El viaje Por Elisa Pérez

El día empezó pronto. Por la ventana no se oía ninguno de los sonidos habituales. Elsa pensó que habían quedado muy temprano, sentía que no había descansado suficiente, estaba exhausta de sueño. Aún le duraba el efecto de la pastilla. A pesar de que el madrugón era para iniciar unas vacaciones, la impaciencia de su amiga por salir al amanecer, la causaba cierto malhumor. En un alarde de sinceridad se dijo: hubiera estado malhumorada a cualquier otra hora.

Se desperezó sobre las sábanas azules, una, dos, tres veces. La voz metálica de fondo iba aumentando su volumen, se imponía sobre el tintineo de la alarma del reloj. Concluyó que no había sido buena idea poner tantos sonidos a la vez por mucho que temiera quedarse dormida. Comenzaba a agobiarse. El recuerdo de un TIC TAC lejano fue lo primero que recordó al despertar del coma. Pero ella sabía que su desazón no era por la alarma ni por el absurdo madrugón, el desgaste y la rabia permanecían en su mente, agazapados cual lobos en busca de su pieza. Se desperezó de nuevo intentando alejar esos pensamientos en cada estiramiento de sus músculos. Le dolía la espalda, efecto de una tensión habitual que se negaba a abandonarla. Desde el fatídico día las sombras, las huellas invisibles se habían convertido en signos indelebles grabados en cada músculo de su cuerpo.

Inés había insistido en que tenía que enfrentarse a sus miedos. ¡Que fácil resulta aconsejar si nadie te lo pide! Es demasiado gratis, infinitamente sencillo, a pesar de que no dudaba que la voluntad de su amiga era ayudarla a recuperarse.

Se incorporó despacio, parecía una anciana a pesar de sus 23 años. Con frecuencia, en estas últimas semanas recordaba la ilusión que le hizo llegar a esa edad. Mejor aún que cuando alcanzó los 18 o los 20. Para ella los 23 suponían el horizonte de su nueva vida. Meticulosamente había programado que con 22 años terminaría la carrera, trabajaría enseguida con su espléndido currículum y podría independizarse.

Le amargaba recordar aquellos proyectos y anhelos con tanta frecuencia; pronto, en apenas dos días, cumpliría uno más. Quizás es que deseaba que terminara cuanto antes este aciago año. Por encima de cualquier cosa borraría ese periodo de su vida, si pudiera.

Aun así había aprendido en estas últimas semanas que el tiempo no lo cura todo, que cada uno debe hacer su duelo particular imposible de medir en minutos o semanas. Y su duelo se veía eterno.

Apagó los diferentes sonidos de alarma. Se dirigió hacía el baño a tomar una reconfortante ducha. Cada paso le costaba un triunfo enorme. “Si sientes miedo, avanza, no te quedes paralizada”, le sugería la psicóloga con voz lenta.

Vivía sola, el apartamento era pequeño, desde la puerta de su habitación podía divisarlo casi todo. A la derecha un pequeño pasillo que desembocaba en el baño. De frente una puerta daba paso a la cocina, diminuta, pero “muy cuca”, calificó Inés cuando la vio por primera vez; y a la izquierda un salón acogedor e iluminado. Esa luz que tanto la atrajo en su búsqueda de casa, ahora se había convertido en una encerrona. Un amplio parque se divisaba desde los dos grandes ventanales sin persianas que configuraban la pared, y sólo dos cortinones de colores vivos impedían la entrada de la viva luz del sol o el reflejo plateado de la luna.

Desde su puerta miró al fondo, aún estaba oscuro en el exterior. En sus sienes notó los latidos del corazón como si acabara de correr diez kilómetros. Recordó que aquella mañana lo había hecho: había corrido con vigor doce kilómetros en total. Estaba pletórica, feliz: le gustaba su nueva casa, su trabajo le agradaba, tenía todo un futuro por delante… Sin embargo, ahora sentía que lo conseguido no importaba nada, frente a un ataque, frente a una violación. El sudor frío característico al levantarse cada día era terrible. “Es consecuencia de la medicación”, le dijo el médico. Dio un paso más sin dejar de mirar hacia las ventanas. Una ligera luz blanquecina comenzaba a vislumbrarse, estaba amaneciendo. Instintivamente miró hacia el reloj de la mesilla que ya no sonaba. Era tarde, tendría que darse prisa si no quería oír las quejas de Inés.

Siempre le había gustado notar el agua fría cuando regresaba de correr, le parecía un revulsivo perfecto para empezar el día activamente. Sin embargo, hoy la temperatura era demasiado baja. A pesar de los intentos, con movimientos convulsivos hacia un lado y otro, no conseguía regular la ducha; completamente empapada de champú y gel comenzaba a impacientarse. “Dichosa caldera” no recordaba que hubiera fallado antes. No le quedaba más remedido que salir para comprobar qué pasaba. Se detuvo un segundo frente al espejo: su aspecto no era el mejor posible, estaba famélica y su piel lucía una espeluznante palidez resaltada con los restos de espuma.

