En silencio… Por María José Prats

Cuando por circunstancias, la vida pega un viraje inesperado y todo aquello por lo que se ha vivido, luchado, la felicidad que se ha disfrutado, el bienestar del que se goza… todo eso y más, se acaba. ¿Cómo sabe nadie cuál es la reacción? —Preguntó el hombre situado de pie, en el amplio salón de conferencias.

La pregunta sonó con fuerza, y durante unos segundos se hizo una pausa, quizás esperando obtener alguna reacción. Tras el silencio continuó hablando.

Su amiga le había hablado con insistencia de las charlas que, sobre autogestión emocional, impartía en la Sala Centro el profesor Cristian. Ante su insistencia, aquel día decidió acompañarla. Y allí estaba rodeada de rostros desconocidos que, con suma atención, escuchaban como esperando hallar satisfacción a sus dudas, problemas o angustias.

La mujer, sentada en la tercera fila, bajó la cabeza y pensó: — No es difícil la respuesta. Su vida no había sido fácil nunca, ni antes ni ahora. Mientras escuchaba la protesta del desconocido se veía reflejada en todo cuanto estaba escuchando.

Ella sí sabía: No te lo crees, uno se queda en estado de shock, no reacciona. La vida sigue funcionando y tú ahí. Sin saber cómo la mente se vuelve gris, los pasos caminan sin rumbo, y las manos palpan sin sentir, los ojos pierden el brillo alegre y se apagan sin derramar una lágrima y el rostro muestra signos evidentes de tristeza y amargura contenida.

Y todo sucede en segundos, tras una llamada telefónica.

Se había quedado sola ante un mundo que desconocía, tuvo que seguir al frente de un trabajo que no entendía y por narices y con orgullo, salió adelante. ¿Por qué? Porque se puede, y sobre todo porque tenía personas que la necesitaban.

Y así poco a poco fue enfocando otra vida, sin mirar atrás, porque le estaba prohibido hacerlo, no podía, si lo hacía… no sería capaz de seguir. Ahora era ella y sus circunstancias.

Según avanzaba el tiempo se tuvo que acostumbrar a “renacer”. Entonces descubrió que el poder de la escritura le ayudaba a aliviar su pena, y plasmaba entre líneas sus sentimientos. De esa manera, la mente se le liberaba y escribía sin parar. Así empezó a tomar forma  el guión de su nueva vida, sin saber si era la adecuada. Lo verdaderamente importante era sobrevivir.

Una vez que consiguió volver a la normalidad, descubrió que la pequeña luz que empezó a ver al final del túnel se hacía cada vez mayor, más cercana. Era el momento de coger “el timón”.

Mientras seguía escuchando al viejo profesor, que paseaba de esquina a esquina sobre la tarima, giró la cabeza y observó cómo cientos de ojos se posaban fijos en aquel personaje, cuyas palabras parecían aliviar sus corazones. Ella observaba y sonreía para sí, pensando que de lo que estaba diciendo, nada era nuevo para ella.

Su vida empezaba a “colocarse”—como cuando se recolocan todos los libros caídos de una gran librería, podía volver a ordenarla.

Tuvo que hacer cambios, muchos cambios, metió la pata, se confundió, pero… nada ni nadie la iba a parar. Era una superviviente.

Y de repente, cuando todo parecía estar en su sitio, cuando sintió que ya nada podría  abatirla, ahí estaba de nuevo la callada guadaña para cortarle el orden de su vida. ¡Qué putada! ¡Otra vez, no!— Había dicho desesperada.

Una grave enfermedad llamaba a la “puerta” y se colaba a través del umbral de los corazones de quienes estaban al otro lado. De nuevo la angustia, el dolor y la desesperación. Ahora sí que no sabía por dónde tirar, ni qué hacer. Pero una vez más, no le fallaron las fuerzas.

Abandonó la casa, la ciudad, los amigos, parte de su familia y todos sus enseres y salió sin mirar atrás en busca de un avión, porque llevaba una existencia que se le escapaba.

