A ciegas Por Elisa Pérez

La mesa de la esquina fue la elegida por Berta para esperar. Le encantaba observar a los demás. Ojalá tuviera un trabajo así. Desde su puesto vio aproximarse a un chico: “no, demasiado joven para mí”. El camarero acompañaba a un hombre vestido elegantemente con traje diplomático, que resultaba anacrónico con el ambiente de ese restaurante rural y colorido: “que no sea ese por Dios, qué mayor”. Puso el bolso amarillo encima de la mesa. Era la señal. “puff, de todas formas él no puede ser, aún no me he identificado”, se regocijó lanzando una sonrisa a quien podría ser el destinatario de su inmediata victoria: “¡uy sí, que sí, que sea aquel, que sea aquel!”. Le hubiera gustado gritar con entusiasmo infantil ante el maduro con pantalón vaquero que se cruzó junto a su mesa para ir al aseo, pero rápidamente sintió que su cara se deformaba en un rictus pálido, pasando de la euforia a la más severa derrota: “ni siquiera me ha mirado”. Se retocó los labios, quiso sacar el espejo para repasarlos, pero se contuvo, “tal vez yo misma vaya al aseo para ponerme a tono, no, mejor, no, no sea cosa que por un minuto pierda una buena ocasión”. El camarero le sirvió la bebida fría que había pedido. “qué chulada de tatuaje lleva en la muñeca, qué manos tan bonitas, largas, huesudas… ¿y si yo me hiciera uno en el cuello, no sé, un cisne por ejemplo?”. La respuesta estaba clara: no se atrevería a llamar la atención, pero en ese instante, con la excusa de darle el consabido “muchas gracias” se atrevió a mirar el cuerpo entero del servicial profesional del restaurante, clavándole los ojos en su atractiva cara, un poco rara.

Jorge llevaba trabajando en ese restaurante desde hacía seis años. Era un local de moda. Para él constituía su medio de vida, la fuente de la tranquilidad buscada desde que retornó de Inglaterra. No le disgustaba poner y quitar platos, limpiar mesas o recibir órdenes del estúpido jefe de sala. “está repleto, no creo que me dé tiempo a asearme un poco antes de salir”. Una cara de disgusto asomó por encima de la pajarita blanca del uniforme. El devenir de la sala a la cocina o desde la barra era constante. Apenas reparaba en quién estaba en cada mesa, sólo cuidaba que la bandeja se llenara con la comanda para luego depositarla según el protocolo esmerado en la mesa asignada: “aún queda un rato para salir, un par de horas y por fin la volveré a ver, cuánto tiempo”. “Uff, casi se me escapa”. El tatuaje que asomaba en la muñeca crecía por todo el brazo derecho que la chaqueta blanca cubría; constituía el secreto mejor guardado de su cuerpo, al menos durante las seis horas de trabajo. En el gimnasio lo lucía con descaro.

El amigo de Andrés le inscribió en una conocida página de contactos. A él le faltaba valentía para hacerlo, le objetó. “¿valentía? pero qué cretino eres tío, ¿eso es ser valiente? Cuando quiera una pareja la buscaré en la calle, en el cine… sí o en un parque echando de comer a las palomas, ¡no te fastidia!”. La carcajada general por el comentario de su amigo aún resonaba en su cabeza. Lo primero que experimentó ante el espejo fue arrepentimiento; siguió como excusa una gran rabia por tener que dejar su serie favorita un sábado por la noche; lo último que masticó fue asco por la imagen reflejada. “ya que decidí seguir adelante con esto, por lo menos debería haberme comprado un traje, vale, sí, tengo una edad, pero éste parece de mi abuelo”. No siguió el consejo de su amigo que le sugirió quedar con ella en un lugar más tranquilo. “no, con gente será más fácil”. Andrés estaba aterrorizado, llevaba demasiado tiempo sin quedar con nadie. Cada pliegue de su cuerpo se estremecía al pensar cómo sería ella y, sobre todo, qué le parecería él. Su amigo había preparado la reserva en un local de moda de la ciudad; él hubiera elegido algo menos glamuroso pero ahí estaba frente a la puerta de cristal esmerilado, frente a su destino.

Perdone ¿me puede decir la hora? – Berta comenzaba a impacientarse. Había llegado media hora antes, era muy puntual y le gustaba que los demás lo fueran, en su perfil lo había dejado claro.

