Tarde de lluvia Por Paula Alfonso

 

—No importa, voy bien equipada -le respondí un tanto prepotente-.

Ajusté la mochila a mi espalda, abotoné el chubasquero, me cubrí con su capucha, abrí la puerta y comencé a caminar a paso ligero como aconsejan los endocrinos en estos casos. A escasos metros me detuve, pero solo para cerciorarme de que la aplicación que expresamente había bajado en el móvil funcionaba correctamente, así era, llevaba dos minutos andando, había avanzado 150 metros y quemado 4 calorías.

—Esto funciona -me dije animosa mientras guardaba el móvil en el bolsillo y reanudaba la marcha-.

Subí por la empinada cuesta que me lleva a Menéndez Pelayo y en su cima, casi sin resuello, tuve que pararme para elegir dirección. En frente tenía el Parque del Retiro, atravesándolo llegaría a Cibeles, subiría después Gran vía y enseguida, en una de sus calles paralelas la ansiada meta, las puertas del teatro. Pero había oído que se esperaban inminentes fuertes ráfagas de viento, y por tanto se desaconsejaba transitar ir por zonas arboladas, así que resolví que en vez de cruzar el Retiro lo rodearía. Fatal decisión, ya lo adelanto.

En aquellos momentos, la tarde era ya de perros, llovía con intensidad y Menéndez Pelayo estaba casi desierta, pero yo me sentía bien, con mis manos guardadas en los bolsillos, mis deportivas especiales para caminar, la mochila a la espalda, la cabeza bien tapada bajo la capucha…, hubiera sido una cobardía abortar mi plan. Cuando llegué a O’Donnell giré para dirigirme hacia la calle de Alcalá; durante los siguientes metros caminaría entre la alta verja del Retiro a mi izquierda y una calzada de cuatro carriles por la que no paraban de circular coches a mi derecha. No llevaba mucho en esta nueva etapa de carrera cuando tuve que echarme a un lado para que una chica con un abrigo de paño marrón y paraguas amarillo me adelantara, al parecer tenía prisa y la acera era tan estrecha que las dos a la vez no cabíamos, musitó un “gracias” apenas perceptible y siguió su camino.

—Qué manía tiene la gente de utilizar paraguas -pensé mientras se alejaba-, a mí me resultan engorrosos, pero ella con sus zapatos de tacón, medias y abrigo de paño estaría ya calada si no lo llevase.

De pronto noté ligeras salpicaduras en las piernas, un coche acababa de pasar por encima de un charco y me había mojado. Quedé quieta mirándolo con mi peor cara mientras se alejaba y cuando creí que ya era suficiente, me dispuse a seguir, pero justo en ese momento, una ducha, ¿qué digo una ducha?, un torrente me anegó por entero, cara, ojos, cuello, piernas, deportivas… fue como si alguien con toda su fuerza hubiera lanzado sobre mí un barreño grande de agua, un desastre. Sin darme apenas tiempo a reaccionar me alcanzó un segundo jarreo más intenso aún de un segundo coche, y a este le siguió un tercero. Era increíble, con la misma alegría y determinación que si llevaran un fueraborda los conductores surcaban el agua acumulada en los baches provocando un auténtico sunami que caía despiadadamente sobre nosotras, las pobres transeúntes, que estábamos atrapadas en la acera. Porque a pocos metros la chica del abrigo de paño, que me había adelantado sufría mi misma experiencia, pues en su intento por defenderse, doblada sobre sí misma, orientaba hacia los coches su paraguas, pero daba igual, la ola superaba el paraguas y cualquier otro objeto que se hubiera interpuesto para derramarse inmisericorde sobre ella.

Dicen que las desdichas en compañía se hacen más llevaderas o al menos así pensé yo, y como pude, zarandeada por los repetidos jarreos, llegué a su lado. La intención que tuvo nada más verme fue meterme también bajo su paraguas.

—No -le dije- mejor corramos.

Pero era imposible avanzar en medio de tanta adversidad.

En un momento dado sentí que mi paciencia se acababa y decidí atacar. Con paso firme avancé hasta el mismo bordillo y allí, a cuerpo descubierto, empecé a pedir a los conductores mediante gestos y alguna que otra palabra obscena que aminoraran su marcha, que entendieran nuestra situación, pero muchos de ellos me ignoraron dejando caer sobre mí el consabido maremoto, entonces tremendamente irritada y chorreando de arriba abajo era cuando les increpaba, les maldecía de la manera más soez y brutal que se me ocurría, en este momento ya no había límites. Al principio ella observaba perpleja mi comportamiento, mientras se retiraba el agua de la cara y sacudía el de su abrigo, pero enseguida me secundó. Sus tacos puede que fueran menos agresivos que los míos, pero entre las dos logramos al fin que algunos conductores disminuyeran la velocidad y otros se alejaran cambiándose de carril, sin embargo lo peor estaba aún por llegar, un autobús, un maldito autobús. Lo vimos venir a toda velocidad rozando el bordillo, conscientes de lo que podía suceder, nos esforzamos aún más en indicarle nuestra situación, en hacerle señas para que frenase… Me consta que nos vio y entendió nuestros gestos, pero, lejos de acatarlos, aceleró, zambulló sus enormes ruedas en la poza y nos encharcó. Llena de ira pensé en correr hasta la próxima parada, esperar a que llegara y cuando abriera sus puertas subir, cogerle por la pechera, obligarle a salir, y una vez en la calle arrastrarle por el pavimento una vez dos veces, vuelta y vuelta como se hace a las croquetas en el huevo, pero cuando quise poner en práctica mi fantasía el autobús había desaparecido de mi vista.

Empapadas hasta los huesos llegamos por fin a la calle Alcalá, allí ya no había problema, su desnivel impide que el agua se acumule, por tanto estábamos salvadas. Las dos nos relajamos, comentamos lo sucedido y hasta nos reímos al coincidir en que parecíamos dos naufragas llegadas a la orilla. Enseguida nos despedimos, ella entró en un portal y yo continué mi camino hacia Cibeles. De pronto tuve la extraña sensación de que caminaba sobre las aguas como Jesucristo en Galilea, miré hacia abajo y vi que de los bordes de mis deportivas salían burbujas y que cada pisada iba acompañada de unos sonidos inenarrable. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir que me dejen achicar este agua antes de que me agarre una pulmonía? De repente se me encendió la luz, El Corte Ingles, esa sería mi salvación. Con aquel ruido estruendoso saliendo de mis pies y con un aspecto horrible a juzgar por las caras que ponían los que se cruzaban conmigo seguí caminando. En aquellos momentos diluviaba. A mi llegada a las puertas del establecimiento el público que estaba arremolinado bajo la marquesina, se hizo a un lado para dejarme pasar, actuaron bien porque creo que de no hacerlo me los hubiera llevado por delante.

En el interior las dependientas me miraban, también los clientes, seguro que se preguntaron ¿adónde irá esta mujer chorreando? Y eso mismo me pregunté yo, ¿adónde voy? Lógicamente a un cuarto de baño, pero en el que hubiera poca gente. Mi ingenio determinó que el más adecuado era el de la planta de caballeros, allí la afluencia necesariamente se vería reducida a la mitad. Dicho y hecho, avancé por los pasillos, alcancé las escaleras mecánicas y sintiéndome objeto de todas las miradas, llegué a la planta 2ª Caballeros. Era un cuarto pequeño con 4 aseos, y totalmente vacío, estupendo, me quité el impermeable que todavía chorreaba y lo dejé en uno de los lavabos, deposité la mochila en un rincón y me acerqué al secador de manos eléctrico, estaba ya aflojándome los cordones de mis deportivas para, una vez extraída el agua, ponerlas debajo, cuando oí descargar una cisterna, al poco tiempo otra, miré las puertas y efectivamente dos de ellas comenzaron a abrirse para dejar paso a dos chicas inglesas, de pelo rubio rizado y cara de pan, se dijeron algo entre ellas y decidieron utilizar el lavabo que precisamente yo había ocupado con mi impermeable, visiblemente molesta, dando saltitos a la pata coja, porque ya estaba descalza de un pie, llegué hasta ellas, recogí mi impermeable y de la misma forma volví a mi centro de operaciones, bajo el secamanos eléctrico. A los pocos minutos noté su presencia detrás de mí, me giré y vi que con expresión estúpida me mostraban sus manos mojadas, querían secarlas. Con bastantes malos humos recogí todas mis cosas y me encerré en uno de los aseos, allí, segura tras la puerta, con tiras y tiras y tiras de papel higiénico me sequé primero yo y después mis zapatillas.

Cuando acabé parecía otra, mis pisadas no emitían ningún sonido y el impermeable estaba prácticamente seco. Llegué a la puerta del teatro, abracé a mis amigas, vimos la función, que nos encantó, y a la salida…, a la salida me tomé una hamburguesa con patatas, que me supo a gloria y lo hice porque sí, sin remordimientos, la alegría de pensar que aquel día había quemado las calorías no sólo de ese mes, sino de los tres siguientes.

Laura Por Paula Alfonso

 

 

– Aquí nadie nos hace caso, la de veces que lo hemos advertido.

– Y podemos dar gracias a Dios de que en ese momento no pasaba nadie por debajo, si no estaríamos ante una auténtica desgracia.

– Es que este ayuntamiento hace lo que le da la gana. La semana pasada, sin ir más lejos, tuve que ir a arreglar unos asuntos de mi Felipe y aproveché para avisarles de que rara era la mañana en que este trozo de acera no amanecía con cascotes y piedras desprendidas de la fachada; que hasta ahora no había pasado nada, pero que cualquier día lo íbamos a lamentar; que tenían que hacer algo de modo urgente…, pero su respuesta fue la de siempre, que no consiguen contactar con los nuevos propietarios y sin su autorización, no pueden hacer nada.

– Esto pasa por irse al otro mundo sin dejar las cosas arregladas y más cuando no hay hijos de por medio.

– Sí, es verdad, yo conozco casos en que tras pleitear durante años con otros parientes por una herencia, cuando al fin la consiguen, lo único que reciben son casas que a duras penas se mantienen en pie y solares arrasados por falta de cuidado. Eso mismo va a suceder aquí, ya lo veréis.

La conversación de aquellas mujeres, paradas en el centro de la plaza, llegaba hasta mí filtrándose por la madera agrietada de los ventanales y me servía de entretenimiento mientras hacía mi trabajo. Aunque sus críticas iban en contra de la corporación a la que pertenecía, había que admitir que tenían razón. En los últimos años el número de avisos que recibíamos de posibles derrumbes en casas como esta, grandes, señoriales, situadas en la mejor calle del pueblo había aumentado considerablemente. En todos ellos las circunstancias eran las mismas, inmuebles que, mientras en los tribunales se dilucidaba quién sería su nuevo propietario, padecían un período de abandono, de desatención que en caso de prolongarse podía ocasionarles graves daños. Daños que con bastante frecuencia colocaban al nuevo dueño en la difícil situación de tener que elegir entre renunciar a la propiedad por falta de fondos para la rehabilitación o dejarla morir lentamente.

  • Laura, conviene que salgamos de aquí cuanto antes, esto no me gusta.

La voz de Pedro, el secretario, me sobresaltó. Hablaba desde la puerta, sin atreverse a entrar y era comprensible, cada movimiento, cada paso que se daba en aquella habitación despertaba en el suelo el quejido doliente de la madera seca a punto de resquebrajarse, pero había que hacer el trabajo. Como arquitecta municipal debía tomar fotos que probaran lo que expondría en el informe: que las vigas eran ya visibles en buena parte de los techos, que las paredes presentaban profundas grietas, algunas de más de 3 centímetros, que el suelo era ya inexistente en determinadas zonas…, y como conclusión el fatal veredicto: “Se aconseja su demolición”.

Óleo de Francesco Mangialardi, nacido en Mileto, Anatolia, Turquía.

En su día debió ser una casa muy bonita, aun en aquella mañana con sus agrietadas paredes, sus visillos convertidos en lacios girones y sus escasos muebles semienterrados bajo capas y capas de polvo, mantenía su toque señorial. Miré a mi alrededor y pude imaginar con facilidad cómo sería aquel espacio en los días de su máximo esplendor. Se trataría de una habitación, elegante, distinguida, con su suelo de madera pulcramente encerado, en el centro una gran mesa ovalada sobre la que reposaría un jarrón con flores frescas o una figura de porcelana y en las esquinas conjuntos de sillones tapizados en terciopelo, complementados de mullidos cojines. Los cuadros de los antepasados mirando con orgullo hacia el frente disputarían el espacio de las paredes a los cuadros de paisaje, montería y alguna que otra naturaleza muerta y habría más, mucho más, tal vez escabeles para que descansaran los pies de la señora, lámparas con abalorios de colores o simplemente de cristal que con los rayos de sol desprenderían bellas irisaciones en todas las direcciones. Sin duda aquel espacio debió disfrutar de un tiempo en el que lució brillante, limpio, acogedor, imposible imaginar entonces que adoptaría la lamentable imagen que en aquellos momentos se abría ante mis ojos.

  • Laura, venga, vamos, déjalo ya, que no quiero ser mañana noticia en los telediarios “Dos empleados del ayuntamiento quedan sepultados bajo montañas de escombros mientras realizaban su trabajo”.

Esta vez su voz sonó más lejana, me hablaba desde el piso de abajo, pero tenía razón, había que irse.

  • Voy, solo me queda un momento, acabo enseguida.

Me volví para dirigirme a la puerta, pero algo llamó mi atención, estaba en un rincón, era una pequeña alacena con puertas de cristal que milagrosamente se mantenían enteros. Con mucho cuidado, midiendo muy bien dónde ponía los pies, me acerqué.

Los pomos eran finas bolas de porcelana blanca, las tomé y con precaución tiré de ellas hasta que las puertas se abrieron. El olor que recibí me gustó, era el típico de los sitios cerrados, mezcla de humedad y naftalina con un toque a rancio. Aquel espacio triangular embutido en la esquina era simplemente precioso, tenía cuatro vasares cubiertos de finos paños rematados con puntilla. Toqué uno de ellos y pude percibir la todavía prestancia del almidón, estaba segura que si tomaba aquella tela y la doblaba oiría su crujir igual que una hoja seca y acabaría deshaciéndose como el polvo entre mis dedos. En el interior quedaban los restos de un pillaje apresurado o que no habían sabido despertar interés, tazas, vasos, algunos caídos, otros rotos. Tomé una de aquellas tazas, soplé el polvo acumulado en su interior y la examiné al trasluz, no, no se trataba de porcelana fina, pero su diseño era muy interesante. Dejé la pieza en su sitio antes de que los demás elementos me recriminaran su ausencia y desvié mi atención hacia la azulejería. Era realmente especial, costaría hoy una fortuna reproducirla, si es que se encontraba a un ceramista que supiera hacerla igual. Se habían elegido motivos distintos para los cuatro niveles, pero la combinación de color era la misma: amarillo, azul y alguna pincelada de verde. Pasé la punta de mis dedos por aquella fina superficie y aunque encontré zonas con el esmalte ligeramente cuarteado, su grado de conservación podría calificarse de excelente.

Al llegar al último de los vasares, el más próximo al suelo, noté que dos de los azulejos, en concreto los del centro, se movían ligeramente; habrán perdido el cemento que los sellaba a la estructura, pensé, pero al fijarme más vi que no era así, sus bordes estaban expresamente cortados en bisel, luego difíciles para sujetarse a cualquier argamasa. Sin duda aquellas dos piezas estaban hechas a modo de trampantojo para disimular su verdadera utilidad. Recordé mis clases de arte en la facultad, cuando se nos decía que las casas señoriales solían contener espacios secretos, pequeños receptáculos, cuya existencia solo su propietario conocía y que normalmente se ubicaban en escritorios, camuflados tras una pared o bajo las tejas de alguna construcción secundaria, la dificultad estaba en localizar el mecanismo que los abría y animada por esa idea empecé a palpar cada centímetro de aquella alacena, por dentro, por fuera, los bordes, las juntas. Cuando el polvo en la yema de mis dedos estaba a punto de anular cualquier percepción, tropecé con una pequeña lengüeta muy bien disimulada entre las filigranas talladas en la madera de la puerta, la presioné y de inmediato, movilizados por un resorte, los dos azulejos se elevaron unos centímetros de su superficie.