En medio del distribuidor de las distintas estancias de la casa, sintió mucho frío, una ligera brisa movía la flor seca que guardaba celosamente en un jarrón de cristal, recuerdo de la fiesta de inauguración por su emancipación. Todas las ventanas debían estar cerradas, al menos eso creía. Cada noche llevaba a cabo una rigurosa comprobación de los cerrojos y puertas del apartamento. A la derecha del baño, estaba la puerta principal. Su cuerpo aterido en mitad del distribuidor sin saber hacia dónde moverse; había entrado en pánico: uno de los cerrojos de la puerta estaba descorrido. A punto de resbalarse corrió hasta la habitación. Abrió el cajón, “mierda”, no estaba allí; “…piensa, Elsa, piensa…¡claro, la maleta!”, En el compartimento interior había guardado la navaja, alejada de la mirada de Inés, que si supiera que iba a viajar con un arma se enfadaría con ella y la obligaría a dejarlo.

Volvió al pasillo. Tenía mucho frío, aunque el mango de la navaja le quemaba entre sus dedos. Aparentemente todo parecía normal. Un tímido sol había comenzado a rebasar las primeras líneas del horizonte mañanero, lo que permitía ver mejor la estancia mayor. No recordaba sus últimos actos de ayer por la noche pero le extrañó que hubiera dos vasos sucios sobre la mesa. Ella jamás los hubiera dejado ahí antes de acostarse. Alguien había estado y había bebido. Con sólo pensarlo empezó a marearse. Su mente no podía pensar con claridad, “maldita medicación”, balbuceó entredientes. Estaba casi desnuda, podía sentir el dolor de los moratones y arañazos. Siempre había estado en buena forma. El terrible día intentó resistirse, pero eran dos personas. Dos contra una, una presa fácil. “Su resistencia nos va a ayudar -dijo la policía-, gracias a sus mordiscos y golpes podremos encontrarles más fácilmente, están marcados”.

Hacía ya ocho meses de aquella frase sin ninguna noticia, ni ningún sospechoso capturado, nadie paga aún por lo que le hicieron. Solo ella purga su pecado por salir sola a correr, demasiado pronto, con ropa ajustada, por un parque público y solitario. Mil veces se había culpado de todo eso, a la vez o por separado, pero cargada de una terrible culpa.

Un chasquido la hizo detenerse. Miró hacia abajo, bajo sus pies descalzos el agua chorreando por su cuerpo comenzaba a colorearse de rojo. Algo se había clavado en el pulgar. Odiaba la sangre, apenas podía resistirse a los pinchazos del dentista antes de todo aquello. En el hospital tuvo que soportar transfusiones o análisis constantes. Estaba a punto de rendirse, corrió a la habitación, sin mirar atrás, sin sopesar que el hilo de sangre dejaba una huella indeleble de su miedo y se refugió bajo el calor de las sábanas tapándose hasta la cabeza. El corazón le vibraba, punzadas de dolor se mezclaban con su dolor en cada pálpito. No tenía duda de que había alguien más allí: un cerrojo abierto en la puerta, dos vasos sucios sobre la mesa, la ducha sin funcionar. Todo presagiaba la presencia de otra persona.

Transcurrió un buen rato, imposible de valorar. Sentía escozor en el pie, la piel húmeda entre el calor de la cama y no conseguía despegar la navaja de su mano derecha. Fuera, un enorme rayo de sol se atrevía a penetrar con descaro por el ventanal frente al parque. En medio del caos, la pieza Tocata y fuga de Bach comenzó a resonar con fuerza. Sería Inés, le encantaba la música de ese compositor, sobre él versó su tesis.

  • Espero que estés lista e impaciente como yo, voy de camino, con retraso para darte más tiempo. En quince minutos llego. Qué bien lo vamos a pasar, vas a volver nueva. No vas a olvidar este cumpleaños en tu vida.

El mensaje transmitía un vigor imposible para Elsa en ese instante. Con esfuerzo y mucho miedo sacó un brazo de entre las sábanas, luego el otro, intentando soportar el dolor de sus articulaciones agarrotadas y la afilada navaja, se incorporó hasta conseguir poner los pies en el suelo. Le dolía el dedo, tenía que curarse, ya se ducharía luego, y terminar la maleta desde luego. Parecía dispuesta a marcharse. Iban a ser solo siete días cargados de actividades organizadas por Inés, con entusiasmo, intentando restablecer la otrora energía de su amiga.

La luz de la mañana se había desperezado por completo. Observó a través de la ventana cómo una chica iniciaba su carrera entrando al parque por el mismo lugar en que ella empezó la suya aquel aciago día, casi diría que tenía la misma camiseta, y la cinta del pelo de su color preferido. Era horrible vivir así, se sentía cansada, abrumada.

Con otra dosis de esfuerzo se vendó el pie que había dejado de sangrar tras una buena cantidad de agua oxigenada. Elsa no quería volver a pensar en los vasos, en el cerrojo, no podía, Inés estaba a punto de llegar. No recordaba si había guardado todo lo necesario en la maleta, eso era lo de menos, compraría lo que le faltase. Entre otras cosas, había perdido su capacidad de planificación. Apenas podía pensar en dos minutos de su futuro, el pasado ansiaba borrarlo y el presente se esfumaba entre la penumbra de su angustia.

