La chica Por Ana Riera

 

 

A Pablo no le gustaba demasiado conducir. Le parecía una tarea más bien banal y tediosa. Se había acabado sacando el carnet empujado por la insistencia de su padre. O tal vez sería más correcto hablar de “chantaje”. Porque la verdad es que amenazó con retirarle la paga y dejar de costearle los estudios si no lo hacía. Al progenitor, la broma acabó costándole un dineral, ya que el chaval necesitó la friolera de cinco intentos para aprobar el teórico y once para el práctico. De hecho, en el círculo familiar quedó la broma de que se lo habían acabado regalando para poder perderlo de vista.

Tampoco le agradaban mucho los espacios pequeños y cerrados. Sentía que lo encorsetaban, que lo limitaban. Prefería con mucho los espacios abiertos, las actividades al aire libre. Desde pequeño se había distinguido por su carácter aventurero e imaginativo. Siempre estaba inventando historias o maquinando ideas de lo más peregrinas.

Y sin embargo, a pesar de lo uno y de lo otro, decidió trabajar de taxista. Cierto es que se dio la circunstancia de que un tío por parte de madre decidió jubilarse y andaba buscando alguien que le comprara la licencia del taxi. Pero a ningún miembro de su familia, ni tampoco a ninguno de sus amigos más íntimos, se le había pasado por la cabeza que fuera precisamente Pablo el que se la acabara comprando.

Estrictamente hablando, no necesitaba el trabajo. Le quedaba menos de un año para finalizar sus estudios y sus padres gozaban de una posición lo suficientemente holgada como para poder mantenerlo. No obstante, una mañana se levantó, se fue hasta el barrio donde vivía su tío, compró unos churros y subió a su piso:

–Buenos días, tío, te invito a desayunar. Anda, tía, prepáranos un chocolatito bien calentito, de esos tan ricos que tú haces.

–Vaya, ¿y se puede saber a qué debo este honor?—le preguntó su tío sin levantar la vista del periódico.

–Es que necesitaba hablar contigo de un asunto importante. Ya sabes, de hombre a hombre.

–Pues tú dirás—le invitó, mientras dejaba la lectura a un lado y se ataba la servilleta alrededor del cuello para no mancharse.

–Verás, tío. Que andaba yo pensando en dedicarme al negocio del taxi. Y como sé que tú vendes la licencia…

–¿Tú? ¿De taxista?

–Pues sí.

–¿Pero te lo has pensado bien, muchacho?

–Que sí. Que quiero empezar a ganarme la vida y me da que esto me va a gustar.

Le llevó dos tazas de chocolate y la docena entera de churros convencerle, pero al final lo logró. Cuando quería algo, podía ser muy testarudo.

 

De eso hacía ya siete meses. Hasta los más reacios habían acabado por aceptar que no se le daba mal del todo. Por su parte, Pablo estaba encantado. Como había intuido, aquel trabajo le parecía fascinante. Porque a pesar de que le obligaba a estar sentado delante de un volante durante horas y de que el habitáculo era pequeño, le ofrecía infinitas posibilidades. Cada cliente era una aventura por descubrir, cada carrera una oportunidad para conocer a alguien interesante. Cuando se levantaba por la mañana no tenía ni idea de lo que le depararía el día. ¿Se subiría al taxi algún individuo con pinta de mafioso y con un maletín de piel de lo más sospechoso? ¿O tal vez una chica joven de ojos lánguidos y piel traslúcida? ¿O quizás un ama de casa con un secreto impronunciable? La mera anticipación de todo lo que le quedaba por vivir durante la jornada laboral le hacía saltar de la cama sin hacer pereza, cuando todavía reinaba la oscuridad en las calles, y meterse en la ducha más alegre que unas castañuelas. Desayunaba bien, para poder aguantar sin sobresaltos hasta el mediodía, y luego se acercaba con paso raudo hasta el garaje donde le esperaba el taxi, su taxi. Ya sentado en el sitio del conductor, se deleitaba unos minutos aspirando el olor característico que desprendía la piel sintética de los asientos, revisaba los retrovisores, sobre todo el que le permitía espiar a los usuarios, colocaba el portamonedas en su sitio, sintonizaba su emisora de radio favorita y abría la agenda por la página que tocaba. Después, ponía en marcha el motor y salía a las calles de su ciudad en busca de clientes.

