que había cuidado primero de su abuela, a la que un ictus había dejado postrada en la cama, y acto seguido de su madre, que había caído en una profunda depresión y se había ido apagando poco a poco. Además, no regateó cuando le dijo lo que podía pagarle y le aseguró que podía empezar la mañana siguiente.

El anciano se adaptó a ella de inmediato. Por eso a los tres días, 12 antes de que terminara el periodo de prueba que habían acordado, Germán le dijo que estaba contratada. Su trabajo en una multinacional le obligaba a ausentarse muchas horas, de modo que se quitó un gran peso de encima al poder desentenderse del asunto. Había oído tantas historias raras de boca de sus amigos que no podía creerse la suerte que había tenido con aquella mujer. Cuando llegaba a casa se encontraba a su padre recién duchado, oliendo a Varón Dandy y con un pijama limpio. Lo único que tenía que hacer era acompañarlo hasta la mesa pulcramente dispuesta, disfrutar junto a él de la suculenta cena que ella les había dejado preparada y acostarlo en la cama.

Lo cierto era que su padre nunca había gozado de tan buen aspecto. Lucía un saludable color piel, fruto sin duda de los paseos que daba con la cuidadora, y se le veía tranquilo, con las facciones tan relajadas que hasta le había cambiado la expresión de la cara. Por si todo esto no fuera suficiente motivo para sentirse satisfecho, su progenitor dormía ahora toda la noche de un tirón. Apenas si recordaba ya esas noches insomnes en que se había visto obligado a levantarse hasta cuatro y cinco veces para atenderle, cuando había empezado a perderse entre la bruma engañosa del alzheimer y se despertaba completamente desorientado.

Cierto que algunas cosas le habían sorprendido un poco, como la primera vez que vio a su padre, ese hombre gris con aspecto de sacerdote, darle una palmada en el culo a Elvira. Pero ella enseguida le restó importancia y le contó que era normal que los hombres que sufrían esa dolencia se mostraran más desinhibidos. Germán acabó pensando que incluso era lógico, tras tantos años siendo un viudo solitario y reprimido.

 O esa vez que llegó un poco más pronto de la oficina y se encontró varias prendas de ropa interior de mujer colgadas en el baño. Pero cuando le preguntó, ella adujo que cuando llegaba a casa estaba demasiado cansada y que prefería hacerlo allí como un quehacer más de su jornada. Germán estaba tan agradecido a aquella mujer que cuidaba tan bien a su padre que pensó que tampoco era tan raro.

O su manía de cambiar las sábanas de la cama de su padre todos los días. Qué más daba si gastaba un poco más en electricidad, lo importante era que quizás gracias a eso su padre no olía nunca como esos ancianos que desprenden un fuerte olor mezcla de sudor y restos de orina.

tumblr_md55qtJuwT1rbptdko1_400_largeEra tan cómodo poder desentenderse de todo lo que tuviera que ver con la casa y con los cuidados diarios de su padre, que simplemente dejó pasar por alto esas pequeñas excentricidades. Por eso se sobresaltó tanto cuando una mañana la voz de su secretaria le comunicó que una tal señora Elvira preguntaba por él.

—Pregúntele qué quiere, que estoy muy ocupado.

—Ya lo he hecho. Pero dice que es urgente. Que se trata de su padre.

Cuando Germán llegó a su casa, el doctor Aguilar, el médico de familia de su padre, salió a recibirlo.

—Lo siento mucho, Germán. Te acompaño en el sentimiento.

—Gracias, se lo agradezco. No me lo esperaba. Se le veía tan bien… ¿Podría explicarme qué ha pasado exactamente? Estoy un poco desconcertado, la verdad.

—Un ataque al corazón.

—¿El corazón? No sabía que tuviera mal el corazón.

—Tenía un corazón normal para su edad, pero teniendo en cuenta las circunstancias en el momento de su muerte, entra dentro de lo normal.

—¿“Las circunstancias”? ¿Qué circunstancias?

—Bueno, a los 80 años tomarse un viagra y ponerse dale que te pego… francamente, me parece bastante previsible. Pero tranquilo, no seré yo quien te cuestione, que también voy teniendo ya una edad.