Sin querer pensar en nada, avanzó hacia la puerta estirando el brazo para salir de su casa. La odiaba y la buscaba a partes iguales. Cuando estaba dentro, la inseguridad le marcaba sombras por todos lados; fuera ansiaba volver a ella para encerrarse. Pero había aceptado la propuesta de Inés: se irían juntas de vacaciones a una cabaña cerca de su pueblo. Allí no estarían solas, habría más alojamientos con gente dispuesta a pasarlo bien.

Descorrió los dos cerrojos que aún permanecían cerrados. El chirrido más grave retumbaba en la escalera, era muy reciente. No quiso reparar en el que había visto descorrido, incluso pensó no muy convencida que lo habría dejado ella así por la noche. Al fin estaba frente al rellano de la escalera. De pronto un pensamiento la hizo detenerse: la navaja, no había cogido la navaja. Depositó la maleta en el suelo y se volvió sobre sus pasos, nerviosa, alterada. No lo encontraba, revolvió la cama por debajo, rebuscó en el baño donde se había dado los últimos repasos… nada, no estaba. De fondo oyó de nuevo a Bach. ¡Odiaba la impaciencia de su amiga! No podía marcharse sin llevar la navaja… con gran agitación, sin saber dónde dirigirse primero, se detuvo para tomar una decisión definitiva: marcharse o quedarse.

La Tocata y Fuga se repetía sin parar. Mierda, si fallaba a Inés la iba a odiar toda la vida. Tras un debate interno, decidió que se iría de vacaciones. Tomó el móvil para responderle que estaba bajando. No podía respirar de la angustia y el nerviosismo. El sol la deslumbró al salir. Los aspavientos de su amiga se podían distinguir tras el cristal de la ventanilla. Hacía frío, el sol era engañoso, un aire helado la obligó a recordar que no había cogido ni gorro ni guantes. Seguía inquieta, preocupada, las vidas de los demás se habían vuelto testigos de la suya.          Miró a ambos lados de la calle, creyó que alguien la estaba observando desde la esquina o escondido en los matorrales como en aquella mañana. La chica que vio entrar en el parque cruzó delante de ella sudorosa y feliz. Un profundo sentimiento de envidia la hizo seguirla con la mirada.

  • Pero, bueno, te acabas de levantar o qué… ¡vaya pelo que llevas! ¿Y por qué cojeas? Vamos, verás qué bonito es aquello. Ven aquí que te doy un abrazo.

El abrazo reconfortó a Elsa, adoraba a esa chica fiel a su amistad y alegre ante todo. Al sentarse notó una vibración dentro del bolso. Su móvil estaba sonando, esperó a ponerse el cinturón para contestar.

  • Sí, sí soy yo. Hola, inspectora -los ojos de Elsa se iban convirtiendo en cuencas blancas y vacías-. A su lado Inés intentaba saber qué estaba provocando aquel colapso en su amiga. Con desesperación cogió el teléfono antes de que hubiera reacción alguna de Elsa, para controlar ella la situación.
  • No, no puede ser hoy, ni mañana. Elsa se va de vacaciones unos días. Supongo que ustedes podrán seguir haciendo su trabajo mientras ella descansa un poco. A la vuelta hablamos y se acerca a comisaría.

“Será posible, justo hoy, qué coincidencia. No pasa nada, podrán esperar unos días más. Allá vamos, amiga, allá vamos”.

La perturbación de Elsa era ajena a la emoción de su amiga que había iniciado la marcha dispuesta a dar carpetazo a la inoportuna llamada de la policía. Nada iba a cambiar en esos días, salvo que dos violadores menos estarían sueltos por la calle preparados para cercenar la vida de cualquier chica inocente.

Con la mochila agarrada entre sus brazos, Elsa permanecía inmóvil en el asiento contiguo. El mango de madera labrada de la navaja estaba dentro, pegado a su cuerpo, fiel y protector como ella quería. Con una sonrisa muda miró hacía Inés preguntándose si realmente conseguiría no pensar en lo sucedido los próximos siete días. Una cosa sí tenía cierta: su secreto no podía salir de la mochila… Con cierto relajo acarició el mango de madera y se acomodó en el asiento, cerrando los ojos para escuchar a Bach.

En el otro lado de la ciudad Por Elisa Pérez

 

Bajo la lluvia, Lucía y Alba corrían asustadas.

La decisión de salir huyendo en una alocada carrera, apareció  movidas por un instinto natural de supervivencia.

Comenzaron al unísono, coordinando sus jóvenes piernas a la vez, saltando y esquivando los obstáculos que se interponían en su camino; pero ahora Lucía volaba por delante de Alba, y esta envidiaba la silueta y ligereza de su amiga. Corría con todas sus fuerzas y maldecía entre dientes con frases que nunca se hubiera atrevido a decir, aquí permitidas porque sentía que su vida corría peligro.

Los amenazantes pasos  continuaban siendo firmes y constantes. Cada segundo las dos chicas, con una torsión de cabeza antinatural, miraban atrás deseando que la pesadilla de la gabardina se hubiera terminado. El cuidado por no atropellar en su carrera a los pocos transeúntes que caminaban por la calle, se tornaba imposible, apenas podían distinguir nada en su trayectoria. Los otros las miraban incrédulos, malhumorados por los empujones y vaivenes sufridos.