  • Las nueve y veintisiete.
  • Gracias – llevaba el reloj adelantado. Cogió el bolso amarillo para buscar el móvil. Le daría sólo diez minutos más. Antes de localizar el aparato palpó algo dentro del bolso. “vaya, el alfiler de la boda de mi amiga Luisa, pues sí, lo mismo me trae suerte como ella predijo”.
  • ¿Quiere que le traiga la carta, señorita?
  • No, tráigame otro cóctel… – No tuvo reparo en pedir su tercera bebida. Estaba deliciosa. Eso le permitiría esperar un poco más, aunque ya muy ansiosa por encontrarse con el posible candidato.

Con un ligero mareo, fruto de la bebida que se tomaba a grandes sorbos, divisaba el devenir de gente sin atreverse a pedir algo de comer. No habría peor imagen que la pillara comiendo sin esperarle. En casi todas las mesas había más de un comensal, salvo en una: el hombre maduro del traje de rayas diplomáticas se tomaba una cerveza ensimismado con la carta. “debe sabérsela de memoria, la ha repasado ya veinte veces, le han dado plantón. No me extraña, con ese traje”, y lanzó una carcajada que hizo volverse al camarero que pasaba por allí camino de la cocina, se le escapó entre los dedos que taparon inconscientemente el sonido delator. En ese momento el bolso amarillo se cayó de sus piernas, produciendo el desparrame de varios objetos por debajo de la mesa.

  • Permítame, señorita, le aconsejo que coma algo mientras espera a su novio – Jorge depositó la bandeja sobre la mesa atraído por el ruido que transgredía el ambiente selecto del local.

El jefe de sala, altivo y prepotente, le ordenó de inmediato que saliera de debajo de la mesa. Era una actitud impropia de la elegancia del local. Berta disfrutaba con la escena, lejos de mostrarse avergonzada se sentía desinhibida y alegre.

  • Me encanta su tatuaje. Es precioso… déjeme que lo vea más cerca, hmm, parece que es muy largo, que abarca todo el brazo… – con un ademán quiso levantar la camisa del joven que azorado miró al jefe de sala mientras se ponía en pie para dirigirse no sabía bien si hacía la cocina o directamente a la calle.

La noche se había nublado bastante, el ambiente había refrescado. El uniforme de camarero quedó colgado en la percha asignada. “Mi talla es estándar servirá a cualquiera…”. Jorge se cambió como de costumbre, había olvidado asearse, recogió las pocas cosas de su taquilla, sin mirar atrás, no estaba enfadado, al fin y al cabo era lo que quería. “los tatuajes están prohibidos en un local de esta categoría, lo dejé pasar porque era discreto, pero no puedes llamar la atención de esta manera…, si quieres permanecer aquí tienes que borrarlo, sí, quitártelo, bla, bla, bla…, imbécil, no me pienso borrar un tatuaje por un trabajo como este… ¡a la mierda!”. Se paró un instante oteando alrededor. La calle estaba vacía, era muy tarde. Caminaría hacía el autobús. Una sombra al otro lado de la acera, le hizo mirar. Reconoció la risa de la señorita del bolso amarillo. Hablaba por su móvil. De repente se acordó de que había quedado con alguien, le vendría bien evadirse de todo aquello.

  • Ya lo sé, mamá, tomaré un taxi, no te preocupes por mí, estoy bien, de verdad, él se lo pierde.

Andrés decidió terminar esa noche aciaga a lo grande. Antes de pedir la cuenta se lamió los labios del rico postre que acababa de saborear. Le sorprendió el estruendo procedente del fondo, sin interesarle demasiado dobló la servilleta como si estuviera en casa, limpió las migas de pan esparcidas en la elegante mesa y se dispuso a guardar el móvil mudo toda la noche.

  • Su cuenta, señor. –el tatuaje afloraba ya por debajo de la camisa blanca con descaro y brillantez, pues ya sabía que iba a tratarse del último servicio.

En silencio Andrés repasó: un servicio, cuatro platos y una botella de vino. Todo perfecto. En su salida a ciegas no había lugar para nada más, “ya está, me voy a casa, llegaré a tiempo de ver el último episodio… cuando vea al cretino de Juan se va a enterar. “lo peor es que tengo que llevar el traje a la tintorería: me he manchado la chaqueta, bueno ya veré…”.

