El alacrán por Elisa Pérez

 

El alacrán había mordido su mano antes de que nadie tuviera tiempo de impedirlo. Ninguna asistencia médica fue suficiente para evitar su intoxicación por envenenamiento.

Cuando seis meses atrás, aquella mujer había viajado desde El Cairo para establecerse en esta ciudad europea, se instaló en un apartamento cerca del que habitaban Ruth y su madre. La niña de ocho años, de pelo rubio rizado, mirada esquiva y sonrisa difícil la miró desde el primer momento con cierta desconfianza. Aquella mujer de aspecto extraño intentó entablar con ellas una conversación desde el primer día en que, con naturalidad, llamó a la puerta de su casa para presentarse.

–          ¡Hola, soy la vecina del apartamento de enfrente! Me preguntaba si os apetecería tomar una taza de café conmigo. Me acabo de establecer y no conozco a nadie aquí.

Su madre aceptó la invitación, mitad por curiosidad, mitad por aburrimiento para cubrir otra tediosa tarde de domingo. En ese momento nos enteramos de su nombre y profesión. Cloe era arqueóloga y ciertamente extraña. Se vestía de forma extravagante y toda su casa estaba repleta de figuras y objetos antiguos, que nunca antes había visto.

Dado que Cloe había decidido preparar en casa su tesis sobre el sentido religioso de los alacranes en el Antiguo Egipto, la convivencia entre la niña y Cloe se había hecho muy cercana. La arqueóloga parecía sentirse a gusto entre ella y su madre. Y Ruth no mostraba la intranquilidad habitual delante de extraños. Su madre aprovechaba esta circunstancia para dejarla con ella cuando tenía que hacer algún asunto fuera.

En una de esas visitas a casa de Cloe, la niña curioseó con atención una tela de color rojo que parecía ocultar debajo algún objeto de forma redondeada. La niña se acercó y levantó la vistosa tela. Allí moraba un alacrán, inmóvil, con colores vivos y dulzones, dentro de una jaula redonda acristalada. Ruth miró atónita a la estrafalaria mujer que cuidaba de ella cuando su madre se ausentaba.

–          Es un animal legendario, fascinante, y muy fiel. Nunca te atacará primero. —Cloe abrió el reptario redondo y cogió el alacrán con la mano— Se llama Cleopatra, no es peligroso aunque sí venenoso.

Aquella advertencia dejó impactada a la niña que desde ese momento miró con recelo hacia el recipiente que habitaba semejante ser.

Al mismo tiempo que la relación entre su madre y Cloe se acentuaba hasta el extremo de que miradas, complicidades y silencios transcurrían con demasiada frecuencia por su vida, Ruth percibía que algo había cambiado en su madre. No es que no la quisiera, pensaba la niña, no, no era eso. Tampoco es que no se preocupara por ella. Sin embargo la fascinación y el interés que Cloe y sus extrañezas producían en su madre, la tenían ciertamente preocupada y, sobre todo, enfadada. Ya no le apetecía pasar tardes completas en casa de su vecina; ni siquiera quería asistir a esas cenas organizadas y disfrutadas por ambas mujeres; prefería quedarse en su apartamento hasta rendirse al sueño.

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Su madre no la forzaba, nunca lo hacía con nada. Y Ruth prefería estar lejos de esa relación surgida de repente, de la nada, y presidida por el encanto de un animal tan raro.

Aquella noche, hacia la madrugada Ruth despertó de su letargo en el sofá. Había oído a su madre encaminarse hacia la puerta de enfrente, y había sentido el beso en la mejilla pero el sueño se apoderó de ella antes de oírla regresar. Se encaminó a su dormitorio cuando comprobó que en el de su madre no había nadie.

¡Qué pesada! Aún está con ella, pensó la niña. Tomó las llaves de la vecina celosamente guardadas en la mesilla de su madre.

Con las llaves en la mano, llamó antes a la puerta, esperando escuchar las risas y las voces repetidas en tantas noches atrás. Como quiera que aquello no sucedía, abrió la puerta. Lo primero que vio fueron las copas y los restos de la cena en la mesa. Recorrió el pasillo extrañada de no oír nada. Sus pasos la llevaron a la habitación de Cloe en la que una nítida luz se escapaba bajo la puerta entreabierta. La niña, al principio, no entendía. Su corta edad, unida a la somnolencia propia de la hora, tardaron en hacerle comprender lo evidente. Su madre yacía dormida junto a Cloe que tendía un brazo desnudo sobre ella. Una pierna sin ropa de su madre se escapaba por debajo de la sábana revuelta.

alacran-rojo2La jaula del animal se mantenía en su lugar habitual. Ruth se fue familiarizando con la escena pero intentó no despertar a aquellas dos mujeres ahora entrelazadas en algo más que una relación de vecindad. Ya habrá tiempo de preguntar a mamá, pensó la niña.

