La primera vez Por Elisa Pérez

 

 

El silencio de la puerta fue lo último que escuchó antes de esconderse. Bajo la escalera, retorcido sobre sí mismo, la protección de la oscuridad le permitía estar sin ser visto, observar sin ser mirado.

Hacía dos semanas que había tomado una decisión. No era una decisión nueva, tampoco distinta a otras veces, pero en esta ocasión debía ser más joven, casi una niña.

Desde la ventana de su casa, tras el visillo adquirido en saldos de la mercería de Doña Pepita, contemplaba cada día la llegada de los niños. Podía sentir sus tiernas manitas separarse de las de sus padres; o notar la algarabía cuando dejaban el recinto para reencontrarse con ellos a la salida. Lo que más le gustaba era la hora del recreo, oía sus voces, gritos, chillidos o ruidos, desquiciantes muchas veces, que le sacaban de su ensimismamiento de observador pasivo, a la vez que le transportaban años atrás. Ese placer le despertaba cada poro de piel como si las figuras que miraba le estuvieran tocando, besando, escupiendo o lamiendo a la vez.

Las voces de su cabeza le recordaban diariamente:

 

  • Ven, Ramón, ven a jugar con nosotros –la orden innegociable de Enrique le dirigía sin querer hacia ese objeto cilíndrico llamado balón de reglamento.
  • Pero qué malo eres, tío, y encima casi te caes –una carcajada coral le sacaban del juego con más rapidez de la que había entrado.

Cientos de días de su infancia permaneció sentado sin golpear a esa odiosa pelota de cuero que Enrique trajo a la escuela el día de su cumpleaños. Su padre repartía periódicos. “Tiene posibilidades –sentenciaba su madre–, no como nosotros”. Pero a él eso le daba igual, no le gustaba jugar al futbol, tampoco le apasionaba correr como si se le hubiera perdido algo… ya entonces prefería hacer otras cosas.
Ahora desde su posición de espía se lamentaba por los tiempos pasados. Todo era distinto en el colegio. Sólo una cosa seguía fiel a su historia: la casa de Ramón que, elevada por encima del patio, podía divisar las andanzas y rutinas de ese colegio que un día también fue el suyo. Era un edificio con carencias, con tejados que dejaban pasar el viento y la lluvia, generosamente en algunos tramos, pero constituía el único y posible hogar de Ramón. No concebía otra vida alejada de ese habitáculo. Allí había nacido, allí había crecido con su madre viuda y allí ahora transcurría el resto de su vida. Él y la señora Benita eran los únicos supervivientes de esa corrala. Eso tampoco le importaba. Las habitaciones cada vez más pequeñas, la cocina invadida por legiones de seres inertes o la cama repleta de objetos sin sentido aparente, constituían los tesoros de Ramón.

Cada día repasaba desde su escondite la rutina del colegio. La hora del recreo era la mejor. Primero salían los más pequeños que se esparcían como hormigas por el patio en movimientos descontrolados; después los siguientes cursos, que buscaban rincones para lanzarse también pelotas o simplemente empujarse en un absurdo juego pueril. Por último los más mayores, que se observaban entre ellos cuchicheando o lanzándose miradas de complicidad. Las muchachas dulces, suaves, que se pavoneaban al paso de alguno de sus compañeros le permitían disfrutar de los mejores momentos de su rutina particular.

Los huesos comenzaban a dolerle en esa postura, la cremallera del pantalón se le clavaba en su cintura fofa, casi no podía respirar del asma que le asfixiaba desde pequeño. El inhalador le aliviaría pero quizás alguien le oyera moverse. Temía que se le escapara de las manos y echara a rodar, descubriéndole. El eco de la tarima expandiría el ruido con facilidad.

Se empinó un poco para notar si seguían los ruidos más allá de la puerta. Su oído agudizado como el de un gato por la constante situación de alerta en la que había convertido su vida, le anunciaba que alguien se aproximaba. Unos pasos pequeños pero rápidos se oían cada vez más cerca. Ojalá fuese la profesora de música, pensó por un minuto; la clase habría terminado por fin… Una figura pequeña vestida con el babi del colegio se adentraba por el gimnasio buscando algo perdido o encomendado.

Ramón se relajó admirando el pelo rizado, los ojos escondidos tras unas gafas de pasta y el cuerpo aún por explotar de esa niña desconocida y cercana a la vez. Se ensalivó la boca seca por la espera, como si fuera a hablar, mientras la figura se esforzaba con desgana en cumplir su misión. El gimnasio comenzó a estrecharse para él hasta conseguir que casi pudiera tocar a la criatura, que se mantenía ajena a la angustia y a la esperanza que había resurgido en ese desconocido.

Ramón no podía articular palabra. La saliva se había disipado en su boca creándole una sequedad rasposa.

  • ¡Aquí está! Jope, ¿por qué me toca siempre a mí? Se va a enterar Teresa cuando descubra lo que le he cogido… –la voz infantil sonó en el gimnasio dejando una estela de eco mientras se desvanecía.

