Bajo unas gafas oscuras Por Paula Alfonso

Tacones de aguja, pantalón de cuero negro y escotado bodi de encaje. No me cabe la menor duda, así debía ir vestida ese día, era mi uniforme, me dirigía a trabajar. También solía llevar una chaqueta para ponérmela por los hombros antes de bajar al metro, pues me molestaba que la gente me mirara y sacara sus propias conclusiones, ¿acaso un desconocido se atrevería a entrar en el camerino de una actriz cuando se prepara para una función, o fisgaría a su médico mientras esteriliza sus manos para operarle?, por eso lo de la chaqueta, para ayudarles a que me dejasen en paz.

Muchos días, cuando estaba a punto de alcanzar la boca del metro, tenía que pasar de largo y continuar hasta la siguiente, bastaba con encontrar unos ojos parecidos a los de un vecino o un modo de caminar que me recordase a alguna conocida. Tenía que ser muy cuidadosa, aquella parte de mi vida debía seguir oculta para que pudiera continuar.

A veces, aquellos infundados temores me obligaban a caminar tanto que los incómodos tacones parecían tomar vida y con cada paso se iban incrustando en el interior de mis piernas, los dolores eran horribles, pero daba igual, apretaba los puños, me estiraba y seguía caminando.

Bajaba las escaleras siempre deprisa, no podía permitirme perder más tiempo. Ya en el andén paseaba impaciente de un lado a otro sin perder de vista el negro túnel; a la derecha y vuelta; a la izquierda y vuelta otra vez. Aquellas aburridas esperas me obligaban a pensar, recordar, reflexionar, y suponían un duro y lento suplicio. Mi primera preocupación era si  llevaba todo lo necesario. Mentalmente abría mi bolso y comenzaba a repasar; preservativos, lubricante, gel desinfectante, toallas humedecidas, lápiz de labios, polvos para retocar el maquillaje, sí, casi siempre lo tenía todo. ¡La tarjeta! Era lo verdaderamente importante, solía meterla en el bolsillo de mi pantalón para no tener que demorarme en abrir el bolso. Eran pequeñas de color sepia, y en ellas solo aparecía el logotipo “Hotel Princesa” y un número escrito a bolígrafo, el de la habitación donde habían reclamado mis servicios, nada más, ni nombre, ni edad del cliente, ni datos sobre sus gustos, sus preferencias. Pero era lógico. Qué importancia podía tener si se llamaba Rodríguez, Fernández o García, si era joven o viejo, si querría montarme o que fuera yo quien lo montara, lo único realmente primordial, mi única exigencia, era que tuviera el dinero para pagarme.

Cuando esperas, el tiempo pasa aún más lento y la mente aprovecha tal circunstancia para arrastrarte de manera cruel a tus desasosiegos, a tus problemas, a rincones de tu vida que preferirías no visitar. Aquella noche mi preocupación era Susi, que no se despertara, que no le volvieran aquellas horribles pesadillas. Para evitarlas había cuidado de que no cenara mucho y le restringí los dulces, pero desconocía si aquellos remedios darían resultado. Siempre cuando desde mi cama oía su llanto corría hasta su habitación y la arrullaba, me decía entre sofocos que había visto cosas malas, que tenía mucho miedo, pero yo dándole mil besos le pedía que se tranquilizase, que mamá estaba allí con ella y la protegía, pero si esa noche…, si esa noche se repetía el episodio a quien encontraría al lado de su cama sería a una desconocida. Otra preocupación constante en aquellas noches era Andrés. Temía que me llamara y tuviera que explicarle por qué iba en el metro a esas horas de la noche, para evitarlo, nada más salir de casa, desconectaba el móvil, si después veía su llamada perdida, ya inventaría cualquier excusa que sonara creíble.

Cuántas precauciones tuve que tomar para que no me descubriera. Solo ejercía cuando mi marido iba de viaje. Días antes confirmaba personalmente en los billetes la fecha y hora de salida y de llegada; después con una inocente llamada me aseguraba que ya estaba dentro del tren o del avión y entonces, sí –Adiós, mi amor, ya te estoy echando de menos, vuelve pronto–. Qué hubiera sucedido si hubiese sabido a qué me dedicaba en su ausencia. ¿Comprendería que era necesario?, ¿que lo tenía que hacer? Que, a pesar de los recortes y de la merma en el sueldo, no podíamos desaparecer de la escena, que teníamos que seguir veraneando en el caro chalet de Villa de Camp, cenar con sus compañeros cuando y donde ellos eligieran y lucir a la última en las fiestas de empresa… ¿me perdonaría?