Doña Leonor Por Paula Alfonso

158 abiertas las ventanas

 

La primera vez que estuve en su casa no la vi, cómo iba a hacerlo si solo me importaba conocer los metros útiles, el número de habitaciones, la existencia o no de armarios empotrados. Mi actitud era inquisidora, puede que hasta arrogante, lo reconozco. Fui como esos jugadores que tras recibir su mano de naipes, los examinan con la sola idea de descartarse cuanto antes de los que menos le interesen y poder robar otros mejores. Sin embargo, la segunda vez fue diferente, la partida estaba a punto de acabar y sobre la mesa apenas quedaban cartas.

Fue mi marido el que, consciente de que se nos estaban agotando las opciones, me recordó aquel piso:

— Tal vez lo rechazamos demasiado pronto, deberíamos volver.

Con sus palabras regresó a mi mente aquella casa y algo me ocurrió, fue como una revelación, entendí con claridad meridiana qué era lo que llevábamos meses buscando. Grande, soleada, ocupaba la esquina de una quinta planta, cuatro habitaciones y todas ellas con vistas al mar. ¿Por qué la descartamos? Ni siquiera lo recordaba. Tal vez porque fue de las primeras que visitamos o porque como tenía los muebles de los anteriores propietarios ni nos molestamos en considerar las posibilidades que ofrecería sin ellos.

Ya la habrán vendido, pensé abatida. Pero al entrar en la calle, miré hacia arriba y allí, cogido a los barrotes de la barandilla, permanecía el cartel de SE VENDE con un número de teléfono debajo. Saqué mi móvil y nerviosa marqué. No tuve que esperar, contestó enseguida la voz que me había recibido la primera vez. Tras identificarme, le dije que queríamos volver a ver su piso para comprobar algunos aspectos y aclarar dudas

  • No hay problema, pueden subir.

Entré en el portal, llamé al ascensor y esperé. Aquellos minutos se me hicieron eternos. Cuando llegamos a la planta, no hizo falta tocar el timbre, Margarita, la señora con la que había hablado, nos esperaba con la puerta abierta invitándonos a pasar. Al ver de nuevo aquella terraza al fondo del salón con un mar azul que se perdía en el horizonte, las gaviotas surcando el cielo, el sol entrando a raudales por los cristales, olvidé las estrategias que teníamos ensayadas mi marido y yo relativas a cómo actuar en caso de que un piso nos gustase, y dije:

— Me lo quedo, nos lo quedamos, repetí mirando a mi esposo.

Los ojos de aquella mujer no pudieron disimular su sorpresa por la inmediatez, y también, cómo no, por la determinación con que pronuncié mis palabras. Tras felicitarnos mutuamente por aquella compra, de la que según Margarita nunca nos arrepentiríamos, nos pidió que la excusáramos, ya que debía bajar a su piso, que estaba dos plantas más abajo, para hacer algunas llamadas y concertar citas. Supuse que lo que realmente buscaba era libertad para dar rienda suelta a su alegría y avisar a sus hermanos de que la casa de mamá estaba al fin vendida.

  • Como ya casi es vuestra, os dejo y vais familiarizándoos con ella, dijo antes de cerrar la puerta.

Efectivamente, sintiéndonos todavía como verdaderos intrusos entre aquellas paredes, mi marido y yo comenzamos a deambular, visitamos de nuevo cada una de las habitaciones, los cuartos de baño, la cocina… Salimos a la terraza y permanecimos allí un tiempo saboreando el magnífico atardecer sobre el mar, hasta que empezó a refrescar y nos tuvimos que refugiar dentro.

Elegí para sentarme uno de los dos sillones orejeros, bastante viejos por cierto, que flanqueaban como centinelas una mesa pequeña de mármol blanca repleta de figuritas de cerámica y ceniceros de plata. Desde allí estuve observando los cuadros que colgaban de las paredes y algunas fotografías, y de pronto noté su presencia.

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En algún lugar, camuflados entre las flores de papel de los jarrones o desde alguna rendija que hubiera en el techo o en las paredes, unos ojos nos vigilaban, estaba segura. Pude notar su desconfianza, percibí incluso hostilidad; creo que, de haber podido, con su voz nos habría gritado: “fuera inmediatamente de mi casa, marchaos”, pero se tuvo que conformar.

