El cuadro Por Ana Riera

 

cosas-para-vender-021-448x600La boda había sido preciosa. Se había sentido una princesa admirada por todos, como siempre había soñado. Estaba mal que ella lo dijera, pero el vestido de seda salvaje se ajustaba a su cuerpo escultural como un guante y realzaba su figura. Y había acertado con el peinado. El pelo recogido resaltaba sus ojos rasgados y sus distinguidos pómulos. Lo cierto es que se sentía radiante, como si una luz interior encontrara la forma de salir al exterior a través de su mirada y de su tez dorada.

También el salón estaba perfecto. Desde los centros que adornaban las mesas, hasta los forros de las sillas con su enorme lazada dorada, hasta los manteles de hilo color hueso o la estilosa cristalería. Y el banquete había sido sencillamente delicioso. Ella apenas había probado bocado, pero no había más que ver el deleite con el que comían los comensales. En realidad no había tenido tiempo de comer. Estaba demasiado ocupada observándolo todo, grabando cada detalle en su memoria para no olvidar nunca ese día, su día. Solo bebió, porque aunque se deshiciera de la copa, en seguida alguien le ponía otra en la mano llena de Martini o de vino o de crema de orujo.

Cuando sonaron los primeros acordes del vals que había escogido para abrir el baile se sintió ingrávida, como si se desplazara sin esfuerzo alguno por una superficie resbaladiza que acogiera sus pies con delicadeza. Sintió que se movía con la música como un acorde más y se abandonó al vaivén. Estuvo en la pista mucho rato, hasta que alguien le susurró al oído que debían irse, que el coche les esperaba en la puerta principal, que si no se daban prisa acabarían perdiendo el barco.

Ocuparon la suite nupcial de un crucero de lujo. A ella le había parecido más romántico que subirse a un frío avión, aunque eso les obligara a escoger un destino menos lejano, menos exótico. El camarote era espectacular. Tenía una enorme cama y una terraza privada que daba a la popa. Y un baño con jacuzzi. Por eso precisamente había escogido esa compañía marítima: por el jacuzzi. Así que en cuanto el botones se hubo marchado dijo que iba a probarlo, que necesitaba relajarse un poco después de un día tan largo e intenso.

El problema fue el cuadro. Estaba segura. Quedaba justo delante del jacuzzi y cubría la mayor parte de la pared. Mostraba a un enorme tigre de Bengala que la desafiaba con su enorme mandíbula abierta. En cuanto fijó la vista en el cuadro notó que se le alteraban los nervios. Por suerte se había llevado al baño el daiquiri de bienvenida que les habían dado al embarcar. Pero, tras apurar la copa, los nervios, lejos de apaciguarse, dieron paso a una sensación de claustrofobia. Pensó que era por culpa de esa absurda película que había visto hacía poco, la de un muchacho que se quedaba atrapado en una pequeña barca con un tigre salvaje. Intentó calmarse, pensar en otra cosa. En las playas de arena blanca que la esperaban en Grecia, con su cálida luz y sus aguas transparentes. Pero el tigre se imponía de nuevo. Y con él la sensación de que le faltaba el aire, de que se ahogaba dentro de esas cuatro paredes, de que estaba atrapada. Se estaba mareando.

Sumergió la cabeza bajo el agua caliente y se quedó allí unos segundos, como cuando era una niña y se imaginaba que era una hermosa sirena de cola tornasolada. El alcohol le había embotado la cabeza, no podía pensar con claridad. Siguió un rato más bajo el agua,  para intentar despejarse. Pero en cuanto regresó a la superficie, la desazón la atenazó de nuevo. Se preguntó por qué era tan pequeño el baño. Parecía una casa de muñecas. Qué mente enferma habría diseñado un lugar como ese. Resultaba tan claustrofóbico.

Justo entonces se abrió la puerta. El aire se coló como una ráfaga y llenó sus pulmones, pero no borró la angustia. Su flamante marido entró con paso seguro y le preguntó si podía unirse a ella. Mientras metía una pierna en el jacuzzi, la piel de su torso se cubrió poco a poco de rayas naranjas y negras, y unos finos bigotes asomaron sobre su labio superior.  Sintió que había caído en la trampa, que sin saber cómo había ido a parar a una barca y el tigre la tenía acorralada. ¿Por qué diantres lo había hecho? ¿Por qué se había casado? Una pata peluda avanzó por el agua acercándole la zarpa. Y supo que no iba a sobrevivir, porque ella era mucho menos fuerte que el chico de la película.

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