Coquetería fingida Por Elisa Pérez

La coquetería de esa chica no pasaba desapercibida. Con su melena rizada y sus ojos vivos, miraba con desdén por la ventana del autobús. Era tarde, demasiado tarde para que una mujer viajara sola al extrarradio.

Ese autobús hacía su recorrido de forma repetida muchas veces al día. Sólo a las seis y cuarenta y cinco de la mañana, en la parada de la calle Remedios subían unos ocho pasajeros a sus respectivos destinos. Entre ellos, la joven de melena rizada y, mirándola de reojo, disimuladamente, David, un joven mecánico, aprendiz de todo, en un taller de coches de una famosa marca que, desde su casa hasta la parada del bus recorría diariamente un largo camino. No era una situación buscada, tampoco apetecida, pero sí necesaria.

Los ojos verdes del joven tocaban con la mirada los de aquella joven rubia. Era preciosa, se decía cada minuto de cada día desde que la vio por primera vez.

En sus escasos veinte años veía a las jóvenes pasar delante de él sin poder controlar los deseos innatos y las miradas tentadoras que saltaban si la mujer que veía era hermosa o apetecible.

Cada día se sentaba en el mismo asiento, al fin y al cabo podía escoger, estaba en la primera parada. En el asiento junto a la ventanilla de la última fila depositaba su cuerpo con la desgana propia de la hora Tan joven y ya empezaba a notar la monotonía y la rutina en su vida.

Ese asiento le permitía contemplar la entrada de la mujer, la elección del asiento y el diseño aprendido de memoria de su espalda perfecta

La primera vez que la vio con el vestido de flores, muy corto, que insinuaba el final de su entrepierna, la convulsión interior le hizo vivir el trayecto del autobús con gran inquietud. Deseo, enamoramiento, juventud, todo se mezclaba en David. Una erupción interior le empujaba a no dejar de mirarla, a no desviar sus ojos verdes de la melena rizada de la joven, de sus hombros bien formados.

Era un vestido ceñido que dejaba poco espacio a la imaginación. Para David significaba el colmo de la perfección, la Venus personificada.

No retrocedía en su ansiedad hasta que la joven bajaba del autobús. Era curioso, cuando la veía descender en su parada, un halo de soledad inicial dejaba paso a una serena calma. El día completo transcurría para él esperando con emoción que llegara el siguiente. Significaba volver a verla, volver a olerla. Porque su olor era otro de los rasgos que le atraían de Celia. Incluso antes de verla, percibía su olor. Un aroma fresco, mezcla de flores de vainilla y azucena, dejaba un rastro imborrable, un rastro  que sólo había que seguir para encontrarla. Ahora cada día, en el punto del encuentro habitual, esperaba a que llegara, mintiendo con un libro entre las manos, que simulaba leer para que nadie notara su impaciencia y, al sentir su fragancia, levantaba la vista. No podía ser nadie más que ella.

Diríase que el ritual diario del autobús no transcurría de la misma forma para Celia. Su trabajo en un laboratorio la obligaba a salir muy pronto cada día. Se aseaba como siempre dando un último toque de colonia fresca de vainilla alrededor de su cuerpo y cabello; ordenaba su habitación y caminaba hasta la parada de autobús con tiempo para coger el de las seis y cuarenta y ocho. Hacía pocos meses que le habían ofrecido ese trabajo que no dudó en aceptar. Le hacía falta el dinero, ya no era tan joven y debía salir de esa casa cuanto antes. No dudó un instante, a pesar de que las condiciones no eran muy favorables. Estaba lejos, tenía un horario muy extenso y el sueldo era muy ajustado. Pero no le importaba todo aquello si al fin podría ser independiente.

Desde el principio observó con desgana que se repetían las personas en la parada: una pareja de ancianos demasiado mayores para viajar a esas horas hacia no sabía donde; una mujer de origen sudamericano; un chico de ojos verdes; dos jóvenes estudiantes con carpetas azules en sus brazos y un par de hombres en edad de trabajar. La sucesión de figuras era siempre la misma. Algún intruso, transformado en viajero ocasional, irrumpía en ese grupo perfectamente alineado.

