Oscuro traqueteo Por Elisa Pérez

 

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El traqueteo del tren taladraba los oídos de Gema. Las imágenes se sucedían con tanta velocidad que ninguno de sus sentidos conseguía retenerlas más de una décima de segundo.

En el coche cama, Antonio se había situado sobre la litera más alta dispuesto a dormir. Para él era muy fácil. Se acurrucaba en cualquier sitio, conseguía la postura y empezaba a roncar. Asombrosa facilidad que sorprendía a su mujer. Ella, por el contrario, cada noche tenía que seguir un protocolo que casi nunca lograba. Y en estos momentos menos aún.

 Intentó darse la vuelta en el espacio de un metro por uno setenta que formaba el habitáculo en el que debía pasar la noche. Una, dos, tres vueltas inútiles; decidió salir del compartimento y dar un paseo. La oscuridad se había apoderado de los campos, de los parajes por los que el tren avanzaba con decisión. En el cielo una luna resplandeciente apenas dejaba ver la presencia de estrellas. En otro momento hubiera estado encantada ante ese paisaje, de ese viaje, de tener la oportunidad de volver a su tierra. Ahora la situación era distinta. Ajena, extraña, diferente…

 —Gema, Gema, ¿estás bien?

—Sí, no chilles, la gente duerme. No te preocupes, estoy bien.

 Desde lo sucedido, Antonio la seguía a todas partes, estaba pendiente de cualquier movimiento o ausencia que hiciera su esposa, a la que estaba unido con verdadera devoción.

 La mujer apoyó la cara en la ventana intentando buscar al otro lado algo que le transmitiera calma. En cierto modo, el traqueteo la relajaba, le daba una monotonía confortable. Aquella que había perdido tres meses atrás. Su rostro se reflejaba en el cristal, los ojos se dibujaban cansados, surcados por una gran mancha oscura que había surgido para quedarse con ella desde hacía poco tiempo. La chispeante sonrisa de Gema, famosa en su familia, sus compañeros y sus alumnos se había borrado casi por completo. Podía ver sus ojos, su imagen. Ojalá hubiera sido ciega, ojalá no hubiera estado en el momento justo en el lugar inadecuado, se repetía como si al hacerlo ahuyentara la realidad de su lado.

 —Duerme un poco, Gema…

No podía, no quería, sólo esperaba que todo pasara pronto, que la noche se disolviera cuanto antes en la mañana.

Miró a su alrededor, podía divisar al fondo los puntos luminosos de las supuestas casas con gente que aprovecharía el silencio de la noche para dormir, descansar, gemir o, tal vez, llorar, como ella desde hacía tres meses, a solas, oculta tras el ronquido grave de Antonio. Sintió envidia.

Echó un vistazo hacia el fondo. En el pasillo estrecho apenas se notaba movimiento. Ahora resultaba fácil pensar que el exceso de confianza había sido el inductor, ¡como si eso se pudiera saber! Mil veces se lo había reprochado durante las últimas semanas. Divisó una línea de montañas oscuras, un paisaje recurrente, contemplado mil veces cuando regresaba de la ciudad a su pueblo en vacaciones o con las tragedias familiares. Pero nunca le había parecido tan seco, tan brusco… como ahora.

El tiempo corría en su contra. Nunca tuvo prisa por conseguir las cosas. La enseñanza fue su vocación; educar en un buen colegio como profesora, su mayor logro. Nada presagiaba un futuro alejado de todo eso.

El frío de la noche atravesaba el cristal y llegaba a las manos de Gema que sujetaba la ventanilla deseando abrirla, y escapar cual preso condenado a muerte. Sentía que las estrellas la guiaban en el traqueteo constante del tren, mientras rememoraba una vez más todo aquello. “Aprende a racionalizar los recuerdos”, le decía la psicóloga; pero la perseguían sin tregua.