Salió sin darse cuenta que era el último comensal en hacerlo, el resto de mesas se habían ido vaciando. Tenía automóvil, lo había limpiado para la ocasión “¡qué sandez, pensó de nuevo! Como si esperara llegar a algo más que una cena que luego ni siquiera ha sido eso…”. Echó a correr para cruzar hasta su coche. El resplandor de algo amarillo o dorado sobresalía de la sombra de alguien, junto a su coche, que hablaba por el móvil. Abrió la puerta con el mando y se metió dentro rumbo a su casa, a su refugio.

En la parada del autobús Jorge se desesperaba con la tardanza. No la había localizado pero tenía tiempo aún. Se acomodó en el asiento bajo la marquesina, repasando lo vivido en esa noche. El pitido del teléfono le ofreció una emoción ya inesperada. Temía que fuera otra cosa, de trabajo, de nada importante. No estaba dispuesto a llevarse otro disgusto. Mejor lo intentaría mañana.

 

 

 

 

 

Musulmanes en Francia: Yihad o vivir de igual a igual

Por Horacio Otheguy Riveira

 

Sam (Malik Zidi) es un periodista independiente musulmán entusiasmado con escribir un libro sobre los musulmanes como él volcados en la Yihad, para ello decide infiltrarse en una célula secreta establecida en las afueras de París. Es pelirrojo, de manera que su aspecto no se parece en nada a sus correligionarios, pero en principio le creen, es hijo de argelino y francesa y lleva un Corán encuadernado, muy leído, en la chaqueta, y reza, y sabe mucho de todo lo humano y lo divino, así que la amistad surge, hasta que se encuentra atrapado por Hassan (Dimitri Storoge), un líder fiero, capaz de todo, con alcance para organizar una serie de atentados para sembrar el caos en el corazón de París.

Sam se asusta. Va a la policía, esta no le tiene piedad: “Tienes que trabajar para nosotros, de lo contrario serás cómplice de lo que ocurra. No damos abasto. No tenemos medios. Hay 3000 células yihadistas detectadas pero no investigadas. Esta que tú dices no la conocemos de nada”.

Lo más interesante de todo el proceso que sigue —una peli de acción con intriga bien servida y buenos personajes— es que el infiltrado podría ser uno de ellos, no es un cristiano o un ateo metido en el cinismo absoluto para escribir su best-seller, en absoluto. Sam cree en un Islam de confraternidad. Está casado con una francesa que no practica ninguna religión, y se la juega con su propio miedo a una violencia ciega, aunque considera imprescindible aprender a desempeñarse en ella para defender sus intereses, que en el fondo son los de la buena causa islamista (la de quienes consideran a cualquier ser humano un igual con el que luchar por la vida), y la defensa de su familia: mujer y pequeño hijo.

El fanatismo del líder está muy bien planteado, aunque de pronto su pasión por la destrucción de todo el que se ponga en su camino parezca muy exagerada. Hay abundante literatura novelística bien documentada y también sociológica sobre estos perfiles (el prolífico Yasmina Khadra, por ejemplo), de manera que el furor adquiere dimensiones terroríficas con base real.

Objetivo: París (Made in France) también está escrita y dirigida por musulmanes, resulta un interesante punto de vista estructurado con seriedad y amor por la supervivencia de una cultura dispuesta a convivir con todas las demás en armonía… aunque vengan degollando.

 

Conocí a mi esposa por Internet. Pertenecía a una familia que dejó el Islam por Occidente, pero ella enseguida entendió mis creencias y volvió a la esencia. ¿Sabes por qué me casé rápidamente? Para tener algo que perder, si no ¿qué sentido iba a tener mi martirio, qué clase de martir vas a ser si nada tienes que perder?

 

 

Director Nicolas Boukhrief
Guionistas Éric Besnard, Nicolas Boukhrief
Fotografía Patrick Ghiringhelli
Reparto Malik Zidi, Dimitri Storoge, François Civil, Nassim Si Ahmed, Ahmed Dramé,Nailia Harzoune, Nicolas Grandhomme, Assaad Bouab, Malek Oudjail,Laurent Alexandre, Franck Gastambide, Judith Davis

La película tenía previsto su estreno en Francia el 18 de noviembre de 2015, pero tras los atentados del día 13 del mismo mes, fue desprogramada para acabar siendo difundida en canales de TV y DVD .

 

 

Sally Field en El zoo de cristal, de Tennessee Williams

Por Luigi De Angelis Soriano

 

Quienes me conocen saben que una poderosa razón para asistir a la función de The Glass Menagerie (El zoo de cristal) en Broadway es la presencia de Sally Field en el papel protagónico. Sin embargo, aunque no niego que mi devoción por la actriz es real (puedo ver una y otra vez Norma Rae y Places of the Heart, por ejemplo), existe otro aspecto que también influyó en mi decisión: la pieza en cuestión es una de las creaciones más conmovedoras del dramaturgo estadounidense Tennessee Williams (Misisipi, 1911-Nueva York,1983).

