Laura Por Paula Alfonso

 

 

– Aquí nadie nos hace caso, la de veces que lo hemos advertido.

– Y podemos dar gracias a Dios de que en ese momento no pasaba nadie por debajo, si no estaríamos ante una auténtica desgracia.

– Es que este ayuntamiento hace lo que le da la gana. La semana pasada, sin ir más lejos, tuve que ir a arreglar unos asuntos de mi Felipe y aproveché para avisarles de que rara era la mañana en que este trozo de acera no amanecía con cascotes y piedras desprendidas de la fachada; que hasta ahora no había pasado nada, pero que cualquier día lo íbamos a lamentar; que tenían que hacer algo de modo urgente…, pero su respuesta fue la de siempre, que no consiguen contactar con los nuevos propietarios y sin su autorización, no pueden hacer nada.

– Esto pasa por irse al otro mundo sin dejar las cosas arregladas y más cuando no hay hijos de por medio.

– Sí, es verdad, yo conozco casos en que tras pleitear durante años con otros parientes por una herencia, cuando al fin la consiguen, lo único que reciben son casas que a duras penas se mantienen en pie y solares arrasados por falta de cuidado. Eso mismo va a suceder aquí, ya lo veréis.

La conversación de aquellas mujeres, paradas en el centro de la plaza, llegaba hasta mí filtrándose por la madera agrietada de los ventanales y me servía de entretenimiento mientras hacía mi trabajo. Aunque sus críticas iban en contra de la corporación a la que pertenecía, había que admitir que tenían razón. En los últimos años el número de avisos que recibíamos de posibles derrumbes en casas como esta, grandes, señoriales, situadas en la mejor calle del pueblo había aumentado considerablemente. En todos ellos las circunstancias eran las mismas, inmuebles que, mientras en los tribunales se dilucidaba quién sería su nuevo propietario, padecían un período de abandono, de desatención que en caso de prolongarse podía ocasionarles graves daños. Daños que con bastante frecuencia colocaban al nuevo dueño en la difícil situación de tener que elegir entre renunciar a la propiedad por falta de fondos para la rehabilitación o dejarla morir lentamente.

  • Laura, conviene que salgamos de aquí cuanto antes, esto no me gusta.

La voz de Pedro, el secretario, me sobresaltó. Hablaba desde la puerta, sin atreverse a entrar y era comprensible, cada movimiento, cada paso que se daba en aquella habitación despertaba en el suelo el quejido doliente de la madera seca a punto de resquebrajarse, pero había que hacer el trabajo. Como arquitecta municipal debía tomar fotos que probaran lo que expondría en el informe: que las vigas eran ya visibles en buena parte de los techos, que las paredes presentaban profundas grietas, algunas de más de 3 centímetros, que el suelo era ya inexistente en determinadas zonas…, y como conclusión el fatal veredicto: “Se aconseja su demolición”.

Óleo de Francesco Mangialardi, nacido en Mileto, Anatolia, Turquía.

En su día debió ser una casa muy bonita, aun en aquella mañana con sus agrietadas paredes, sus visillos convertidos en lacios girones y sus escasos muebles semienterrados bajo capas y capas de polvo, mantenía su toque señorial. Miré a mi alrededor y pude imaginar con facilidad cómo sería aquel espacio en los días de su máximo esplendor. Se trataría de una habitación, elegante, distinguida, con su suelo de madera pulcramente encerado, en el centro una gran mesa ovalada sobre la que reposaría un jarrón con flores frescas o una figura de porcelana y en las esquinas conjuntos de sillones tapizados en terciopelo, complementados de mullidos cojines. Los cuadros de los antepasados mirando con orgullo hacia el frente disputarían el espacio de las paredes a los cuadros de paisaje, montería y alguna que otra naturaleza muerta y habría más, mucho más, tal vez escabeles para que descansaran los pies de la señora, lámparas con abalorios de colores o simplemente de cristal que con los rayos de sol desprenderían bellas irisaciones en todas las direcciones. Sin duda aquel espacio debió disfrutar de un tiempo en el que lució brillante, limpio, acogedor, imposible imaginar entonces que adoptaría la lamentable imagen que en aquellos momentos se abría ante mis ojos.

  • Laura, venga, vamos, déjalo ya, que no quiero ser mañana noticia en los telediarios “Dos empleados del ayuntamiento quedan sepultados bajo montañas de escombros mientras realizaban su trabajo”.

Esta vez su voz sonó más lejana, me hablaba desde el piso de abajo, pero tenía razón, había que irse.

  • Voy, solo me queda un momento, acabo enseguida.

Me volví para dirigirme a la puerta, pero algo llamó mi atención, estaba en un rincón, era una pequeña alacena con puertas de cristal que milagrosamente se mantenían enteros. Con mucho cuidado, midiendo muy bien dónde ponía los pies, me acerqué.