A lo lejos el exceso de luces de colores se veía cada vez más difuminado. Las risas, los gritos y el alboroto comenzaban a ser un eco lejano sólo roto por las zancadas sobre el agua de ambas jóvenes. Lo único que aún se percibía con claridad eran las luces blancas de la noria que, aunque permanecía parada desde que empezó a arreciar la lluvia,seguían encendidas.

Pese a sus plegarias, a través de la manta de agua podían distinguir la silueta del perseguidor. Sabían que no podían detenerse, ni permitirse la menor distracción, sólo correr  lo más rápido posible.

La respiración se hacía más difícil, tenían que pensar en una solución rápida, pronto no tendrían el fuelle suficiente para seguir huyendo. Sin embargo, el pensamiento de que solo si galopaban tenían alguna posibilidad de salvarse, les insuflaba fuerza para continuar. La lluvia no les daba tregua; estaban empapadas. En una esquina aprovecharon para tomar una bocanada de aire que se mezcló en sus labios con  gruesas gotas de agua. Por un segundo cruzaron sus miradas, buscando el consuelo mutuo. No podían separarse, ni siquiera se podían permitir esconderse, intuían que eso no pararía el curso de su destino. Al reanudar la marcha estuvieron a punto de chocar con un paraguas. Las dos chicas gritaron a la vez, asustadas de su propio miedo. Sus voces retumbaron en todo el perímetro de edificios delante de los cuales trotaban. En la confusión de la huida la incertidumbre sobre dónde dirigirse las había llevado  en una dirección desconocida. Habían recorrido un gran trecho sin que la distancia con su perseguidor disminuyera, estaban perplejas porque aquel individuo se mantuviera aún en pie tras el golpe. Parecía sobrehumano. Lucía tomó de la mano a Alba que en el fragor de la carrera había perdido su bolso y dudaba si volver a buscarlo.

  • Eres idiota, no importa tu bolso, no te preocupes volveremos a por él en cuanto podamos…de verdad,… venga corre, corre. No queda mucho.

Los charcos se reproducían sobre el pavimento de la calle, sus pies  se introducían en ellos, causando salpicaduras de barro como si fuera un manantial sucio. Pero eso era indiferente, ahora solo tenía cabida alejarse cuanto antes de aquella absurda feria, llegar pronto a la estación de tren más cercana y olvidarse de lo visto, de lo vivido y de lo sufrido durante la larga carrera. Tenían que llegar al otro lado de la ciudad antes de que la noche cerrada las envolviera. Comenzaba a oscurecer, la luna permanecía agazapada tras las numerosas nubes negras que habían comenzado a descargar una enorme tromba de agua. Las primeras gotas finas sólo embarraron el ambiente, después el grosor del agua se endureció empapando con fuerza todo a su alrededor. Un despliegue de paraguas comenzó a llenar los espacios que poco tiempo antes habían estado cubiertos de calor y fiesta.

Alba sólo llevaba en el barrio dos semanas cuando se atrevió a hablar con Lucía la primera vez. Desde la ventana de la casa de sus tíos, la veía liderar al grupo de chicos y chicas que sobre un banco de madera, reían o simplemente hablaban cada tarde en un parque cercano. Le intimidaba la figura altanera y fresca de aquella muchacha. Bastaba que se dirigiera al grupo sonriente para que todos la siguieran. Su tía le contó que vivía sola con su padre desde que la madre les dejó siendo ella muy pequeña. Eso le había hecho fraguarse un carácter duro, a la vez que cercano: cuidaba de su padre con verdadera pasión, parecía ocuparse no sólo de sus necesidades más mundanas sino, ante todo, de sus penas más profundas.

La historia de Lucía contada en los labios de la tía de Alba, además de impactarle, la llevó a contemplarla con admiración y respeto. Al igual que el resto, sentía que siempre tenía la palabra justa, la decisión correcta. Todos la observaban mayor, madura, impartiendo una cordura impropia de sus 16 años que acompañaba con el descaro de su edad. Era una mezcla maravillosa que el resto del grupo agradecía y apoyaba sin reservas.

Alba no era muy comunicativa, se sentía bien sola, pero con Lucía todo fue distinto. El antagonismo de sus formas de ser le abrió una brecha de curiosidad que la movió a superar su timidez rápidamente. Todo un logro para alguien que apenas cruzaba más de tres palabras por teléfono con su madre cada noche cuando ésta la llamaba desde el otro lado del océano. Su madre tenía esa virtud: la empujaba a refugiarse en su propio caparazón. Ni la insistencia ni las palabras cariñosas de su tía, ahora su benefactora, la sacaban de su habitáculo. Sin embargo, la voz de Lucía a través de la ventana supuso una bocanada de aire fresco para ella. El aroma a lavanda de la ropa que tendía cada tarde fue la excusa para iniciar una conversación entre las dos. Desde entonces se hicieron inseparables. La amistad había cobrado sentido para Alba.