No era ajena a las miradas del joven de ojos verdes. Normal, pensaba ella, soy la única mujer del grupo y él está en edad de mirar a cualquiera. No tenía ninguna intención de dedicar más de cinco segundos a las miradas del chico; pero sí todo el tiempo posible en provocarle con sus armas femeninas. Era divertido, aún no estaban lejos los tiempos en que despertaba provocación, en que jugaba con su cuerpo hasta enloquecer a algunos de los muchos chicos que la deseaban bajo el encanto de la juventud. Le gustaba ese juego que comenzaría a usar el día menos pensado. Para la ocasión se pondría aquel vestido de flores tan provocativo.

Aquella noche había sido inquieta para David. No pudo conciliar el sueño durante largo rato. Se despertaba con estremecimientos de frío que al momento tornaban en oleadas de calor. No eran pesadillas pero en su mente la imagen de la joven de melena rubia, se diluía con otras figuras irreales, sin color, y desconocidas para él. Por eso cuando sonó el despertador aquella mañana su cuerpo no le respondía. La frente le ardía, la boca estaba reseca y un ligero temblor le recorría la espalda.

Sin tener en cuenta el cansancio inicial, trataba de recordar el sueño que le había mantenido tan ajetreado. Sombras borrosas, luces intermitentes era todo lo que podía retener. Alguien le había contado en una ocasión que recordar los sueños a la mañana siguiente era una señal de que se iban a cumplir. Sin embargo, no creía para nada en esos comentarios. Jamás se le dio bien estudiar filosofía o lo que fuera que estudiara los sueños y sus significados, se dijo limpiando la frente del sudor frío que la cubría.

Se metió en la ducha, llegaba tarde a su cita imaginaria. La noche anterior se había entretenido en preparar con más esmero del habitual la ropa que iba a ponerse: los pantalones vaqueros viejos dieron paso a unos nuevos que había comprado en la tienda junto al trabajo; la camiseta blanca cedió su sitio a una azul y las zapatillas deportivas se habían roto con lo que se calzó otras que usaría desde hoy. La imagen no estaba mal se decía al otro lado de sí mismo cuando el espejo le devolvía el resultado.

Había trazado un plan antes de dormir. Cuando su nariz notara el aroma embriagador cedería el paso a los ancianos, o a los estudiantes, o a quien estuviera detrás… hasta llegar a su lado. Después le cedería el paso para que subiera delante, incluso le diría alguna palabra… “Buenas, qué tal?” O algo similar. La fiebre aumentaba por momentos, no desayunó, no podría. Salió con sigilo, el resto de la casa dormía ajena a la vida de David.

Cuando notó la brisa fresca de la mañana recordó que no llevaba nada encima de la camiseta nueva. Aceleró el paso, no sabía si era tarde pero debía llegar antes que ella.

La parada permanecía solitaria como cada día. Observó con desdén que una sombra se acercaba desde el otro lado de la calle. Seguía expectante. De una cosa estaba convencido, se había enamorado. No recordaba estar así desde los doce años. Casi nunca salía con chicas, casi nunca salía con nadie. Su vida se centraba en el trabajo diario de lunes a sábados, y los domingos, en dormir hasta mediodía.

Mientras pensaba sobre ello, la sombra se había aproximado tanto que podía olerla. No era olor conocido. Da igual, los estudiantes no se suelen duchar por la mañana; parecía uno de los llamados intrusos. No estaba prestando atención cuando alguien le dijo:

–         ¿Sabes si aquí se toma el autobús que va a El Corredor?

En ese momento alzó la cabeza y se fijó en un desconocido con ojos grandes y vidriosos que le estaban preguntando.

–         Creo que tiene una parada cerca. Llegará en poco tiempo, puedes preguntar al conductor.

Lo había tuteado, sin conocerlo, era joven también. Le pareció un poco fatigado, diríase que había corrido… David dejó de prestarle atención.

