La plaza desde el suelo Por Paula Alfonso

 

 

Odio los fines de semana, la plaza permanece desierta hasta casi el mediodía y mis ojos se duelen de tan prolongada soledad. Todo es monotonía, parálisis, faltan mis referentes para situarme, saber qué hora es, o lo que falta para que levanten su cierre las tiendas. Sin duda, odio los fines de semana.

Elegí este emplazamiento porque lo encontré muy concurrido. Desde mi esquina me parece estar ante un carrusel multicolor que no parase de dar vueltas. Si mi afán hubiera sido conseguir más dinero o un buen cobijo frente a los rigores del clima, estaría ahora a la puerta de cualquier iglesia, pero no es ese mi caso, si el destino o mi infortunio han querido que mi hogar sea la calle, al menos que los transeúntes me sirvan de distracción. En esta plaza terminan su trayecto autocares que vienen de los pueblos cercanos, también tienen su parada numerosos autobuses urbanos, y por supuesto muy cerca de donde yo me pongo está la entrada del metro, así que realmente por nada del mundo me iría de aquí.

Pero hay otro motivo, el esencial diría yo, que justifica mi aversión a los fines de semana y es que ella no viene y sin ella nada a mi alrededor tiene sentido.

Ocupo un pequeño rectángulo de suelo junto a la tapia de una panadería y suelo permanecer echado, en invierno bajo viejas mantas y plásticos que con el tiempo he ido recopilando y en verano a la sombra de un amplio paraguas para protegerme de los cancerígenos rayos del sol. De vez en cuando me levanto para estirar las piernas, o hacer mis necesidades en un bar que no me pone pegas, pero trato de no demorarme, temo que cualquier desaprensivo se lleve mis escasas pertenencias, o lo que sería peor, que otro indigente ocupe mi puesto.

La verdad es que aquí me encuentro bien. La gente de la plaza ya me conoce, para ellos soy como cualquier panel publicitario, inofensivo y escasamente molesto, y es que no intento despertar su caridad vociferando miserias en tono lacrimógeno, como hacen otros, me parece mucho más digno permanecer en silencio y dejarles en libertad para que depositen una moneda en mi vaso o pasen de largo.

Desde el suelo, tendido como estoy, veo cada día pasar por mi lado cientos y cientos de pies que transitan en una dirección o en la contraria, acelerados o simplemente de paseo, metidos en zapatos embetunados y brillantes o en sucias y desgastadas zapatillas de deporte… Tal diversidad guarda estrecha relación con las horas del día. Por las mañanas son pies rápidos, ágiles, que esquivan con auténtica maestría cualquier obstáculo para no perder un segundo de su tiempo, pies que corren para evitar que el semáforo se les ponga en rojo o que se precipitan escaleras abajo, atentos a la llegada del próximo metro. Después, tan histérico ajetreo va dejando paso a otro tiempo de pisadas más serenas, más lentas, que se deleitan con el mero gusto de caminar, que se detienen sin prisa en el escaparate de la joyería para ver las novedades o se adentran a curiosear en la tienda de los chinos. Son en su mayoría pies cansados de muchos años de acarreo, alguno, intuyo, a punto de no querer avanzar más. Los zapatos de niños suelen aparecer por la tarde, siempre hay alguno que mientras mordisquea un sabroso bocadillo se acerca como distraído y me mira; lo hacen de una forma tan inocente, tan limpia que es mucha la ternura que me despiertan, pero enseguida la mano de un adulto tira de ellos y se los llevan ordenándoles que no se vuelvan a parar a mi lado.

Lo peor son las noches, largas, larguísimas noches en las que solo me saca del aburrimiento algún borracho aturdido que tropieza conmigo o los insultos y zarandeos que de cuando en cuando recibo de un grupo de cabezas rapadas que finalmente me dejan con algún que otro moratón en el cuerpo y sin las escasas monedas que durante el día he podido reunir. Pero, aun así, insisto, en que por nada del mundo me iría de este lugar. A veces vienen voluntarios, gentes de bien que con su mejor intención intentan convencerme para que les deje llevarme a algún albergue —allí podrá asearse, recibirá comida caliente y dormirá por unos días en una verdadera cama…—, me repiten una y otra vez, pero yo me niego en rotundo y para tranquilizar sus conciencias les digo que tal vez la semana que viene o la otra, o la otra… Pero lo cierto es que nunca me moveré de aquí y no lo haré por ella.