La época de feria había llegado a la ciudad. Como cada año, sin faltar a su cita, una hilera de camiones, roulotte y tráileres se asentaban en la explanada junto al río corto desplegando –con un familiar y caótico protocolo– sus puestos, atracciones y luces que se podían divisar desde cualquier punto de la ciudad. Era un verdadero espectáculo observarles mientras descargaban, ensamblaban o unían sus piezas como si de un complicado mecano se tratara para que todo estuviera a punto en el día de la inauguración. Los carteles y anuncios inundaban las calles desde dos meses antes. La calma se rompía cada año para los habitantes de esa pequeña ciudad y este año era especial para Lucía.

El grupo de chicos y chicas había fijado su cita más pronto de lo habitual. No importaba si iba a llover o no, ni las advertencias de los adultos, nada iba a estropear su idea de tarde ferial. El entusiasmo de Lucía contagiaba al grupo. La tía de Alba intentó presionarla, “no estás acostumbrada a tanto bullicio, aún recuerdo el agobio que sufriste aquel día en el centro comercial de la gran ciudad”. Le avergonzaba y le enfadaba que la tratara como a una niña pequeña. No podía pasarle nada con Lucía a su lado, por primera vez en mucho tiempo se sentía segura y confiada.

Las primeras nubes amenazantes poblaron el transcurso de la tarde. Los simpáticos bocinazos y la ruidosa sinfonía de pitidos se mezclaban con armonía entre las voces y reclamos procedentes de las distintas atracciones. El grupo se dispersó pronto; para algunos los disparos de las escopetas era lo más divertido; otras buscaban la magia o el riesgo; Lucía tomó del brazo a Alba para que la siguiera. Esta accedió  orgullosa por sentirse la preferida, y alborozada por vivir por fin una aventura.

  • Corre, tengo que llegar antes de las siete, ven corre –los ojos de Lucía estaban inyectados de una sensación nueva. Parecían querer salir de sus cuencas y dirigirse hacia algún punto.
  • Ahí está, espera –Lucía estalló en un frenesí de incontinencia emocional, desapareciendo en un segundo por uno de los pasillos que se abría entre dos camiones. Se encontraban fuera del tumulto, más allá del bullicio de atracciones y gente, en un campo de tierra en el que las roulottes y los camiones de los feriantes se desperdigaban anárquicamente.

Alba se quedó sola, miró a un lado, al otro. Se sentía bien, aunque por un segundo no entendió la razón de que su nueva amiga la hubiera dejado allí. ¿De qué iba todo aquello? Quiso llamarla. Un escalofrío le recordó que le disgustaba estar sola. El tiempo se había detenido. Si la viera su tía, seguro que la reprendería por haber seguido a Lucía de forma tan imprudente. Las gotas de lluvia y la incredulidad iban dejando marcas en su rostro como pequeños surcos de un azadón sobre un campo de labranza. A lo lejos vio una figura, parecía un hombre que caminaba despacio. Se detuvo, miró hacia arriba y con cierta parsimonia se puso una especie de chubasquero que sostenía con la mano. Mientras contemplaba esta maniobra del desconocido, Alba no oyó que por el otro lago alguien se acercaba.

  • Alba, te presento a Edgar –Lucía tomaba del brazo a un joven, moreno, como ella de estatura, que emitía un ligera sonrisa por delante de unos dientes amarillentos–. Edgar, saluda a mi amiga. Vamos salúdala… ¡es muy tímido! –la insistencia de Lucía se reflejaba en el rostro malhumorado del chico.

Alba respondió a los dos besos de Edgar que le raspó con su barba de varios días. Un ligero olor a sudor le desagradó. Por encima de su hombro pudo distinguir cómo la figura que había vislumbrado a lo lejos daba la vuelta para meterse por la última calle. La lluvia había dado un respiro con lo que el ruido de la feria se agudizó de forma evidente. Lucía avanzó tomando del brazo al joven, para retenerle.

  • ¡¡¡Qué no puedes venir con nosotras!!!, ¿por qué, Edgar, por qué? Venga, nos alejaremos, no nos verá nadie. Por favor…

Alba no entendía nada. Pero algo tenía claro: Lucía no podía pensar en serio que no les iban a ver. El murmullo al otro lado de los setos había aumentado, la música había comenzado de nuevo a retumbar y las luces brillaban con fuerza, en una tregua de la naturaleza.

Alba vio cómo su amiga tiró de él con fuerza, lo llevó bajo un árbol y discutieron acaloradamente. Le impactó la escena, se sentía incómoda, como una intrusa, sin entender nada. Se mantuvo alejada, pero suficientemente cerca para verles sin escuchar con precisión lo que decían.  Aunque joven, él era mucho mayor que ella. Tenía la espalda curtida, fuerte, debajo de una sudadera que en otra época fue roja. De pronto, las  manos de Lucía golpearon su pecho, y cuando se detuvo se sintió vencida. Alba cambió de lugar y desde allí creyó ver que le miraba con dureza mientras varias lágrimas se mezclaban  con las gotas de lluvia que ahora sí presagiaban una fuerte tormenta.

“No puedes, te he esperado, claro, prefiero saberlo, no puedes haber hecho eso, no puedes haberlo hecho…”

Frases inconexas unidas por un extraño vínculo de dolor. Por primera vez Alba veía la debilidad de su amiga, tanto que le dio pena. Realmente estaba sufriendo; ella, que dominaba las situaciones con tanta seguridad estaba perdiendo el control por alguien sucio, mayor; por un feriante.

