La chica de la roca Por Ana Riera

 

 full-playa-negra-surfLas olas rompían con un estrépito cristalino sobre la arena blanca casi desierta. Se trataba de una playa que quedaba algo apartada del bullicio, porque a  Diego le gustaba aventurarse por los rincones más escondidos. Quería conocer a los verdaderos lugareños de aquel lugar tan hermoso y, sobre todo, a las lugareñas. Quizás por eso se fijó casi de inmediato en la esbelta chica de piel tostada y cabellos rojizos que contemplaba el mar sentada sobre una roca.

—¿Qué hace una chica tan guapa como tú tan solita en un sitio como éste?

—¿Cómo dices?

—¿Qué qué hace una chica tan guapa como tú tan solita en un sitio como éste?

—Vaya, pues había oído bien. No puedo creer que todavía quede alguien tan original. ¿Quieres rematarlo con un “estudias o trabajas”?

—Puede que suene a cliché, pero es que realmente me sorprende verte sola aquí, destacando sobre este fondo paradisíaco.

La chica, que hasta ese instante había permanecido con los ojos cerrados, los abrió y  giró ligeramente el cuerpo para poder contemplarlo.

—Así que según tú el mero hecho de parecerte “guapa” justifica tu actitud.

—Pues sí.

—No tengo palabras.

—¿Acaso no te parece bien que me sienta atraído por ti?

La chica entrecerró un poco los ojos, como si sopesara sus palabras. Luego volvió a su posición anterior y añadió:

—A lo mejor te estás equivocando. ¿No te han dicho nunca que las cosas casi nunca son lo que parecen?

—Bueno, lo cierto es que me encanta que me sorprendan.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto. Dime, ¿tan poca cosa te parezco que ya te has cansado de mirarme?

—Me pareces una presa demasiado fácil.

—¿Una presa demasiado fácil?

—Eso he dicho. Pero no te lo tomes como algo personal, machote.

Diego sonrió y no pudo evitar fijar la mirada en su pronunciado escote.

—Me gusta cómo suena esa palabra en tus labios.

—Estás un poco enfermo, ¿sabes?

—Quizás, pero eso no hace que disminuya ni un ápice mi interés por ti.

Aprovechando que la chica había vuelto a cerrar los ojos para que el sol bañara su cara, Diego se entretuvo contemplándola. De su falda minúscula surgían unas piernas increíblemente esbeltas y sus sandalias de dedo dejaban al descubierto unos pies perfectos.

—Y dime, ¿a qué te dedicas?

—No lo adivinarías ni en un millón de años.

—Ponme a prueba.

—¿Por qué?

—Porque has conseguido despertar mi curiosidad.

Una leve sonrisa se dibujó en la cara de la chica, que sin embrago permaneció en silencio.

—Si me lo dices te invito a una copa.

—No estoy tan desesperada.

—No vas a amedrentarme ¿Te importa si me siento?

—La playa no es de mi propiedad.

Diego se sentó junto a ella en la roca, lo suficientemente cerca como para poder aspirar su perfume cuando el aire soplara en su dirección.

—Sería perfecto que fueras guía turística. Así podrías enseñarme la isla.

—Pero no es así. ¡No sabes cuánto lo siento!

—Lo sé.

La chica ladeó ligeramente la cabeza y abrió una vez más los ojos.

—¿No eres consciente de que estás jugando con fuego, verdad?

—Me pareces muy sensual, con ese pelo tan rojo, y esos labios tan voluptuosos. Pero tanto como con fuego…

—Está bien, lo has conseguido. Premio para el caballero.

—¡Fantástico! Me llamo Diego. ¿Y tú?

—Prefiero guardar el anonimato. Resulta más… excitante.

—Al menos me darás alguna pista sobre a qué te dedicas. Yo creo que me lo he ganado.

—Deberías haber escuchado a tu madre cuando te dijo que no debías hablar con desconocidos.

—Pues dime a qué te dedicas y dejaremos de ser extraños.

La chica cogió un coletero que llevaba alrededor de la muñeca y se cogió el pelo con una cola de caballo que hizo resaltar todavía más sus pómulos prominentes.

—Verás, soy distribuidora de pastelitos.

—¿Distribuidora de pastelitos?

—Ya te he dicho que no lo adivinarías ni en un millón de años. Son unos pastelitos que quitan literalmente el sentido.

—Se me hace la boca agua. ¿No tendrás por casualidad alguno de esos pastelitos a mano?

—Siempre llevo una caja encima. Nunca sabe una cuando puede necesitarlos.

—Que chica tan previsora. Me encanta. ¿Y podría dar un mordisquito a uno de esos pastelitos?

—Claro. Me debo a mis clientes

La chica rebuscó sin prisas dentro de su capazo y sacó una hermosa caja con un lazo dorado. La apoyó sobre su regazo y tiró de la cinta suavemente. Luego levantó la tapa sin dejar de mirar a Diego con sus enormes ojos felinos.

—Vaya, parecen tan apetitosos como tú.

—Has dado en el clavo. Somos tal para cual.

La chica extendió la mano para acercarle la caja. Él escogió el que estaba justo en el centro y le dio un suave y lento mordisco.

—Bueno, ahora que ya hemos intimado y me has dado de comer supongo que me dirás cómo te llamas.

—Sería una pérdida de tiempo.82d

—¿Por qué?

—Por el maleficio.

—¿Qué maleficio?

—El que hará que cuando despiertes no recuerdes nada de todo esto. Ni que me has conocido, ni qué haces subido a esta roca ni qué has hecho con todo tu dinero y tus tarjetas de crédito. Te avisé. Te dije que las cosas casi nunca son lo que parecen y que estabas jugando con fuego. Y el que avisa no es traidor, es avisador. Ha sido un placer conocerte.

 

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