El anciano Por María José Prats

Pasé por enfrente de su casa y le miré.

El anciano se encontraba a la puerta sentado en una banqueta, con los pies descalzos sobre las rotas baldosas del pavimento. Un sombrero, ya gastado, cubría su cabeza y las arrugadas manos descansaban sobre un viejo bastón de madera, cuyo mango estaba envuelto en un trapo.

Los pantalones arremangados dejaban libres sus blancas y flacas piernas. Tapaba su torso con una camisa mal abotonada y deshilachada.

Mirando hacia la nada, el viejo lloraba y en sus lágrimas expresaba tanto que no me atreví a acercarme. Cambió su mirada fijándola en mí, le sonreí y le saludé con un gesto que me devolvió alzando la mano. Pensé en acompañarle, pero… seguí mi camino, sin lograr convencerme de que hacía lo correcto, no le conocía, sólo le veía cada día al salir de casa.

Mientras me alejaba guardé esa imagen en mi recuerdo. Traté de olvidarme, camine deprisa, como escapándome. Entré en la librería y recogí el libro, que había dejado encargado.

Al llegar a casa me senté cómodamente y empecé a leer esperando que el tiempo borrara aquella presencia: —Los viejos no lloran así por nada.

Esa noche me costó dormir, y decidí que al día siguiente volvería a la casa y conversaría con él, tal como había entendido que me había pedido sólo con mirarme.

Desperté muy temprano, preparé un termo de café y unos panecillos y salí convencida de que podía cambiar aquella tristeza con una conversación.

Llamé a la puerta y una voz rasposa me indicaba que al momento sería atendida. La puerta chirrió al abrirse y me encontré con otro hombre que cojeaba.

—¿Qué desea?

—Perdone, busco al anciano que vive aquí.

—Mi padre murió ayer tarde —dijo entre lágrimas.

—¿Murió? Pero… si… le he visto ayer…

Mis piernas se aflojaron, la mente se me nubló y los ojos se me humedecieron. No podía creer lo que me estaba diciendo.

—Y ¿usted quién es?

—En realidad nadie. Verá, ayer al salir de casa he visto a su padre sentado, en el umbral de la puerta, le noté triste y me pareció que lloraba, le saludé pero no me detuve para preguntar si le sucedía algo. Volví para hablar con él, aunque veo que es demasiado tarde.

—Usted debe de ser la persona de la que escribió en su diario. Pase, por favor. Estaba recogiendo unas cosas.

Me condujo hasta una pequeña sala, al lado de la cocina, y me invitó a sentarme en un viejo sofá, cuya tela había perdido su colorido por el paso del tiempo. La estancia era lúgubre y descuidada con un penetrante olor a rancio. Sobre un aparador reposaba una planta marchita, y al lado, la foto en blanco y negro, de un joven y guapo muchacho que vestía un traje militar.

—¿El de la foto es usted?

—Sí, ya hace bastantes años —dijo, sonriendo con nostalgia—. Se la traje a mis padres cuando me nombraron teniente. Mi padre decía que llegaría lejos, pero… una bala perdida, lo impidió.

Me sirvió un café caliente y de un estante repleto de libros mal colocados y llenos de polvo, cogió una libreta y me la mostró.

—Este es su diario.

Lo abrió y leyó algo en la última hoja:

Hoy la muchacha me regaló una sonrisa plena y un amable saludo… hoy es un bello día.

No supe qué decir, aquello era difícil de asimilar, estaba sorprendida. El alma se me encogió de pensar lo importante que podrá haber sido cruzar la calle aquella mañana.

—Si me hubiera parado a hablar con él…

El hombre me despidió amablemente. Crucé la calle, y antes de entrar en mi casa, volví la cabeza y me pareció ver al anciano sonriéndome.

 

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