Solo había transcurrido un minuto desde que llegó a la parada pero ya echaba de menos a algún compañero. Otros días repudiaba tener que compartir con ellos ese momento. Hubiera dado su vida por que no hubiera nadie más allí que ella. Sin embargo hoy, ninguno de los habituales aparecía. Pasó a sentir cierta desconfianza del extraño que, además, se había situado justo delante de él, de frente, mirándole con descaro, esperando que le diera alguna explicación más sobre el destino del autobús que esperaban.

– Ya, pero yo necesito saber ahora si va a El Corredor. ¿Es que no lo sabes seguro? ¿No eres de por aquí?

Su cazadora de cuero estaba gastada, sucia, unas motas blancas se deslizaban caprichosas por la pechera hasta llegar a un manchurrón de forma irregular al principio del bolsillo derecho. Este detalle fue lo primero que llamó la atención de David que ahora no tuvo más remedio que detenerse en aquel extraño.

–         Soy del barrio y tomo siempre el bus pero no me he fijado en las paradas posteriores a la mía. Yo me bajo en El Espinar.

La respuesta pareció no gustarle porque insistió una y otra vez. Incluso notó cómo una de sus manos, áspera y dura, se posaba sobre su brazo derecho. Estaba claro que necesitaba tomar el bus. Desconocía la razón, tampoco le importaba. Sólo quería que todo fuera como cualquier otro día. Que su plan se pudiera llevar a cabo ahora que se había decidido.

El olor agrio del aliento del hombre se mezclaba con el sudor que desprendía de su ropa. Sintió un gran alivio cuando vio que por fin no estaría solo, que alguien más se acercaba. Seguro que los ancianos… solían llegar justo tras él.

Tampoco el autobús era puntual. Intentó mirar el reloj pero el extraño se acercó hacia él de nuevo con más violencia, tomando la mano de David para ver la hora.

–         Mierda, tengo que irme. Y el autobús sin venir.

David se sintió aliviado cuando los ancianos se acercaron. A continuación empezaron a llegar las personas habituales. Se tranquilizaba cada vez que alguno más entraba en escena. Sin embargo, enseguida se abría paso la impaciencia porque Celia llegaría en breve. Siempre era la última.

Mientras, el nuevo pasajero revoloteaba preguntando a los demás si aquel autobús le llevaría a El Corredor. Alguien le contestó afirmativamente aunque la respuesta no le satisfizo, siguió nervioso. Era un hombre de mediana edad, moreno, muy delgado, con mirada amenazante.

Sin que apenas se dieran cuenta, el extraño había cruzado la calle donde se amontonaban unos edificios industriales en una especie de descampado pequeño, al lado de otros con viviendas. Se paró esperando no se sabía qué o a quién. Intentaba atisbar algo, diríase que intentaba empujar al autobús para que llegara con más rapidez. Miró varias veces en la dirección esperada, volvió a la parada y se sentó en el borde de la acera con la cabeza entre sus manos.

Las luces del autobús comenzaron a vislumbrarse entre la oscuridad del amanecer. Y Celia sin llegar.

Siguiendo su plan, David dejó subir primero a los pasajeros habituales, hasta el último que no era la mujer deseada precisamente, sino el tipo de la cazadora de cuero. Dudó si subir o no, si quedarse a esperar u olvidarse para siempre de ella, preguntándose si no estaría enferma, o a lo peor la habían echado del trabajo. En una ocasión oyó que comentaba al conductor que su trabajo era temporal. ¡Dios!, qué voz más hermosa tiene! Pensó ese día. ¡Las palabras salían por su boca de forma tan melodiosa y envolvente!

Se sentó en el lugar de costumbre con gran desazón, mientras miraba incansablemente por la ventanilla. El extraño, por fin, iba a obtener la respuesta a su pregunta. Así le dejaría en paz. Ahora su cabeza no podía pensar más que en la razón que había llevado a que su Venus, no hubiera acudido a la cita diaria.

Cada pasajero se situó de forma ritual en el lugar de siempre, todos menos él que se quedó de pie en el centro, mirando ansioso por las ventanillas mientras el autobús iniciaba su marcha.

