El encargo por Carlos Mollá

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Entró el sargento en el dormitorio de los muchachos, gritando, gesticulando y encendiendo todas las luces de la sala, como tantas otras veces.

-¡Arriba, hijos de puta! ¿Qué, vais a quedaros ahí todo el día? En cinco minutos os quiero formados en el patio. ¡Ah! ¡Y con el uniforme de campaña! –

Reaccionábamos como si tuviéramos un resorte en las piernas. Saltábamos de la cama y corríamos al baño para desaguar y lavarnos la cara, que era lo único que nos iba a dar tiempo a hacer. Mientras buscaba en la taquilla los pantalones y la camisa que tenía que usar en las misiones especiales, me invadió el temor de tener que repetir la última acción que realizamos sobre ese infeliz. Nos encomendaron ir a la casa de un político indígena y matarlo. Está tomando mucha relevancia el negro éste. La gente empieza a seguirlo con bastante devoción. “Está jodiendo bastante a los del gobierno, así que hay que cargárselo”.

Nos amenazaron con reventarnos, como es natural,  si alguien se enteraba de lo que íbamos a hacer. Esa vez no nos pusimos ningún uniforme, fuimos de civiles en uno de los carros robados que nos iban dejando en el cuartel una vez recogidos por la policía y que los dueños no querían pagar por recuperarlos.

Fue una misión muy sencilla, pero a mí me amargó y me revolvió las entrañas durante muchos años. Llegamos a su casa en el sur del país, como la zorra al gallinero, a la madrugada. Entramos violentamente, rompiendo puertas, ventanas, gritando y disparando a todo lo que se movía. Daba igual si era un perro o un niño. Si estaba vivo había que procurar que dejara de estarlo. Daba igual. Así hasta que no se movió nada ni nadie en esa casa. Tan rápido como entramos, desaparecimos de aquella pequeña granja.

Rezaba para que esta vez no fuera lo mismo. No tardamos en estar formados. Nos entregaron a cada uno de nosotros, una bolsa con fruta, pan y algo de queso. Nos mandaron subir a la pick-up y emprendimos la marcha. Me tranquilizaba ver que íbamos en un auto oficial, por lo que no iba a ser una misión clandestina. Conforme desgranábamos kilómetros se iba filtrando algo acerca de lo que pretendían de nosotros. Parecía que nos dirigíamos a un rescate. Alguien había secuestrado a dos mujeres y teníamos que liberarlas. No tendríamos que asesinar a nadie pero podríamos enfrentarnos a pistoleros y vernos en una refriega muy dura. Los nervios estaban a flor de piel.

Yo había decidido ingresar en el ejército con 25 años, ya bastante mayor. Toda mi vida me había quedado con los míos cuidando de la granja familiar. Tenía una vida apacible salpicada, de vez en cuando, con reacciones extremadamente violentas cuando me pasaba con la bebida. El alcohol me metía en peleas cada vez que lo probaba, hasta que un día casi mato a mi hermano en una de ellas. El miedo a hacer algo terrible me hizo escapar de casa y refugiarme en la milicia donde pensaba que la violencia estaba mejor canalizada.

Lo que me extrañaba era no entender por qué no resolvía este problema la policía. ¿Sería un secuestro hecho por una banda de narcos? ¿Nos íbamos a enfrentar a otro ejército? No parábamos de mirarnos unos a otros pero nadie decía nada.

Llegamos a una casa solitaria, en medio de un bosque. No se veía a nadie aunque se notaba que la vivienda estaba habitada. Había un carro aparcado afuera y ropa colgada en el tendedero.

Nos desplegamos silenciosamente, ocupando lugares estratégicos para iniciar el asalto. El sargento, y los compañeros Miguel y Pedro llegaron hasta las ventanas y pudieron observar qué ocurría dentro. Debieron calcular la gente que allí había y lo que estaba ocurriendo. Se giró y empezó a hacernos gestos para que siguiéramos avanzando hasta que nos apostamos pegados a las paredes alrededor de la casa.

Con la mano marcó el 1 como el número de oponentes a los que habría que abatir. Los que estaban al lado de la puerta la abrieron de una patada y entraron todos a la vez preparados para encontrarse con cualquier cosa.

Fue fácil inmovilizarlo, no opuso apenas resistencia. Estaba en el salón con tal cantidad de cerveza en el cuerpo que coordinaba con bastante dificultad. Los demás que no se ocupaban del güey, fuimos distribuyéndonos por las dependencias de la casa para investigar qué estaba ocurriendo. Al poco rato se oyó la voz  de Hugo, uno de los muchachos.

