Un paseo en barco Por Ana Riera

Turner, 1830.

Qué pasa, por qué me miras así. No pongas esa cara de pirado, no te pega nada. ¿Me puedes decir de una puta vez qué hacemos aquí? Me has dicho que era por algo importante, de vida o muerte. Así que o me dices ahora mismo de qué va todo esto o me llevas de regreso al puerto. Ya sabes que odio navegar. Me pones de los nervios. Anda, vete abajo y llévame de vuelta. ¿Pero qué cojones haces? Déjame, suéltame. ¿Se puede saber qué pretendes? Joder, has perdido la cabeza. No lo hagas, escúchame.Te daré lo que quieras, cualquier cosa. En serio. Te lo juro. Mierda. Por favor, para. No, no.

 

Desde que el motor se ha puesto en marcha una sensación extraña, como de clavos candentes, se ha instalado en mi estómago. Jamás había sentido algo parecido. Es raro y extremadamente desagradable. A lo mejor es por culpa del guiso que me he comido este mediodía. Estaba muy rico de sabor, pero al tragarlo te dejaba un extraño regusto amargo.

No debería haber aceptado. Ya sé que Enrique no sabe nada. No es que no sepa nada, es que es incapaz de imaginar algo así. Él no, imposible. Su mente es demasiado simple, demasiado plana. Además, siempre me ha venerado. Es algo que heredó de su padre, algo que ha pasado de generación en generación. Su progenitor adoraba al mío y él a mí. Así de simple.

Yo admiraba a mi padre, mucho, muchísimo. Hasta que empezó a chochear y a hacerle caso al padre de Enrique. No entendía que pudiera transmutarse así, de la noche a la mañana, sin más. Era revertir el orden lógico de las cosas.

No hay que revertir el orden de las cosas. No es natural, por eso no puede funcionar. Mi padre más que nadie debería haberlo sabido. ¡Pero si era él quien me lo había enseñado! Sin embargo, decidió ignorarlo, decidió ignorarme.

A lo mejor es una especie de premonición. Pero qué estoy diciendo. Es absurdo. Tiene que ser el guiso. Además, si yo no creo en las premoniciones ni en todas esas chorradas. Míralo, tan reconcentrado, con el timón entre las manos, mirando el horizonte. El amo y señor de la cabina. Siempre le ha gustado el mar.  Le encanta. Cualquiera diría que siente una comunión personal con él. Para mí, en cambio, el mar no es más que una masa infinita de agua que esconde demasiados secretos.

Enrique siempre ha sido una persona taciturna. El convidado de piedra con miedo al jefe, siempre pendiente de que en cualquier momento le pida algo. Un fiel compañero de fatigas. Alguien muy útil, en realidad. Al menos para tipos como yo. ¡Ay! Otra vez los clavos candentes atizándome el estómago. ¿Será una premonición? ¡Mierda!

Ignorar el orden de las cosas… por eso no podía quedarme con los brazos cruzados, simplemente no podía. Habría sido demencial, una incongruencia. Tenía que hacer algo, tenía que actuar para que todo recuperara su equilibrio natural.

Y lo hice, claro que lo hice. Mi padre me había enseñado a coger el toro por los cuernos y a no dudar jamás. Cuando hay que actuar, hay que actuar, decía siempre. Y luego me guiñaba un ojo cómplice y se marchaba sonriendo.

No es sólo el estómago. Hay algo más, una sensación casi imperceptible que me nubla la mente. ¿Pero por qué digo tantas tonterías? No me reconozco. ¿Algo más de qué? ¿Por qué? ¿Por lo que sucedió ese día? Sería absurdo. No tendría ningún sentido. Nadie tiene ni la más remota idea. De eso estoy seguro. De hecho, me siento muy orgulloso por ello. Estuve genial.

Por eso sé que estuvo bien. Mi padre había perdido los papeles. Era algo que no podía permitir. No me quedaba más remedio que quitarle de en medio. Y al que lo había ablandado también. Sí, estoy orgulloso de lo bien que salió todo. No es para menos. Era un asunto complicado, peliagudo. Pero nadie dudó, nadie lo relacionó conmigo. Fui en todo momento el desconsolado hijo que queda huérfano.

El agua está en calma. Parece una laguna. Mejor, mucho mejor. A mis tripas revueltas solo les faltaría el oleaje. La luna alumbra la superficie. Parece marcar el camino para perderse luego en el horizonte. Mis ojos quedan atrapados en el bailoteo titilante de su reflejo. Siento que Enrique me observa, sus ojos clavados en mi cogote.

Estoy paranoico. ¿Pero qué cojones me pasa? Será el mar, que me altera. No me siento seguro lejos de tierra firme. Necesito que me dé el aire. Notar el viento en la cara y las gotas de agua saladas colándose en mis orificios nasales.

Un desafortunado accidente, eso dijo la prensa. Lo tildó de desafortunado. Pues sí, terriblemente desafortunado, sobre todo para ellos. Pero necesario. Por eso me quedé muy tranquilo. Es lo que pasa cuando uno sabe que ha hecho lo correcto.

Mucho mejor aquí arriba, en la cubierta. Me acerco a la popa. Me gusta ver el reguero de espuma que deja el barco a su paso. Desborda energía. Me relaja. Además, así quedo fuera del campo de visión de Enrique. Nunca me ha gustado sentirme frágil. Es un signo de debilidad.Y yo soy cualquier cosa menos débil.

Por eso no entiendo a qué viene esta sensación en el estómago. Por eso pienso que debe ser cosa del guiso, que me ha sentado mal. Es lo único que tiene sentido. Porque si hay alguien que es imposible que se huela lo que pasó, ese es justamente Enrique. Tan pusilánime, tan servil. Mierda. No se me pasa. Empieza a hacer frío. Alguien sube. Qué querrá ahora.

 

Lucien Freud, 1951.

Qué pasa, por qué me miras así. No pongas esa cara de pirado, no te pega nada. ¿Me puedes decir de una puta vez qué hacemos aquí? Me has dicho que era por algo importante, de vida o muerte. Así que o me dices ahora mismo de qué va todo esto o me llevas de regreso al puerto. Ya sabes que odio navegar. Me pones de los nervios. Anda, vete abajo y llévame de vuelta. ¿Pero qué cojones haces? Déjame, suéltame. ¿Se puede saber qué pretendes? Joder, has perdido la cabeza. No lo hagas, escúchame. Te daré lo que quieras, cualquier cosa. En serio. Te lo juro. Mierda. Por favor, para. No, no. Mierda. Por favor, para. ¡Ahhh! Hostia puta. ¿Acaso se te ha ido la pinza? ¿No ves que me voy a caer? No me sueltes. Por lo que más quieras, no me sueltes. Si vuelves a subirme te daré lo que me pidas, sea lo que sea. Lo que quieras. ¡Dime algo, por Dios! Enrique, joder, por tu padre…

–Justamente, por mi padre lo hago. Y esto es lo único que quiero. No necesito nada más. Hasta nunca, gilipollas.