La primera vez que la vi fue hace dos años. La mañana había comenzado con calor, el mismo calor asfixiante que me había impedido pegar ojo en toda la noche. Ya habían llegado los autocares vomitando por sus puertas pasajeros de los pueblos cercanos, también lo hicieron los primeros autobuses, el 54, el 32, el 57… Todo parecía funcionar como cualquier otro día, así que me recosté en mi manta y me dispuse a iniciar la única tarea que me tendrá ocupado las siguientes horas: observar a hombres y mujeres caminar, unos deprisa, despacio otros, en solitario, en grupo… De pronto caí en la cuenta que uno de los autobuses no había llegado, el 14 se retrasaba, y lo supe porque otro distinto estaba ocupando su lugar en la dársena. Finalmente le vi venir bajando la avenida del Mediterráneo, llegó a su parada, frenó y abrió sus puertas, sus ocupantes comenzaron a salir, eran pocos, siempre eran pocos a esas horas tan tempranas de la mañana. Nada excepcional, me dije. Pero cuando estaba a punto de desviar mi atención buscando algo más interesante, me detuve, aún quedaba una pasajera por salir. En la escalerilla, sujeta a la barra, miraba desde lo alto a la plaza con aire de conquistadora, como si acabara de ganar la mejor de sus batallas. Después descendió sin desviar la vista del frente, una pierna, la otra, todo muy lentamente como si fuera una vedette de music hall descendiendo la escalera triunfal bajo salva de aplausos. Su leve contoneo de cadera provocaba un alocado movimiento en los vuelos de su falda que rozaban, acariciaban, lamían sus piernas, unas piernas largas, sedosas, seductoras, sensuales. Tuve que incorporarme aún más para ver mejor y no perderme un instante de aquella magnífica realidad. Llevaba una blusa roja que destacaba su cuello terso, erguido elegante, su pelo moreno recogido en un hermoso moño dejaba libre su rostro, libre para admirar, para perderse por aquellos ojos que incluso desde la distancia me parecieron inmensamente grandes y por una boca de labios carnosos e insinuantes cubiertos de rojo carmín.

Óleo de Prisac Nicolae.

Mi corazón estaba latiendo de forma desaforada y creo que algún transeúnte debió notar mi embeleso porque miró también en aquella dirección. Ella, mientras tanto, había permanecido unos instantes bajo la marquesina como sino estuviera segura de qué camino seguir. Finalmente comenzó a andar y la dirección que eligió fue precisamente la mía, sus pasos venían hacia donde yo estaba. Las manos comenzaron a sudarme, tenía la boca seca, y unos latidos muy fuertes me golpeaban las sienes. ¿Y si venía a decirme algo? ¿Y si era yo su meta buscada? La distancia que nos separaba cada vez se estrechaba más, empecé a oír su pisar seguro sobre el asfalto, y hasta oler su embriagante perfume, cerca, cada vez más cerca, tanto que hubo un momento que con solo estirar mi brazo la hubiera podido tocar, abarcar con mi mano su fino tobillo, conseguir que se detuviera y ascender lentamente por entre sus piernas, pero pasó por mi lado y siguió andando dejándome atrás con absoluta indiferencia. Sus pasos sonaban ahora cada vez más lejanos hasta que se confundieron con el resto.

Desde entonces cada mañana espero con verdadero anhelo la llegada del segundo autobús de la línea 14, cuando al fin se aproxima por la avenida del Mediterráneo mi corazón da un vuelco y rápidamente arreglo mis ropas, escupo en mis manos para atusarme el pelo y me preparo para disfrutar del mejor de mis deleites.