Fue como si alguien que llevase mucho tiempo dormido de pronto abriese los ojos. Con verdadera ansiedad introduje las manos por la abertura y enseguida tropecé con un rugoso paño, lo palpé, en realidad era la cobertura, el elemento protector de algo más valioso que se sentía debajo, algo que su propietario quiso salvaguardar de miradas ajenas y del deterioro del tiempo. Cuando conseguí tener el objeto bien sujeto tiré de él y sin apenas dificultad lo saqué a la superficie. Con él en mis manos, con la misma veneración que muestra el sacerdote cuando sostiene el Cáliz, me dirigí a un pequeño aparador, lo deposité encima y con extremo cuidado comencé a retirar el paño, con mis abundantes movimientos partículas de polvo debieron sentirse liberadas y saltaron a mi alrededor para depositarse en otras superficies. Deshice el último doblez de la tela, la retiré del todo y ante mis ojos apareció un voluminoso libro forrado en pergamino. Levanté su tapa y en su primer folio con una grafía antigua pero clara y precisa, escrita con plumilla, podía leerse – Daniela.

  • Esta vez os aseguro que la liga es nuestra, ya lo veréis.

La voz de Pedro charlando animadamente en la plaza con dos vecinos me obligó a tomar conciencia de la realidad.

Cerré de nuevo la tapa, volví a cubrir el volumen con su paño protector y con máximo cuidado lo guardé en el lateral de mi cartera, entonces sí, abandoné aquella habitación, bajé las escaleras y salí al exterior para reunirme con mi compañero.

  • Ya podemos irnos, le dije.

Se despidió de sus contertulios y comenzamos a caminar. Antes de girar por una de las calles y dejar atrás la plaza quise volverme para mirar una vez más aquella casa y lo que vi me obligó a detenerme. Parecía más ajada, más deteriorada, incluso más pequeña que antes, incluso que aquella misma mañana cuando forzamos sus puertas y entramos en su interior. Era como si hubiera comenzado a replegarse sobre sus propios cimientos, como si se estuviera preparando para morir.

Al día siguiente, cuando ni siquiera había acabado de redactar el informe, un fuerte estruendo nos sobresaltó a todos, la casa de los Franceses, así se la conoció siempre, se había desplomado. Cuando fuimos a verla no quedaba en pie ni un solo paño de lo que fueron sus paredes, todo era un amasijo amalgamado y horizontal que podía retirarse.

Pasé largo rato observando aquellas ruinas en silencio y tuve la convicción de que la casa se había inmolado por su propia voluntad, antes de que nadie lo ordenase, antes de que una máquina excavadora osara alterar la estructura de su fachada, antes incluso de que viniera otro propietario a poseerla y decidiera por ella, conocedora de que su tiempo había tocado a su fin, y puesto a salvo su legado tras depositarlo en mis manos, decidió morir y convertirse en polvo.

Descansa en paz.

 

En la muralla de San Juan Por Luis López Nieves

Una de las ventajas de escribir literatura es la posibilidad de moldear a la realidad –nuestro pasado, presente y futuro, y las emociones, preocupaciones, obsesiones y curiosidades que estos nos generan- en material de creación y, a través de un cuento, novela o poema, tomar un pequeño pedazo de la vida humana y cuestionarlo, reinventarlo o dotarlo de un nuevo sentido. Esto es lo que hace en sus cuentos el escritor puertorriqueño Luis López Nieves.

 


EN LA MURALLA DE SAN JUAN

al maestro Pedro Juan Soto

Hay un olor a sangre
rondando nuestros pasos

–Nelson del Castillo

La mañana del 10 de mayo de 1898 unos tres mil ciudadanos contemplaban en silencio, desde la muralla norte de la ciudad de San Juan, a los seis buques de guerra norteamericanos que acababan de llegar en formación de ataque. Más arriba, en la ciudadela de El Morro, el gobernador de Puerto Rico y sus ayudantes militares, hechos los preparativos de la defensa, también esperaban en silencio. Tanto los civiles como los militares apoyaban los codos sobre las murallas centenarias. Nadie se movía, nadie hablaba. Todos observaban, desde lo alto de la espesa muralla, a los seis acorazados inmensos. Con algo de asombro, y mucho de terror, se preguntaban si se trataría de una mera bravuconada de la Armada Norteamericana o del preludio de un ataque verdadero.

En las cubiertas de los buques los marineros norteamericanos apenas se movían. La mayoría ocupaba sus puestos de combate al lado de los cañones. Otros estaban sentados en las bordas de sus naves sin hacer nada: contemplaban las murallas de la exótica ciudad como turistas silenciosos, balanceando las piernas sobre el agua verde.

En ese juego de ajedrez paralítico transcurrieron unas dos horas. La ciudad inmóvil, meditabunda; los buques de la flota enemiga meciéndose despacio sobre las olas del océano Atlántico.

De pronto, el aire y la tierra temblaron: se escuchó un estrépito tan violento, tan inesperado, que la mayor parte de los espectadores sanjuaneros, excepto los militares, dieron un paso atrás y se taparon los oídos con las manos. Las bocas de seis grandes cañones, uno en cada buque, arrojaron repentinas lenguas de fuego y nubecillas de pólvora. En seguida se escuchó un silbido siniestro, agudo, horrífico, que se acercaba a la ciudad a velocidad incomprensible. Y por último, todo en cuestión de dos segundos, se escucharon los recios impactos de los proyectiles.

El comienzo del ataque había sido simbólico: cada buque, a pesar de sus decenas de cañones, había hecho un solo disparo. Dos de estos fallaron. Volaron por encima de las cabezas de los ciudadanos y se perdieron detrás de la ciudad, en la distancia; es posible que cayeran en la bahía. Dos grandes balas de cañón golpearon las murallas de la ciudad y rebotaron como si fueran de goma. La quinta bala se incrustó en la pared norte de la antigua Iglesia de San José, donde descansan los restos de Juan Ponce de León, conquistador de Puerto Rico. Y la última gran bala de hierro, la sexta, golpeó en el pecho a la hermosa Verónica Toledo, nacida y criada en San Juan, a quien destrozó frente a las miradas incrédulas de sus cinco hermanas y tres hermanos.

Si Verónica Toledo no hubiera muerto ese día, se habría casado el próximo domingo, 15 de mayo de 1898, a las cuatro de la tarde, en la Catedral de San Juan. Luego se hubiera ido de luna de miel quizás a París, destino predilecto de los criollos de la época, o tal vez a la romántica ciudad de Venecia, que siempre ha sido destino de enamorados. Meses después habría regresado a San Juan y le hubiera contado a su familia sobre el Arco del Triunfo, el Bosque de Bolonia y los anchos bulevares parisinos; o hubiera descrito, casi sin aliento, sus paseos en góndola bajo la luna y las estrellas venecianas.

Dos, cinco o diez años después de su regreso de la luna de miel, Verónica Toledo habría tenido el primero de sus muchos hijos. Uno de estos –el primogénito o el cuarto o el séptimo– se hubiera llamado Jacobo Sanz, como su padre, y es verosímil que se habría hecho médico, igual que este. Y el doctor Jacobo Sanz Toledo, hijo de Verónica, varias décadas después se hubiera casado también, probablemente en la misma Catedral de San Juan, pero a causa de las guerras europeas hubiera pasado la luna de miel en la Ciudad de México, escuchando la vigorizante música de los mariachis, o tal vez bailando tangos eróticos en el mismísimo Buenos Aires. Y al regreso de la luna de miel la nuera de Verónica habría tenido también sus hijos, y una de las niñas –la primogénita o la tercera o la séptima– se habría llamado Verónica, como la abuela, y es evidente que se habría negado a estudiar medicina, como su padre, porque hubiera insistido en vivir su propia vida sin que ninguno de sus familiares se entrometiera ni le diera órdenes impertinentes.

Por eso es muy posible que hubiera estudiado Derecho o Periodismo. Se habría hecho defensora de los pobres y de los perseguidos políticos y de las mujeres maltratadas, y como resultado natural de su crianza, de su época y de su grande inteligencia, es obvio que, a pesar de las protestas airadas de toda la familia, Verónica la Nieta habría salido independentista. Habría pertenecido a algún partido político antinorteamericano y participado en marchas y en protestas, y es posible que hasta le hubiera dado por tomar las armas para expulsar a los norteamericanos de la colonia de Puerto Rico. Mujer apasionada, se habría entregado a la lucha por la patria –una especie de autoinmolación conspicua– y toda la familia le hubiera advertido, muchas veces, que estaba echando a perder su vida. Algunos de ellos, tal vez hasta su abuelo el doctor Juan Sanz, le habría retirado la palabra a su nieta la subversiva, y uno que otro de sus hermanos asustadizos también le hubiera empezado a negar el saludo. En las reuniones familiares la única que hubiera recibido con auténtico júbilo a Verónica la Nieta hubiera sido Verónica la Abuela. Le habría dado fuertísimos abrazos y muchos besos con los ojos llorosos de alegría, y ambas se hubieran querido mucho y se habrían contado sus secretos, y habrían tenido esa conexión peculiar que nace cuando el amor se salta a los padres para caer directamente en los nietos. Verónica la Abuela le habría dicho a su nieta, mientras hablaban en privado en la cocina, que no le hiciera caso al resto de la familia porque ya aprenderían a aceptarla como era. “Pase lo que pase, digan lo que te digan, siempre me tendrás a mí, corazón mío”, le habría dicho.

A pesar de la firmeza de su carácter y del grande amor de su abuela, es muy probable que Verónica la Nieta llegara a tal nivel de exasperación con la situación política del país que optara por tomar una acción concreta. Es posible que se le hubiera metido en la cabeza, junto a un grupo de cinco compañeros –Carlos, Arnaldo, Santiago, Antonia y Fefel–, organizar algún tipo de ataque simbólico contra un edificio federal o una base militar del gobierno norteamericano, o quizás contra las torres de comunicaciones del Cerro Maravilla, para que el mundo supiera que la mansedumbre puertorriqueña no era unánime. Y a causa de algún espía o agente encubierto (o por cualquier otro motivo: un error en la planificación, digamos, o una llanta vacía) es muy posible que a Verónica la Nieta las fuerzas del gobierno la capturaran, y al verla bella y desafiante la hubieran torturado y asesinado a modo de escarmiento para revolucionarios del presente y del futuro, y luego la propia familia de Verónica la Nieta habría reaccionado con indignados “Se lo dijimos, le dijimos a esa loca que no se metiera en política”.

Esa es la reacción de todos menos de Verónica la Abuela, a quien se le calienta el rostro al ver en la televisión el cadáver de su nieta querendona; siente un sofoco feroz, se agarra el pecho como si se le quemara por dentro, pega el grito más agudo de su vida y cae al suelo arrasada por un robusto ataque cardiaco. Varios días está al borde de la muerte en la unidad de cuidados intensivos, y padece grandes tormentos mentales cada vez que abre los ojos y ve, en el techo y en las paredes de la habitación, imágenes sangrientas de su nieta sometida al suplicio, el cuerpo violado y magullado de su querida nieta a los pies de los torturadores. Pero gracias a los cuidados de sus hijos y nietos, casi todos médicos, Verónica la Abuela se recupera del golpe en pocos meses, aunque luego todos dicen, a sus espaldas y en voz baja, que no ha quedado igual, que desde la muerte de su nieta –de esa niña egoísta y desconsiderada– la abuela Verónica ha envejecido, ya no se tiñe el pelo, no sonríe como antes, está hecha una anciana.

Todo esto pudo haber ocurrido, pero el 10 de mayo de 1898 el  sexto proyectil de la Guerra Hispano-Norteamericana, aunque simbólico, mató a Verónica la Abuela en dos segundos y ya no hay forma de saber qué habría sido de sus hijos ni de sus nietos, porque nunca los tuvo. Pero sí se sabe lo que ocurrió con sus cinco hermanas y sus tres hermanos, que estaban junto a ella en la Muralla de San Juan cuando la grande bala de cañón la convirtió en montones de pedazos, y vieron con estupor la muerte instantánea de esa dulce hermana que tanto amaban y que sin querer los bañó con su sangre y los golpeó con los pedazos de su carne. Largas son las historias de lo que han sufrido las hermanas y los hermanos desde ese triste día, y largas son las crónicas de los hijos de estos hermanos, que hubieran sido primos de Verónica la Nieta, algunos de los cuales hasta han seguido los pasos de esa prima que nunca tuvieron, pero estas historias no son parte de este simple cuento, en que solo se ha contado lo que nunca habrá de ocurrir.

Gris asfalto Por Sandra Pedraz Decker

1. Emilio

El balanceo

            Acaba de sonar el timbre que indica el final del recreo y Paula se dirige directa a clase. No quiere llegar tarde, pues a sus diez años, Paula es una niña que siempre se porta bien. Piensa que así sus padres podrán sentirse orgullosos de tener una buena hija, que sabe dar ejemplo a sus dos hermanos pequeños. Por eso ha aprendido a mantener una actitud correcta cuando está delante de ellos. Se sienta en la mesa, callada y muy quieta, escuchando, cada vez que sus padres reciben visita. “Qué niña más formal”, dicen. Y a Paula eso le hace sentirse especial, pues piensa que es la mejor manera de que a sus padres les guste pasar tiempo con ella, después de trabajar hasta tan tarde en la oficina. De esta forma, está acostumbrada a obedecer. Siempre obedece.

            Es la hora de Religión. “¡Qué camisa tan bonita!”, dice Emilio, el profesor, al tiempo que le hace cosquillas en la tripa. Paula se encoge sobre sí misma, divertida. Le hace ilusión que se haya fijado en ella, pues es uno de sus profesores favoritos. Se sienta en su pupitre, que está algo apartado, en la esquina del fondo. Hoy van a ver un vídeo. Paula se recuesta en su silla, y observa cómo Emilio apaga la luz. Luego ve cómo se acerca al pupitre de ella y se sienta sobre su mesa, de espaldas a la niña, con el cuerpo girado hacia el vídeo. A Paula le da confianza que elija ese lugar para sentarse. Emilio no es como esos profesores tan serios. Él es divertido, y se nota que le gusta tratar con niños. Es mayor, quizá como su padre, porque tiene la misma calva y el pelo canoso. Lleva unas gafas redondas y en general, desprende vitalidad. Y confianza.

            Entonces llega el primer sobresalto. Está oscuro. La única luz es la que desprende el televisor. Paula la mira, algo distraída, con las manos sobre el pupitre. De repente nota un intenso ardor en el brazo. Es la mano de Emilio. Acariciándola. Él no se ha girado, sigue manteniendo la misma postura, sentado sobre la mesa de Paula, dándole la espalda a la niña, sin mirarla. Pero ha dirigido su brazo hacia atrás, buscado su pequeña mano y a partir de ahí, ha subido hasta su hombro. La acaricia de arriba abajo, suavemente. Paula siente cada vez más calor. Mucho calor. Es incapaz de moverse. En la oscuridad, ninguno de los veintiséis niños del aula, atentos a lo que sucede en el vídeo, se está dando cuenta de nada. Paula tiene un nudo en la garganta. Los oídos le zumban. No sabe qué hacer. Ella está acostumbrada a portarse siempre bien, a estar siempre muy quieta. Y callada.

            Las caricias están a punto de pasar de su hombro a su pecho, todavía inexistente, que late con fuerza debajo de la bonita camisa que su padre le compró en uno de sus frecuentes viajes de trabajo a Nueva York, junto a cinco muñecas Barbie, que a Paula le encantan. Entonces Paula se echa hacia atrás todo lo que puede, balanceándose en la silla, de modo que queda sostenida únicamente por las dos patas traseras, con el respaldo apoyado en la pared. Ahora Emilio no llega. Tiene sus dedos extendidos, hacia el cuerpo de la niña, pero apenas puede rozarla. Paula siente que el mundo se ha reducido a esa esquina, hecha de ladrillo, en la que está acorralada; a esa mano del profesor que la caía tan bien, y que quiere alcanzarla; y al balanceo. El balanceo que mantiene con esfuerzo para poder alejarse de él.

            Quizá si Emilio se girase hacia ella, si él decidiera acercarse, Paula no hubiera sido capaz de decirle nada, de frenarle, de interrumpir el vídeo que sus compañeros observaban, embobados. Se hubiera quedado ahí, parada, dejándose hacer. Porque Paula siempre se porta bien. Y Emilio lo sabe. Por suerte, él no se gira. Sigue tanteando el pupitre con su mano. Lo recorre de derecha a izquierda, una y otra vez. Pasa su mano por las esquinas, buscando los brazos asustados que Paula mantiene pegados a su cuerpo, conteniendo la respiración. Por fin, el vídeo termina. Emilio se levanta, apaga el aparato y enciende las luces. En ningún momento se vuelve hacia ella. Paula suspira, aliviada, aunque sigue balanceándose, sin atreverse todavía a volver a la postura original de la silla, sin mirar a los ojos al que era uno de sus profesores favoritos, ni a ninguno de sus veintiséis compañeros que han presenciado, sin saberlo, los cincuenta minutos más largos e intensos de la vida de Paula.

            Años después, supo que no había sido la única. Quizá por eso le habían despedido poco después de aquel incidente y la niña se sintió aliviada, porque ya no había necesidad de contarle a nadie lo sucedido. Pues alguien había tenido el valor suficiente, el valor que Paula no tuvo, de hacerlo antes que ella.

