Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (22)

Por Abel Farré

 

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

Título

Bolivia: Ese paño de la Isla del Sol

Objeto

Muña

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“Siempre encontraremos muña para disipar los MAREOS que nos ofrece la VIDA, siempre y cuando sigamos pensando que VIVIR SÓLO CUESTA VIDA”

Escrito

Y a veces sucede que la primavera aparece frente de la puerta, vestida con ropa ancha y cargada de sonrisas que se esconden tras rostros de ébano que se extienden hasta allí donde aquella tierra muestra cada uno de aquellos sueños hechos realidad y que ahora fijan un precio al nuevo destino; es ese paño que desaparece al son del último barco que abandona la isla, momento en que ese sol nos olvida entre cerros sagrados para dar luz a una luna llena de un día especial.

Una luna que se encarga de iluminar ese bidón metálico que se convierte en mesa para cinco, donde cucharas ansiosas de alimento se lanzan a esa olla comunitaria donde pequeños grumos se burlan de esos leves suplidos que aparecen entre pulmones faltos de oxigeno que intentan avivar esas llamas que iluminan nuestros rostros quemados.

Finalmente ese tronco nos deja de iluminar y se despedaza en pequeños trozos incandescentes que ablandan dulces papas y ocas bañadas por aquel vino de Tarija, que como premio al esfuerzo diario nos transporta a cada uno de nosotros a nuevos conocimientos y viejos recuerdos de canciones pasadas que mi cuerpo vio trasnochar tras la sombra de un Tierra Titanic o un Pure.

Pero las noches son cortas en esas tierras de energías especiales y de nuevo esas cremalleras se abren de buena mañana para ver pasar pequeños chanchos que hurgan entre restos de comida que se esconden entre fuego muerto, mientras que grandes y pequeños trepan por esos cerros cargados junto a burros que andan torpemente bajo resbaladiza piedra.

Nosotros aprovechamos para darnos ese baño diario entre las aguas del Titicaca, momento en que nuestras pieles se resquebrajan entre escalofriantes aullidos que intentan superar esas transparencias heladas.

Al otro lado de la playa ese circo abierto al mundo busca encontrar esos genuinos pesos bolivianos  de mañana entre malabares, guitarras, charangos y nuevos paños que se preparan para extender amuletos que ayuden a superar los pequeños tormentos de la vida.

Uno de ellos se encontrará huérfano de once verdes esmeraldas que me ayudarán a recordar buenas personas y buenos momentos nuevamente compartidos bajo la sencillez de aquel que vive por insignia.

Y a veces sucede que la primavera dura poco más de un segundo, así que pensando en cuándo rescataría este recuerdo y sin saber si podría unir mundos, me propuse escribir el libro más bonito del mundo…