-¡Capitán, capitán!- El grito era desgarrador, trágico.

Corrimos todos hacia el dormitorio y nos encontramos a una mujer joven tirada en el suelo completamente desnuda, con las piernas abiertas y las manos atadas a la espalda, con sangre por todas partes. El nudo en la garganta se terminó de cerrar al ver sobre la cama a una niña de unos 9 o 10 años con signos claros de haber sido también violada y torturada.

-¡Hijo de la chingada!- Fue lo único que se oyó. Después de maldecir, el capitán se volvió al animal que había sido capaz de hacer algo así.

-¡Qué has hecho, hijo de puta!- Le repetía rojo de ira, agarrándolo por el cuello. -¡Te voy a reventar! ¡Animal, hay que ser animal!-

El hombre, de unos 30, 35 años, de tez quemada, bajo y muy panzón, intentaba a duras penas, ya con las esposas en las muñecas no ser asfixiado por oficial, agarrándose a sus brazos para atenuar toda su fuerza y echándose hacia atrás en el sillón donde estaba sentado.

Cuando la tensión se calmó algo y el negro supo que no lo iban a matar allí mismo, no se le ocurrió otra cosa que decirle al capitán que él se encontraba al amparo de la ley y que exigía que llamaran al labogado. Insistía en esto.

-Llamen al licenciado- Como intuyendo que sólo esa llamada podría salvarlo de la ira de los militares.

Al cabo de un rato, el capitán que caminaba cabizbajo alrededor del salón, se dio la vuelta hacia él y le dijo:

– No, si tú, pendejo de mierda, tú no vas a ir a la cárcel, no. La gentuza como tú no merece ir a la cárcel. No merece un plato de comida tres veces por día. No merece una cama caliente. Tú no vas a pisar la cárcel –

Entendiendo el significado de esas palabras, el hombre mudó de color, sus ojos se abrieron y enseguida se dibujó  el pánico en su cara.

– Usted es un oficial. Usted, capitán, tiene que llevarme ante el juez y llamar a mi licenciado – suplicaba el gordo incorporándose un poco en el sofá.

-Llevadlo a la cocina, desnudadlo y tumbadlo boca abajo en la mesa, que ahora voy yo.- Ordenó con la voz más severa que jamás había escuchado.

El capitán entró después con una tubería de hierro, o de plomo en la mano, con la cara rota y desencajada por la rabia y se la dio a Miguel, ordenando que se la metiéramos por el culo. Nos quedamos parados sin saber qué hacer mientras el negro se largó a chillar pidiendo clemencia y gritando como un loco.

-¡Déjame, carajo!- Mandó, quitándole la barra al soldado y poniéndole un extremo en el culo, empezó a empujar como un poseso, haciéndola girar a la vez para obligarla a entrar. Los gritos de aquel desgraciado eran ya totalmente descontrolados, mientras intentábamos entre todos sujetarlo con todas nuestras fuerzas para que no se moviera. La sangre que manaba mostraba la avería que se le estaba infiriendo.

Al rato, miró al sargento con unos ojos que daban pavor y le dijo:

-¡Continúe usted, sargento!  ¡Hasta el final!- Entregándole la barra.

Él se fue y los demás nos quedamos terminando la faena. Fueron veinte minutos terribles. El güey no imagesparaba de chillar y la barra no se detenía con nada. Poco a poco las energías se le fueron agotando, bien por la pérdida de sangre o por los daños internos que imaginamos que se estaban produciendo. La imagen que quedó era dantesca. Muerto y despatarrado sobre la mesa, envuelto en sangre y con un trozo de barra asomándole por el culo.

Al poco tiempo me licencié. Han pasado cinco años y ahora soy el ayudante de un mecánico de motores de barco en Acapulco. Estamos en un alto del trabajo, tomando una cerveza que trajo el patrón español del velero.

Este güero se ha comprado este viejo barco en Ensenada y el muy loco pretende llevárselo a España.

¡Es increíble! En el mundo hay gente para todo.

¡Gracias Gabriel! Por Carlos Mollá

¡Qué raro me pareció ver un libro de García Márquez tan delgadito! No me imaginaba que un escritor tan denso como este colombiano pudiera dar por finalizado un libro en tan pocas páginas. Aun así inicié su lectura con ganas pues “El amor en los tiempos del cólera”, que había terminado hacía poco tiempo, me había gustado muchísimo.