2. Sergio

La espera

            Paula lleva toda la semana deseando que llegue el fin de semana. Por fin es sábado y antes de salir, comprueba que lleva todo lo necesario: un paquete de tabaco recién comprado, mechero, DNI, el abono de transporte, papel de liar y diez euros de hachís. Ya le queda poco del dinero que su padre le dio la semana pasada, cuando cumplió los dieciocho. Corta cuidadosamente el hachís por la mitad y esconde una parte entre la ropa de sus Barbies, que todavía conserva en un cajón. Se resiste a tirarlas, aunque ya sólo las utilice como un buen escondite. Paula sube las escaleras y sale de casa sin despedirse. Cierra la puerta despacio, con cuidado, para que nadie la oiga. Piensa que mamá estará tumbada en el sofá de arriba, como siempre, con la mirada perdida a causa de los antidepresivos. En estos últimos meses, los insultos, la humillación y el desprecio constantes de papá, han terminado por hundirla. Pero hoy es sábado, y los sábados Paula no se permite preocupaciones.

            Mientras camina, se enciende el primer porro de la noche. Se siente algo cansada, así que necesitará pillar algo más fuerte para aguantar hasta por la mañana. Esta noche ha quedado con Sergio, un chico del barrio con el que sale últimamente, y que la espera en la estación. Ahí está. Es alto y muy delgado, y siempre lleva una gorra roja desgastada, calada hasta los ojos. Nunca habla demasiado, pero eso a Paula no le importa, porque en realidad no tienen nada que decirse. Pero no está solo. “Es Erika, una amiga”, le dice. Paula la conoce, la ha visto alguna vez por ahí. No le da más importancia, pues para ella, la gente con la que sale es simplemente circunstancial. Lo único que le importa es el hecho de salir en sí. Y poder pillar algo más fuerte.

            En la discoteca no hay mucha gente, pero hace calor. Antes han pasado por el piso de un conocido de Sergio y han esnifado algo de cocaína, para animarse. Paula se lo está pasando bien, con él siempre es divertido. Además, nunca le hace preguntas. Después del speed y del éxtasis, Paula tiene la vista nublada, y apenas distingue los rostros de los demás. Paula fuma con ansiedad. “Ahora vengo, voy al baño”, le dice a Sergio. Éste la mira, haciendo un gesto con la cabeza, sin hablar. Paula le da un beso, cariñosa. Él le guiña un ojo.

            Una vez en el baño, para aliviar el calor que siente, se moja la cara, sin preocuparse de que el maquillaje se corra. Respira hondo para calmar la ansiedad y se enciende un cigarrillo. Cinco minutos después, al volver, no hay ni rastro de Sergio. Ni de Erika. Paula se siente aturdida. Entonces, un conocido le dirige una mirada cargada de compasión, que se le clava en el pecho. El corazón le late con fuerza, y no le hace falta preguntar nada. Mierda, cómo ha podido ser tan estúpida. Menos mal que el gramo de speed lo guardaba ella. Ahora tiene ganas de irse a casa. Poco después, encienden las luces. “¿Te vienes a un after?”, se escucha. Paula siente otra mirada de compasión sobre ella. Se siente idiota, rabiosa y sola. Muy sola. Así que coge sus cosas y sin despedirse, se dirige a la estación. Le cuesta enfocar. Se fuma un porro por el camino y al llegar, una intensa niebla cubre todo el andén.

            Cuando llega a casa, ya ha amanecido. No tiene llaves, pues su padre se las quitó hace tiempo, cuando dejó de “portarse bien”. “¿Has visto la mierda de aspecto que tienes?”, suele decir. Paula coge aire y llama al timbre. Quizá tenga suerte, y la abra su madre. Al poco tiempo, escucha los pasos. A Paula se le hacen eternos los segundos que pasan hasta que la puerta se abre. Se siente cansada, a pesar de todo. “Por favor, que sea mamá”, piensa. Así podrá escabullirse hasta su habitación y olvidarse de todo por unas horas.

            Parece que no es su día de suerte, pues es su padre quien abre la puerta. Las pupilas de Paula están tan dilatadas, que apenas se distingue una fina línea marrón a su alrededor. Siente un intenso hormigueo, que le recorre todo el cuerpo. “¿Vienes drogada?”, la pregunta. “No”, contesta ella, bajando la mirada, esperando lo que ya sabe que va a pasar. Entonces él se lamenta, ya que siempre ha sido un buen padre, que le ha pagado un colegio privado, que le ha comprado ropa, que siempre le traía un montón de Barbies cuando se iba de viaje a Nueva York… En cambio, ella es una hija de puta mentirosa, una cínica, una desagradecida, una persona tonta, muy tonta, que no es capaz de querer a nadie… Y para terminar, le cierra la puerta en las narices.

            Resignada, Paula deambula por el parque de al lado de casa. Sabe que todavía le quedan un par de horas hasta poder volver. En los columpios, hay una familia con sus hijos, pequeños, jugando. Se sienta en un banco al sol y cierra los ojos, pues el tamaño de sus pupilas hace que la luz le deslumbre. Le gustaría tumbarse y dormir un poco, pero le da vergüenza que la vean así, tirada. En ese barrio sólo hay parques con el césped muy verde y las flores muy cuidadas. Y muchos chalets adosados con un monovolumen en la entrada. Sabe que lo mejor sería independizarse de una vez. Pero también sabe que si lo hace, será el fin para ella. Sin la presión de sus padres, no tardaría mucho en dejar la universidad. Y no quiere buscar un trabajo porque le da miedo tener más dinero para drogarse… O tal vez todo no sean más que un montón de excusas. ¿Pero, cuándo empezó a ir todo tan mal?

            Lo peor es la espera hasta que puede volver. Encima casi no le quedan cigarrillos. Paula tiene que deambular cerca de la puerta de casa hasta que ve el coche de su padre salir del garaje. Entonces llama al timbre y ahora es su madre quien la deja pasar, sin decirle nada. Por fin Paula puede abrir el cajón de sus Barbies, rebuscar entre sus vestidos y hacerse un porro con parte del hachís que había guardado. Sabe que esa noche se ha comportado como una verdadera idiota, que se merece todo lo que le ha pasado. Pero lo bueno de fumar tantos porros, es que nada le importa realmente. Ni siquiera siente remordimientos cuando piensa que tal vez debería ayudar a su madre a salir del agujero. Ya se lo planteará dentro de unas horas, cuando la despierten para comer y se sienten todos juntos en la mesa: su padre, su madre, su hermano y ella. Comerán filetes de pollo empanados con arroz, como todos los domingos.

            Unos días después, es sábado de nuevo, por fin. Paula comprueba que tiene todo lo necesario y cierra la puerta de casa procurando hacer el mínimo ruido posible. Cuenta el dinero que lleva. No es mucho. Esta noche no ha quedado con nadie, pero eso no importa, sabe quiénes estarán allí. Al fondo de la discoteca, distingue una gorra roja, desgastada, calada hasta los ojos. Hoy está solo, y Paula se acerca. “Hola”, le dice. No parece muy sorprendido. “¿Pillamos algo entre los dos? A mí sola no me llega”, concluye ella. Él asiente con la cabeza, sin decir nada, y le guiña un ojo.

3. Arturo

Primera parte: El traje

            Paula se siente orgullosa de haber encontrado un trabajo. Sobre todo, porque lo ha conseguido ella sola. Tras abandonar la aburrida carrera, tres meses después de haberla empezado, algo tenía que hacer hasta poder matricularse en otra cosa que le gustara más. Sobre todo, porque así pasaría casi todo el día fuera de casa, y mientras ganara dinero, su padre la dejaría en paz durante algún tiempo.

            Hoy Paula cumple diecinueve años, y llega tarde a trabajar. Entra a las ocho y media, así que se levanta a las seis, se ducha, se toma un Cola Cao, se echa una gruesa capa de antiojeras y se va a la oficina, vestida con el traje gris que su madre le compró para su graduación y unas deportivas. Los zapatos los lleva en la mochila. Una vez allí, tienen la primera reunión de la mañana. En ella, Arturo, su jefe, reúne a todos los empleados y les suelta una charla de motivación para que ese día, se soliciten la mayor cantidad de tarjetas de crédito posibles. Arturo tiene treinta y cinco años, o eso dice, y es de Venezuela. Es un hombre alto y delgado, con el pelo corto, moreno, y la piel oscura. Viste con un traje impecable, usa una colonia fuerte, y tiene una labia que utiliza a la perfección para transmitir todo el entusiasmo que los empleados necesitan a las ocho y media de la mañana. Sin esa dosis de entusiasmo, Arturo sabe que es muy difícil aguantar durante todo el día insistiendo a la gente para que solicite una VISA oro. Cuando Arturo termina de hablar, cada uno se dirige a sus puestos de venta.

            El de Paula está en un centro comercial en San Blas, así que coge el autobús desde la oficina y en treinta y cinco minutos, se encuentra ahí. Luego coloca su stand, se pone los zapatos, coge las solicitudes y el bolígrafo, y comienza a abordar a la gente que pasa por allí. La mayoría es gente humilde, a la que el banco no suele conceder una VISA oro. Y la verdad es que no le va mal. Cobra a comisión y se ha especializado en los hombres maduros. Para ello, echa mano de su aspecto aniñado y su voz dulce. Y normalmente, no falla. Si el hombre en cuestión va acompañado de su mujer, tiene más cuidado y procura centrar la atención en ella. Entonces ésta deja de sentirse amenazada e incluso a veces es la mujer quien convence a su marido para firmar la solicitud.

           De vez en cuando, Arturo se pasa por allí, para ver cómo va todo. En las últimas semanas, han cogido más confianza, y durante estas visitas, suelen irse a algún lugar apartado, charlar, y fumar algo de hachís, pues Arturo siempre lleva algo encima. Una de esas tardes, le contó que tiene una mujer y dos hijos en Venezuela, pero que ella está en la cárcel. Ahora le manda dinero a la abuela de los niños todos los meses. Paula no hace preguntas, no quiere que la considere una niña entrometida. Es un hombre muy simpático, y elegante, siempre vestido con traje, como su padre. A Paula le atrajo desde el principio. Le ve como a alguien serio y responsable, y le transmite confianza. Está claro que sabe lo que hace. Una semana antes, la besó. A ella no le pilló desprevenida, pero se puso muy nerviosa, y le hizo ilusión.

            Esa tarde, el día que Paula cumple diecinueve años, ha quedado en llevarla después de trabajar a un sitio que él conoce. Es un motel, cuyas habitaciones se alquilan por horas. Las paredes del vestíbulo son de color crema, algo oscurecidas por el paso del tiempo. Paula mantiene la mirada en el suelo mientras Arturo le da el dinero al recepcionista. Una vez en la habitación, un sitio decorado con tonos verdes, lo primero que hace ella es chupársela. Luego, simplemente, se deja hacer. Después de follar, se visten y salen. Paula no se ha corrido, pero durante esos últimos meses, la droga ha diluido su apetito sexual, así que no le da más importancia. Una vez en la calle, Arturo, suave, acariciándola el brazo, le dice que vaya al centro comercial de Alcobendas. “Me ha fallado un vendedor allí, tendrás que cubrirle. Como es tu cumpleaños, si consigues diez solicitudes, te doy veinte euros”, concluye.

            Esa noche, Paula llega a casa tarde y cansada. Demasiado cansada para sentir nada. Se quita la chaqueta del traje y la deja caer sobre su silla. Todavía tiene el olor de su colonia. Después del trabajo, ha pillado algo de hachís con el dinero que le ha dado Arturo. Tumbada en la cama de su habitación, en el sótano, espera hasta que escucha los pasos de su padre subir a su dormitorio. Entonces, se fuma el último porro del día y se queda profundamente dormida.

4. Edu

Alguien con quien hablar

           “¿Quieres probarla?”, dice Edu, un chico de treinta años, moreno y muy delgado, tendiéndole el frasco. “¿A qué sabe?”, contesta Paula. “Es un poco amarga”, concluye Edu. Paula duda unos segundos. Luego niega con la cabeza, y Edu se toma todo el contenido del frasco de golpe. Es un bote de plástico, de tapa roja, con una etiqueta con un código escrito. Todos los días tiene que ir a un centro social a que se lo den. Poco después de tomarla, la metadona hace que las pupilas de sus ojos, de un azul intenso, parezcan dos cabezas de alfiler.

            Edu es de Barcelona y lleva un par de semanas trabajando en la tienda de reparación de calzado que está al lado del stand de Paula. A ella le gusta hablar con él, porque le parece un buen tío, con una mirada triste, y le cuenta experiencias con la droga que ella nunca había escuchado. Suelen fumar algo de hachís juntos, después del trabajo. Edu no conoce apenas a nadie en Madrid todavía, así que le propone hacer algo ese fin de semana. Paula acepta, pues no tiene un plan mejor.

            Es sábado, y lo primero que Paula hace esa tarde es ir a pillar algo de cocaína, que Edu le ha pedido. Luego se dirige al metro, donde han quedado. Ve su figura, lánguida y con los hombros caídos, a lo lejos. Éste la saluda, y al sonreír, se cubre la boca con la mano, pues le da vergüenza enseñar los dientes. Paula no puede evitar fijarse en que se ha puesto una camisa, algo más elegante de lo que acostumbra llevar. Una vez juntos, en las escaleras de la estación, Edu prepara unas rayas y las esnifan. Después, compran unas botellas de cerveza y deciden ir a su casa, a las afueras.

            Siguen esnifando y bebiendo durante toda la noche, y Edu le habla sobre su vida en Barcelona. “Lo peor de desengancharte de la heroína, es que tienes que empezar a vivir”, le dice, mientras se fuma un cigarrillo. “Cuando consumes, tu vida se basa en despertarte, conseguir dinero para pillar, y pincharte. Así, una vez tras otra. Al dejarlo, aparecen un montón de preocupaciones más: encontrar un trabajo, comprarte una casa, formar una familia… En el fondo, se podría decir que la heroína te evita un montón de problemas”, concluye.

            Están sentados en el salón, cada uno en un sofá, y Paula se encuentra a gusto. La casa apenas está amueblada, pues Edu se acaba de mudar, y la decoración es muy escasa. Hay una estantería en una caja en el salón, esperando para ser montada. Paula fuma, ansiosa, mientras le escucha. Sabe que Edu se siente solo, y que simplemente busca a alguien con quien hablar. Unas horas después, empieza a amanecer. Paula se siente algo mareada y va al servicio. La mezcla de la cerveza, el hachís y la cocaína de toda la noche le hace vomitar. Un sudor frío le recorre el cuerpo. Se moja la cara con agua, se mira al espejo para comprobar que todo está en orden, y vuelve al salón.

            “¿Estás bien?”, pregunta Edu, cuando ella regresa. “Sí”, contesta Paula, recostándose en el sofá. “¿Has vomitado?”, dice Edu, poco después. La mira fijamente. “No”, concluye Paula. Al rato, se marcha a casa. Está contenta, ha pasado una buena noche. Una vez allí, Paula llama a la puerta. Se siente sin fuerzas. Menos mal que es su madre quien abre y puede meterse directamente en la cama. Esta vez, ni siquiera tiene ganas de fumar antes de quedarse dormida.

 

4. Dani

Suerte

            Es viernes, y Paula amanece en la cama de Arturo. Vive en un piso en el centro, con un compañero del trabajo. Es un sitio pequeño y desordenado. Paula suele pasar por allí una vez a la semana. No hablan mucho, sólo fuman y follan, y para ella es suficiente. Le gusta el tipo de relación que tienen. Además, le parece excitante que nadie más lo sepa. Paula se ducha rápidamente, se pone su traje gris y se va a la oficina. Ya desayunará por el camino. Arturo se queda en casa un rato más, pues han acordado que cada uno iría por su cuenta.

            Poco después, Paula está en el autobús, camino de San Blas, con Dani, un chico de veintiún años, con el que trabaja. Es moreno, alto y muy delgado, y lleva un aro en la oreja. Al principio, a Paula no le llamó mucho la atención, pero después de un par de semanas trabajando juntos, le cae bien. Le cuenta historias sobre su ex novia y las chicas con las que se ha acostado, y eso a Paula le divierte. Además, nunca le hace preguntas sobre su vida. Dani también conoce a Edu y ha comentado alguna vez que cree que es un “pobre fracasado”. También piensa que Arturo es un “prepotente que va de guay”. Entonces, Paula siempre defiende a Edu. Sin embargo, de Arturo no dice nada.

            Están sentados, muy juntos, en la última fila. Paula se siente bien teniéndole tan cerca y, de forma muy sutil, empieza a tocarle el muslo, mientras hablan. Entonces, Dani le acaricia la mano. Ella sube, despacio, hasta llegar a su polla, y nota cómo se ha endurecido. Siguen con las caricias durante todo el trayecto, mientras hablan de cosas sin importancia. Al llegar, montan el stand y comienzan a trabajar.