  • Lucía, ven Lucía, déjalo, cálmate –palabras que retumbaron en medio de una noche húmeda, momento a momento más agobiante.
  • ¡Cállate, déjame, no sabes nada, no sabes! –esta frase sonó dura. Se había producido un desdoblamiento en la persona de su amiga. Nada tenía que ver con esa figura rendida, mojada, extraordinariamente débil, con la que tendía la ropa y hablaba de futuros planes a sus amigos del barrio. ¿Quién era aquel joven que provocaba semejante transformación en Lucía?
  • Pero qué haces, déjale ya, déjale, por favor… busquemos a los demás, vamos.

Antes de que hubiera tiempo de más, una mano gruesa intentaba agarrar a Lucía, separándola del joven que se recomponía de los vaivenes del forcejeo con la chica. Aquel se alejó mientras la trataba de loca con el típico gesto del dedo en la sien.

Los intentos de Lucía por zafarse de las gruesas manos que la frenaban en su berrinche, consiguieron provocarle algún arañazo y varios moratones. Alba se mantenía como testigo de la escena, paralizada por el terror. No había visto acercarse al hombre que debió salir entre los matorrales. Era muy corpulento, demasiado incluso para las dos. Alba no se atrevía a moverse ni a gritar. Desconocía sus intenciones pero le repugnó sentir su aspereza en el brazo húmedo. Con un gran arrebato Lucía consiguió zafarse de su dominador al tiempo que llamaba a Edgar que se había alejado sin mirar atrás.

El golpe fue certero, imprevisto, inesperado. Como un tronco que cae al serrar un árbol centenario, el hombre se desplomó, haciendo saltar piedras y restos de tierra. Alba miró con terror a su lado. Lucía aún mantenía la piedra en su mano, con mirada ausente pero llena de ira, inmóvil como una escultura de barro.

  • Vámonos de aquí ahora mismo… venga, vámonos, Lucía, ¿qué has hecho? Venga busquemos a los demás… ellos sabrán qué hacer. –balbuceaba aterrada por la reacción de Lucía.
  • No, nadie sabrá esto nunca, nadie, ¿me oyes?
  • Pero ¿qué dices? Hay que contarlo, llamar a un médico, no sé, algo se podrá hacer. No me mires así, me voy a poner a llorar… ¿quién es ese tipo?
  • ¿Quién es? ¿Quién es, dices? … Ahora sé quién es, ayer creía que era otra persona.
  • ¿Estás enamorada de él? Podemos contarlo a mi tía y seguro que tu padre…
  • ¡Ni se te ocurra decir nada a mi padre!
  • Pero has matado a un hombre, Lucía… Acabas de matar a un hombre, ¿para qué me has traído aquí, ¿eh? ¿para hacerme cómplice de un asesinato? –Alba no podía dejar de temblar. El agua de la lluvia cada vez más fuerte atravesaba su piel hasta helarle completamente sus órganos y sentidos.

El cúmulo de sensaciones les impidió prevenir que aquello  acababa de comenzar.

En un vaivén impredecible la masa humana tendida en el suelo emitió un gruñido tan brutal que podría haberse escuchado en toda la ciudad de no ser por el ruido de las atracciones. El instinto de supervivencia estableció lo único que podían hacer ahora, huir de aquel lugar cuanto antes. Lucía avanzó primero, Alba la siguió a pesar de que sus piernas se habían convertido en dos columnas de hierro macizo. Comenzaron una carrera a la desesperada.

  • ¡Corre, somos más ágiles que él, no nos cogerá! –Lucía tiró de Alba antes de que ésta tuviera tiempo de elegir.

La tarde iba languideciendo más deprisa de lo habitual, al tiempo que la tormenta chafaba la ilustre bienvenida que la ciudad había dado a los feriantes. La ilusión de la gente tenía que posponerse ante la urgencia por refugiarse de la manta de agua que caía. Como dos sombras extenuadas por la carrera y el miedo, las dos chicas permanecían agazapadas en una esquina, en silencio, asustadas por encima de todo. Parecía que por fin habían conseguido esquivar al tipo del chubasquero.

El paso de un autobús rompió la espesa turbación.

  • Me voy… ¿por qué estoy huyendo Lucía? –Alba no podía contener la rabia que brotaba por su boca–. Me engañaste, me llevaste a la feria… ¿para qué? ¿Para meterme en un lío? ¡De qué va todo esto, tengo derecho a que me lo digas!

Las imágenes se atropellaban en su mente enlazadas a recuerdos de frustración y mentiras que había guardado celosamente en los últimos rincones dentro de su mente, y que ahora florecían con crueldad.

  • No es lo que crees, Alba. Me caes bien, por eso confié en ti para que conocieras mi secreto.
  • No, realmente solo te conozco de hace pocos días… Ya he tenido suficiente. Si consigo llegar sana a mi casa, lo que menos querré es que me cuentes nada más. Adiós.
  • Espera, por favor, conozco a Edgar, y a ese energúmeno le había visto antes.
  • ¿Cómo, le conocías, y por qué le has agredido con una piedra?

La voz de Alba retumbó por encima de una serie tremenda de truenos; un tumulto de sensaciones golpeaban sus sienes, cada vez más perpleja con todo aquello. Reinició su marcha, dejando a Lucía detrás.

