Cumpleaños feliz Por Elisa Pérez

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Enroscado sobre sí mismo, Diego contemplaba el cielo que se divisaba a través de la luna del techo en el vehiculo que compartía. Las nubes avanzaban muy rápidas, arrastradas por el viento reinante.

Cerca de él, la chica del pelo rizado oscuro se había dormido con los cascos pegados a sus orejas. Nada más meterse en el coche, apenas dirigió una palabra de saludo al resto de pasajeros y se colocó los auriculares para evitar hablar con los demás.

Diego este año había tomado la decisión de ir, sentía la necesidad de hacerlo. Aunque hubiera rostros que no quisiera volver a ver, o presencias que no quisiera más sentir, por encima de todo no quería perderse la mayoría de edad de su hermana Luisa.

Recibió la llamada de su madre, la rutinaria y piadosa llamada de Asunción que le imploraba una vez más que volviera a casa, que al menos les visitara un poco, que lo hiciera por ella, que perdonara, que… Frases oídas, retumbando en los oídos de Diego durante los largos cinco años que hacía ya que había abandonado la casa familiar.

Al principio el remordimiento, la culpa, la pena, conseguían formar un cóctel perfecto hasta arrasarle y lograr su aniquilación como persona. Durante un tiempo retrasaba las llamadas y cuando se decidía, soltaba el auricular a punto de marcar, por miedo a que una voz severa y cruel le terminara de fusilar a seiscientos kilómetros de distancia.

Con el paso del tiempo, recompuso su mente y, sobre todo, su alma para que aquello no le golpeara tan directamente al hígado. Las llamadas se sucedían con cierta periodicidad y siempre las hacía en momentos señalados. Ahora llegaba uno de esos momentos importantes para la familia. En torno a una mesa larga se reunían al completo: tíos, abuelos, primos, algún amigo… Su hermanita cumplía dieciocho años.

El regalo lo había dejado en el maletero del coche. No era grande pero tuvo que buscar un hueco entre el equipaje de los otros cuatro pasajeros. Era la primera vez que usaba este sistema para desplazarse. La verdad es que viajaba poco, apenas se movía de su círculo habitual; y como no tenía vehículo propio, usaba el transporte público para sus escasos desplazamientos. Embelesado dentro del habitáculo metálico concluyó que resultaba agradable que le recogieran, le llevaran cómodamente sentado mirando el cielo, pensando o durmiendo, a un precio módico y asequible.

Con la imagen del cielo sobre él, empezó a notar que el sueño le vencía. No dormía bien, llevaba años sin hacerlo; apenas cuatro horas de un adormecimiento constituían el único sustento de sueño diario para Diego, que se mantenía alerta, temiendo siempre que algo le atacara. Este había sido otro proceso por cambiar, aún estaba en ello. Las pesadillas le perseguían en cuanto cerraba los ojos. Siempre era igual: corría, corría, corría para alcanzar algo que nunca llegaba a coger. Se despertaba azorado, sudoroso y cansado. Así una tras otra todas las noches de su vida. El cúmulo no se cerraba nunca, jamás conseguía alcanzar el risco desde el cual pudiera ver la claridad.

Cuando el vehículo rojo metalizado le dejó frente a la puerta de la enorme casa de sus padres, dudó durante un buen rato si debía seguir adelante o darse la vuelta. La escena de su marcha, con su madre llorando desde la puerta, unido al profundo dolor que él sentía y a la angustia de lo que encontraría en su decisión, le agarrotaban la mente ahora que debía enfrentarse de nuevo al mismo escenario.

 

En el jardín, sentado en el extremo izquierdo de la mesa, sintió que nada había cambiado. Se sentía como un infiltrado al que introducen en un círculo para averiguar o investigar algo ajeno a él por completo.

En la mesa dispuesta bajo el viejo olmo del abuelo, se desplegaba con orden el mantel de cuadros verdes que acogía en su seno los deliciosos y suculentos manjares de la tía Elvira, cocinera de profesión y estupenda anfitriona. Las arrugas más marcadas en sus abuelos, el enojo vital y constante de su tía Maruja, la algarabía de los más jóvenes, la invisibilidad del tío Juan o la apatía de la prima Manuela, le hicieron retroceder en el tiempo cinco años atrás.

Aún podía sentir y oler la escena vivida. En la cabecera de la mesa, su padre, con dos copas de más porque de lo contrario no se habría atrevido a decirlo, le miró gritando fuerte:

 

  • ¡¡¡Maricón, eres un jodido maricón!!!