          

Horas después, deciden hacer un descanso en uno de los bancos que hay repartidos por el centro comercial. Tras un par de comentarios sin interés, se hace un silencio incómodo, y entonces, Dani sugiere ir a una zona más apartada, donde hay unos servicios. A Paula le parece buena idea. Una vez allí, empiezan a besarse, y acaban encerrándose en el baño de minusválidos. Es un sitio amplio, con mucha luz. Dani se baja los pantalones y se sienta sobre la tapa del váter, y Paula se quita la ropa y le rodea con las piernas. Todo sucede muy rápido. Él se disculpa, y Paula piensa que no volverá a follar con alguien que presume tanto de sus ex novias. Después, se visten, se arreglan delante del espejo, y salen, tratando de disimular. Luego continúan con su trabajo con normalidad. Esa tarde, no vuelven a mencionar nada de lo ocurrido.

            Por la noche, Paula tiene ganas de salir, así que llama a Sergio. Quedan en la estación, los dos solos. Él lleva su gorra roja, y ella, unos vaqueros anchos y una sudadera. Antes de meterse en la discoteca, se toman unas cervezas en el parque, y esnifan algo de cocaína. A pesar de que la temperatura es cálida, Paula se siente destemplada, y algo cansada. Pero no tiene ganas de volver a casa. Horas después, están a punto de entrar en el local, cuando aparecen dos agentes de policía. “Sacad todo lo que llevéis en los bolsillos”, les dicen. Mierda, qué oportunos. A Paula sólo le queda una pequeña cantidad de hachís, pero también tiene la coca, en una cajita de latón amarillo. El policía coge la caja y la abre. Sorprendentemente, está vacía, así que les dejan en paz.

            “Seguro que se me cayó en el parque”, dice Paula. Poco después, Sergio y ella vuelven al sitio donde estuvieron bebiendo. “Aquí está”, dice Sergio, mientras recoge algo del suelo. El envoltorio está sucio, pero lo de dentro sigue intacto. “Es nuestra noche de suerte”, contesta Paula, y le besa. Luego van a la casa de él. Está amaneciendo, y se escucha a los pájaros cantar. Una vez allí, ponen algo de música, fuman un poco de hachís y follan. Él sobre ella, con movimientos torpes. Sergio termina rápido, y ella lo agradece, pues no está realmente excitada en ningún momento. Después, se incorporan en la cama, preparan un par de rayas y, tras esnifarlas, se dejan caer de nuevo sobre el colchón. A pesar de la manta, Paula se siente destemplada de nuevo, así que se acurruca junto a Sergio. Nota su propio corazón latiendo con fuerza, y por fin, consigue dormirse.

 

6. Papá

Primera parte: La visita

            Hoy papá ha invitado a dos amigos a cenar, y están todos sentados en el salón de arriba, tomando los aperitivos que mamá ha preparado. Paula se siente cómoda, y escucha la conversación con interés, sin apenas intervenir. Papá está de buen humor, y no deja de rellenar todas las copas de whisky. Sus amigos, un pintor, al que últimamente le va muy bien, un hombre con barba, serio y de mirada inteligente; y un escritor, de carácter calmado, con el pelo blanco, charlan animadamente. Y mientras, mamá está muy pendiente de que todo salga bien.

           “¿Qué tal te va, Paula?”, pregunta Rafa, el escritor. Paula sonríe, y se pone un poco nerviosa al notar que todos la están mirando. Contesta, con voz tenue: “Muy bien, muchas gracias”. Y luego, añade: “Mamá, ¿queda más coca cola abajo?”. Entonces, papá la observa, fijamente, luego termina su copa despacio, y con un tono pausado, dice: “¿Ésta? Es una cínica y una mentirosa, no le hagáis caso”. Entonces, se produce un silencio. Paula se pone de pie, con la intención de bajar a por la bebida. “Espera, no te vayas”, le pide papá. Y luego se dirige a sus amigos: “Se ha convertido en una hija de puta. Se pasa todo el día por ahí, con cualquiera, fumando porros. Bueno, porros y todo lo que encuentra. ¿No habéis visto la cara que tiene?”. Paula está de pie, muy quieta. Siente un nudo en la garganta. Los amigos de papá evitan mirarla a la cara. Se produce un silencio largo e incómodo.

            “¿Por qué pones esa cara? ¿Eres tonta?”, le dice su padre. Paula no contesta. Mamá le dice que se calme, que la deje en paz. “Contesta, ¿eres tonta?”, prosigue él. “No”, dice Paula. No es capaz de levantar la mirada del suelo, ni de moverse. Siente que está a punto de echarse a llorar, pero se contiene con todas sus fuerzas. “¿Lo veis? Es una mentirosa”, concluye su padre, mientras se rellena la copa. Rafa tiene un gesto muy serio, y se ha cruzado de brazos. Pedro, el pintor, se revuelve en la silla, con nerviosismo. Paula se da media vuelta, baja las escaleras hasta su habitación, y cierra de un portazo. Se queda allí, tumbada en la cama, el resto de la tarde. Por la mañana, papá le pregunta por qué no subió a despedirse de sus amigos. “Estaba muy cansada”, contesta Paula, a media voz, mientras termina su vaso de leche.

7. Álex

La habitación de al lado

            La habitación de al lado de la de Paula, en el sótano, es la de su hermano Álex. Tiene dieciséis años, y todas las noches, Paula suele sentarse con él, en su cama, y se fuman un porro mientras charlan. Álex está tumbado, apoyado en un gran cojín, y expulsa el humo, con la mirada perdida, y triste. Es un chico moreno, muy delgado, con unas marcadas ojeras. “¿Ha pasado algo?”, le pregunta Paula. Álex se incorpora para alcanzar el cenicero. Luego contesta, con voz quebrada: “Estaba en casa de Toni. Habíamos quedado para jugar al rol. Me ha llamado papá en mitad de la partida”, dice Álex. Después de una breve pausa, continúa: “Me ha dicho que me había dejado la luz del sótano encendida, y que tenía que volver para apagarla. Estaba furioso”.

            Paula contempla el rostro de su hermano, ahora inexpresivo. Luego le coge el porro de las manos y le da varias caladas seguidas. “¿Y qué has hecho?”, pregunta Paula. “He cogido la bicicleta, he venido a casa, he apagado la luz, y he vuelto a casa de Toni”, susurra Álex. “Tenías que haber visto su mirada”, prosigue, “pensaba que se iba a lanzar sobre mí en cualquier momento”. Álex coge el porro que Paula ha dejado en el cenicero, y fuma. Ella le acaricia la mano. Pasan unos segundos en silencio. “Por cierto”, dice Paula, “¿Le has cogido algo hoy?” Alex cierra los ojos. “Cincuenta euros, mientras él estaba viendo la televisión”, contesta. “Mierda. Yo también le he cogido cincuenta, después de cenar”, concluye ella. “Tranquila, no se dará cuenta”, dice Álex. Se está quedando dormido, así que Paula se levanta y se marcha, sigilosa, a su cuarto.

            Una vez allí, se sienta sobre la cama y saca el hachís. Apenas le queda un porro, y lo necesita para por la mañana. Así que espera, paciente, y luego se dirige, sin hacer ruido, a la habitación de Álex. Abre la puerta con cuidado y llega hasta el armario. Sabe perfectamente qué camisa está buscando, la verde, de cuadros. En el bolsillo del pecho, está la pitillera plateada en la que Álex guarda el hachís. Antes de abrirla, le dirige una mirada rápida para comprobar que éste duerme profundamente. Con cuidado, corta un pequeño trozo, cierra la pitillera y lo coloca todo como estaba. Cierra la puerta del armario, despacio, y vuelve a su cuarto. Sólo respira tranquila cuando ha terminado de liarse el porro, y le da la primera calada, con satisfacción.

8. Arturo

Segunda parte: El despido

            Hace un par de semanas que Paula no queda con Arturo fuera del trabajo. No ha pasado nada en especial. Simplemente, él no se lo ha pedido, y ella no ha hecho nada por que ocurra. Esa tarde, después de trabajar, se dirige con Gabi a la parada del autobús. Es una chica brasileña, que lleva poco tiempo en la empresa. Sólo es un año mayor que Paula y tiene un hijo de dos años. Lleva el pelo, negro, recogido en una trenza, y tiene unos rasgos muy dulces. Durante las últimas semanas, han llegado a intimar bastante. “¿Te has enterado? Han despedido a Arturo”, le dice Gabi. Paula, apoyada sobre la marquesina, rebusca en su bolso, y saca el paquete de cigarrillos. Se enciende uno, y contesta: “¿Y eso?”. Se sorprende de no sentir más que curiosidad ante la noticia.

            Gabi baja la mirada y se queda unos segundos en silencio. “¿Qué ha pasado?”, insiste Paula. “No lo comentes con nadie”, advierte Gabi. Paula niega con la cabeza y le da una larga calada al cigarrillo. Gabi prosigue, bajando la voz: “El otro día me dijo que pasara por su casa para darme algo de material para el trabajo. No sé por qué fui… La casa estaba hecha un desastre. Estuvimos hablando un rato, y se me echó encima. Me dijo que estuviera tranquila, que era una chica muy guapa, que me iba a gustar… No me dejaba en paz, fue horrible.” “No me lo puedo creer…”, dice Paula, haciendo grandes esfuerzos por que no se note cómo su estómago se ha encogido de repente. “Por lo visto ese piso era un picadero”, añade Gabi. Paula no contesta. Se siente aliviada cuando ve llegar el autobús, y pasa todo el trayecto escuchando a Gabi hablar sobre cómo conoció al padre de su hijo, y un montón de historias más que no le interesan en absoluto.

            A la mañana siguiente, Paula se dirige a la secretaria de su oficina, y disculpándose, le dice que le ha surgido algo importante, y que le gustaría dejar el trabajo cuanto antes.

9. Papá

Segunda parte: La televisión

            Por fin. Paula acaba de cumplir los veinte, y mamá le ha dado la mejor noticia que podría recibir: papá y ella van a divorciarse. Será cuestión de días alejarse de esa casa, de esos olores, formas, recuerdos… Paula se siente muy aliviada, y se sienta en el sofá de cuero, a ver la televisión. Entonces llega papá y le pide que le deje sentarse en su sitio. Paula se levanta y se cambia de sofá. Sabe exactamente lo que pasará a continuación: papá le pedirá el mando, le dirá que lo que está viendo es una mierda, y pondrá lo que le apetezca. Paso por paso, todo esto sucede, y Paula, se dice a sí misma, eufórica, que sólo es cuestión de días.

            “¿Ya te ha contado tu madre?”, le pregunta, con la mirada fija en la televisión, en las noticias. “Sí”, contesta Paula, también sin mirarle. “¿Y qué te parece?”, dice él. “Me parece bien”, replica ella. Papá cambia de canal, sin fijarse en nada de lo que aparece en la pantalla. “Paula, dile a tu madre que no le voy a dar nada”, le dice. Paula no contesta. “¿Lo has entendido? Dile a tu madre que tenga cuidado con lo que me pide. No le voy a dar dinero”, concluye él. “Vale”, dice Paula. Esperará unos segundos más, y se irá a su cuarto. Entonces, su padre vuelve a hablar, con voz firme: “Paula, ¿tú sabes cuánto cuesta matar a una persona?”. Ahora Paula no se atreve a desviar la mirada de la televisión. Papá sí se ha girado, y la mira fijamente. “Por trescientos euros puedes matar a alguien, Paula. ¿Lo sabías? Hazme caso, y dile a tu madre que no me pida nada”, termina él. Paula no contesta. Se siente lejos, como si todo fuese un sueño. Ni siquiera tiene miedo. “¿Lo has entendido?”, pregunta su padre, girando la vista hacia el televisor. “Sí”, contesta Paula. Después se levanta, y se dirige hacia su habitación. Cuando llega a su cuarto, se tiende sobre la cama, y se alegra con toda su alma de que todo sea cuestión de días.

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Ilustraciones

Fotografías gafas y barbies, autor anónimo.

Reproducciones de obras de arte por orden de aparición:

  1. Traje. René Magritte (Bélgica, 1898-1967)

2. Morfina. Santiago Rusiñol (España, 1861-1931)

3. Encapuchados. René Magritte 

4. Abstracto. Stephen Collins

5. Joven. Modigliani (Italia, 1884-Francia, 1920)

6. Abstracto. Gerhard Richter (Alemania, 1932)

 

 

 

Una red en la nieve Por Elisa Pérez

La nieve había cubierto con un manto blanco toda la ciudad. Hacía casi diez años que no nevaba en esa parte del país. Resultaba emocionante, abrumador, para unos habitantes poco acostumbrados a los inconvenientes de una capa tan espesa y resbaladiza.

Los ojos traviesos de los niños se desviaban de su despertar habitual contemplando el blanco que cubría todo a su alrededor. Hoy sería un día muy especial que pensaban afrontar abrasándose las manos con el frío de la nieve o montando una gran guerra de bolas en el colegio.

I

Cuando Daniel se desperezó tras el abrazo diario de su madre, enseguida comprobó que la luminosidad a través de la ventana era distinta a otras jornadas. Fuera había ocurrido algo extraordinario. En sus ocho años de existencia jamás había visto nevar en su calle, sobre su jardín, encima de su tejado. Donde él vivía casi siempre hacía lo que los mayores llamaban “buen tiempo”, aunque eso enfureciera al abuelo Esteban que aprovechaba para quejarse por la escasez de lluvias, vaticinando la hecatombe que asolaría el mundo si seguían así. En el fondo Daniel sabía que cuando gritaba esas frases cargadas de furia, en realidad se estaba quejando por ser tan viejo. Sentía lástima por él.

Daniel bajó de dos en dos las escaleras. Sus hermanas se le habían adelantado; apenas desayunó, lo que le provocó una reprimenda de su madre y por añadidura de su abuelo: hay que tomar un desayuno fuerte, si no cómo vas a aguantar todo el día… Desde luego, en mis tiempos…Daniel apenas le escuchó el resto de la frase, ya había oído cientos de veces lo que iba a decir.

Corrió a por el abrigo, no localizaba los guantes, pidió ayuda, agobiado, porque su amigo Jaime estaba ya en el punto previsto para la ruta dispuesto a lanzarle una frondosa bola. Una vez más su madre le sacó del apuro. En segundos podría tomarse la revancha antes de subir al bus escolar.

  • ¡Qué mal día…! Y encima tengo guardia en el hotel. Me toca turno de noche, chicos. Recordad que el abuelo estará esperándoos.

En cualquier otro día, los tres hermanos se hubieran quejado lastimosamente ante su madre. No les gustaba cenar solos con el abuelo. Aprovechaba para reprenderles. Se ponía demasiado serio: en la mesa no te muevas, cómete todo lo del plato, no hay televisión.

Sin embargo, hoy no tenían tiempo de protestar, lo más importante era montarse en el bus, correr entre la capa blanca dispuestos a disfrutarla. Con dos rosetones rojos en las mejillas y el pelo mojado con los primeros bolazos recibidos, Daniel se sentó al final del autobús. Al colocar la cartera sobre sus rodillas, sintió que algo frío le traspasaba los pantalones: la bola de nieve que había cogido comenzaba a descongelarse.

II

Los primeros rayos rojizos de la tarde comenzaban a reflejarse por el horizonte. Era un atardecer mágico: blanco sobre rojo, azul sobre rosa, gris sobre marrón… Una gama de colores que podía divisarse en todo el entorno. Almudena miraba a través del visillo de su habitación. No había podido salir a tocar la nieve, era demasiado peligroso para ella, cualquier corriente de aire podría quebrar su frágil salud. La desilusión formaba parte de su existencia. Con ojos enmarcados por oscuras aureolas, se acercó un poco más a la ventana. Por la rendija sintió una agradable brisa helada, que se unía al sonido que llegaba procedente del movimiento en la planta baja. La nieve había cubierto por completo el camino, no había cesado de nevar en todo momento con pequeños y delicados copos, hasta llegar a hacer imposible comunicarse con la ciudad por carretera. Era una época de gran afluencia de personas en el hotel, a los que trataban de calmar y consolar con atenciones de todo tipo, ante el inesperado contratiempo.

Almudena permanecía absorta frente a la magnitud de la nieve. Aterciopelada y esponjosa en muchos tramos que no habían sido pisados aún, una máquina quitanieves encontrada en el sótano la había retirado de forma irregular acumulándola en un lateral del camino principal. Sobre los rellanos de ventanas o cornisas de las techumbres se habían ido formando preciosas repisas de algodón blanco. El director del hotel se quejó de la falta de previsión, maldijo a las autoridades por la ausencia de información y, por último, recriminó al universo por tener que permanecer allí sin saber qué hacer con sus huéspedes. Odiaba ese lugar heredado, que constituía la única fuente de ingresos para él y su hija.