En este particular drama hay una crudeza desgarradora que da cuenta del contexto en el cual fue puesto en escena por primera vez. Estrenado en 1944, lo que sus palabras transmiten es la vaga e improbable esperanza de mejores días por venir y, a la vez, la desazón que produce resignarse a aceptar que quizás los sueños no siempre se hacen realidad. Todo ello es abordado en el reducido ambiente de un departamento de San Luis, Missouri, donde una mujer, sus dos hijos adultos y un invitado interactúan de tal forma que poco a poco revelan las grises tonalidades de sus pensamientos y el amargo sabor de sus respectivas decepciones.

Central para la historia es el personaje de Amanda Wigfield (Sally Field), otrora belleza sureña de clase acomodada que, abandonada por su marido, enfrenta dificultades financieras mientras trata de mejorar el estatus de sus dos hijos: Tom (Joe Mantello), un escritor entregado al alcohol, y Laura (Madison Ferris), una joven discapacitada totalmente devota a su colección de figuras de cristal. Redondea el catálogo de personajes Jim (Finn Wittrock), un alegre joven que, invitado por Tom, se une a la familia durante una cena que resulta más reveladora y emocional de lo esperado.

Dirigida por Sam Gold, esta representación de la obra aplica las licencias de una “memory play” en diversos sentidos. Con una puesta en escena casi desnuda por lo lacónica, la atención al período en el que transcurre (los años 30) es mínima e, incluso, deliberadamente subvertida con elementos de vestuario propios de la actualidad. El personaje de Tom, quien en la obra es un joven de un poco más de 20 años, es interpretado por un actor de 54. Y a pesar de estas licencias, la credibilidad de las palabras de Williams está presente, la fuerza de los monólogos hace justicia a la que hoy por hoy es una obra capital del teatro del siglo XX con una proyección eterna por lo universal y atemporal de su contenido.

 

La carencia de elementos en el escenario vuelca la atención de la audiencia hacia los actores, quienes brindan interpretaciones sólidas. Joe Mantello despliega energía y una vis humorística que le proporciona frescura a este revival. Como Tom es narrador y protagonista al mismo tiempo, él se dirige en varias oportunidades a la audiencia, generando empatía y entretenimiento. Madison Ferris, una actriz discapacitada en la vida real, transmite la vulnerabilidad de Laura de una forma palpable. Sus limitaciones físicas contribuyen a un dramatismo visual muy potente. Finn Wittrock confiere a Jim un optimismo del cual carecen los demás personajes; en consecuencia, aunque él también conoce el sabor de los sueños no cumplidos, el actor con su cara de niño y gestos inquietos ilumina con una luz insistente el panorama que, en general, es oscuro y desolador.

Y ahora sí, le dedico un párrafo muy especial a Sally Field. Por la mañana anunciaron su nominación al premio Tony a la mejor actriz principal en un drama. Por la noche la vi encarnando a Amanda Wingfield, papel previamente interpretado por sobresalientes actrices de la talla de Maureen Stapleton, Jessica Tandy, Julie Harris y Jessica Lange. Puedo reportar con gusto que Field está a la altura de las generosas críticas que ha recibido por su trabajo y la ovación de pie en la que participé con auténtica felicidad. En una interpretación que rebosa equilibrio y delicadeza, sus ojos expresivos y su encomiable habilidad para cruzar las fronteras de lo hilarante y lo trágico son sus mayores recursos. Este es un testimonio más del talento de una actriz ampliamente reconocida en el cine y la televisión por décadas.

Ciertamente hay cosas que no voy a olvidar respecto de esta noche y la escena en la que Sally aparece en medio del escenario vistiendo un anticuado vestido color rosa chillón es una de ellas. Un momento que generó risas y aplausos, pero que también marca el inicio de una velada reveladora; no sólo para los cuatro personajes de la obra, sino también para la audiencia. ¿Acaso no vivimos justo aquí y ahora la decepción de los sueños no realizados?, ¿no vemos, a veces, con nostalgia un pasado más dulce y más glorioso? Yo creo que las respuestas a estas interrogantes nos conducen a pensar en la vigencia de la obra de Tennessee Williams, la misma que en este caso ha recibido un tratamiento muy bueno, elevado por la luz de una interpretación central brillante.