Le pareció oír de nuevo aquel ruido procedente de la sala de profesores, en el momento en que regresaba a su aula para coger el libro olvidado. La sensación de que podría haber alguien más, no la inquietó. No sintió miedo. Un miedo que la habría salvado de la angustia vivida. ¡Justificación sin sentido tres meses después! Con firmeza salió de su aula sin hablar. Se encaminó hacia el rayo de luz tenue, con paso firme esperando que alguno de sus compañeros estuviera terminando algo de última hora. Una voz conocida hizo que se detuviera en el pasillo. El profesor de filosofía hablaba con alguien. Otra voz masculina más grave emitía una serie de reproches y frases con indignación y furia. El resto de la escena la tuvo que describir una y mil veces en su declaración a la policía. Y cada vez que se escuchaba le parecía más irreal.

Fue todo muy rápido, demasiado. Un golpe seco siguió a otro más. Después silencio. Notó que un gemido agónico se iba apagando. No se atrevió a entrar, se sintió paralizada. Con ímpetu comprimido se escondió mientras al otro lado de la ventana del pasillo se desarrollaba la escena. Se asomó lentamente. Unas pisadas fuertes se movían en la sala contigua a escasos centímetros de ella, buscando algo. El terror iba apoderándose de su cuerpo a la vez que sentía el peligro pulverizando todo el ambiente.

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En la noche, asomada a la ventanilla, le parecía divisar la sombra de alguien vagando por el campo. Se estremeció. Así era su estado ahora, culpa unida a terror; dolor seguido de reproche.

Entonces sólo vio a un hombre que salía de la sala con unos papeles en las manos. Lo reconoció enseguida. Su rostro frío, sus ojos claros, su cuerpo abrupto, no inducían a error. Podía ver el lunar en el lado derecho de su cara y sus enormes manos manchadas de tinta negra.

Regresó al camarote donde Antonio había logrado conciliar el sueño. Le contempló por un segundo, pidiéndole perdón con la mirada, por esa huida, por esa tormenta en sus vidas que les obligaba a cambiar completamente su futuro.

Gema y su absurdo sentido del deber. La atrapaba cuando pensaba que debería haber hecho algo por salvar a su compañero y la aplastaba ahora cuando la exigía seguir en ese farragoso camino judicial que la calificaba de testigo principal de un crimen.

El movimiento del tren en una curva la hizo tambalearse. Se apoyó sobre el cerco de la puerta corredera del compartimento que permanecía abierta. Detrás notó unos pasos sigilosos y confiados. La ronda de un policía  aparentemente tranquilo. “Él conoce bien su trabajo”, les había dicho el Inspector y el Fiscal. Ya no le sorprendía su presencia; no percibirla era su mayor temor.

De pronto, un grito mudo surgió de la garganta de Gema sin tener tiempo a reprimirlo; había sido demasiada la contención. Pensó que iba a morir como su compañero. Cerró los ojos y esperó. Un segundo que le pareció un año, fueron suficientes para confirmar que estaba sola. El silencio era absoluto. Agarrotada, le costó enderezarse. Entró en la sala de profesores. Jamás antes había visto un cuerpo destrozado de esa forma. En ese instante sintió por segunda vez en poco tiempo que había llegado su final.

tren-nocturno-budapest-munich_86395Las imágenes se sucedían deprisa, inconexas. Las pesadillas se apoderaban de ella desde hacía tres meses. El cuerpo ensangrentado se mezclaba con el del asesino, arrestado tras su declaración; y en el fondo, el de ella, roto para siempre por el miedo y el deber.

El tren continuaba su vaivén ajeno a la zozobra de la mujer, vibrante sobre sus raíles de metal, deseoso de llegar al final del viaje. El final del suyo no estaba claro, quizás tras la ventanilla de ese vagón alguien dictaminaría que todo había sido un sueño, un negro y nefasto sueño.

 El traqueteo del tren seguía taladrando los oídos de Gema.

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