Apenas comenzado el trayecto establecido, David sentía que se ahogaba por la desilusión producida. No contaba con este desenlace; inocente se había imaginado un final feliz, casi se veía de la mano con ella, contándole sus sueños

–         Oye chico, perdona lo de antes. No sabía dónde estaba, a lo mejor te he asustado. ¿Tienes edad para fumar?

No le había notado sentarse a su lado. El hombre de la cazadora de cuero se había sentado junto a David. Esto era lo último que necesitaba ahora.

–         Está prohibido hacerlo en el autobús. – Fue lo único que se le ocurrió decirle. Hubiera querido empujarle fuera de su círculo vital que ahora había invadido de un olor repugnante.

–         No te preocupes, nunca pasa nada. Somos pocos y la mayoría están dormidos a estas horas. Este autobús me llevará a El Corredor y debo estar preparado. Estoy nervioso, así se me pasará un poco.

David no deseaba conversar con aquel tipo, no quería escuchar nada más. Pero, como tantas veces antes, no sabía decir que no y no sabía cuándo decir sí. El otro siguió hablando. No se callaba aunque no obtuviera respuesta alguna del chico que seguía absorto en sus pensamientos, tristes pensamientos.

El asiento de Celia permanecía vacío.

–        Es verdad, esto está muy lejos, es la primera vez que vengo pero cuando mi novia me dijo que debía tomar el autobús no pensé que estuviera tan alejado.- … siguió hablando el hombre.

¿Pero qué sabía David de la mujer, acaso estaría casada con hijos, cuantos años tendría? Ninguna de estas preguntas se había hecho hasta ahora.

–         Mira, esta es mi novia, le dijo el hombre mostrando la foto de una mujer rubia de pelo rizado, que mostraba una hermosa sonrisa mientras su pareja le daba un beso en la mejilla.

David no tuvo más remedio que mirar; entonces sintió el impacto de la verdad sobre su cabeza, una punzada recorrió su estómago de arriba abajo. Aquel tipo extraño y maloliente era el novio de su amada. Pero ¿cómo era posible?

–         Ahora no sé dónde está, hace más de dos semanas que no la veo. Por eso he ido a buscarla, pero no estaba. Se enfadó conmigo y me dejó pero estoy seguro de que si la encuentro, volverá. ¡Menuda zorra está hecha!

Dentro de la sorpresa inicial, algo le decía a David que aquello tenía solución: no estaban juntos ahora, ella le había dejado, aquel tipo no podía gustarle a la dulce y perfecta Celia. Aún no estaba todo perdido.

La parada de David estaba cerca. Había sido un comienzo de día muy convulso e inusual; su fiebre matutina sufría caídas y subidas en función de los acontecimientos vividos. La confusión inicial había dejado paso a cierto alivio que ya buscaría cómo resolver.

No deseó despedirse del extraño que tan valiosa información le había dado, pero tenía que hacerlo. En un estado semiinconsciente sintió que un mareo instantáneo le recorría la mente.

No era tarde cuando terminó en el trabajo ese día. Deseaba volver a casa para descansar, meter la cabeza debajo de la almohada y olvidarse de todo. Mientras se cambiaba el mono grasiento, oía dar gritos a alguien fuera. No le preocupaba. Algún cliente insatisfecho. Ahora no tenía tiempo de eso, No sabía cómo había conseguido terminar su jornada laboral, lo que ocurriera a partir de ese momento, no era asunto suyo.

Caminó hacía el autobús pero, con parsimonia, retrocedió hasta la cafetería Orlando frecuentada siempre por muchos parroquianos y que iba a pisar por primera vez. Hoy rompería la norma, al fin y al cabo los demás lo hacían constantemente. No le gustaba el ruido, tampoco la multitud pero eso le daba igual en ese momento decidió hacer algo diferente. Tras el cristal de la cafetería vio pasar su autobús varias veces, en su ida y vuelta constante. La noche se acercaba con una cerveza en la mano para invitarle a compartir la velada.

Ese autobús debía regresarle con la mujer de rubia melena rizada. Se situó en la parada de costumbre, mareado, casi tambaleante. Había entendido el mensaje: no tenía que huir; cuando la viera de nuevo retomaría su plan. Pero si no lo hacía, seguiría con su vida de siempre. Y allí estaba.