En ese instante, el animal depositado con premeditado cuidado sobre el brazo de Cloe, retorció su aguijón y malhumorado, pensó la niña, clavó su arma en la mano de la mujer.

Un alacrán rojo presidía su tumba.

La trufa Por Ana Riera

 

Cada onomástica, desde que podía recordar, su abuelo le regalaba una enorme caja de deliciosas trufas. Era una de las primeras cosas que Isabel asociaba con la idea de la felicidad. El olor intenso del chocolate emanando de la caja. La textura semidura cediendo al envite de sus dientes. El sabor denso abriéndose paso hasta el último rincón de la boca. Hasta que un año, justo al cumplir los 11, fue tal el ansia con la que engulló el preciado dulce que se lo tragó entero. Con tan mala fortuna, que se le quedó atascada en medio de la tráquea.

La sensación de ahogo fue inmediata. Notó que la vida se le escapaba sin que ella pudiera hacer nada. El aire, simplemente, dejó de entrar en sus pulmones. Deseaba gritar con todas sus fuerzas, pero descubrió que la voz, sin aire, no era capaz de articularse. Con los ojos desorbitados miró uno a uno a los que la rodeaban. Hablaban y reían distraídamente. Al fin y al cabo, era un día de celebración. Creyó haber llegado al final del camino. Pero entonces su abuelo le dedicó una sonrisa. Se dio cuenta en seguida de que algo no iba bien y se precipitó hacia ella con expresión de alarma.

Lo siguiente que recordaba es que la rodeaba con sus fornidos brazos mientras sus manos le apretaban con fuerza la boca del estómago realizando un movimiento rítmico. Hasta que tras un tiempo que le pareció interminable, hasta irreal, la trufa salió disparada por su boca y se precipitó contra el suelo, convertida en una extraña masa amorfa. Desde entonces no había vuelto a comer una sola trufa. Era incapaz. El recuerdo de la angustia era demasiado intenso.

No obstante, de un tiempo a esta parte había empezado a sentir un deseo cada vez más incontrolable de ingerir de nuevo ese exquisito manjar. En su cabeza se había establecido una especie de lucha silenciosa que le robaba la calma. Una parte de ella le advertía de que era demasiado peligroso, de que si cedía a la tentación, por mucho cuidado que tuviera, volvería a atragantarse. Y que esta vez no tendría tanta suerte. Pero otra parte le instaba a enfrentarse a ese miedo, a librarse de esa limitación que le impedía disfrutar como antaño.

La primera vez que sintió la necesidad de volver a comer una trufa fue en la fiesta de su amiga Sonia. Estaban en su casa de la playa, bailando y bebiendo en el jardín. Lo estaban pasando en grande. Fue entonces cuando apareció su primo. Tendría más o menos su edad, o quizás un poco más. Se acercó a su amiga con paso decidido y le tendió un paquete envuelto en un hermoso papel violeta. Era una caja de trufas, idéntica a las que solía regalarle su abuelo. Sintió ganas de abalanzarse sobre la caja y hacerse con uno de los dulces. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no moverse de donde estaba. Cuando Sonia empezó a ofrecérselas a los invitados, dio media vuelta y se escondió en el baño.

Un par de meses más tarde estuvo a punto de caer. Paseaba distraída por un centro comercial en busca de regalos de navidad cuando de repente se dio de bruces con una tienda en la que vendían todo tipo de chocolate. En el escaparate, a modo de reclamo, había una enorme trufa sobre un pedestal dorado. Sin ser consciente de lo que hacía, se dejó arrastrar por sus papilas olfativas hacia el interior del local. No oía ni veía nada más. Su mundo había quedado reducido a una enorme bola de cacao. Por suerte, una mujer que salía cargada de bolsas se tropezó con ella, rompiendo el encantamiento. Le bastaron dos segundos para analizar la situación. Salió precipitadamente de la tienda y se alejó corriendo de la tentación. Se había librado por los pelos.

Desde entonces, la cosa había ido a peor. De vuelta a casa ya no le bastaba con mirar hacia otro lado al pasar por delante de la pastelería de la esquina. Tenía que dar un rodeo para esquivarla, porque en el aparador tenían siempre una caja semiabierta que permitía ver las hileras perfectamente ordenadas de trufas. Sabía que si pasaba por delante no podría resistirse a entrar. Aun así, sentía que era cuestión de tiempo. Cada vez le costaba más cumplir lo que ella misma se había impuesto. Trataba de autoengañarse, buscaba excusas absurdas. Decidió que tenía que hacer algo drástico.