Pensé que los acontecimientos, el estrés de las últimas horas, estaban jugándome una mala pasada y quise distraerme. Abandoné el salón y esta vez sola comencé a caminar de nuevo por la casa. Me concentré en los cambios que habría que hacer; lo más apremiante: pintar las paredes, el gotelé lamentablemente tendría que quedarse, pero estaba claro que a aquella casa había que imprimirle color, haciéndole perder ese tono blanco tan aburrido. Teniendo en cuenta la orientación, la luz y las dimensiones fui eligiendo el tono adecuado para cada habitación, a esta que parece calurosa le va el violeta claro, la siguiente la pintaré de verde mar y al salón le pondré un albero, también cambiaré las puertas, eran de color ébano casi negro, yo las pondré blancas con los pomos dorados. Mientras pensaba en todo esto, algo me obligaba a volver la cabeza para mirar hacia atrás de manera continua, aquella presencia me estaba siguiendo y lo hacía tan de cerca que en más de una ocasión temí recibir un empujón que me lanzase contra alguno de aquellos muebles. Al llegar a la habitación más grande, la que lógicamente convertiría en la de mi marido y mía, me sorprendió el lugar que los anteriores propietarios habían dispuesto para la cama. No, mi cama no irá ahí, habiendo esa ventana que hace esquina, la pondré en esta otra posición para que lo primero que veamos al despertar cada mañana sea el mar.

            Aquí la presencia se hizo aún más amenazante, más fuerte, parecía realmente enfadada y no pude más, me di la vuelta y corrí hacia el salón a sentarme junto a mi marido.

            Después, cuando Margarita volvió le pregunté:

  • ¿A quién perteneció esta casa? ¿Fue tuya?

No. Aquí vivió mi madre hasta que hace ahora dos años murió. Me explicó que todo el terreno que ocupaba el edificio había sido antes un chalet rodeado de un jardín propiedad de la familia.

  • Al enviudar mi madre, apareció un constructor que le hizo una interesante oferta. Le compró todo el solar para edificar en él y le regaló un piso a ella y a cada uno de sus hijos. En principio se resistió, no quería deshacerse de tantos recuerdos, pero nosotros insistimos en que disfrutaría de mayores comodidades y en los veranos vendríamos todos a nuestras casas y a la vez estaríamos juntos. Finalmente accedió y eligió para ella esta vivienda, es la mejor no cabe duda. Vivió años muy felices, pero nunca se deshizo de sus raíces. Siguió sintiéndose propietaria de todo el terreno y por las noches, antes de irse a dormir, solía bajar al portal y solo cuando se aseguraba de que la puerta estaba bien cerrada, volvía y se metía en la cama.

Doña Leonor seguía habitando en aquella casa, de eso no había duda. Desconozco qué tipo de pacto consiguió hacer con el más allá para que la dejaran quedarse, pero allí estaba, cuestionándome todo lo que yo decidía o pensaba, vigilando atenta como una leona vieja.

Para que me dejara compartir su espacio, para que me permitiera disfrutar de aquellas vistas, de aquellas habitaciones como lo hacía ella tuve que ganarme su confianza y no resultó fácil. Para cada nuevo proyecto, para cada cosa que quise cambiar tuve que luchar férreamente contra su oposición, una oposición que se materializaba en todo tipo de inconvenientes, una lesión repentina en el trabajador encargado, la carencia o desaparición inesperada de los materiales que se necesitaban… y hasta hubo un accidente de carretera de leves consecuencias. Un día, cansada ya de todo esto decidí enfrentarme y hablarle claro.

  • Ya basta doña Leonor, su tiempo pasó, este que vivimos es el mío. Váyase o quédese no me importa lo que haga pero por favor no me moleste. Le aseguro que quiero esta casa tanto como usted, la cuido, la protejo, y tengo todo el derecho a disfrutarla. Entiéndalo, doña Leonor, y perdone que le hable así, pero es que no puedo más.

3d00e2bd18c723f02ca1dab5fc89266aAquellas palabras debieron causar efecto y no me volvió a importunar.