Deseaba volver a leer las construcciones literarias tan elegantes del castellano de finales del diecinueve y principios del veinte. El título “Memoria de mis putas tristes” no dejaba adivinar ni el estilo ni el objetivo de la pequeña obra de este genio. Sospechaba que ese libro tan corto me iba a saber a poco. Nada más comenzarlo me sentí muy satisfecho por encontrarme otra vez con esas palabras antiguas y específicas de los mobiliarios, ropajes y costumbres de esa época. La fresca y dinámica narrativa de la historia así como la perfecta descriptiva de las escenas, me enganchó enseguida.

El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible.

Me dio por pensar si la belleza de esta literatura se encontraba en las palabras que usaba, en la combinación que con ellas hacía o en el contenido de su mensaje. ¿En las traducciones a otros idiomas serán los textos tan bellos? ¿Sonarán las frases tan musicales? ¿Los matices tan exquisitos conseguirán también emocionar como lo hacen conmigo?

En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté los primeros huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos hasta que descubría que los llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la semana anterior.

Así es, por primera vez en mi vida un párrafo arrancó de mí una emoción extraordinaria. Nada que ver con aquella referida a alegrías, tristezas, odios y todos aquellos sentimientos clásicos. No estaba provocado por la ternura del personaje ni por la angustia que generaba la mala vida que llevó el nonagenario. Ni por su mezquindad. Tampoco por la sabiduría que desprendía la Madame en sus contestaciones y diálogos. Ayudaba, eso sí, la verosimilitud del mundo premoderno que se describía. Pero no completaba la razón total de mis ganas de llorar con el estómago apretado y la presión en el pecho, clásicos síntomas del amor y de la exaltación de la obra de arte.

Una de las secretarias terció. A lo mejor es un secreto delicioso, dijo, y me miró con malicia: ¿O no? Una ráfaga ardiente me abrasó la cara. Maldita sea, pensé, qué desleal es el rubor. Otra, radiante, me señaló con el dedo. ¡Qué maravilla! Todavía le queda la elegancia de ruborizarse. Su impertinencia me provocó otro rubor encima del rubor. Debió ser una noche de ataque, dijo la primera secretaria: ¡Qué envidia! Y me dio un beso que me quedó pintado en la cara.

 Pero no me quiero engañar. Quizás yo no sea capaz de ser tan sensible a lo sublime y simplemente me esté dejando llevar por la empatía con un hombre sin futuro que por causa de un amor encontrado de casualidad y perennemente contrariado, se le aparece un nuevo y sorprendente deseo de vivir otros noventa años más. El cambio producido en una persona que se empeñó en no ser amado nunca y eligió una tonalidad gris en su alma para, aunque parezca tarde, iluminarse como un amanecer, enternece a cualquiera. ¿Sería esa mi emoción?

Quiero creer que no haya sido así. El éxtasis lo recuerdo en un texto anodino, un párrafo que describía un lugar. Prefiero pensar que por fin me he rendido ante la belleza “per se”. ¿Por qué no? Claro. En sí misma, la belleza merece un lugar de honor en el conjunto de mis emociones. Por supuesto que alguna vez sentí alegría al ver una hermosa fotografía o preciosa música, pero la excelencia te lleva un punto más en la alteración de la conciencia. Punto en el que te sientes especialmente aturdido. Deben segregarse hormonas fuertemente adictivas porque una vez vivido deseas que se repita cuantas más veces mejor.

Cuando dieron las siete en la catedral, había una estrella sola y límpida en el cielo color de rosas, un buque lanzó un adiós desconsolado, y sentí en la garganta el nudo gordiano de todos los amores que pudieron haber sido y no fueron.

También es posible que ninguna novela que no fuera de amor, pudiera generar estos estertores en las entrañas. Imagino que un libro sobre la vida y obra de un libertador sudamericano, por muy emocionante que sea y muy bien escrito que haya sido, no emocionará tanto como el que habla de amor, soledad y muerte, tres sostenes críticos en la vida de todos nosotros.

—Yo soy la que no buscas.

Sólo entonces recordé que era allí donde vivían en libertad los internos mansos del manicomio municipal.

También es cierto, que estos temas han sido muy manidos por innumerables escritores y en todas las culturas y la mayoría no consiguen el nivel espiritual de la obra de arte. Como mucho algunos mocos de lloriqueos contenidos por la pena que nos da el relato del conflicto. Pero poco más.

 Pero eso sí, sin romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.

Extraordinariamente pavoroso resulta, cuando a la tragedia de nuestra propia muerte se añade el pánico a no rozar el amor en ningún momento de esta corta y difícil existencia.