 

Con su melena rizada y sus ojos vivos, miraba con desdén por la ventana del autobús. Era tarde, demasiado tarde para que una mujer viajara sola en el autobús que la devolvía al extrarradio.

–         ¡Vaya, ahí está el chico de ojos verdes! Menuda pinta que trae. – Pensó Celia con una media sonrisa cuando vio que David subía al autobús con evidentes copas de más.

El vestido de flores, el aroma de la mañana había dejado paso a un olor a amoniaco característico… De forma instantánea se subió un poco el vestido hasta que los muslos bien formados se mostraron esplendorosos. Se incorporó en el asiento mirando de reojo hacía el pasillo central y se humedeció los labios.

No tardó en notar la mirada apremiante de David que todavía era capaz de reconocerla. La sorpresa inicial dio lugar a la turbación. Decidió sentarse junto a ella y tragar saliva para recopilar fuerzas.

–         Esta mañana no has tomado el autobús de todos los días. – ¡Qué bien olía aun a estas horas!, pensó.

–         No sabía que contabilizaras mi vida. – dijo con descaro ante el rubor del chico. – Pero es cierto, no he pasado la noche en casa.

–         Alguien que te buscaba sí tomó el autobús por ti – se atrevió a decir el chico algo contrariado por la contestación de la mujer que comenzaba a jugar con él.

–         Supongo que el par de ancianos… o los de cada día, rió con ganas.

–         No te rías. Era un hombre, no, era tu novio.

–         Mi novio, pero si yo no tengo novio, ¿de dónde sacas eso?

–         Él me lo dijo. Incluso me enseñó una foto tuya. – la conversación infantil comenzaba a gustar cada vez más a la mujer y a molestar al joven.

–         Lo siento… eh, ¿cómo te llamas? … ah, David, lo siento pero, repito yo no tengo novio. Si lo tuviera ¿crees que volvería sola a mi casa?, ¿que estaría cada día pendiente de esta mierda de autobús? ¿Que vendría oliendo a amoniaco?

–         ¿A amoniaco? A mí me gusta tu olor.

En un alarde inusitado de valentía, David siguió hablando con ella. No era su forma habitual de ser. Quizás las cervezas le habían ayudado. Pero ¿y ella? le estaba hablando mirándole directamente a los ojos, sin rubor.

La conclusión era fácil en su mente: ella no tenía novio, el hombre de la cazadora negra no había existido, y ahora volvía al lado de la mujer más maravillosa del mundo conversando como si tal cosa. No quería saber nada más, con eso se conformaba.

Cual efímera nube de verano, el mareo se había esfumado de David y conseguía articular frases completas y con sentido. El trayecto se le hizo más corto que de costumbre. La insinuación y la provocación de Celia le gustaban, le estaban produciendo sensaciones nuevas.

A la mañana siguiente no fue necesario caminar hasta la parada del autobús, David volaba ansioso porque su plan estaba en marcha. Esperó, saludó a los demás, volvió la mirada ante cualquier ruido y escuchó por primera vez los últimos grillos del amanecer. Antes que el autobús hiciera su presencia, unas sombras comenzaron a dibujarse por el horizonte. Ahí estaba, el vestido de flores ajustado venía hacía él, envuelto en el aroma embriagador de la vainilla. De pronto se detuvo, hizo un pequeño gesto hacia atrás y se paró para esperar que una silueta delgada llegara a su altura. La cazadora negra ya no tenía el manchurrón blanco sobre el bolsillo blanco. Los dos saludaron a David antes de subir al autobús. El juego había terminado; ahora no sabía si subir, si esperar o directamente volverse hacía atrás.

El asiento habitual le esperaba y le acogió con la hospitalidad habitual. Desde allí pudo ver cómo unos hombros perfectos se cubrían por dos brazos raquíticos y malolientes que iban a terminar por aniquilar el aroma de ese momento. Un beso fue lo último que David pudo ver antes de que el bus reiniciara su marcha.