 

Durante las primeras semanas, se conformó con escuchar lo que le contaban e imaginar luego lo que no le contaban. No obstante, con el tiempo había empezado a hacer preguntas y anotar todo aquello que le parecía resaltable aprovechando una parada obligada en el semáforo o en cuanto el cliente se apeaba. Luego, ya en casa, repasaba sus anotaciones e incluso añadía comentarios. Pero su ansia por saber, por poder completar las historias fragmentadas que le llegaban, era cada vez mayor. De hecho, hacía tan solo unos días, había incorporado su última adquisición. Llevaba el móvil sujeto al salpicadero con un soporte. Aparentemente, era para poder usarlo como GPS o con el manos libres. Muchos taxistas lo usaban, así que no resultaba nada sospechoso. Pero Pablo, que era un fan de la tecnología, se había comprado un mando disparador por control remoto que le permitía hacer fotografías sin ser detectado. Pudiera parecer que su afición tenía algo de enfermizo, pero en realidad no pasaba de ser un pasatiempo inofensivo, ya que los usuarios eran siempre distintos y los últimos acababan borrando la estela de los anteriores, que se convertían en una mancha borrosa perdida en su memoria. Hasta que ocurrió lo de la chica.

 

Ya era la tercera vez que se montaba en su taxi en menos de dos semanas. La primera vez, Pablo se había quedado prendado de sus profundos ojos azules. Parecían tremendamente fríos un instante y al siguiente absolutamente frágiles. Eso le había tenido cautivado un buen rato. De hecho, no sintió la necesidad de entablar una conversación. Le bastaba con intentar resolver aquel desconcertante dilema. Por eso, cuando su voz cristalina, casi transparente, inundó de golpe el vehículo, le cogió desprevenido. Estaba tan ensimismado que fue incapaz de comprender las palabras. Tan solo captó el sonido:

–Perdón, estaba distraído. ¿Le importaría repetir lo que acaba de decir?

–Si no le importa me bajaré en el próximo semáforo. Me estoy ahogando, necesito sentir el aire en la cara.

Pablo paró en doble fila, antes incluso de alcanzar el semáforo.

–¿Está bien? ¿Necesita algo?

–No, estaré bien—dijo ella apeándose–. Sólo necesito un poco de aire fresco. Sé que lo entiendes.

Pablo seguía parado en doble fila mucho después de que la chica se hubiera apeado. Su última frase, ese “sé que lo entiendes”, lo había dejado completamente desconcertado. Lo curioso es que se había respondido a sí mismo, con total normalidad, que sí, que claro que lo entendía. Y de algún modo, así era. La había seguido con la mirada hasta perderla de vista. Pero la danza de su pelo rojizo y ensortijado se le había quedado grabado en la retina del ojo.  Cuando por fin arrancó de nuevo el vehículo, se dio cuenta de que no le había hecho ni una sola foto.

Una semana más tarde, mientras subía por la ancha avenida que recorría buena parte del centro, vio su mano extendida rogándole que parara. Reconoció su pelo y sus ojos de inmediato. Era la primera vez desde que trabajaba de taxista que repetía cliente. La chica se sentó, indicó la dirección a la que se dirigía con voz monótona y se puso a mirar por la ventanilla. Mientras la observaba por el retrovisor le pareció ver a alguien que lo llamaba desde la acera. No entendía a esa gente que intentaban detener los taxis cuando llevaban pasaje. Pablo echó otro vistazo al retrovisor. Tuvo la sensación de que no lo miraba para torturarle. Pasó revista a todo lo que había acontecido en su anterior encuentro, por si hubiera cometido alguna falta, alguna afrenta. Pero le pareció que se había comportado correctamente en todo momento. La postura de la chica le impedía observar aquellos ojos tan expresivos y enigmáticos. Durante un rato tuvo que conformarse con sus rizos. Los rayos de sol le arrancaban destellos de fuego. El semáforo se puso en ámbar obligándole a parar. Fue entonces cuando la chica movió la cabeza y le mostró su cara. Era el momento perfecto para hacerle una foto. Pablo cogió disimuladamente el mando a distancia con la mano derecha mientras con la izquierda se ocupaba del volante. Disparó dos veces. Al igual que la vez anterior, la pasajera fue incapaz de esperar hasta llegar a su destino.

–Si no le importa me bajaré en el próximo semáforo. Me estoy ahogando, necesito sentir el aire en la cara.

Pablo se revolvió incómodo en el asiento del conductor.

–Espero no haber hecho algo que la haya molestado….

–No, tranquilo—añadió alargándole un billete–. Sólo necesito un poco de aire fresco. Sé que lo entiendes.