El viaje se le había hecho largo, eterno. Entre sus brazos, el cuerpo maltrecho y encogido de uno de sus seres más queridos, se acurrucaba como un ovillo en el asiento. Tenía frío, pero no decía nada y ella lo atraía hacía sí, con el corazón encogido. Sólo un pensamiento se coló en su mente: — ¿Y sí me fallan las fuerzas?

Llegaron al sitio que les habían indicado, donde podrían ayudarla, pero esta vez no iba a poder hacer más que esperar. Estuvo días y noches  sentada en la butaca de una habitación viendo las horas, minutos y segundos pasar sin saber hasta cuándo: — Es grave.

Era lo más “bonito” que le pudieron decir.

Había dejado su nueva vida atrás, pero sobre todo había tenido que abandonar el trabajo y eso le dolía, porque había empezado a saber lo que era ganarse la vida, e incluso se sentía feliz. Y… ¿Ahora qué? —se decía.

El día a día fue muy duro, necesitaba mucho dinero, había que pagar muchas cosas: medicinas, alquiler de un apartamento, comida… Entonces, cuando todo parecía imposible, alguien le tendió su mano de forma desinteresada, alguien que le dijo: —No puedes seguir así, trabajarás conmigo.  Y se le abrió el cielo, las cosas podrían ser de otra manera.

Y al cabo de un mes—y como quien no merece más que dolor— le llegó más angustia y la mujer se preguntaba: ¿Por qué? ¿Tanto me merezco? Sufrió el fallecimiento de su madre. Pero ella, resignada, seguía adelante, callada.

Fueron momentos interminables, y la imagen no podía ser más desalentadora. Un joven cuerpo vestido con un pijama azul, postrado en una cama; mientras en otro lugar, frío y tétrico, la persona que le dio la vida en una caja de madera. Se le partía el alma, pero las lágrimas no se permitían el lujo de salir para ayudarle a desahogar la rabia que tenía dentro.

Y el tiempo iba pasando, sentía que a pesar de todo estaba viva. El trabajo le ayudaba a superar la angustia de quien se fue, pero mucho más el dolor de aquella enfermedad que no cesaba, y se decía: —Soy fuerte, ¡qué carajo!

La amistad de quien le había tendido la mano se estaba haciendo más firme, más segura, hasta llegar a una relación más allá de la simple amistad. Eso le hizo sentir que no estaba sola. De nuevo se sentía querida, apoyada y deseada.

Los años se sucedían uno tras otro y aquella vida enferma, sufría subidas y peores bajadas, pero la mujer no abandonaba, tenía esperanza y lo mejor: nunca perdió las fuerzas.

Y según iba pasando el tiempo, aquella hermosa relación deja de ser tan bonita, porque las cosas sólo son maravillosas al principio. Ya nada era igual, pero seguía contando con lo más valioso en el ser humano: el apoyo y la amistad. Eso era lo más importante, aunque ella seguía echando de menos los bellos momentos donde su mente se liberaba y los cuerpos se cubrían de fantasía.

Y después de todo, ¿qué había cambiado? Nada, seguía en el principio, como cuando tuvo que seguir adelante con sus pocas fuerzas después de una llamada. Sus verdes ojos estaban secos de tanto llorar.

Y ahí estaba ella ahora en una conferencia, que según su buena amiga, le iba a venir de maravilla, porque según decía: le faltaba autoestima. Y ella la miraba en silencio.

Acabada la charla, el ruido de las sillas y las voces de la gente, sonaron en el amplio salón. Unos se acercaban al conferenciante para saludarle y felicitarle, otros hacían corrillos comentando sus propias versiones, y las dos amigas salieron hacia los aseos situados  en el pasillo.

De pronto ella se sorprendió a sí misma sonriendo mientras se colocaba el pañuelo del cuello y corregía su maquillaje lentamente. En el espejo no se reconoció. Se encontró con una mujer inesperada. Una que tendría que conocer muy bien… ahora que iba a empezar de nuevo.

 

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