  • Alba, espera, si me dejas te contaré de qué conozco a Edgar y por qué deseaba tanto que llegara este día. Por favor, ten paciencia. Esperaba noticias, sí, él prometió darme noticias… El otro es sordomudo, trabaja en esta feria y también es un ser asqueroso y repulsivo…

Para Alba todo aquello comenzaba a sonar demasiado irreal; nunca pretendió vivir la angustia de esa chica con una confesión tan importante. De nuevo la tragedia la había elegido como compañera de viaje.

No quiero oír más… porque ahora me dirás que Edgar es tu novio, o tu amante, que te ibas a escapar con él, que te ha dejado por otra, o lo que sea. Déjame, no quiero escucharte.

La bruma de la tarde las cubría, aislándolas del resto del mundo. La boca y los oídos de Alba pedían silencio.

Una sombra en la acera surgió  de forma inesperada. Caminaba con contundencia hacia ellas, sin importarle los charcos o el barro de la calle. Nadie más merodeaba, la feria quedaba lejos con sonidos sordos que languidecían como un eco. Alba retrocedió, Lucía se estiró sorprendida.

  • Papá, ¿qué haces aquí? Nos ha pillado la lluvia… ¿me has seguido?
  • Calla, Edgar me ha llamado. ¿Vas a contármelo tú o esperas a que lo haga yo?

Alba nunca había visto tan de cerca al padre de Lucía. Era corpulento, con el entrecejo marcado por un surco profundo y el pelo escaso y revuelto; hablaba con firmeza al mismo tiempo que mostraba temor de sus propias palabras. La línea de las manchas de agua en sus pantalones le daba un aspecto esperpéntico. Alba dudó si seguir como testigo de una situación que no entendía, o iniciar de nuevo una carrera sin destino.

  • No te voy a decir nada que ya no sepas.
  • ¿Ibas a marcharte? ¿Hacia dónde? No resistirías una semana.
  • Pues si Edgar me hubiera dicho dónde está ella, sí me hubiera marchado, claro que sí, necesito saber, tú no me lo quieres contar. Vivo en una burbuja de cristal, con pensamientos de oro, ajena a…
  • ¿Ajena, dices? Vamos a casa, no creo que sea el mejor lugar para hablar de todo esto. ¿Quieres que hablemos? Vale,vamos. Estás nerviosa y cansada. Te pondré un vaso de leche caliente y hablamos.
  • ¡No!

La negación de Lucía retumbó en la manzana de edificios y en los oídos de Alba que asistía impertérrita al combate dialéctico entre ambos. Habían pasado demasiadas cosas en menos de una hora, la mayoría eran extrañas y todas estaban embadurnadas con un barniz de contrariedad inusitado. Con lentitud ladeó la vista hacia el lado derecho, el padre de Lucía la estaba mirando, perdido ante la negativa de su hija. La tristeza de sus ojos buscaba complicidad.

  • No, papá no te voy a seguir a casa, no hasta que me cuentes todo… ¿Sabes que casi mato a un hombre?
  • A mí también me gustan las ferias, ¿no te lo había contado? Me crié en una, libre, a merced de la suerte íbamos de pueblo en pueblo… ¿te sorprende?
  • Otro secreto que no conocía… y no será el último, me temo.
  • ¿Para qué contarte ciertas cosas? Pasó hace mucho, conocí a tu madre, cuando ella estaba en dificultades, era demasiado joven para asumir responsabilidades, nos enamoramos… El final de esa historia ya lo conoces.
  • No, no lo conozco. El final hace doce años es el principio de mi vida. Sigue, papá, sigue…

La conversación entre padre e hija llevaba a una sinuosa realidad que solo ellos conocían, nadie imaginaba en el barrio que el secreto mejor guardado de esa casa tuviera relación con la feria.

La fuerza y la impotencia de Lucía parecían haberse reconstruido mientras hablaba con su padre; para Alba, sin embargo, era una figura en decadencia, alguien que la había involucrado en su vida sin preguntarle, a ella que luchaba por entender la suya, que buceaba constantemente en su soledad para evadirse del mundanal ruido. El aire fresco de Lucía se había agriado en la loca carrera. Como en un laberinto, sus pensamientos daban vueltas sin encontrar la salida.

  • Bueno, yo sí quiero volver a casa ya, ¿me puede decir cómo llegar al barrio? –reclamó Alba en un tono autoritario que pocas veces usaba con la gente; pero ahora sentía que debía salir de ese círculo vicioso en el que la habían metido. Los secretos de familia la incomodaban.

A lo lejos un grupo de voces se aproximaba. Había risas, carcajadas, algún que otro chapoteo. Alba sintió alivio, podría aprovechar para preguntarles antes de que se hiciera más tarde. Por un segundo recordó la voz dulce y apergaminada de su tía que estaría preocupada por ella. Tenía que regresar. Había dejado de llover por fin.

  • Alba, espera, me voy contigo… –el grito de Lucía pudo sentirse en toda la manzana de edificios, arrugado por millones de lágrimas. Estaba descubriendo cosas que no conocía, siempre idealizó a su madre como trapecista de circo o malabarista arraigada, jamás imaginó que simplemente fue una mujer atormentada y triste que odiaba el mundo porque creía que éste le odiaba a ella.

