Como dos gotas de agua Por Ana Riera

 

El día que nacieron Rosa y Lina, era una fría y desapacible mañana de diciembre, todos los que acudieron a verlas estuvieron de acuerdo en que eran como dos gotas de agua: la misma alborotada mata de pelo, los mismos ojos rasgados color gris metálico, idénticos mofletes sonrosados. Así pues, no es de extrañar que la mayoría de los comentarios de aquella feliz jornada giraran en torno precisamente a ese hecho:

Pero si son clavaditas, no hay quien las distinga, vais a tener que marcarlas de algún modo.

Incluso el médico que había atendido el parto pareció sorprenderse de lo mucho que se parecían y sintió la necesidad de justificarlo, como si fuera responsabilidad suya:

Como gemelas que son se han criado en la misma bolsa amniótica. Pero es que además, en este caso, han compartido incluso la placenta. Son lo que se llama gemelas monoamnióticas, vamos, que son genéticamente idénticas.

Su orgullosa madre pensó que dijeran lo que dijeran los demás, ella no tardaría en diferenciarlas. Estaba segura de que con el pasar de los días, y a medida que fuera conociéndolas, descubriría algún pequeño detalle que la ayudaría. El tono exacto del cabello, el labio ligeramente más fino o más grueso, la forma de cogerse al pecho… Pero el tiempo pasó y las dos niñas continuaron siendo completamente iguales, imposibles de diferenciar. Hasta el punto de que su suegra, una señora de carácter afable y práctico, se presentó un día para ver a sus nietas con un surtido de lacitos: la mitad rosados, para la nieta que se llamaba justamente Rosa, y la otra mitad blancos, para Lina:

Úsalos. De lo contrario acabarás haciéndote un lío y darás de mamar dos veces a la misma, y la otra se morirá de hambre.

La progenitora, no obstante, no tardó en prescindir de los lazos. Lo cierto era que no le hacían ninguna falta. Y no porque hubiera logrado captar algún matiz característico en su físico, sino por los rasgos que determinaban el carácter de cada una de las niñas. Rosa era tranquila y dócil. Si se despertaba y no podía atenderla, se quedaba tranquilamente en la cuna, sin quejarse, aguardando su turno. Lina, sin embargo, era mucho más inquieta y empezaba a lloriquear en cuanto abría los ojos, o incluso antes.

A pesar de tener personalidades tan dispares, no tardó en quedar claro que las dos niñas se llevaban estupendamente bien. En realidad, se complementaban. Lina se encargaba de maquinar y proponer, y Rosa la seguía encandilada sin cuestionar jamás sus locas ideas. Si se metían en algún lío, era Rosa la que daba la cara y conseguía calmar las aguas mientras Lina hacía como si no fuera con ella.

Cuando empezaron a ir a la escuela, cumplidos ya los seis, se dieron cuenta de las muchas ventajas que tenía el hecho de poder cambiarse la una por la otra. Así Lina, a la que se le daban muy bien los deportes en general y la gimnasia en particular, se hacía pasar por su hermana cuando tenían examen de educación física, mientras que Rosa, que era un portento con las matemáticas y la lengua, hacía lo propio cuando les tocaba examinarse de esas materias. Cierto es que tenían que hacer un esfuerzo: Lina por mostrarse especialmente tranquila y Rosa para estar especialmente sociable y dicharachera, pero la verdad es que jamás nadie llegó ni siquiera a sospechar que se suplantaban la una a la otra.

Por eso, años más tarde, a Lina le pareció algo de lo más natural mandar a su hermana a la fiesta que organizaba el chico que le gustaba. Esa mañana al despertar se había sentido indispuesta. El cuerpo le pesaba como si hubiese duplicado su peso y sentía un frío viscoso pegado a la piel. Cuando por fin logró abandonar la cama y arrastrarse hasta el baño, descubrió con pavor que todo su cuerpo estaba cubierto de unos horribles granos rojizos. El médico de la familia confirmó que se trataba de varicela y que debía guardar cama. No podía creer que le pasara eso justo ese día, con lo ilusionada que estaba con la fiesta y las ganas que tenía de ver a Roberto. Por eso le pidió a su gemela que ocupara su lugar y que intentara pasar todo el rato que pudiera con el chico. Rosa se resistió. No le gustaban especialmente las fiestas y le daba un corte horrible hablar con los chicos, pero el disgusto de su hermana era tan grande, y le daba tanta pena verla toda recubierta de pústulas, que finalmente accedió. Lina, encantada, escogió el vestido y los zapatos que debía ponerse, le sugirió el peinado e incluso la ayudó a maquillarse.