Una vez lo tuvo claro, pensó en su abuelo. Si alguien podía entender su motivación era él. Sin embargo, estuvo mucho tiempo dudando si contárselo. Estaba mayor y no quería cargarle con esa responsabilidad. Pero los días pasaban y su desazón no dejaba de crecer. Finalmente, llegó a la conclusión de que era el único que podía ayudarla. Así que un día, al salir del trabajo, fue hasta su casa a hacerle una visita.

No solo la comprendió, sino que se mostró entusiasmado con la idea. Llevaba años viviendo como un verdadero suplicio el hecho de no poder regalarle trufas. Sí, podía hacerle otro regalo. Era lo que venía haciendo desde el día en que se había atragantado. Pero sabía que eso la hacía sufrir y la limitaba. Él quería verla feliz, dueña de la situación. Quería que supiera que era capaz de conseguir cualquier cosa que se propusiera. Quedaron para el siguiente domingo.

Se levantó temprano. Estaba nerviosa y ansiosa a partes iguales. Ese podía ser el final de su pesadilla. Si todo salía bien, habría un antes y un después. Habían acordado que sería ella la que compraría las trufas. Fue la única condición que le puso el abuelo. Quería estar seguro de que estaba plenamente convencida. Eso sería la prueba. Se duchó con agua templada, para relajarse, y se vistió sin prestar demasiada atención a lo que se ponía. Luego cogió algo de dinero de la hucha y salió a la calle.

Escogió una de sus pastelerías preferidas. Ya que lo hacía, lo haría bien. Había bastante gente, porque para cuando llegó ya habían salido de la iglesia vecina y, como era domingo, muchos parroquianos habían entrado a comprar algún postre. Aguardó pacientemente su turno sin quitarle ojo a las trufas, que esperaban impasibles en una esquina del mostrador. Cuando por fin le tocó, pidió la caja más grande.

Mientras se acercaba andando a casa de su abuelo, el olor a chocolate que emanaba de la caja la hizo salivar profusamente. Se sentía excitada. No era consciente, pero tenía las mejillas arreboladas y las manos sudorosas. Llamó al ascensor. Era de esos antiguos, de madera, con doble puerta y un enorme espejo biselado. Siempre le había gustado. Hacía que se sintiera especial, como sacada de un cuento de hadas. Apenas pulsó el timbre, se abrió la puerta. Su abuelo contempló la caja y le dedicó una amplia sonrisa. Recorrieron juntos el largo pasillo que conducía al salón. Ella dejó los dulces sobre la mesa y se quitó el abrigo.

El plan que había ideado era simple. Para superar definitivamente sus temores, se tomaría una trufa. Lo haría sin miedo, decidida. Incluso con cierta glotonería. Había dos posibilidades. La primera, la que ella estaba convencida de que sucedería, que una vez más se le quedara atorada en la garganta, como la última vez. Para eso necesitaba a su abuelo. Estaría atento y en cuanto notara los primeros síntomas de ahogo, solo tendría que hacerle de nuevo la famosa maniobra de Heimlich. La confirmación de la maldición combinada con el nuevo susto, le quitarían para el resto de su vida las ganas de volver a comer una de esas bolas recubiertas de fideos de chocolate. Y si como aseguraba su abuelo no ocurría nada, esa era la segunda posibilidad, sabría que la maldición había desaparecido y podría volver a disfrutar de ellas sin ningún temor. En cualquiera de los dos casos, salía ganando. Era un plan perfecto, sin fisuras.

Se sentaron a la hermosa mesa de caoba, uno frente al otro. No dijeron nada. Se limitaron a mirarse un largo rato. Luego Isabel apartó la mirada y respiró hondo varias veces. Cogió una de las trufas, la que estaba justo en el centro. La contempló sin prisas mientras la hacia rodar entre sus dedos. El olor intenso inundó sus papilas olfativas. Era un olor tan dulce, tan intenso. Dejó que la envolviera por completo. Le echó un último vistazo. Decidió que ya estaba preparada, de modo que se la acercó lentamente a la boca.

Sus dientes se sumergieron con ansia en la masa dura. Estaba muy fría. Pronto se le atascó en medio de la garganta. Menos mal que lo tenía todo previsto. Levantó la mirada con calma, pero de golpe se le crisparon los ojos. Su abuelo dormitaba tranquilamente al otro lado de la mesa. No se lo podía creer. Cómo era posible. Tenía que ser su héroe, su salvador. Se levantó como pudo, dio un par de pasos. La falta de aire resultaba ensordecedora. Instintivamente se llevó las manos a la garganta. Dio un paso más. Antes de completar el siguiente, se desplomó. Lo último que oyó antes de perder la conciencia fue un leve ronquido procedente de su abuelo.