Un viaje, una emoción, unos objetos, unas costumbres (19)

Por Abel Farré

Atrapado en la ciudad que me vio nacer, cada una de las cosas con las que me voy encontrando me parecen banales. Cada uno de los espacios y objetos que me rodean no despiertan ninguna emoción en mi interior. Quiero volver a sentirme como un niño para volver a oler, tocar y sentir cada una de las cosas que me encuentro, quiero volver a sentir que el viaje de la vida está en cada uno de los objetos que nos rodean.

Quiero conocer cada uno de aquellos objetos característicos de cada uno de los países que visito, quiero vivir con ellos, quiero ver qué emociones me despiertan…

Vosotros desde vuestras casas podréis viajar a un mundo en donde existen diferentes costumbres pero que en el fondo llora, sufre, se alegra,… por unos mismos hechos que están presentes en nuestro día a día.

Permitiros soñar desde casa, pues si vosotros queréis, cada uno de los días de vuestra vida puede ser muy especial.

 

 

Título

Bolivia: Relax en Coroico

Objeto

Altavoz Tiwanaku

Referencia del objeto con alguna sensación o sentimiento con el que me si sentí identificado en el momento de escribir la postal:

“A veces necesitamos hacer oídos sordos a quien nos vocea, a veces necesitamos DARNOS UN RESPIRO para CONOCERNOS A NOSOTROS MISMOS y así APRENDER A ESCUCHAR”

Escrito

Pues llega un momento en que a pesar de que parece que uno está de vacaciones, necesita tomarse unos días de respiro para descansar y permanecer fijo en un sitio sin la necesidad de estar descubriendo nuevos horizontes. Así que después de visitar los restos arqueológicos de Tiwanaku, allí donde según parece empezó toda la historia de lo que estaba viviendo estos últimos meses, me dirigí a Coroico.

Tras el paso de lindos valles cubiertos por neblina y rocosas montañas tapiadas de verde, llegué a ese pequeño pueblo desde donde se podía divisar la famosa carretera de la muerte; pero sin querer ni siquiera verme atraído por nada y tras mediar unas cuantas palabras con los transeúntes que se interesaban por mi procedencia, me dirigí hacia las montañas. Allí me esperaban bellas cabañas escondidas entre bosques selváticos que se permitían el descanso entre hamacas que yacían estratégicamente en cada uno de aquellos miradores; frente a mí pasaron esquinitas de chocolate, sabrosos cítricos de la zona, plátanos fritos y algún que otro baño en la swiming pool con Paceña en mano.

Asimismo las lluvias características de la zona en la que nos encontrábamos se aliaron conmigo y me permitieron burlar posibles escapadas, gracias a las cuales pude descubrir el arte del yoga junto a rostros familiares con los que me había tropezado en La Paz y con los que posiblemente, producto del esquivo, nunca me volvería a ver.

Pero finalmente, después de unos días de descanso no pude reprimir las ansias de conocer más de cerca Nor Yungas, pues días atrás, tras el paso por el Museo de la Coca, había leído sobre dicha provincia y una  de las cosas que me atrajo más fue la existencia de la comunidad afroboliviana. Así pues, curiosamente en tiempos de colonización los españoles, al ver que los esclavos que habían mandado a las minas de Potosí tenían graves problemas para soportar la altura, fueron enviados a dicha zona para cultivar coca o para servir a patrones. Sí, curiosamente, esa hoja de coca que en sus principios fue satanizada por el catolicismo y luego santificada por los propietarios de las minas y haciendas; pues la misma les permitía explotar horas y horas a esa pobre gente que subsistía sin alimento alguno y que tan sólo se veía acompañada del olor de esa húmeda hoja de coca que yacía a sus pies.

Con el paso del tiempo se dieron cuenta que la divinización de la hostia se veía ensombrecida por la Damacoca, pues esta era el nexo divino; en aquellas tierras era el mediador con Dios y con los demás. Tal y como decía la leyenda, cuando uno tenía dolor en el corazón, hambre en su carne y oscuridad en su mente, deberían llevárselas a su boca, pues con ello obtendrían amor para su dolor, alimento para su cuerpo y luz para su mente. Esa coca que solo se volvería en contra cuando fuese tomada por el hombre blanco colonizador, el mismo que ahora en el siglo XXI compra toneladas de la misma para dar sabor a esa bebida de color oscuro que en navidad aparece tras un oso blanco.

Pero sin querer capitalizar el discurso os diré que un buen día cambié la swiming pool por las cascadas naturales, allí donde un agua congelada acabaría relajando mis pensamientos, al mismo momento que quebrantaría mis huesos de dolor, los cuales acabaría calentando tras subir esa escalinata de raíces que me harían llegar hasta el cerro Uchumani. Allí arriba ya no me cuestionaría nada más, pues era momento de seguir disfrutando del viaje…