  • ¡Almudena, no te asomes por la ventana no vaya a ser que te caigas! – lo de siempre, apenas la dejaban moverse, así vivía ella, se sentía prisionera de su propia angustia. Estaba enferma y sólo tenía doce años.
  • ¡He dicho que no te asomes, si te ve tu padre, me mata!

Almudena se sentía afortunada de contar con la ayuda de Mercedes. Sin embargo, no conseguía intimar con ella, ni sacarle alguna frase sobre su vida o sus hijos más allá de esas cuatro paredes. Se sentía desolada porque no compartía con ella las risas, los juegos, los momentos que sin duda vivirían juntos. La devoraba la envidia por esa mujer, por su familia; no soportaba imaginárselos juntos, sanos, sonrientes, libres. Era injusto que tuviera todo y ella nada. En contadas ocasiones le había relatado alguna trastada de Daniel o un gesto de las niñas que, más o menos, tenían su misma edad, anécdotas que incrementaron el ansia de Almudena. Me gustaría conocerlas, comentó en una ocasión. Su padre se lo prohibió tajantemente. Mercedes era lo más parecido a una madre que Almudena había conocido. En su interior disfrutaba sintiéndose un estorbo para esa mujer, un escollo que le impedía disfrutar de sus hijos, lo que le agradaba especialmente.

Una ligera sonrisa de la niña se reflejó en la ventana, detrás Mercedes se afanaba en colocar el ropaje de la cama y el sofá. Hoy era un buen día, no sólo por la novedad de la nevada sino también porque nadie podría salir del hotel en unas cuantas horas. En cierto modo todos se iban a sentir igual de prisioneros en ese lugar de lo que ella estaba la mayor parte de su día a día.

III

  • Abuelo ¿no ha llamado mi madre? Tengo que contarle que he podido con cuatro chicos de la clase a la vez.

Daniel estaba empapado, intentaba quitarse la ropa sobre la que se había rebozado todo el día sobre la nieve. Llegó con una zapatilla despegada y el pantalón más pesado de lo normal. Había sido el mejor día de su corta vida, pero no tardaron sus hermanas en revolotear para hacerle enfadar.

  • Dejadme, dejadme… Abuelo, mis hermanas me están quitando mis cosas.

Un grito retumbó por toda la casa, llegando hasta el anciano que había salido un momento a limpiar la acera. Alterado por el escándalo tuvo que separar a los tres hermanos que animados por la emoción del día querían que la algarabía continuara por toda la casa con carreras y peleas.

  • ¡Tu madre no ha llamado, ni llamará! He oído que está cortada la carretera principal hasta el hotel por la dichosa y estúpida nevada.

El niño sintió dos golpes muy fuertes: uno por el convencimiento de que su madre no llamará y otro por el comentario del abuelo: tampoco le gusta que nevara, jolín no hay quien lo entienda…

  • Podemos quedarnos un rato más para ver si llama, tengo que contárselo, abuelo.

La disciplina era fundamental para ese hombre de pobladas cejas que caían sobre sus ojos de forma irregular confiriéndole una mirada tenebrosa. Cuando estaba su hija le reprochaba la falta de autoridad con los niños. Él se sentía responsable por tener que enmendar lo que ella no hacía. Cómo le recordaba a su mujer, que se fue demasiado pronto. Cada vez la añoraba más y por momentos la odiaba por haberle dejado a merced del tiempo. Ahora su vida se ceñía a cuidar de su hija y sus nietos como únicos consuelos.

  • Daniel ¿qué estás haciendo? ¡Ahora mismo vete a dormir! Apaga la luz ya.

Daniel no podía entender cómo no les había llamado, lo hacía siempre que tenía que quedarse en el hotel de noche. Detestaba ese lugar, le robaba a su madre con demasiada frecuencia… y encima estaba cuidando a otra niña. Resopló entre enfadado y triste, sintiendo una enorme rabia por saber que en estos momentos estaría arropando o, quizá, abrazando a otra niña. Entre las emociones vividas y la amargura del momento, Daniel no podía dormir. Intentaba no moverse mucho, su abuelo tenía un oído demasiado fino y si notaba que aún estaba despierto, le obligaría a dormir con él… ¡con lo que roncaba! Daniel apretó los ojos con fuerza intentando que el sueño llegara por arte de magia con ese gesto. Imposible.

Con sigilo abrió las sábanas incorporándose despacio. Sin ponerse las zapatillas se dirigió al pasillo a través del cual se reflejaba la luz del piso inferior. Su abuelo estaría escuchando la radio porque le llegaba un leve murmullo de voces. Si se esmeraba conseguiría llegar al teléfono. Se sabía el número del hotel de memoria.

  • Hola, quiero hablar con Mercedes por favor, sí, sí, soy Daniel. No puedo hablar más alto – dijo casi en un susurro.

IV

A varios kilómetros de distancia, una llamada había interrumpido la aparente calma que se había conseguido implantar en el hotel una vez que los huéspedes fueron alojados en espera de que mejorara el tiempo. Desde la recepción apenas se podía entender lo que alguien pedía al otro lado del teléfono, finalmente la recepcionista reconoció la voz de un niño, preguntando por Almudena. Transmitió la llamada a la habitación donde descansaba la hija de director.

Con un SÍ perezoso, alguien contestó.

  • ¿Cómo? ¿Mercedes? No está aquí, se marchó hace un rato, no tengo ni idea adonde fue, y deje ya de preguntar, estaba descansando.

Justo cuando colgaba el auricular, una voz por detrás le reclamaba. Era hora de su baño diario. Mercedes le habría puesto las sales que tanto le gustaban.

  • Vamos relájate…, por cierto me ha parecido escuchar el teléfono… ¿quién llamaba?
  • Ah sí, era de Recepción para saber si me subían una manta – con gran delicadeza Mercedes tomó a la niña por debajo de sus brazos desnudos para introducirla en la bañera.
  • Horror, el agua está demasiado fría y además no huele lo suficiente a mis sales favoritas. ¡No estás en lo que tienes que estar, Mercedes!

Para la mujer no significaba mucho más que otra de las absurdas pataletas de aquella niña, malcriada y sola, por la que sobre todo sentía pena. Cuidaba de ella desde que se mudaron para regentar el hotel hacía casi seis años, aunque no se lo ponía fácil. Sabía que la madre desapareció hacía mucho tiempo dejándola con su padre; pero eso no le daba derecho a tratarla mal.

  • Puedes dejar de mirar al horizonte de una vez y acercarme ya la toalla, con esta agua vas a conseguir que me hiele del todo. Seguro que a tus hijos les tratas mucho mejor.

Le bastó escuchar las últimas palabras para que Mercedes sintiera una punzada en su pecho. Seguro que el día había sido estupendo para ellos, entre la nieve, jugueteando, sudorosos… Ya estarían casi en la cama, añoraba estar a su lado, con las dulces niñas, con Daniel, frágil y espabilado a la vez.

            – Seguro que a ellos les procuras un agua calentita y que huela muy bien. A ver, Mercedes, ¿me estás oyendo?

            – Vamos, te sacaré… cógeme del cuello, vamos…

            – ¿Por qué no me hablas de tu familia? Nunca lo haces, quiero que me hables de tus hijos, vamos, cuéntame qué comen, a qué juegan, ¿tienen muchos amigos?, ¿quién les cuida?

Mercedes se había hecho una promesa: la confianza con esa niña debía tener un límite que no pensaba traspasar. Su vida en el hotel no debía mezclarse con la de su familia. Se esforzaba por no sucumbir a los intentos de Almudena por sonsacarle información.

Al otro lado de la ventana, la nieve sobresalía entre la oscuridad que se había apoderado del paisaje dando un aspecto fantasmagórico. Por encima una luna menguante emitía finos rayos plateados sobre capas de blanco y marrón que comenzaban a mezclarse en el pavimento del jardín. A lo lejos un número de luces blanquecinas de la ciudad se iban apagando paulatinamente.

En la cama, Mercedes extendía la crema hidratante en todo el cuerpo maltrecho de Almudena. Sus rizos habían desaparecido con la humedad del agua, los peinó con cuidado. Por último, roció con un disparo de colonia fresca alrededor. Estaba lista para cenar.

  • No quiero cenar, no tengo hambre.

El malhumor de Almudena iba en aumento, no obtenía la respuesta que quería, su sirvienta no le hacía caso, apenas la miraba repitiendo de forma autómata cada uno de los movimientos sobre su cuerpo, sobre su ropaje.

  • ¡Para ya!, te estoy haciendo unas preguntas y quiero que me contestes.

Mercedes estaba cansada. No se enfadaba fácilmente y menos en el trabajo. Pero hoy entre la nevada, el turno de noche y la actitud de la niña más exigente de lo normal, comenzaba a alterarse.

  • Almudena vale ya, no estoy obligada a contarte nada. Por favor, vamos a cenar, tu padre te espera abajo.
  • Vamos a ver cuál es tu obligación cuando le cuente lo que haces conmigo.

No podía creer lo que había escuchado de boca de esa mocosa, caprichosa y estúpida. Clavó sus ojos sobre los de ella, intentando controlar la ira que hubiera querido demostrar y se dio media vuelta hacia el baño.

V

Daniel había conseguido llegar de nuevo a la cama. Su madre no estaba en el hotel, pero si no estaba allí, ¿dónde estaba entonces? Eso le alteró más aún. Seguro que se encontraba en la carretera, sola, con el coche estropeado, ese viejo coche azul, la imaginó entre la nieve como la heroína del cuento que leyó el sábado: un pueblo entero tuvo que salir a buscarla mientras permanecía perdida en medio de la montaña nevada. Le había encantado ese cuento y más cómo lo contaba su madre. Ya está, tomó una determinación: saldría a buscarla. Él la encontraría.

Unas huellas infantiles en la nieve hicieron presagiar al abuelo que algo no iba bien. Sintió una brisa helada penetrando bajo la puerta, se había quedado dormido sobre la mesa de la cocina escuchando la radio. Era muy tarde. La luna menguante daba un resplandor extraño por la ventana. Se levantó al observar que la puerta principal no estaba cerrada del todo. Enseguida supo que alguien había salido por allí. Corriendo y resoplando, se dirigió a la planta superior. Allí estaba la prueba: Daniel no dormía en su cama, el abrigo y su perrito de peluche tampoco estaban. La desesperación invadió al anciano. Tenía que localizar a su hija, eso la destrozaría, pero tenía que llamarla. El teléfono permanecía descolgado, comenzaba a entender. Se maldijo, quiso pegarse por su torpeza. Daniel era demasiado listo para él. Sin mirar atrás, salió corriendo en busca del niño. La noche permanecía con un silencio aterrador. Sobre la colina pudo divisar unos pequeños destellos de luz procedentes del hotel.

El teléfono de recepción interrumpió el silencio absoluto que reinaba. Todo el mundo dormía. La recepcionista escuchó del otro lado, sus gestos no dejaban lugar a dudas. Algo fuera de lo normal estaba ocurriendo más allá del hotel.

  • Sí, claro, le paso inmediatamente – la urgencia por localizar a Mercedes la hizo precipitarse, se golpeó al salir de su habitáculo rumbo a la habitación 205 donde estaría su compañera, junto a la hija del director.

Los primeros golpes en la puerta fueron demasiados débiles para que la oyeran. Al tercero, una voz desde dentro contestó entre susurros. Era Mercedes.

  • ¿Dónde vas Mercedes? ¡No me puedes dejar sola de noche y lo sabes! ¿Qué ocurre ahora?
  • Se queda contigo Manuela yo tengo que irme urgentemente.
  • Pero no puedes dejarme, no puedes, estoy sola y debes cuidarme. Es tu obligación.
  • Claro que puedo, algo grave ha ocurrido con mi familia – confesó a punto de estallar en un sollozo.

El alboroto en el hotel se extendió con rapidez, el dueño se levantó por el escándalo, incrédulo tras un día con demasiados contratiempos. Parecía que una posible e inoportuna desgracia había ocurrido con el hijo de Mercedes. Mientras ésta lloraba desconsolada, con el abrigo en la mano, esperando un taxi, Almudena se acariciaba su cabellera rizada, malhumorada por la confusión creada en medio de la noche.

Las noticias llegaban entrecortadas, sin sentido para Mercedes: su padre la alertó de que Daniel había desaparecido. El impacto de la noticia casi la hizo desmayarse. No podía ser posible, su niño estaba perdido en medio de una noche plateada. ¿Dónde estaría? Se introdujo en el taxi impaciente, sin saber qué hacer ni qué esperar. Antes de marcharse dirigió una última mirada a la niña que la observaba desde la ventana del piso superior junto a su padre. De nuevo unos ligeros copos empezaron a caer dispuestos a participar en la agonía que se abría para Mercedes.

Las primeras luces del amanecer se instalaron en la casa familiar con un silencio poco habitual. La nieve había construido una red que, unida a la temperatura nocturna, creaba una capa de hielo imposible de romper. El abuelo daba golpes con fuerza y rabia sobre los escalones sin conseguir los resultados esperados. Sus ojos se mantenían humedecidos y cansados, hacía horas que no sabían nada del niño. Por su culpa, con su maldita furia, había logrado que el pequeño se fuera. No sólo eso, estaba su hija. Derrotada, maltrecha, rota por el dolor. Nunca había querido escucharle, a partir de ahora, lo haría menos aún. En lugar de ayudarla, le había fallado. Temblaba de miedo, le retumbaban las sienes. Odiaba la maldita nieve, fundiendo todo de blanco, haciendo que la tierra bajo ella formara un abismo invisible. Recordaba la risa de los niños el día anterior, si pudiera se cambiaría ahora mismo por Daniel allá donde estuviera. El eco de un timbrazo de teléfono en la sala le sobresaltó.

  • Papá, papá… le han visto, le han visto…

Los gritos de Mercedes retumbaron en la casa. El anciano corrió dentro, casi se cae en su loca carrera por resarcir la culpa. Por fin había noticias. Imploró por que fueran buenas.

  • Sí, claro, ahora mismo voy para allá. – Papá quédate con las niñas, y por favor, ten cuidado, me tengo que marchar a la comisaría. Luego te llamo.

La mirada de reproche y odio de su hija le pareció que perforaba su corazón sin excusas. Pero Daniel había aparecido, estaba en algún sitio, vivo… o eso deseaba al menos.

Transcurrieron dos horas de espera frente al teléfono, aguardando una llamada que no se producía. Su hija estaba siendo muy cruel con él. No le llamaba. Se sentía preso de una enorme pesadumbre. Por fin el auricular tembló sobre la mesa.

  • No, ella no está aquí. ¿Quién es? Del Hotel? Sí, le diré que han llamado, ¿cómo se llama usted? Espere que apunte. Sí, tengo que colgar, sí, sí, adiós. – con un golpe en la mesa dejó el teléfono apresuradamente. Al fondo se oía una voz infantil.

Abuelo y nieto se fundieron en un abrazo.

  • No me aprietes tanto, abuelo, me haces daño. ¿Sabes una cosa? estoy muy cansado, le he contado a mamá cómo pude con cuatro chicos en el colegio, y el bolazo que le di a Jaime. Ah, y encontré una cueva misteriosa, ¿sabes? Pero no tenía miedo, bueno solo un poco…
  • ¿Por qué te fuiste? Si querías algo, ¿por qué no me lo pediste a mí? – era una pregunta trampa, cargada de la culpa que no conseguía sofocar compensada en parte por la alegría de recuperar al niño.
  • Quería contárselo a mamá y ella no estaba. Tengo sueño. – los ojos de Daniel hacían verdaderos esfuerzos por permanecer abiertos. Al fin quedó rendido por las emociones vividas y la impaciencia de contar su aventura, real o imaginada.
  • Mercedes, te han llamado del hotel, me han dicho que les llamaras, querían decirte algo urgente.
  • Mañana llamaré. – antes de terminar de decir esto, sonó de nuevo el teléfono. Mercedes lo tomó con gesto de agotamiento.

Por la sinuosa carretera camino del hotel Mercedes conducía entre impaciente y rabiosa. Justamente hoy tenía que ir al hotel porque algo ocurría que requería su presencia. Había sido una noche reconfortante a la vez que llena de sobresaltos. Sobre la cama no había soltado la mano de Daniel, temerosa de que volviera a marcharse. Ante las preguntas que le hicieron siempre contestaba lo mismo, a ella, a la policía, al abuelo: “encontré una cueva y me quedé dormido”. Ni rastro de daños físicos, apenas había recuerdos, nada traumático. Era como si Daniel hubiera entrado en un sueño, hubiera buceado dentro de él en medio de una noche oscura con un suelo blanco y quebradizo, hasta perder la conciencia. Su recorrido había sido de apenas trescientos metros en dirección a la montaña.