Asistí a la función del 2 de mayo de 2017, a las 19:00 en el Teatro Belasco (111 West 44th Street, New York, NY 10036).

 

Francisco González Ledesma: padre de la novela negra española

Por Horacio Otheguy Riveira

Francisco González Ledesma (1927-2015) fue un escritor censurado en el franquismo que creó a Méndez, un inspector de policía que encierra a los rojos y una vez que están entre rejas les lleva comida y su ocupa de su familia. Un poli que envejece lleno de nostalgia porque, palmo a palmo, ve la destrucción de su Barcelona republicana. Un aventurero valiente y sentimental que por encima de todo ama las calles miserables de la hermosa ciudad y a sus putas, a las que protege, como si fueran sus hijas, incluso cuando las mete en la cárcel.

FGL venía de familia republicana y cuando le censuraron se arremangó y publicó novelas del oeste en los kioscos con la firma de Silver Kane. A medida que el franquismo se fue apagando él fue resurgiendo. Ya había sido abogado y periodista de La Vanguardia, el diario estelar de Cataluña. Un montón de novelas. Padre de autores de novela negra como Vázquez Montalbán, Juan Madrid, Andreu Martín, Alicia Giménez Bartlett y de otros muchos buenos escritores, así como también cojos herederos, y filibusteros de obras vacías de contenido bajo la pátina del crimen, el misterio… y el olor a podrido de los barrios altos inundando de renovada miseria los barrios bajos.

González Ledesma superó los 83 años en activo hasta que un infarto cerebral le pilló de noche, durmiendo, y le dejó medio paralizado, luchando consigo mismo para volver a hablar y moverse, añorando los buenos días perdidos: “Una de mis tres hijas me dijo que ahora le emociona que le coja la mano para ayudarme a caminar, porque ella no recuerda que se la cogiera ni para cruzar la calle, siempre ocupadísimo, todo el día trabajando sin ver a mi familia”.

Superando tan mal estado con ayuda de su familia —y de grandes profesionales de la sanidad pública— escribió Peores maneras de morir, la despedida del inspector Méndez de la literatura española. No volvió a escribir más y murió cuatro años después. No encuentro mejor homenaje que transcribir algunos de sus numerosos buenos momentos literarios:

(…)

— Me voy a desabrochar.

— ¿Para qué?

— Idiota de ti, muñeca. Hay que pensar, hay que pensar. Vamos, piensa un poco. Yo aquí sentado, con toda la maravilla fuera, y tú de rodillas delante de mí. ¿Vas entendiendo? Yo, mientras tanto tengo la pistola apuntando a la puerta, pero también a tu cabeza. De modo que nada de tonterías, que yo soy muy buen chico y no quiero ver tus sesos, sólo tu lengua.

Y, naturalmente, ella obedece. Valiente imbécil eres si crees que luego vas a vivir, muñeca. Pero la verdad es que lo crees, como todo el mundo. La gente obedece siempre, pero dale una esperanza. Hala, ven.

De rodillas.

— Así… —murmura el hombre con los ojos en blanco—. Así, así…

— Así —dice entonces una voz en la puerta. La voz de Méndez.

Óscar Ceballos había empezado siendo “negro”. Pero no “negro” de los que escriben libros para otros, sino de los que castigan a las chicas secuestradas que no quieren ejercer la prostitución. En la jerga se llama así al tío repulsivo que viola con todo sadismo a la chica que no quiere seguir las reglas, para que sea civilizada y aprenda de una vez. Las chicas no lo denuncian nunca, pero Méndez capturó una vez a un “negro”. Lo esposó bien, y por descuido —es que Méndez no se daba cuenta de nada— dejó entrar a dos de sus chicas en la celda.

(…)

Méndez es aquel tipo que lleva los bolsillos llenos de libros, aunque a veces se le olvida la pistola.

Méndez fue un policía bajo el franquismo que resultaba sospechoso para los franquistas porque cuidaba de los rojos en la cárcel, y luego fue sospechoso para los demócratas porque había sido policía franquista, sospechoso para sus jefes porque siempre actuaba por su cuenta, sospechoso para los jueces porque no creía en la ley, sospechoso para los macarras porque protegía a las putas, sospechoso para las putas porque éstas no acababan de creer lo de su impotencia y temían que un día se les presentase hecho un tigre.

(…) Méndez la oyó susurrar:

— Vosotras me mantenéis viva.

— ¿Por qué?