Si lograba desechar de mi mente esos pensamientos enseguida venían otros aún peores, porque, si bien aquellos no se habían producido, eran meros futuribles, estos, los siguientes, con toda certeza ocurrirían en breve. La mirada lasciva del recepcionista cuando me viera aparecer por la puerta de cristal, expresión de desprecio en la cara de la camarera al cruzarse conmigo y adivinar la naturaleza de mi estancia allí, la lúgubre habitación, su olor a cerrado y el cliente. Me estremecía al imaginar unas manos torpes, sucias, palpando cada rincón de mi cuerpo, su boca ansiosa buscando mis labios, mi cuello, mis senos y lejos de gritar, empujarle, defenderme, que era lo que espontáneamente me salía, esforzarme en permanecer atenta a sus deseos para satisfacerlos de manera inmediata. “Así, que bien lo haces, mi amor, cómo disfruto contigo, dame más”, o bien sólo sonidos, los hay que solo quieren suspiros y gemidos para alimentar su ego.

Sin duda ésta no era la mejor predisposición para llegar al trabajo, de sobra sabía que después me costaría muchísimo entrar en mi papel. Pero ¿qué hacer?, ¿cómo impedirlo? Un truco que a veces me dio resultado fue imaginarme que era un robot, visualizar que debajo de mi piel en vez de músculos, venas y tendones, solo había chips con numerosas conexiones programadas para realizar mis movimientos, para emitir mi voz. ¿Daniela? Huy no, se equivoca, mi nombre es IP 2.2567.  Pero por mucho que intentase recrearme en aquella escena, cuando en el andén contrario veía al metro comenzar a andar en dirección a las estaciones que llevan hasta mi casa, todo se esfumaba quedándome solo el tremendo deseo de estar ya de vuelta.

Aquel día recuerdo que, todavía en el andén, alguien llamó mi atención. ¿Por qué me está mirando este desgraciado? A pesar de sus gafas oscuras podía notar sus ojos recorrer mi cuerpo como babosas resbaladizas. Traté de alejarme, pero me siguió, estuve varias veces a punto de volverme y gritarle que ya estaba bien, que me dejara en paz, pero no quería protagonizar un espectáculo y hacerme aún más visible.

Al fin unas luces aparecieron en el negro túnel y me dispuse para entrar en el vagón, aquel hombre se situó justo detrás de mí, podía sentir su respiración en mi cuello, el calor de su cuerpo en mi espalda y cuando las puertas se abrieron me empujó sin disimulo hacia el interior. Preferí quedarme de pie, agarrada a una de las barras centrales, él me siguió y puso su mano muy cerca de la mía. No me atrevía a moverme, ni mucho menos escudriñar en los ojos que se ocultaban tras aquellas gafas, estaba realmente asustada.

La próxima estación era donde tenía que bajarme, al fin se acababa aquel tormento, noté cómo el metro perdía velocidad y por las ventanas aparecieron ya las primeras luces del andén, pero cuando hice ademán de soltar la barra para ir hacia la puerta, su mano inmovilizó la mía presionándola con fuerza contra el hierro, quise zafarme, pero no pude. Solo cuando las puertas del vagón comenzaban a cerrarse aflojó su presión para lentamente retirarse las gafas y dejar al descubierto sus ojos, unos ojos en los que identifiqué una mezcla de deseo y sadismo, crueldad y victoria, la misma que siente un cazador cuando ve tirada en el suelo la pieza a la que certeramente acaba de disparar. Me costó reconocerle. Sólo le había visto una vez y fue en el despacho del colegio, cuando Andrés y yo inscribimos a nuestra hija; sobre la mesa rectangular de madera noble una placa cromada tenía inscrito con letras doradas  Sr. Director J. R. Villalobos. Las puertas del vagón acabaron de cerrarse y desde entonces permanezco atrapada.