Las puertas del hotel seguían cerradas. No había movimientos sólo huellas de unas pocas rodaduras de coches. Las luces de la planta baja estaban todas encendidas, a través de las ventanas podía divisar el vaivén acompasado de las criadas y camareros, como autómatas a punto de empezar a servir el desayuno en apenas veinte minutos. Desde el interior del coche echó un vistazo a la fachada: la acumulación de nieve se había despejado en la entrada señorial, dejando libre el acceso. El níveo aspecto confería al edificio una preciosa estampa sobre la que destacaban los abetos, pinos y nogales, salpicados de blanco en sus ramas grandiosas. Era una bonita pintura. Inconscientemente miró hacia la ventana de la primera planta. La cortina estaba descorrida. Le pareció ver que estaba abierta. Era extraño.

  • Ya sé lo que te ha ocurrido, pero yo esta noche me he sentido muy mal, he tenido fiebre incluso, no debiste marcharte. Al fin y al cabo tu hijo tenía a su abuelo, yo no.

La voz dura y solemne de Almudena dejó más helada a Mercedes de lo que ya estaba. La miró sintiendo lástima de ella, estaba empobrecida por dentro. Nadie debía ser abandonado jamás. Como pudo recuperó las pocas fuerzas que le quedaban:

  • Me habéis llamado porque me querías comunicar algo urgente. Aquí estoy, ¿qué sucede? Me tengo que marchar pronto. Por cierto, voy a cerrar la ventana, qué hace abierta, la brisa helada no te favorece.
  • Te parece poco que haya tenido fiebre toda la noche. Tienes que quedarte conmigo. Ahora y esta noche también, por cierto, no aguanto a esa mema que se ha quedado en tu lugar. He pedido a papá que la despida – el rostro de Almudena parecía recorrido por un halo de soberbia e ira difícil de entender.

Se debatía consigo misma, buscando decir algo que frenara la crueldad de esa niña, una crueldad sin sentido, ella no había hecho nada para que se pusiera así. La miró como quien examina un monstruo al que da miedo acercarse por su imprevisible reacción. La observó una, dos, tres veces sin contestarle, notando cómo el cuerpo maltrecho de Almudena temblaba de rabia. Quisiera haberle dado una bofetada, haberle dicho que no tenía derecho a disponer de ella, ni de nadie, que su vida no iba a mejorar por ser más cruel. Sin embargo, se calló, no dijo nada. Tomó el abrigo y se dispuso a salir de la habitación.

Mientras recorría el pasillo hasta la planta baja pudo seguir oyendo con claridad los gritos procedentes de la habitación 205. Al pasar junto al comedor percibió la incredulidad de los huéspedes que desayunaban, por las voces de la primera planta. Un nombre: MERCEDES, MERCEDES. Un reclamo: VUELVE, VUELVE, se repetía sin cesar. Los gritos se transformaron en lamentos para desaparecer entre sollozos.

Entre el silencio repuesto, el murmullo del servicio y de los huéspedes comenzó a elevarse poco a poco. Mercedes permanecía parada frente a la puerta dispuesta a abandonar definitivamente el hotel. Seguro que encontraría trabajo en otro sitio. Allí se sentía agobiada por un ser que tanto la necesitaba y ella no sabía si le correspondía suplir todas las carencias de esa niña. Estaba su familia. Se puso el abrigo dispuesta a marcharse para siempre de aquel lugar.

Aquella mañana los restos de nieve apenas se podían percibir en pequeños reductos sobre las ramas más altas de los árboles o en escasos rincones de las calles. Se vislumbraba un hermoso día luminoso. Daniel se despertó confiando en que de nuevo el manto blanco habría cubierto todo a su alrededor. No era así, pero estaba contento. Su madre había dejado el trabajo en el hotel con lo que pasaba más tiempo con ellos. El abuelo había dejado de arrugar el entrecejo con tanta frecuencia. Y él había avanzado mucho con la lectura, ahora los cuentos se los leía él a su madre…

La noche anterior Mercedes les había hablado de una excursión que realizarían el sábado.

  • ¿Una excursión? ¿Dónde? – gritaron los tres niños entusiasmados.
  • Al hotel, os va a gustar, es un lugar muy bonito.
  • ¿Al hotel? Pero allí qué haremos, mamá… – el entusiasmo inicial se tornaba en cierta decepción para Daniel.
  • Quizás encontréis algo muy importante y divertido que hacer. Os acordáis de la niña que os comenté ayer, vive allí como una princesa, es su palacio y está deseando que algún niño quiera compartir con ella juegos, cuentos o historias, ¿qué os parece?

Daniel había soñado esa noche con el palacio, con la princesa a la que defendería frente a dragones o malvados. Sería su guerrero favorito, mamá les había dicho que no andaba bien… da igual, en su historia la transportaba volando o dirigía sus piernas con una espada mágica. Al fin y al cabo, era una niña y él un guerrero soñador.

Rojo sobre blanco, negro sobre azul, verde sobre rojo. La nieve se había resquebrajado por completo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La loba Por Giovanni Verga (1880)

 Giovanni Verga (Catania, Sicilia, 1840-1922). Principal representante del verismo, es también el principal renovador de la novela italiana, género al que alejó de la influencia de Manzoni. Estudió derecho en Catania. El éxito que obtuvo con la novela Los carbonarios de la montaña (1861-1862) le movió a trasladarse a Florencia (1865) y luego a Milán (1872). Durante esta época publicó novelas influidas por el naturalismo francés, que constituyen las primicias del verismo: Una pecadora (1866), Historia de una curruca (1870), Tigre real (1875), Eros (1875) y, sobre todo, el relato Nedda (1874), recogido en Primavera y otros relatos (1876).

La loba (1880) está considerada como un modelo de síntesis expresiva, con la que se desarrolla una tormenta erótica en torno a una mujer sexualmente libre en un medio rural dominado por un catolicismo  represivo arcaico. Así se enfrenta la “imprescindible” represión de los instintos con la “indomable” necesidad de alimentarlos, al margen de cualquier límite moral.

A diferencia del naturalismo francés, el verismo de Verga se orienta hacia la representación de la alienación en el medio rural. A esta orientación pertenecen sus obras maestras: La vida de los campos (1880) -que recoge Cavalleria rusticana, adaptada posteriormente a la ópera- y Los Malavoglia (1881), primera novela del ciclo Los vencidos, que debía constar de cinco novelas y del que sólo se publicó la segunda, Maese don Jesualdo (1889).

A esta época pertenecen también los Relatos rústicos (1883), Por los Caminos(1883), Vagabundeo (1887). En 1893 regresó a Catania, donde publicó los relatos de Don Candelero y Cía (1894) y Del tuyo al mío (1905). También compuso piezas teatrales, la mayoría adaptaciones de su obra narrativa.


Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; pálida, como si fuera víctima de la malaria, y sobre esa palidez dos ojos grandes y dos labios frescos y rojos, devoradores.

En el pueblo la llamaban La Loba porque nunca se saciaba de nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar sola, como perra sarnosa, con el paso receloso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios rojos devoraba a sus hijos y maridos en un abrir y cerrar de ojos, y los traía al trote con su sola mirada de Satanás, incluso cuando estaban ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba nunca iba a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angiolino de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella.

La pobre Maricchia, una buena muchacha, lloraba a escondidas porque, al ser hija de La Loba, ninguno querría casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada, como cualquier otra muchacha del pueblo.

Una vez, La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sintiendo que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sintiendo, al mirarlo a los ojos, la sed que se siente en las horas tórridas de junio, en medio de la llanura. Pero él seguía segando tranquilamente y, viendo los montes, le decía:

-¿Qué tiene, doña Pina?

En los campos inmensos, donde solo se oía el revoloteo de los grillos, cuando el sol caía a plomo, La Loba hacinaba, montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse nunca, sin erguirse un solo momento, sin acercar sus labios a la garrafa, a fin de no alejarse de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de vez en cuando:

-¿Qué quiere, doña Pina?

Y una noche se lo dijo, mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban en el inmenso campo negro:

-¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti!

-Pues yo quiero a su hija, que es soltera -respondió Nanni, sin aguantarse la risa.

La Loba se llevó las manos a la cabeza, se rascó las sienes y, sin decir palabra, se fue. No volvió a aparecer en la era. Pero en octubre, el mes en que se extrae el aceite, volvió a ver a Nanni, porque él trabajaba cerca de su casa y el ruido de la guadaña no la dejaba dormir durante toda la noche.

-Coge el costal de aceitunas y ven conmigo -le ordenó a la hija.

Nanni empujaba las aceitunas con una pala, para que cayeran debajo de la muela, y le gritaba “¡Arre!” a la mula, para que no se detuviera.

-¿Quieres a mi hija Maricchia? -le dijo doña Pina.

-¿Qué le va a dar usted a Maricchia? -le preguntó Nanni.

-Tiene lo que le dejó su padre; además, le doy mi casa. A mí me basta con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón.

-De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad -le dijo Nanni.

El joven estaba muy sucio y embarrado de aceite y de aceitunas puestas a fermentar, y Maricchia no lo quería bajo ningún aspecto; pero la madre la agarró por los cabellos, frente al fogón, y, rechinando los dientes, le dijo:

-¡O te casas con él o te mato!

La Loba estaba como enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba aquí y allá, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír, sacaba la imagen de la Virgen y se santiguaba. Maricchia se quedaba en casa, amamantando a sus hijos, mientras su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquiera de ellos, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andan con la cabeza gacha y los hombres duermen de bruces, al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las que ninguna mujer buena sale de paseo, La Loba era la única alma que vagaba por el campo, sobre las piedras ardientes de los senderos, entre los rastrojos requemados, en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se aposentaba en el horizonte.

-¡Despierta! —le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, al lado de un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos-. Despiértate; te traigo vino para que te refresques la garganta.

-¡No! ¡No hay mujer buena entre la víspera y la nona! -gemía Nanni, metiendo la cabeza entre la hierba seca de la zanja, mesándose los cabellos-. ¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era!

Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón.

Pero La Loba regresó a la era muchas veces, y Nanni dejó de protestar. Más aún, cuando ella tardaba en llegar, en las horas que van de la víspera a la nona, él la esperaba en lo más alto del sendero blanco y desierto, con la frente bañada en sudor. Después, volvía a mesarse los cabellos y a gritarle otra vez:

-¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era!

Maricchia lloraba noche y día, y miraba a la madre con ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda.

-¡Malvada! -le decía-. ¡Madre malvada!

-¡Cállate!

-¡Ladrona, ladrona!

-¡Cállate!

-¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir!

-¡Pues ve!

Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin ningún miedo y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora también amaba al marido que le habían impuesto, sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar.

El sargento mandó a llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni se arrancaba los cabellos y sollozaba, pero ni siquiera intentó disculparse.

-¡Es la tentación! –decía-. ¡Es la tentación del infierno!

Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel.

-¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡No deje que vuelva a verla otra vez! ¡Nunca!

-¡No! –contestó por su parte La Loba al sargento-. Solo tengo un rincón en la cocina, para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy!

Días después, un mulo pateó a Nanni en el pecho y, pese a estar a punto de morir, el párroco no quiso llevarle los santos óleos. La Loba no salía de la casa, y cuando al fin se fue, Nanni pudo prepararse entonces para morir como buen cristiano; se confesó y comulgó, dando tantas muestras de arrepentimiento y contrición, que todos los vecinos y curiosos lloraban ante la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviese a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó.

-¡Déjeme en paz! -le decía a La Loba-. ¡Por caridad, déjeme en paz! He visto a la muerte con mis propios ojos. La pobre Maricchia está desesperada. ¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí…

Y él hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que, cuando se clavaban en los suyos, le hacían sentir que perdía el cuerpo y el alma. Ya no sabía qué hacer para librarse del hechizo. Mandó a decir misas en sufragio de las almas del Purgatorio; fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En la Pascua fue a confesarse, y lamió seis palmos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba no dejaba de incitarlo, le dijo:

-¡Óigame bien! Que no se le ocurra venir a buscarme a la era, porque, como hay un Dios en el cielo, ¡la mato!

-¡Mátame! —le dijo La Loba—. No me importa, porque sin ti no quiero vivir.

Cuando volvió a divisarla a lo lejos, en medio del sembrado verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que pendía de la rama de un olmo. La Loba lo vio llegar, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con la luz del sol; pero ella no se detuvo ni bajó los ojos, y fue a su encuentro, llevando entre las manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con sus ojazos negros.

—¡Ay! ¡Maldita sea su alma! —murmuró Nanni.

 

“La lupa”
Vita dei Campi, 1880

Viaje en autobús Por Paula Alfonso

 

 

Bueno, aquí estoy en el autobús, camino ya de Madrid. Casi todas las semanas me desplazo en mi coche hasta un pueblo de Toledo para visitar a mi madre, pero esta mañana como llovía, me dio pereza y opté por ir en el de línea.

Recuerdo que cuando era pequeña coger la Sepulvedana —así se llamaba entonces  la empresa que cubría la ruta Madrid-Talavera—, era toda una experiencia. Las maletas, las carreras, y mi madre diciéndome todo el rato Venga, niña, date prisa que perdemos el autobús.

Para mí era realmente emocionante, primero porque en esos años todo cambio hace mucha ilusión, pero además subirme en ese autocar significaba que nos íbamos al pueblo, que volvería a encontrarme con mi pandilla, que podría pasar todo el día en la calle y que el colegio, las clases, los profesores… quedarían a 120 km de distancia.  Del viaje lo único que me importaba entonces era que el conductor se diera mucha prisa para llegar cuanto antes; fue después, al hacerme mayor y viajar sola, cuando el trayecto en sí comenzó a tener su protagonismo. Tenía curiosidad por saber quién sería mi compañero de asiento; tal vez alguien a quien no hubiera visto nunca, pero con el que podría iniciar una conversación, que con suerte derivaría en una  amistad, y tal vez después en un flirteo y …. ¡Vamos que a lo mejor ligaba!

Sin embargo, hoy al subirme en el autobús todo ha sido muy distinto, con mis  años lo único que me ha preocupado ha sido encontrar un asiento en el que pudiera ir cómoda, que el de al lado no lo tuviera invadido con su volumen (la verdad es que el espacio que nos dejan es cada vez más pequeño, bueno, o yo ocupo más, vale)…

Según avanzaba por el pasillo he ido haciendo mis descartes; aquí no que la anciana ésta seguro que me da palique y no me deja leer; aquí tampoco que ese niño no va a estarse quieto y acabaré harta de patadas;  ¡uf! aquí tampoco que este tiene mala pinta, y así, cuando he querido darme cuenta, se acababa el autobús y yo sin decidirme. A la desesperada encontré un asiento ocupado sólo por el abrigo de una chica de melena lacia que en el de al lado parecía dormir (o se lo hacía) ¡qué astuta!, así, si no la despierto todo el espacio será para ella, y como en el fondo soy buena, he preferido pasar de largo, dejarla tranquila. Finalmente acabé junto a un joven de apariencia latinoamericana, bastante corpulento y con el que tras recolocarnos varias veces para conseguir que nuestras piernas no se rozaran (insisto, muy complicado en tan reducido espacio) la cosa ha ido bien.  Oía música con unos cascos conectados a su teléfono y llevaba unas gafas oscuras —¡qué tontería! he pensado, si el día está más gris que un entierro de tercera—, pero lo que más me gustó de él fue que su ropa olía magníficamente a suavizante.

Me he puesto a leer e, igual que mi compañero, he ido dando alguna que otra cabezadita. De pronto le sonó su teléfono, descolgó y no pude evitar enterarme de todo.

La persona con la que hablaba parecía infundirle mucho respeto, porque tras contarle que ya estaba subido en el coche de línea en dirección a Madrid y que se quedaría en la urbe hasta el domingo, le confesó que no sabía qué hacer, que estaba hecho un lío y que acudía a él para pedirle consejo.

Cuando la cosa prometía, y después de pasar unos segundos en silencio oyendo lo que el otro le decía, para frustración mía acabó con la conversación con un le volveré a llamar cuando haya llegado.

A partir de ahí mi imaginación se desbocó; bueno. mi imaginación y mi sentimiento maternal que no sé cual de los dos tengo más abundante,  ¿Qué le podía haber pasado a este pobre chico? ¿En qué dilema estaría metido? Parecía tan majo, tan seriecito y aseado, con aquel olor a suavizante que salía de su ropa… Me hubiera encantado hablarle: ¿Qué te pasa?, cuéntamelo porque a lo mejor puedo ayudarte, pero no sé cómo lo hubiera interpretado, así que opté por callar y poner en práctica mis aprendizajes en el curso Conciencia y Energía, cerré los ojos y le envié mentalmente toda la energía positiva que pude.