La niña se quejaba sin saber que alguien más la escuchaba, la comprendía. Se levantó su babi en busca de algo. Del bolsillo de su pantalón de chándal extrajo un utensilio de metal plateado. Una mueca de satisfacción iluminó su carita nada inocente, mientras contemplaba unas preciosas tijeras con incrustaciones de piedra.

Ramón necesitaba estirarse. Su cuerpo comenzaba a entumecerse al mismo ritmo que su mente se adormecía mirando los gestos de la pequeña. El sol vespertino de la ventana cercana casi le ciega.

  • ¡Eh, eh, usted! ¿Qué hace ahí? –a su espalda no se había dado cuenta que alguien desde el otro extremo cuestionaba su presencia en el gimnasio.

Tenía que huir, había sido descubierto. El revuelo aumentaba. La niña tiró la pelota que había ido a buscar con un grito, para refugiarse en los brazos del profesor que dio la voz de alarma sobre ese extraño en el colegio. Ramón se crispó: él no era un extraño, podía identificar cada rincón, cada baldosa del recinto escolar. Era su colegio.

La gran agitación originada le provocó fatiga con la huida. Casi no conseguía alcanzar el ventanuco por el que había entrado. Decidió desistir antes de que le fallaran las fuerzas definitivamente. Se escondió tras un seto, confiado en que pasara el ajetreo y se olvidaran de él. Por un instante maldijo su mala suerte. Casi había tocado las tijeras plateadas, los rizos de la niña. Aún no quería regresar a su casa, sentía que debía terminar lo programado. Le gustaron esas tijeras, jamás tuvo unas parecidas. Rebuscó en su pantalón de franela desgastada: la bolsa de caramelos elegida para esta ocasión se había roto, el bolsillo le pesaba, la acidez de los sabores a naranja o limón se habían mezclado con su sudor. Mierda, ya no le gustarían… Vaciló si volver a casa a coger otro regalo, o quedarse… comenzaba a sentirse demasiado cansado.

El sol de un verano incipiente golpeaba con más fuerza. Se fijó en su sombra extendida frente a él con descaro, sobresaliendo del seto que le servía de cobijo improvisado. Oía de lejos los ruidos desencadenados con su encuentro. El juego del escondite comenzaba a agobiarle.

  • Hola señor… ¿me puedo esconder con usted? –un niño se puso en cuclillas a su lado–, a mí también me gusta esconderme… ¿me da un caramelo? –siguió fijándose en los envoltorios que el hombre había esparcido cerca.

La mano pegajosa de Ramón se acercó a la del pequeño, que con ojos vivos y expectantes extendió su manita derecha. Le puso la golosina escogida al azar en su palma, podría envolverla por completo… era de sabor a naranja…

  • No me gusta éste, ¿puede darme uno de fresa?

El silencio de Ramón fue acompañado de gestos con la cabeza en señal de asentimiento, rendido ante la inocencia y dulce voz de su acompañante. No le quedaban de fresa. La frustración del niño le hizo dudar. En casa tenía bolsas con muchos sabores más.

Cuando doblaron la esquina, el niño había decidido que mientras llegaban a la tienda de chuches, donde ese señor le iba a comprar un enorme chupachús de fresa, disfrutaría del de naranja. Había tenido mucha suerte. Odiaba el judo, el fútbol, los deportes… ¡qué suerte haber encontrado un escondite tan seguro y poder salir del colegio a comprar!

Al doblar la esquina de la calle, Ramón apenas oía ya las voces preguntando por el hombre que se había colado en el gimnasio sin saber por dónde. Estaba satisfecho, al final gran parte de su plan estaba saliendo bien. Le dolían las piernas, nunca había tenido que correr o saltar tanto, las veces anteriores todo había sido más fácil.

  • ¡Eh, eh!, por ahí no se va a la tienda de chuches… me voy al colegio… –la protesta del niño quedó vacía cuando notó que la mano fuerte y áspera del hombre le impedía dar la vuelta antes de adentrarse en un portal oscuro y viejo.

 

Entre las cajas, los muebles y los diferentes enseres que ocupaban la casa de Ramón, los sollozos del niño apenas se notaban. Los caramelos de fresa yacían a su lado… Era agradable tener a alguien más en casa, hacía demasiado tiempo que no disfrutaba de compañía: alguna prostituta, la entrometida señora Benita o el del contador de agua constituían sus únicas visitas ocasionales. Nunca había subido a sus conquistas infantiles, esta era la primera vez.

Asomado entre los gruesos barrotes, podía sentir el frío viento de la noche y en el horizonte notar los ecos de los gritos del recreo en el recinto escolar.

No conseguía dormir. Las imágenes de su mente le hacían imposible olvidar la voz de aquel niño, los golpes del balón de reglamento en la pared o el griterío de carreras sin sentido por el patio.

En el muro del pasillo de su casa aún deben permanecer pegados restos de sudor y azúcar de sus manos cuando le detuvieron, tratándole con dureza mientras los ojos del niño, de su amigo de recreo, seguían sin moverse, fríos, oscuros, vacíos.

Nadie debería morir sin haber experimentado antes la dulce sensación de dominio sobre un niño. Una mueca de satisfacción plena se dibujó en la cara de Ramón a la vez que contaba el tiempo que le restaba aún de permanecer en esa sombría celda.