Hoy día Doña Leonor sigue allí, en mi casa, en nuestra casa, la de las dos. Nos recibe contenta cuando llegamos y se pone triste cuando ve que nos preparamos para marchar. Me sigue cuando voy por las habitaciones cerrando ventanas y bajando persianas, incluso escucho su dulce voz pidiéndome que no me preocupe, que ella cuidará bien de todo. Después, ya en la puerta la miro y sin que nadie se dé cuenta le digo adiós, ella levanta su mano, sonríe, y susurra:

  • Aquí estaré cuando vuelvas.

 

Frances Ha (2012) Por Luigi De Angelis

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Llegué a ver esta película por directa recomendación de mi buen amigo, el jurista y estudioso de la filosofía del derecho, Jorge Baquerizo. Menciono esto porque siempre es agradable recordar el origen de la apreciación de una obra y porque Jorge demostró su don para la clarividencia al suponer que esta cinta en particular calaría profundamente en mí. Así fue, cada diálogo, escena y personaje, el tono, el humor, la estética y, en general, todas sus variables gritan “¡Luigi, Luigi, Luigi!” a viva voz, con un optimismo encomiable y un júbilo contagioso.

 Frances Ha, de Noah Baumbach, es una experiencia especial cuya exquisita cinematografía en blanco y negro recuerda el depurado acabado de algunas obras capitales de François Truffaut y Woody Allen, y a la vez transmite una vibra decididamente contemporánea.

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 De las películas de Baumbach que he visto me parece que es la menos acre y la más ligera. El calamar y la ballena (2005) me pareció una obra muy intrigante y personal, mientras a Margot at the Wedding (2007) la encontré fascinante, oscura, de un humor muy cruel. En Frances Ha el director demuestra otra vez su capacidad para observar detalles del comportamiento y encontrar humor en áreas un tanto escabrosas del devenir humano, pero es indudable que lo hace influido por un soplo de aire fresco novedoso y lúdico. Probablemente esta frescura en la propuesta se debe a Greta Gerwig, quien no sólo colabora con su presencia en el papel protagónico sino que comparte créditos en el guión. Así, frase a frase y escena a escena, la película se desenvuelve como un estudio de personaje, crítico y cálido a la vez. Su ironía es matizada por frecuentes evidencias de humor blanco y slapstick. Es fácil verla como una parodia y a la vez un homenaje de la Generación Y, de forma sabia y consciente, transita ambos andariveles con una fluidez impresionante.

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 Ante todo, la película es una crónica urbana de aquellas en las que aparentemente no ocurre nada, pero en realidad sucede todo. En su centro se encuentra un personaje inusual, aquella chica misteriosa que le da título y que como ella no hay otra. Encantadora, pero imperfecta; es difícil odiarla, pero al mismo tiempo sus inseguridades le juegan en contra; muy buena amiga, pero un tanto egoísta. Observando a Frances te ríes con ella, de ella y luego te sientes mal, para después sentirte nuevamente bien porque es difícil no pasarlo bomba con alguien así. Aparece en absolutamente todas las escenas, es compleja y tan cómica como conmovedora. Frances es un papel que requiere esfuerzo y Greta Gerwig se entrega con generosidad, ánimo y espíritu. La actriz ejecuta la tarea de dar forma a esta mujer tan singular que a la vez es la representación de todos nosotros en alguna fase de nuestras vidas. Sí, es una chica de la Generación Y, viviendo en el corazón del hipsterismo neoyorquino, una chica que baila pero no es bailarina, que vive en la Gran Manzana pero no tiene apartamento, que cae diez veces y se levanta once, es todo eso y también la voz y el alma de una generación, un poco de nosotros porque todos nos podemos identificar con su predicamento.

 

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Me encanta cuando una película habla sobre la búsqueda de uno mismo, es un tema que particularmente me sobrecoge. En el caso de esta película de Baumbach me sentí transportado a un microcosmos del que disfruté ser parte. Pocas comedias me han hecho reír tanto, pocas me han transmitido tanta humanidad y calidez, pocas han tratado con tanta honestidad lo que significa encontrarse a uno mismo como individuo en una sociedad que produce “identidades” en masa. Y porque son pocas las comedias que logran todo esto es que Frances Ha se ha quedado implantada en mi memoria como un título esencial de mi canon personal.