Mientras, nos adentrábamos ya en la Comunidad de Madrid.

En el último asiento viajaban tres chicos, que esos sí eran “unos figuras”, aprendices de skinhead diría yo, porque ni siquiera era completo el estúpido rapado que se habían hecho en sus cabezas. Hablaban tan alto que nos hicieron partícipes a todos de que a uno “le rugía la tripa de la gusa que tenía”, que otro estaba “hasta los cojones de ir metido en aquella lata de sardinas y que quería llegar ya” — Conductooooor, písele, hombre, písele; bramaba de vez en cuando—. Un tercero parecía estar muy indignado porque había llamado a “la piba esa, pero la muy puta no se ha querido poner”. Se bajaron en la parada de Móstoles. ¡Qué alivio!

Otro personaje que me tuvo entretenida fue el que viajaba en el asiento de delante, pero en la fila de mi compañero, y como había echado su respaldo totalmente hacia atrás me dejó un ángulo de visión por el que pude seguir todos sus movimientos. Se trataba de un hombre de pelo blanco y aspecto pueblerino, llevaba una pelliza bastante gastada y botas de militar que pedían a gritos una buena limpieza. Era evidente que estaba nervioso, se aplastaba en el asiento como si se fuera a dormir, pero enseguida se incorporaba, sacaba su móvil, uno de estos pequeños con tapa, la levantaba, iba a la agenda, recorría todo el listado, se detenía en un nombre, pensaba y, como si se arrepintiera, bajaba de golpe la tapa; de nuevo se echaba con fuerza sobre el respaldo, al poco rato otra vez para arriba, pero en esta ocasión se rascaba la cabeza, miraba por la ventanilla, se hurgaba la nariz, ¡qué asco!, otra vez el teléfono, la agenda, repaso por todos los números y a cerrar con fuerza; al asiento, para arriba… hasta que en una de estas se decidió. Le vi apretar sobre uno de los nombres de la agenda, apareció la ventana con los datos del contacto, y tras cerciorarse unos instantes de que efectivamente era la persona con quien quería hablar, se llevó el auricular a la oreja.

-Espero, hombre…

Pero no había completado el proceso, que se olvidó de darle al simbolito verde con el auricular que da paso a la llamada. Estuve a punto de gritarle desde atrás, pero el sentido común me aconsejó ser discreta y me callé. De todas formas, su decisión debía ser ahora tan firme que insistió varias veces hasta que finalmente lo consiguió.

-¡Ajá, era esto!, así que viene a Madrid a echar una canita al aire.

Su interlocutora era una mujer, eso estaba claro, y a pesar de que bajó mucho su tono de voz, no sé si para que no le oyéramos o para parecer más interesante, me pude enterar de que tenía muchas ganas de verla, que la última vez que estuvieron juntos lo pasaron realmente bien y que cuando llegó a su pueblo estuvo varios días sin poder dormir acordándose de todo. Bueno, realmente en cuanto a conversación no hubo mucho más, pero entonces, echando mano a mi imaginación, y como iba aburrida, me encargué de poner el resto. Se trataría del típico hijo de terratenientes toledanos que se habría quedado en casa cuidando de los padres, mientras el resto de los hermanos se fueron casando y marchando a la ciudad. De pronto un día, casi por casualidad, descubre en el espejo que su pelo ya no es rubio y espeso sino cano y escaso, que a su cara se le cayeron los mofletes y ahora la surcan un sinfín de arrugas y que a pesar de los años todavía se mantiene soltero y entero. Alguien le habla de los bares de alterne que hay en Madrid, de mujeres a las que no les va a importar su inexperiencia, y que a cambio de unos cuantos billetes están dispuestas a hacerle muy feliz. Habló con sus hermanos, de acuerdo con ellos metió a los ancianos en la residencia del pueblo no sin antes asegurarles de que él iría cada día a visitarlos y sus hermanos se turnarían los fines de semana y el siguiente sábado se levantó temprano, se duchó, se puso muda nueva y tomó este mismo autobús hasta la capital. Llegó, probó y aquí le tenemos otra vez dispuesto a repetir.

-¿Está lloviendo?

Pregunté a mi compañero de asiento cuando ya entrábamos en Madrid. La verdad es que con su corpulencia tapaba casi toda la ventanilla y no me dejaba ver, pero también confieso que fue el ardid que encontré para entablar conversación. A partir de ahí todo fue fácil, era boliviano y muy educado. Hablamos de muchas cosas, de la reciente muerte de Chávez, de Evo Morales, el presidente de su país, y cómo no, de los conflictos que sacuden España.

-¿Pero cómo han dejado que les ocurra esto con todo lo que tienen?

Me preguntó señalando a un Madrid que ya empezaba a perfilarse entre la bruma de la contaminación, grande, industrializado, avanzado y aparentemente rico, con tantísimas obras en curso.

– No hemos sabido evitarlo, demasiados chorizos juntos para luchar contra todos y se lo han ido llevando.

Hasta aquí mi momento reivindicativo, después comencé con las preguntas.  Me contó que llevaba seis años en España, y al principio le costó muchísimo adaptarse, añoraba su país, sus amigos, sus padres y varias veces estuvo a punto de arrojar la toalla. Ahora, con sus papeles en regla y un contrato laboral, trabajaba en un pueblo perdido de Extremadura como “responsable-guarda de un campo de frutales”.

-Qué bien, con la que está cayendo y tienes un contrato, eso es estupendo.

-Ya, pero me paso solo en el campo seis días a la semana, no veo a nadie, ni hablo con nadie y empiezo a estar muy cansado. Mis hermanos (tenía cinco), por el contrario, viven todos aquí y de vez en cuando se reúnen, charlan de sus cosas, se ayudan, pero yo estoy solo. Salvo los meses en los que están los jornaleros, si quiero estar entre la gente tengo que recorrer 10 km hasta el pueblo, y digo gente, en realidad son los mismos de siempre. Estoy casi decidido a dejarlo.

Ahí ya mi instinto no era sólo maternal, era también de abuela, de tía, yo qué sé. Me inspiraba tanta lástima que le hubiera abrazado fuerte y colmándole de besos le habría dicho que no se preocupara, que aguantara un poquito más, sólo unos meses hasta que las cosas mejoraran, que no iba a estar toda la vida igual. Pero tuve que ser más comedida.

-A veces vienen momentos difíciles, pero con paciencia se superan, ya lo verás.

Aunque conocía de antemano la respuesta, le pregunté si podía consultarlo con alguien, me contestó que sí, que venía a Madrid para ver qué le aconsejaban sus hermanos.

Finalmente nos bajamos del autobús y fuimos juntos hasta el metro, allí nos despedimos, me tendió la mano, pero me adelanté y le di un beso en cada mejilla, él se sonrió y me los devolvió.

-Adiós, señora, encantado de conocerla.

– Adiós, y que las cosas te vayan bien.

Ojalá, pobre chico, con lo majo que parecía y lo bien que olía a suavizante.

 

“La intrusa”, pasión criminal de dos hermanos, según Jorge Luis Borges

La intrusa

[Cuento – Texto completo.]

Jorge Luis Borges (Buenos Aires, Argentina 1899-Ginebra, Suiza, 1986)


Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

FIN

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NOTA AL MARGEN

En 2013 se estrenó una versión teatral de este relato. Mariano Rochman y Adriana Roffi fueron los responsables de un éxito que aún hoy, en 2018, cuenta con representaciones en diversas comunidades de España. Cambiaron las actrices, pero no el protagonista. La variante más interesante de esta adaptación tiene que ver con los personajes femenino que reemplazan a los gauchos del cuento original. En lugar de la prostituta, un boxeador ingenuo con un gran atractivo sexual para dos solitarias hermanas.

Se han publicado críticas elogiosas, entre las que destacan dos, distantes en el tiempo: Notable versión de un cuento de Borges, 2013, y Fogosas, divertidas y feroces hermanas Rivas, 2017.



MÁS CUENTOS DE JORGE LUIS BORGES



Dos cuentos cortos de Naguib Mahfuz, Premio Nobel 1988

Naguib Mahfuz (El Cairo, Egipto, 1911-2006)

Un maestro en el arte de contar historias ligadas a la vida cotidiana de su pueblo. Entre sus páginas se encuentran hallazgos de relatos y novelas históricos, así como extraordinarios textos contemporáneos por donde circulan los conflictos morales y sociales de gente muy diversa, ricos y pobres, ardientes amantes, férreas amistades… Musulmán que mantiene gran distancia por todo dogmatismo, tras ganar el Premio Nobel en 1988 continuó haciendo su vida normal de paseos por El Cairo y tertulias de puertas abiertas, donde se dirimía lo humano y lo divino sin cortapisas. En una de estas tardes de 1994, desprotegido como acostumbraba, a pesar de haber recibido amenazas de muerte, fue apuñalado en plena calle acusado de hereje. Sobrevivió con serias secuelas y ya no pudo andar solo por ninguna parte. Aun así continuó escribiendo, dictando, conversando con quienes le visitaran hasta fallecer en 2006.

Entre otros títulos: La trilogía de El Cairo (Entre dos palacios, Palacio del deseo, La azucarera), Hijos de nuestro barrio, El sendero, El día que mataron al líder, Miramar…

Sus novelas Principio y fin y El callejón de los milagros se llevaron al cine mexicano adaptadas con sorprendente fidelidad. Dos grandes obras literarias, dos grandes películas, dirigidas respectivamente por Arturo Ripstein (1993) Jorge Fons (1994).

Tras una obra apasionante, he aquí dos cuentos breves modélicos: Pimienta y El traje del prisionero.

 

PIMIENTA

En el Café “La Felicidad” hay muchas cosas interesantes. Una de ellas, Pimienta, un chico de doce años o poco más. Su verdadero nombre es Taha Sanqar, pero se le conoce por Pimienta. Está en el café desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, para acercar la candela a los que quieren fumar un narguilé.

Ya se sabe que los motes no son injustificados, pero éste está especialmente bien puesto: el muchacho es vivo, ágil, acude como una avispa antes de que el cliente haya acabado de llamarlo. No para en todo el tiempo de moverse ni de hablar.

Trabaja allí desde hace un año por una piastra al día, además de su narguilé, y una taza de té por la mañana y otra después de la comida. Con esto está más que satisfecho. Se siente orgulloso cada vez que piensa que se gana el sustento y puede disponer de una piastra; así que, como él dice: “Yo, feliz y contento”.

No por eso cree que está todo hecho. Su meta inmediata está en el día en que el patrón lo autorice a llenar y servir los narguilés, trabajo que supone el ascenso de “chico” a “mozo”… después… ¡Quién puede predecir adónde llegará!

Consecuente con su ambición, ejercita sin parar sus cuerdas vocales, voceando las consumiciones. Y es que en un café popular una buena garganta es tan importante como en una academia de canto.

Una de las cosas que más le gustan a Pimienta del café “La Felicidad” es la tertulia de estudiantes que se reúne allí las tardes de los días de fiesta y en vacaciones. Se acomodan en un rincón. Charlan. Juegan al chaquete. Beben té y jengibre. Son gentes del pueblo, pobres, igual que los demás clientes, pero los estudios se les han subido a la cabeza; se sienten superiores y mantienen las distancias. Han dejado de vestir el yillab, aunque alguno siga llevando calzado de madera.

Se reúnen a pasar el rato. Mientras sorben su té o su jengibre, uno cualquiera de ellos lee en alto un periódico vespertino. Los otros lo escuchan. A continuación se lanzan a comentarlo y discutirlo larga y apasionadamente.

Una tarde Pimienta entendió por primera vez lo que decían, y se llevó una gran alegría. Acababan de leer, entre otras cosas, la noticia del juicio incoado contra un alto funcionario acusado de corrupción.

Automáticamente se encendieron los comentarlos…

-¡Este ha caído en manos de la ley por casualidad! ¡Hay otros muchos que deberían estar en la cárcel, pero la justicia hace la vista gorda!

…y fueron haciéndose más directos y menos contenidos:

-El mal no está sólo en los funcionarios; hay otros… ya me entienden, peores y todavía más canallas. ¡En este país, si estuviera bien equilibrada la balanza de la Justicia, estarían llenas las cárceles y vacíos los palacios!

Rivalizaban en sacar a relucir nombres, en despellejarlos y en rebozarlos por el lodo, con voces alteradas, fuera de sí:

-Fíjense en Fulano, sin ir más lejos… ¿saben cómo ha amasado su inmensa fortuna?… (y acto seguido enumeraban los atropellos y los robos con que había conseguido hacer dinero. Se daban tantos detalles que parecía estar contándolo el propio secretario o administrador del interesado).

No dejaron de hacer la disección de ningún personaje importante. Las vidas se interpretaban a gusto del consumidor. Se barajaban defectos. La frase que servía de trampolín era:

-¿Y saben cómo ha amasado su fortuna Fulano?…

Todo lo demás salía después.

Uno de ellos concluyó, furibundo:

-¡En este país el robo está permitido!

Pimienta entendió la frase sin dificultad, aunque había sido dicha en lengua culta. Le gustó. Una pasión enterrada revivió en su interior: ¡Qué bien suena eso de que éste es un país de ladrones! ¡Caramba, de modo que el robo está permitido aquí! Pimienta… lleva lo de robar en la sangre; ha sido criado a pechos del robo. Es a lo que está acostumbrado desde la cuna: su madre, que trabaja como vendedora de manzanas, se dedica en los ratos libres a “encontrar” alguna que otra gallina “perdida”, y su padre, el tío Sanqar, vendedor ambulante de cacahuetes, es muy aficionado a llevarse la ropa tendida en los patios, y tiene una habilidad especial para escurrir el bulto. A pesar de todas estas “ayudas”, la familia no prospera.

Aquella noche tuvo un final desagradable para Pimienta. Cuando volvió a su casa, mejor dicho a la habitación donde vivían todos, encontró a su madre levantada todavía, preocupada y desconsolada, rodeada de sus hijas, llorosas. El chico se asustó al encontrarse con aquello. Antes de darle tiempo a preguntar, su madre le explicó: “Un policía se ha llevado a tu padre”. Pimienta comprendió la situación. Se acercó a su hermana mayor, y ésta le dijo algo más: que lo habían denunciado por robar unas camisas y unos calzones, y que se lo habían llevado a la comisaría. Después de un momento de silencio añadió que, por lo menos, tenía cárcel para unos cuantos meses, o quizá años.

Pimienta no veía a su padre casi nunca: por la noche ya estaba dormido cuando éste volvía de sus vagabundeos, y por la mañana salía para el café antes de que su padre se hubiese levantado. A pesar de esto, contagiado por el ambiente, se puso triste y lloró.

De pronto recordó lo que había oído por la tarde y se acercó a contárselo a su madre:… que el país estaba lleno de ladrones, y que el robo era legal… La mujer no estaba para fantasías; lo apartó, le chilló agriamente que se callara, y acabó pegándole una bofetada.

Al despertar a la mañana siguiente, Pimienta había olvidado el día anterior; como si hubiese nacido de nuevo. Se fue para el café, con su paso rápido, sin distraerse.

No era la primera vez que metían a su padre en la cárcel.

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EL TRAJE DEL PRISIONERO

El Buche, el cerillero, llegaba antes que nadie a la estación de al-Zagazig cuando iba a pasar el tren. Recorría los andenes incomparablemente ligero, ojeando a los clientes con sus ojos pequeños y expertos. Si alguien hubiese preguntado al Buche por su trabajo, el Buche habría echado pestes de él. Porque el Buche, como la mayoría de la gente, estaba harto de su vida, descontento con su suerte. Si hubiese sido dueño de elegir, hubiera preferido ser chofer de algún rico y vestir ropa de effendi y comer lo mismo que el bey y acompañarle a sitios selectos en todo tiempo, una manera de ganarse la vida que parecía diversión, placer. Tenía además otros motivos particulares y razones sutiles para desear un trabajo como aquel; lo deseaba desde un día en que vio cómo el Fino, el chofer de uno de los Importantes, paraba a la Nabawiyya, la criada del comisario, y la requebraba, descarado y seguro. Incluso, una vez, oyó que le decía frotándose las manos satisfecho: “Pronto vendré con el anillo…” Y vio que la joven sonreía con arrumaco mientras levantaba el borde de la milaya como si lo estuviese arreglando (lo que quería es que se viera su pelo negrísimo y abrillantinado). Vio aquello y el corazón se le inflamó y los celos lo mordieron dolorosamente; los ojos de ella eran sus dolores y sus enfermedades. La siguió a poca distancia y en una calleja le salió al paso aquí y allí e hizo volver a sus oídos lo que le había dicho el Fino: “Pronto vendré con el anillo”. Pero ella torció la cabeza, frunció la frente y dijo desdeñosa: “Mejor cómprate unos zuecos”. Y él se miró los pies como si fueran una sima de significados misteriosos, su galabeyya sucia, su taqiyya mugrienta y se dijo: “Éste es el motivo de mi miseria y el ocaso de mi estrella”, y envidió al Fino, su trabajo y su suerte… Sólo que estas esperanzas, en lugar de apartarle de su oficio le hacían enfrascarse en él con mayor afán y satisfacer sus esperanzas con sueños.