A través de las luces de un vehículo que se aproximaba, una sombra surgía como un fantasma desde la otra esquina de la calle. Era el perseguidor de las chicas. Estaba empapado, el agua se había mezclado con un sudor espeso y el fuelle de su respiración entrecortada, a la vez que un hilo de sangre húmedo y lento aparecía por debajo de la primera capa de su escaso pelo. Emitía gruñidos guturales mezclados con ciertos aspavientos de sus brazos hercúleos.

  • Siempre me contaste mentiras, papá. Mentiras que he tenido que resolver imaginando o creando historias en mi cabeza.

La figura siniestra se había interpuesto entre padre e hija, dispuesto a saldar la deuda con la chica.

  • Ah, por fin nos has encontrado, no te acerques o te golpeo de nuevo –el gesto de Lucía no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones–. Sabes quién es, ¿verdad papá? El padre de Edgar, sí, ya lo sé me lo contó él mismo. ¿Tuvo algo que ver con lo que ocurrió con mamá?
  • Lucía, cállate y vayámonos a casa. Todos somos culpables de lo que hizo tu madre. Todos culpables, todos inocentes. Oliver, no vuelvas a tocar a mi hija, nunca te acerques a ella. Te lo dije una vez y te lo repito ahora: como te acerques a nosotros te mato, bastantes problemas ocasionaste a mi mujer.

La contundencia del padre no restó rabia a Lucía que permanecía inmersa en su propia amargura –¿La querías, papá? Si es así, ¿por qué permitiste que se suicidara?

Alba observó cómo desde algunas ventanas varias personas se asomaban alarmadas por la escena. Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Todo se desmoronaba. No veía salida al torrente de confidencias que se estaba desarrollando como si fuera una tragedia de teatro clásico. El intercambio de preguntas y explicaciones entre padre e hija continuaba.

  • Me pregunto si mi madre me quiso. Dímelo. No sé qué hacer con mis sentimientos y mis anhelos. Cuando supe que se había quitado la vida, me eché la culpa, yo la alejé de ese mundo, yo sola –un torrente de lágrimas se mezclaba con la humedad del ambiente
  • No, no es eso. ¡Maldito Edgar! Fueron tiempos muy duros para todos.Y aún lo son. Él mismo ha tomado la mejor decisión posible, el mundo de la ferias es decadente, va a dejar la vida errante de las ferias. Su madre estaría contenta por él.

 

La mente de Lucía estaba  bloqueada. Nunca quiso salirse de su mundo de ensueño, que la acercaba  a la felicidad  de los primeros años de su infancia.

El padre intentó abrazarla:

Qué mal lo he pasado, creía que te perdería para siempre, que te ibas a marchar con él, Lucía!

Alba asistía impávida a la escena preguntándose si alguien podría negarse a un abrazo. Su tía lo intentaba pero a ella le costaba.

Una mano ruda y áspera, a menos de un centímetro de Alba, le ofrecía su bolso mojado y pisoteado. El horrendo Oliver tenía un minuto de flaqueza con ella. De espaldas le pareció más imponente aún. Poco a poco su figura se difuminó con la oscuridad de la noche. Alba abrió el bolso, todas sus cosas permanecían dentro, incluido el dinero. No quería saber más, ni escuchar extrañas historias sin reconciliación posible; se acordó de su madre, la estaría llamando, era su hora, sintió que hubiera deseado estar en casa para oír su voz al otro lado del auricular. Con determinación paró el taxi con luz verde que se aproximaba y se montó en él. No pudo evitar que Lucía la siguiera dentro.

  • Sólo dime una cosa más, Lucía: ¿por qué me arrastraste contigo a esta tarde?, ¿qué esperabas?
  • Nada y todo. He observado a mi padre durante estos años, nunca le vi flaquear ante mí. Pero mi madre es otra cosa, otro mundo, su sonrisa en esa foto es enigmática, no pudo querer desaparecer sin más. Estaba yo, era joven… estaba Edgar, somos hermanastros… podía haber estado bien…
  • ¿Y cuándo has sabido todo eso?
  • Ella dejó una carta escrita para mí, que no he visto aún, donde contaba su angustia, su desesperación ante la vida, el abandono de Edgar cuando era niño. La tiene mi padre. Cuando la lea con calma, quizá la entienda mejor.
  • ¿Sabes? Mi madre también me ha abandonado, cada día sueño con que todo sea distinto.

Alba sintió de repente que compartir secretos no era tan difícil, había abierto la puerta de las confidencias con Lucía.  Mañana cuando el aroma a lavanda de la ropa de su amiga penetrara por la ventana, quizás le seguiría contando su historia.

  • Ven, Lucía –a Alba le costaba tener gestos de cariño con los demás pero ahora veía gemir a aquella chica que tanto la había sorprendido, y no pudo por menos que abrazarla contra su hombro.

El cansancio había hecho surco en ambas, solo podían mirar a través de las ventanillas del taxi que les devolvía a casa, en una noche aciaga y luminosa a la vez.

Detrás de ellas, las luces de la noria se iban apagando poco a poco, mientras el silencio se apoderaba de la ciudad dormida.