Los pomos eran finas bolas de porcelana blanca, las tomé y con precaución tiré de ellas hasta que las puertas se abrieron. El olor que recibí me gustó, era el típico de los sitios cerrados, mezcla de humedad y naftalina con un toque a rancio. Aquel espacio triangular embutido en la esquina era simplemente precioso, tenía cuatro vasares cubiertos de finos paños rematados con puntilla. Toqué uno de ellos y pude percibir la todavía prestancia del almidón, estaba segura que si tomaba aquella tela y la doblaba oiría su crujir igual que una hoja seca y acabaría deshaciéndose como el polvo entre mis dedos. En el interior quedaban los restos de un pillaje apresurado o que no habían sabido despertar interés, tazas, vasos, algunos caídos, otros rotos. Tomé una de aquellas tazas, soplé el polvo acumulado en su interior y la examiné al trasluz, no, no se trataba de porcelana fina, pero su diseño era muy interesante. Dejé la pieza en su sitio antes de que los demás elementos me recriminaran su ausencia y desvié mi atención hacia la azulejería. Era realmente especial, costaría hoy una fortuna reproducirla, si es que se encontraba a un ceramista que supiera hacerla igual. Se habían elegido motivos distintos para los cuatro niveles, pero la combinación de color era la misma: amarillo, azul y alguna pincelada de verde. Pasé la punta de mis dedos por aquella fina superficie y aunque encontré zonas con el esmalte ligeramente cuarteado, su grado de conservación podría calificarse de excelente.

Al llegar al último de los vasares, el más próximo al suelo, noté que dos de los azulejos, en concreto los del centro, se movían ligeramente; habrán perdido el cemento que los sellaba a la estructura, pensé, pero al fijarme más vi que no era así, sus bordes estaban expresamente cortados en bisel, luego difíciles para sujetarse a cualquier argamasa. Sin duda aquellas dos piezas estaban hechas a modo de trampantojo para disimular su verdadera utilidad. Recordé mis clases de arte en la facultad, cuando se nos decía que las casas señoriales solían contener espacios secretos, pequeños receptáculos, cuya existencia solo su propietario conocía y que normalmente se ubicaban en escritorios, camuflados tras una pared o bajo las tejas de alguna construcción secundaria, la dificultad estaba en localizar el mecanismo que los abría y animada por esa idea empecé a palpar cada centímetro de aquella alacena, por dentro, por fuera, los bordes, las juntas. Cuando el polvo en la yema de mis dedos estaba a punto de anular cualquier percepción, tropecé con una pequeña lengüeta muy bien disimulada entre las filigranas talladas en la madera de la puerta, la presioné y de inmediato, movilizados por un resorte, los dos azulejos se elevaron unos centímetros de su superficie.

Fue como si alguien que llevase mucho tiempo dormido de pronto abriese los ojos. Con verdadera ansiedad introduje las manos por la abertura y enseguida tropecé con un rugoso paño, lo palpé, en realidad era la cobertura, el elemento protector de algo más valioso que se sentía debajo, algo que su propietario quiso salvaguardar de miradas ajenas y del deterioro del tiempo. Cuando conseguí tener el objeto bien sujeto tiré de él y sin apenas dificultad lo saqué a la superficie. Con él en mis manos, con la misma veneración que muestra el sacerdote cuando sostiene el Cáliz, me dirigí a un pequeño aparador, lo deposité encima y con extremo cuidado comencé a retirar el paño, con mis abundantes movimientos partículas de polvo debieron sentirse liberadas y saltaron a mi alrededor para depositarse en otras superficies. Deshice el último doblez de la tela, la retiré del todo y ante mis ojos apareció un voluminoso libro forrado en pergamino. Levanté su tapa y en su primer folio con una grafía antigua pero clara y precisa, escrita con plumilla, podía leerse – Daniela.

  • Esta vez os aseguro que la liga es nuestra, ya lo veréis.

La voz de Pedro charlando animadamente en la plaza con dos vecinos me obligó a tomar conciencia de la realidad.

Cerré de nuevo la tapa, volví a cubrir el volumen con su paño protector y con máximo cuidado lo guardé en el lateral de mi cartera, entonces sí, abandoné aquella habitación, bajé las escaleras y salí al exterior para reunirme con mi compañero.

  • Ya podemos irnos, le dije.

Se despidió de sus contertulios y comenzamos a caminar. Antes de girar por una de las calles y dejar atrás la plaza quise volverme para mirar una vez más aquella casa y lo que vi me obligó a detenerme. Parecía más ajada, más deteriorada, incluso más pequeña que antes, incluso que aquella misma mañana cuando forzamos sus puertas y entramos en su interior. Era como si hubiera comenzado a replegarse sobre sus propios cimientos, como si se estuviera preparando para morir.

Al día siguiente, cuando ni siquiera había acabado de redactar el informe, un fuerte estruendo nos sobresaltó a todos, la casa de los Franceses, así se la conoció siempre, se había desplomado. Cuando fuimos a verla no quedaba en pie ni un solo paño de lo que fueron sus paredes, todo era un amasijo amalgamado y horizontal que podía retirarse.

Pasé largo rato observando aquellas ruinas en silencio y tuve la convicción de que la casa se había inmolado por su propia voluntad, antes de que nadie lo ordenase, antes de que una máquina excavadora osara alterar la estructura de su fachada, antes incluso de que viniera otro propietario a poseerla y decidiera por ella, conocedora de que su tiempo había tocado a su fin, y puesto a salvo su legado tras depositarlo en mis manos, decidió morir y convertirse en polvo.

Descansa en paz.