Aquella tarde subió a la estación con su caja a atender al tren del crepúsculo que todavía no era más que una nube de humo en el horizonte, pero que avanzaba, se acercaba. Ya se distinguían las distintas unidades y se percibía el estrépito; ya está parado junto a los andenes… Al lanzarse a los vagones vio el Buche con sorpresa que en las puertas había centinelas y que por las ventanillas asomaban caras extrañas con ojos ausentes, rotos. Preguntó y le enteraron de que eran prisioneros italianos que habían caído a montones en manos del enemigo y que les conducían a campos de concentración.

El Buche se quedó perplejo pasando los ojos por los rostros polvorientos, y luego le tomó la desilusión; cuando estuvo cierto de que aquellas caras pálidas, hundidas en la miseria y la necesidad difícilmente podrían saciar su ansia de cigarrillos… Se dio cuenta de que devoraban su caja y les repelió con una mirada irritada y desdeñosa. Pensaba darles la espalda y volver por donde había venido cuando oyó que una voz le gritaba en árabe con acento europeo: “cigarrillos”. Le echó una mirada sorprendida y desconfiada, luego frotó el dedo índice con el pulgar: “¿hay dinero?”. El soldado comprendió y contestó afirmativamente con la cabeza. El Buche se acercó cauteloso y se detuvo fuera del alcance de las manos del soldado, El soldado se quitó calmosamente la guerrera y le dijo mostrándosela: “Este es mi dinero”. El Buche quedó deslumbrado y escudriñó la guerrera gris con botones dorados entre sorprendido y ávido. Le había ganado el corazón, pero como no era un cándido ni un palurdo disimuló lo que se había levantado en él para sacar ventaja de la avidez del italiano. Con estudiada parsimonia exhibió una cajetilla y extendió el brazo para recoger la chaqueta. El soldado frunció la frente y le gritó: “¿Una cajetilla por la guerrera?… ¡Diez!” El Buche dio un respingo y se echó para atrás; su deseo recedió. Iba a irse por otro lado, pero el soldado le gritó: “Una cosa razonable… nueve… ocho…” El Buche sacudió la cabeza negando tercamente. “Entonces, siete.” Pero él sacudió la cabeza como antes y fingió que se iba. El soldado se dio por satisfecho con seis y luego bajó a cinco. El Buche hizo un gesto con la mano: nada que hacer. Se volvió hacia un banco y se sentó. El soldado le gritó enloquecido: “Ven… me conformo con cuatro…” Ni se dio por aludido, y para demostrar su falta de interés encendió un cigarrillo y se puso a fumar paladeándolo pausadamente. La desazón del soldado aumentó, se puso rabioso, parecía que el único fin de su existencia era conseguir cigarrillos. Bajó su demanda a tres, luego a dos. El Buche siguió sentado, dominando sus violentas ganas y su dolorosa impaciencia. Pero cuando el soldado hubo bajado a dos no pudo evitar un movimiento delator. El soldado, nada más verlo, extendió la mano con la guerrera: “Toma”, y el Buche no tuvo más remedio que levantarse, acercarse al tren, recoger la guerrera y dar al soldado las dos cajetillas. Escudriñó la guerrera con ojos alegres y satisfechos y rompió sus labios una sonrisa triunfante. Dejó la caja en el banco y se puso la guerrera y la abotonó. Le quedaba ancha, pero no le importó.

Estaba maravillado, feliz. Recogió la caja y empezó a cortar el andén orgulloso, transportado. Evocó la imagen de Nabawiyya envuelta en su milaya y murmuró: “Si me viese ahora”. Sí, a partir de ahora no me evitará ni me apartará la cara con desdén, y el Fino no tendrá motivo de qué presumir delante de mí. Aquí recordó que el Fino llevaba uniforme completo, no una simple guerrera. ¿Cómo conseguir los pantalones? Caviló un tiempo, luego echó una mirada de inteligencia a las cabezas de los prisioneros que asomaban por las ventanillas del tren. El deseo le jugaba en el corazón y le inquietaba el alma cuando casi la tenía satisfecha. Se lanzó al tren pregonando decidido: “Cigarrillos, cigarrillos. Un pantalón la cajetilla si no hay dinero. Un pantalón la cajetilla”. Repitió el pregón por segunda y tercera vez. Temiendo que no comprendiesen lo que pretendía, señaló la guerrera que llevaba puesta y mostró una cajetilla. Su gesto produjo el efecto apetecido: un soldado no vaciló en quitarse la guerrera. El Buche corrió hacia él y le hizo gestos de que fuese despacio y le indicó los pantalones. El soldado se encogió de hombros desdeñoso, se quitó los pantalones y el cambio se completó. La mano del Buche se engarfió en los pantalones; casi volaba de gozo. Volvió al banco de antes y se puso los pantalones en un santiamén: estaba hecho todo un soldado italiano… ¿o le faltaba algo?… Era una auténtica pena que estos soldados no llevaran tarbús… ¡Pero llevan botas! Las botas le son indispensables para estar a la altura del Fino, que le amarga la vida. Cargó con la caja y se abalanzó al tren gritando: “Cigarrillos… un par de botas la cajetilla”. Como la otra vez, se ayudaba de gestos… Pero antes de que diera con un cliente el tren hizo oír su pito; iba a arrancar. Se produjo una ola de agitación entre los centinelas. El manto de la sombra había cubierto los rincones de la estación; el pájaro de la noche planeaba en el espacio. El Buche se detuvo desconsolado, en los ojos una mirada de aflicción y rabia. Cuando el tren se puso en marcha le vio el centinela del vagón delantero y la exasperación apareció en su cara. Le gritó, primero en inglés, luego en italiano: “Sube ligero. Tú, preso, al tren”. El Buche no entendió lo que decía y quiso consolarse remedándole, seguro de que no podía hacerle nada. El centinela gritó otra vez mientras el tren se alejaba lentamente: “Sube, te lo advierto, sube”. El Buche apretó los labios desdeñoso y le volvió la espalda dispuesto a marcharse. El centinela crispó el puño que esgrimió amenazante, apuntó su fusil contra el inocente Buche y disparó. A la detonación, que atronó los oídos, sucedió un grito de dolor y de espanto. El cuerpo del Buche perdió el movimiento, la caja se le cayó de las manos y se desparramaron las cajetillas de cigarros y cerillas. Luego, la cara del Buche se mudó en la de un cuerpo exánime.



MÁS CUENTOS DE NAGUIB MAHFUZ

CIUDAD SEVA, Casa Digital del escritor Luis López Nieves



El hombre del anorak Por Paula Alfonso

 

Como un mal presagio, aquel día, no recuerdo en qué estación, el pitido alertando del inmediato cierre de puertas me tomó por sorpresa y reaccioné con un respingo. Azarada, miré a mi alrededor, pero nadie parecía haberse dado cuenta. Los viajeros, ajenos a toda realidad, permanecían, como siempre, enroscados en su mundo de recuerdos e ilusiones. Es lo que todos hacemos para disfrazar esa monotonía de cada mañana, cuando nos dejamos arrastrar a gran velocidad por el subsuelo de Madrid rumbo a nuestros trabajos. Una monotonía que para mí empezaba a las 6:40.

Las puertas finalmente se cerraron, el metro reanudó su marcha y nuestros cuerpos iniciaron una vez más la danza orquestada por el vaivén del vagón; primero hacia atrás, luego hacia delante y después  vendría un equilibrio inestable que se prolongaría hasta el frenazo de llegada a la nueva estación.

Aunque no hablábamos, éramos ya viejos conocidos, algunos llevábamos incluso años coincidiendo a la misma hora, en el mismo andén, entrando en el mismo vagón, ocupando los espacios que de tanto usarlos habíamos convertido en nuestros y, sin embargo, lo ignorábamos todo acerca de nosotros: nombres, nacionalidad, profesiones, familia… Nunca hubo una palabra, un intercambio de saludos y en cambio sabíamos con total precisión en qué estación entrábamos cada uno, en la que salíamos, si preferíamos ir leyendo, escuchando música o solucionando sudokus a pesar de ser tan temprano. Y luego estaban los tics, aquellos movimientos que repetíamos cuando, próximos ya a nuestra estación, nos apostábamos frente a la puerta para ser de los primeros en salir. Unos, aprovechando los últimos instantes en que la oscuridad del túnel hace de las ventanillas espejos, revisaban su atuendo, se ajustaban el pantalón o se estiraban la falda para disimular las arrugas de ir sentada, pero lo más común era que, nerviosos, consultasen su reloj una y otra vez y resoplasen con cara de enfado en dirección al maquinista. Comportamientos que tras verlos repetirse cada mañana, día tras día, aprendemos a reconocer e identificar a quien pertenecen.

En mi caso, a pesar de que el trayecto que hago termina justo al final de la línea, raramente me siento, prefiero ir de pie, en una de las esquinas del vagón. Desde allí puedo ejercitar mejor mi juego favorito, elegir al azar uno de los viajeros e inventar sobre él cualquier historia. Me suelo inspirar en pequeños indicios, unas ojeras demasiado profundas, un vestir descuidado, uñas mordidas y poco aseadas, miradas que huyen cuando, sin querer te cruzas con ellas, y es a partir de estos detalles cuando comienzo a tejer una ficción que sin ellos saberlo les convierte en ladrón de guante blanco venido a menos, pederasta aún no identificado por la policía, pero sí por sus víctimas, futuro ganador de un gran premio que en contra de lo que pudiera pensarse arruinará su vida, o en la adúltera que corre hacia su casa tras haber hecho realidad un deseo durante largo tiempo anhelado. Es una distracción inofensiva que no hace daño a nadie, se trata simplemente de fantasear, de crear historias que me permitan escapar de este vagón y sólo me devuelvan a él cuando esté a punto de llegar a mi destino.

Aquella mañana debía estar buscando entre los viajeros a mi nuevo protagonista, cuando topé con una cara que me resultó desconocida. Estaba sentado al fondo, pero en vez de apoyarse en el respaldo, había girado su cuerpo y nos miraba descaradamente a todos, incluso a mí, que me encontraba en el otro extremo. Traté de imaginar quién era, de dónde venía, adónde iba,  pero sus manos, que solían ser mi principal punto de referencia, se ocultaban en los bolsillos de un viejo y gastado anorak, poco acorde con el tiempo en que estábamos; calzaba unas botas de campo bastante cuarteadas y sobre los pantalones, de un color pardo oscuro, asomaban los bajos de una camisa clara. Tras examinar estos detalles de su atuendo, dirigí de nuevo mi atención a su cara, pero me topé con sus ojos, estaban clavados en mí de una forma tan directa e insistente que me despertó un escalofrío por todo el cuerpo. Traté de olvidar aquella mala sensación concentrándome en cualquier otro viajero, pero no pude, notaba su mirada turbia recorrerme con una fuerza que hasta me dolía.

Decidí entonces comportarme como si la siguiente parada fuera la mía y me preparé para salir. Cerca de la puerta y sujeta a una de las barras esperé a que las luces de la nueva estación aparecieran, la velocidad disminuyó y las puertas se abrieron, a mi lado comenzó a circular la gente. Mientras duró su trasiego estuve a punto varias veces de confundirme con él, ser una más de las personas que a toda velocidad iban hacia las escaleras mecánicas, pero aún faltaban tres estaciones para mi destino y no andaba tan sobrada de tiempo, por tanto no me moví y permanecí en el vagón.

Un pitido, nos ponemos en marcha, y mientras vamos penetrando en la oscuridad del túnel me pregunto  ¿Qué habrá pasado? ¿Cuántos quedaremos ahora en este vagón?, quiero darme la vuelta y comprobarlo, pero no lo hago. ¿Y  el hombre del anorak seguirá al fondo o se habrá acercado?, ¿lo tendré detrás de mí? Igual ha salido en la anterior estación utilizando la puerta que tenía más cerca. Esperanzada con esta última posibilidad me giro y compruebo con horror que el vagón ha quedado casi vacío. Seremos en total unos cinco y entre ellos, en el fondo, como la primera vez que lo vi, está él, el hombre del anorak.

Rápidamente me vuelvo a girar y cierro los ojos. Necesito huir, zafarme de esa mirada obscena, pero las puertas están selladas y el vagón carece de recovecos, es absolutamente diáfano.

Con la certeza de tener sus ojos recorriendo mi cuerpo y su mente regodeándose con el terror que me está causando, porque lo sabe, sé que lo sabe, bajo mi vista al suelo sin saber cuándo podré levantarla. ¿Y si ocupo uno de los asientos? Los hay libres tanto en el lado que él está, como en el de enfrente, pero deduzco que es mejor situarme en su misma línea, al menos las barras y los respaldos vacíos se interpondrán entre sus ojos y yo. Escojo el que me parece más adecuado, me dirijo hacia él, pero cuando estoy a punto de alcanzarlo, alguien que se me había adelantado, lo ocupa. Se disculpa y con un gesto me señala los lugares libres que hay enfrente, le doy a entender que no pasa nada y acabo sentada allí, donde yo no quería, al alcance de su vista sin nada que lo impida.

Llegamos a la siguiente estación y otra vez las dudas. Se bajan dos personas y, cuando estoy a punto de irme tras ellas, entra una tercera que afortunadamente se sienta a mi lado. Es una mujer de unos sesenta años, fuerte, gruesa y con una colonia barata que en otras circunstancias me habría expulsado directamente hacia el extremo opuesto del vagón, pero hoy estoy tan agradecida de que haya escogido el asiento junto al mío que no me importa. Se me pasa por la cabeza pedirle ayuda, rogarle que eche su cuerpo hacia delante para impedir que aquellos ojos del fondo sigan penetrándome, pero no lo hago.

Respiro hondo y trato de tranquilizarme, ahora con esta mujer a mi lado debería resultarme más sencillo. Me obligo a ocupar la atención con otras cosas, estiro mi falda, abro el bolso y saco un pequeño espejo que desde hace años me acompaña, observo su tapa, recorro con los dedos los surcos de su marquetería, lo abro, lo cierro y vuelvo a guardarlo, ahora miro el reloj, repaso mis uñas, pero no me engaño, todo está resultando inútil, mi cuerpo sigue resintiéndose del daño que le causa aquella mirada del fondo.

El convoy va a entrar en la penúltima estación, después sólo quedará la mía, la definitiva, en la que me bajaré y este infierno afortunadamente se habrá acabado.

Disminuye la velocidad, frena y se abren las puertas. Alarmada compruebo que uno a uno todos los que van con nosotros, se levantan, se dirigen a las puertas y salen, incluida la mujer sentada a mi lado y no entra nadie. En el vagón solo quedamos dos, el hombre del anorak y yo. No dejo de mirar las puertas que permanecen abiertas, son como gargantas de las que sale una voz que me grita:

– Bájate, sal rápidamente de este lugar antes que se convierta en tu peor pesadilla, no te importe llegar tarde al trabajo, ya lo justificarás con alguna excusa que suene razonable, pero salva tu vida, corre, aún estás a tiempo.

Pero otra voz trata de imponer cordura a mi injustificada angustia; me pregunta los motivos que tengo para pensar que aquel hombre quiera hacerme daño, ¿es acaso su vestimenta?, ¿el hecho de que te esté mirando?, ¿que permanezca aún en el vagón? ¿Por qué no puede ser un viajero más que simplemente coincide contigo en tener como destino la última parada? ¿Con qué derecho le estás juzgando y poniendo en su imaginación pensamientos que sólo están en la tuya?

Me hace dudar, no sé qué hacer, las puertas continúan abiertas, pero yo estoy paralizada. El silbato sonará, las dos hojas se deslizarán y ya no habrá marcha atrás, pero sigo sin decidirme. – Sal, escapa, huye, aún estás a tiempo -, grita la voz de alarma. Los latidos de mi corazón rebotan en mis sienes y me empieza a faltar el aire, me ahogo. Es entonces cuando tomo la decisión y me pongo de pie, pero no he debido sujetar bien el bolso que resbala por mis dedos para acabar estrellándose contra el suelo.

Mientras estoy agachada oigo el largo y chirriante pitido que avisa del inmediato cierre de puertas, me incorporo lo más deprisa que puedo y trato de recorrer la distancia que me separa de la puerta, pero cuando llego las dos hojas acaban de juntarse.

Mi cuerpo se prepara entonces para iniciar la danza que orquesta el vaivén del vagón, y como un pelele se inclina primero hacia atrás, luego hacia delante, y en el cristal la espesa negrura del túnel devuelve una imagen de mí que hasta el momento desconocía.