 

Nada fue igual para Diego a partir de ese momento. Con veinte años nunca hubiera imaginado una reacción así de su padre que, de forma paulatina comenzó una campaña de caza y captura contra él. Conscientemente ajena, su madre le dejó desamparado, la oía llorar a solas pero nunca la escuchó defenderle.

Absorto, no había notado que su hermana Luisa se acercaba a él, mientras comía la carne asada, y le abrazaba con dulzura por detrás. Sus manos regordetas y sus dedos cortos le tocaban la cara, a la vez que su boca pequeña le decía un “te quiero” gangoso y nasal. La respondió feliz de sentirla cerca; se sentía paradójicamente protegido con su presencia. Las piernas cortas de su hermana se alejaron hasta ponerse de nuevo bajo un árbol en el que manipulaba las piezas del juego que el hermano mayor le había regalado. Su padre se acercó a ella y de un manotazo apartó la ficha que intentaba colocar. El abrazo de ambos lo notó Diego clavarse como una flecha dentro. No sabía si la sonrisa maliciosa de su padre era otra de sus pesadillas o era real.

Se dio la vuelta para conseguir envolverse de nuevo en la conversación con su primo Tomás que le intentaba convencer de que la resina que vendía era la mejor del mercado. Tomó la copa de vino del abuelo hasta dejarla vacía por completo.

Todos intentaron disfrutar de ese día. Del regreso de Diego, de su buen aspecto; pero evitaron preguntarle sobre otras cuestiones. Entre las tazas de café vacío, las copas con restos de vino y los platos sin apenas sobras, no tenía cabida su realidad. Experimentó en muchos momentos unas ganas enormes de huir, de escapar. Deseaba los brazos de Damián, los cálidos y reparadores brazos de aquel que le acogió sin preguntas, ni juicios. ¡Su amado y querido mecenas!

En el otro extremo de la mesa, el patriarca, su padre, bebía y fumaba constantemente, intentando no cruzar una mirada con aquel hijo, aberración de su naturaleza, que había decidido acostarse con hombres, en lugar de disfrutar de los pechos voluptuosos de las mujeres, oyó una vez Diego que decía a un amigo. Experimentó una gran sorpresa y auténtica indignación cuando le vio con su maleta de piel negra, parado en la puerta, entre los brazos de su mujer, Asunción, que apenas conseguía contener el llanto. Diego sabía que para su padre representaba debilidad y ultraje. En la lejanía eran palabras que sonaban un poco mejor, pero ahora en la distancia corta de apenas tres metros resultaban aún más duras de lo que recordaba.

En la sobremesa, decidió ayudar a las mujeres a recoger la mesa y todo lo demás, ante la mirada acusadora de su padre. El primo Tomás sujetó a su padre Juan cuando iba hacer lo mismo. “Los varones tenemos otras tareas” sostuvo con ironía y sonrisa cómplice del padre de Diego. Luisa corrió para tomar la mano de su hermano que con un montón de platos, hacía verdaderos esfuerzos por evitar tirarlos al suelo.

 

– ¿Y mi tarta? Quiero soplar las velas – la sonrisa bobalicona de su hermana, le conmovió. Pensó que realmente era la única persona encantadora en aquel círculo de hipocresía y machismo. Ella y su mundo veían sólo felicidad en todo lo que la rodeaba.

 

Mientras se aproximaba a la cocina tuvo tiempo de escuchar cómo sus tías interrogaban a su madre sobre si tardaría mucho en llegar el padre Enrique: “… se le nota raro, desde luego” (decía convencida la tía Maruja); en cuanto el padre Enrique hable con él se le irán todas esas ideas de la cabeza” corroboraba otra; “yo conozco un médico que ha curado a chicos como él” proseguía la tía Elvira; “debes obligarle a que se confiese…”

Al otro lado de la pared, mientras Luisa seguía a Diego para darle otro abrazo, éste depositaba los platos en el suelo del pasillo con el cuidado suficiente como para que nadie le oyera subir hacía la planta superior.

– Diego, Diego, baja. Vamos a soplar las velas…

 

 

El vehículo rojo metalizado emitió un bocinazo que resonó con estruendo dentro del silencio de la tarde. El resto de asientos aparecían vacíos. La chica del pelo rizado no estaba.

  • No sabía si ibas a regresar, como me dijiste que me llamarías para confirmarlo.descarga
  • Sí, regreso un poco antes, tengo cosas que hacer….- aún le quedaba una semana de vacaciones.
  • Me alegra saber que no voy a viajar solo, no me apetecía nada… ¿Qué tal te ha ido?
  • He estado en el cumpleaños de mi hermana…
  • Qué bien, tío. En mi casa no celebramos nunca los cumpleaños.
  • En mi casa tampoco.