 

A Pablo le costó seguir trabajando el resto de la mañana. Estaba deseando llegar a casa para poder disfrutar con tranquilidad de las fotografías que le había hecho. Habría podido echarles un vistazo allí mismo, en el taxi. Pero prefirió posponer el placer a la soledad de su habitación. Las descargaría en el ordenador para poder disfrutar de los detalles. Cuando por fin dieron las dos, se fue directo a casa y se encerró en su cuarto pretextando que no tenía hambre, que estaba cansado.

–Como quieras, hijo, pues ya merendarás.

Celoso de ese momento tan íntimo, echó las cortinas y se sentó frente a la mesa. El ordenador tardó una eternidad en encenderse. Cada día iba más lento. También le llevó más tiempo del que deseaba descargar las fotos de la jornada. Por fin un icono de la pantalla le indicó que la tarea estaba finalizada. Empezó a pasar las fotos apretando el ratón con dedos temblorosos. Una, dos, tres… la chica no aparecía por ningún lado. No era posible. Le había hecho dos fotos. Estaba completamente seguro. Volvió a comprobar todas las imágenes, de la primera a la última. Nada. No aparecía en ninguna.

Tras la decepción de las fotografías, tan solo podía pensar en volver a encontrársela con la mano extendida. La tecnología le había gastado una mala pasada. Con la emoción, habría pensado que apretaba el mando, pero no lo había hecho. O simplemente, había fallado el mecanismo. La cuestión era que no podía quitarse sus ojos y su cabellera de la cabeza. Mientras conducía por las calles de la ciudad no hacía otra cosa que buscarla, en cada esquina, en cada cruce, tras cada señal de tráfico. Los días se deslizaban con monotonía, como si fueran en blanco y negro, deslumbrados por el brillo y la intensidad de su pelo y su mirada. El resto de pasajeros habían dejado de interesarle. Hacía mucho que no anotaba nada nuevo en la agenda. Y entonces, una tarde lluviosa, la vio.

Le costó verla porque andaba parapetada bajo un enorme paraguas color turquesa. De hecho, fue su tonalidad, tan poco acorde con el día gris que se cernía sobre la ciudad, lo que atrajo su atención en un primer momento. Luego vio la frágil mano extendida, como pidiendo ayuda. Supo que era ella por el vuelco que le dio el corazón. Paró a su altura. Cerró el paraguas y se introdujo como si fuera una pequeña angula colándose entre las rocas. El habitáculo se impregnó de olor a tierra mojada.  Arrancó en seguida. A pocos metros un hombre le puso mala cara cuando no se detuvo. No le hizo caso. Ya tenía una ocupante.  La única que quería tener. Le preguntó adónde iba, aunque sabía por experiencia que no llegarían a su destino. Cogió el mando con fuerza. Tenía que conseguir una foto como fuera. Lo necesitaba. Debía captar su esencia para poderla mirar a cualquier hora, sin esperar a que el destino hiciera coincidir sus caminos. Disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Solo cuando hubo hecho el quinto disparo se relajó un poco. El sudor que impregnaba sus manos hacía brillar el mando. Esta vez estaba seguro de que había disparado correctamente. Había aprovechado un semáforo para poder concentrarse bien en lo que hacía, sin distracciones. Ya tenía lo que tanto ansiaba. Por eso no le importó oír sus previsibles palabras:

–Si no le importa me bajaré en el próximo semáforo. Me estoy ahogando, necesito sentir el aire en la cara.

Pablo asintió con la cabeza.

–Como le vaya bien.

–Muchas gracias. Sólo necesito un poco de aire fresco. Sé que lo entiendes.

–Por supuesto.

Detuvo el vehículo en el primer semáforo. Luego se giró ligeramente y le sonrió. La chica lo miró desconcertada y bajó del taxi. Esta vez Pablo no se quedó a mirar cómo se perdía entre la multitud. Estaba demasiado impaciente por llegar a casa. Ni siquiera esperó a que terminara su turno.  Por suerte su madre no estaba. Mucho mejor. No quería interferencias ni interrupciones. Se encerró en su dormitorio, encendió el portátil, dio la orden para descargar las fotografías. Sería rápido, porque solo la había fotografiado a ella. El ordenador, no obstante,  parecía no querer colaborar. Pasados unos segundos apareció un mensaje en la pantalla negra: “Este archivo no contiene ninguna foto. Sé que lo entiendes”.