Era una agradable tarde de primavera. El aire, que olía a azahar y a nuevo, invitaba a dejarse ir. Cuando Rosa llegó, ya había un nutrido grupo de chicos y chicas disperso por el jardín. Pero ella apenas los vio. Porque desde el preciso instante en que puso el pie en el césped que cubría el suelo al otro lado de la verja, mientras Roberto la recibía con un cariñoso beso, quedó atrapada en el aroma de su colonia varonil y en sus ojos de mirada intensa y en sus palabras cristalinas: Me alegro mucho de que hayas decidido venir. Estás muy guapa. Pareces una actriz. Y ya no tuvo ojos para nadie más.

 

Esa noche regresó a casa con el corazón desbocado y un dulce sabor en los labios. Nunca se había sentido así, ni siquiera se había atrevido a pensar que pudiera llegar a sentirse de un modo parecido. Tenía ganas de gritar, y de dar vueltas y más vueltas a la luz de la luna. Pero al oír la voz de su hermana llamándola desde el dormitorio se le encogió de repente el estómago.

Tienes que contármelo todo, no puedes olvidarte de nada de lo que se supone que he hecho con él. De nada, ¿me oyes? ¡Espero que me hayas dejado bien! ¿Hemos hablado mucho? ¿Hemos bailado? ¿Se ha despedido de mí con un beso?

¡Se había olvidado por completo que no era ella la que había estado en la fiesta, si no Lina! A pesar de que sintió que algo se le rompía por dentro, a pesar de que intuía que no podría olvidarse de Roberto porque lo llevaba pegado a la piel y hasta a los huesos, se sentó en el borde de la cama y le contó con pelos y señales todo lo que había acontecido. Solo se guardó para ella las palabras de amor que Roberto le había susurrado al oído con su melosa voz masculina.

A partir de ese día, la relación entre ambas fue enfriándose poco a poco. Aparentemente todo seguía igual. Pasaban menos tiempo juntas, pero tanto sus padres como los amigos lo achacaban en un primer momento al noviazgo de Lina con Roberto, y luego a los múltiples preparativos de la boda, que se precipitó cuando al muchacho le ofrecieron un trabajo al otro lado del charco recién terminada la carrera. Ser la dama de honor de la flamante novia fue algo tan terriblemente doloroso para Rosa que sin duda no habría sobrevivido de no haber empezado a fraguar lo que ella misma dio en llamar “su plan secreto”. Si no hubiera sido por ese plan, no habría soportado ver a su hermana haciéndole carantoñas al hombre de su vida, ni ir a las pruebas del vestido que debería haber sido para ella, ni ponerse ese ridículo traje rosa chicle el día del fatal enlace. Pero tenía su plan y el consuelo de saber que en cuanto terminara la celebración su querida hermana desaparecería de su vista y se iría a vivir muy lejos.

 

Habían transcurrido siete meses desde la última vez que había visto a Roberto, de la mañana que había partido hacia su nueva vida lejos de ella. Por suerte tenía una foto suya escondida entre las páginas de su libro favorito. Se había apropiado de ella con disimulo el día que apareció el fotógrafo con todo el reportaje nupcial. La miraba siempre que se sentía desfallecer, o cuando dudaba del plan que debía devolverle la felicidad. En las últimas semanas, eso ocurría cada vez con más frecuencia. Quizás por eso ese domingo, mientras holgazaneaba bajo las sábanas con la foto pegada al pecho, se dijo que había llegado el momento de dar el paso, que ya estaba preparada.

Cuando les dijo a sus padres que le apetecería ir a visitar a Lina aprovechando que iba a ser su cumpleaños, para darle una sorpresa, a los dos les pareció una idea estupenda. Su padre se encargó de comprar el billete de avión y su madre le prometió que guardaría el secreto, que aunque le costara se mordería la lengua para que fuera de verdad una sorpresa. Aunque su vuelo salía temprano, sus padres insistieron en acompañarla. Rosa aceptó paciente, reservándose unas ganas inmensas de quedarse sola para concentrarse en su objetivo. Sintió un gran alivio cuando por fin llegaron a la puerta de control que solo podía cruzar ella y los dejó atrás, envueltos en una nube de adioses y recomendaciones.

Sentada en su asiento, junto a la minúscula ventanilla que le mostraba un mundo irreal entre nubes de algodón, repasó metódicamente su plan, una, dos, cien veces. Esperaría a que Roberto saliera para ir a trabajar y luego llamaría a la puerta, le pediría un café y aprovecharía el primer descuido para poner el veneno en la taza. Después la convencería para salir a dar una vuelta y le pediría que le enseñara el bonito bosque que había cerca, ese del que tanto alardeaba en sus cartas. Cuando el veneno hiciera efecto estarían las dos solas, lejos de miradas indiscretas. Luego solo tendría que ocultar el cuerpo y hacer desaparecer la maleta.

Le costó unos segundos comprender lo que le decía la agradable azafata:

Aquí le traigo la cena. ¿Desea beber algo?