— Porque me dais esperanza. Ya sé que la esperanza no siempre tiene sentido, pero al menos siempre es útil. Lo leí anoche en un diálogo de una obra de Esquilo, ya sabes, un griego, el primer dramaturgo de la historia con Prometeo Encadenado: “¿Qué has hecho para librar a los hombres del horror a la muerte?”. Y Prometeo contesta: “Sembré en su corazón la ciega esperanza”.

Historia de Dios en una esquina

Yo no sé si usted ha oído hablar alguna vez de Palmira Rossell –le dijo Méndez al periodista Carlos Bey.

Carlos Bey le ayudó solícitamente a cruzar la calle, que estaba resbaladiza a causa de las primeras lluvias del otoño, y comprobó con admiración que Méndez estaba en forma, pues no había vacilado ante la amenaza de los coches, no había tropezado con ninguno de ellos y no había perdido un zapato al subir al bordillo velozmente. Cuando estuvieron a salvo, el periodista encendió un cigarrillo y murmuró.

— No, no he oído hablar de ella, pero le confesaré que en principio tampoco me interesa. Usted, Méndez, sólo tiene amistad con mujeres llenitas y pervertidas que usan combinaciones color malva, tienen discos de canto gregoriano para acompañar los pecados y, desde luego, tratan de corromper a un sobrino inocente y pobre. Si Palmira Rossell es de ésas, más vale que hablemos de otra cosa.

(…)

Méndez, que estaba con las manos sobre las rodillas, meditando en posición de abad, no llegó a oír ni siquiera el leve chasquido que producen los silenciadores. Y era natural, porque el disparo, aunque fuese de arma larga, se acababa de producir al otro lado de la calle. Pero se dio cuenta de que algo ocurría cuando, gracias a la luz que desde el salón se proyectaba sobre la terraza, vio que todo el cuerpo de Marquina daba un salto terrible y luego se desplomaba hacia atrás. Y cuando oyó, sobre todo, que la nena lanzaba un gritito sordo y entraba de nuevo en el salón, cayendo de rodillas y poniéndose así a moverse frenéticamente, igual que una gata.

Los pensamientos de Méndez, que como se sabe siempre han sido impuros, se detuvieron primero en la falda de la mujer, que al alzarse mostraba las piernas de su dueña precisamente por la parte posterior, que suele ser la más carnosa y la que más excita a los sodomitas, onanistas y otros hombres piadosos. Luego los pensamientos de Méndez se centraron en los movimientos frenéticos de la mujer, que queriendo huir de algo se acercaba a gatas a él, como si a aquella altura quisiese encontrar —desde luego inútilmente— algo que valiese la pena. Por fin la atención de Méndez se concentró en la cara de la ninfa. Era una cara que reflejaba el más absoluto horror. (…)

— Necesito su palabra de caballero.

— Mi palabra de caballero no se la puedo dar porque no lo he sido nunca.

Sí, le puedo dar mi palabra de hijo de puta, que en mis calles tiene bastante valor.

— Acepto.

(…) Se movía como un bulto pegado a la pared cuando escuchó el repiqueteo de unos pasos apresurados. El policía se giró, guiado por un instinto profesional. Un joven pasó cerca sin apenas mirarle. Aquel muchacho huía de algo. ¿No lo hacemos todos?, pensó Méndez intentando ser profundo.

La bala salió de una esquina… Sintió el impacto del proyectil contra su cuerpo, lo sintió desgarrar sus carnes, alojarse en un punto inconcreto. Un dolor agudo se extendió por todo el lado izquierdo de su cuerpo.

Tendido en el suelo, sintió el líquido viscoso y caliente extenderse por su camisa.

El último bar de la noche cerró y el silencio se dilató como una mancha pastosa.

Intentó ponerse en pie, continuar, como si no hubiera peores maneras de morir.

SERIE MÉNDEZ (Wikipedia)

  1. Expediente Barcelona, 1983
  2. Las calles de nuestros padres, 1984
  3. Crónica sentimental en rojo, 1984, Premio Planeta de Novela
  4. La Dama de Cachemira, 1986, Premio Mystère
  5. Historia de Dios en una esquina, 1991
  6. El pecado o algo parecido, 2002, Premio Hammett
  7. Cinco mujeres y media, 2005, Premio Mystère
  8. Méndez, 2006
  9. Una novela de barrio, 2007, Premio RBA de Novela Policiaca
  10. No hay que morir dos veces, 2009
  11. Peores maneras de morir, 2013