Declinó el ofrecimiento. Estaba demasiado nerviosa para comer. Miró por la ventanilla. El sol se despedía tintando el cielo de fuego y en seguida la oscuridad se comió todas las nubes.

La cara de sorpresa de Lina hizo que se sintiera poderosa; su largo y apretado abrazo la incomodó. Se había imaginado que le tocaría recorrer toda la casa, habitación por habitación, escuchando las explicaciones de su hermana. Sin embargo, la llevó directamente a la amplia y luminosa cocina y la obligó a sentarse en la mesa de madera que había junto al gran ventanal que daba al jardín.

Acabo de preparar café. Seguro que aún no has desayunado. Ay, Rosa. Estoy tan contenta. Gracias, de verdad. Muchas gracias. Es el mejor regalo que podías hacerme.

Aprovechó mientras su hermana trajinaba en la despensa, donde había ido en busca de leche y unos bollos, para echarle el veneno en la taza. Lina no paraba de hablar, pero Rosa no era capaz de captar más que retazos de la conversación, fragmentos inconexos que no tenían ningún sentido para su cerebro. Sólo veía la cucharilla dando vueltas y más vueltas, la mano llevándose la taza a la boca, el líquido negro desapareciendo. En cuanto vació la taza le dijo que necesitaba estirar un poco las piernas después de tantas horas sentada en el avión, que le apetecía ver el bosque de las fotos. Mientras enfilaban el camino de tierra, su hermana se colgó de su brazo y la apretó contra su cuerpo:

No esperaba que vinieras, quiero decir, era lo que deseaba, pero no estaba segura de que fueras a hacerlo, y menos tan pronto.

Fueron las últimas palabras que salieron de su boca. Lina se detuvo en seco llevándose las manos a la tripa, la miró un instante asustada, dobló el cuerpo en un gesto forzado hacia delante, dio unos pasos indecisos y se desplomó. Rosa permaneció completamente inmóvil junto al cuerpo inerte un buen rato. Luego, de repente, se estremeció de arriba abajo. Fue como si despertara de un largo y pesado sueño. Se sentó sobre una roca cercana, sacó una cajetilla de tabaco que había comprado especialmente para la ocasión, y se fumó un cigarrillo sin prisas, disfrutando de cada calada, dejándose acariciar por los agrestes sonidos del bosque. Lo había hecho, por fin tendría lo que se merecía. Se quitó la ropa y se puso la de su hermana, y a ella la vistió con la suya. Después arrastró el cuerpo hasta una cueva que había visto allí cerca y tapó la entrada con piedras, troncos y hojarasca.

 

Al meter la llave en la cerradura de la que desde ese instante iba a ser su casa, la emoción se apoderó de todo su ser. ¡Había soñado tantas veces ese momento! Lo primero que hizo fue deshacerse de su maleta. Luego, ya más tranquila, se paseó despacio por todas y cada una de las habitaciones, curioseó en los cajones y armarios, se tumbó en la cama que iba a compartir con Roberto. Se sentía pletórica. Decidió preparar una deliciosa cena romántica para celebrarlo. Cuando lo tuvo todo listo se dio una ducha y se puso un hermoso vestido rojo que había llamado su atención. Se acicaló con esmero. Tenía que estar perfecta. Estaba poniendo unas velas en la mesa cuando llamaron a la puerta. Era el cartero:

Se ve que con las prisas se le olvidó poner el sello en la carta y la han devuelto al remitente. Tendrá que volver a enviarla. Espero que no fuera urgente. Buenas tardes, señorita.

Había pasado la primera prueba. El cartero se había ido convencido de que ella era la señora de la casa. Perfecto. Miró distraídamente la carta. Se sorprendió al ver que iba justamente dirigida a ella. Por un momento pensó en destruirla. Ahora era Lina, nunca podría volver a ser Rosa. Pero le pudo la curiosidad. Así que se sentó en la mesa de la cocina, en la misma silla que había ocupado esa mañana al llegar, y la abrió:

“Hola Rosa, ¿cómo estás?

Me ha costado mucho escribir esta misiva, y si te parece una locura lo entenderé y haremos ver que nunca ha existido. Le he dado muchas vueltas, muchas, pero no se me ocurre otra solución. Me he dado cuenta de que no amo a Roberto, de que nunca seré feliz a su lado. Me equivoqué. Pero no sé si podría soportar el disgusto que le daría a él y a papá y a mamá. Sé que a ti siempre te ha gustado. Por eso me atrevo a pedirte si estarías dispuesta a intercambiarte conmigo, a convertirte en Lina y dejar que yo fuera Rosa y recuperara así mi libertad. Soy consciente de que no tengo derecho a pedirte algo así, pero si tú quisieras… En fin, lo dejo en tus manos. Aceptaré lo que decidas, sea lo que sea.

Tu hermana que te quiere infinito,

Lina”.