Paula acabó convenciéndome Por Paula Alfonso

 fantasmas

Paula acabó convenciéndome, con ella es inútil resistirse, resulta tan convincente que consigue que veas como necesario lo que en principio consideraste uno más de sus caprichos.

 El caso es que allí estaba, dispuesto a conocer a un grupo de lo más variopinto, que se reunía una vez por semana para compartir sus experiencias literarias desde el lado del escritor.

 Cuando dijo “Ya hemos llegado” quedé sorprendido, no imaginaba que el punto de encuentro fuera un bar repleto de clientes, de ruido, poca luz y olor a grasa… Quise expresarle mi extrañeza, puede que con la oscura intención de ganar tiempo antes del incómodo momento del encuentro, las presentaciones, pero Paula se me había escapado y ya en el interior saludaba a sus compañeros mientras me hacía gestos de insistencia para que me aproximase.

 Obediente, la seguí, bajé los dos peldaños que había a la entrada y fue entonces cuando lo percibí por primera vez, era una presión extraña, como si alguien desde la calle tratara de retenerme e impedir que accediera al local. La sensación fue tan fuerte que incluso me giré para comprobar qué pasaba, pero detrás de mí no había nadie, era yo el único que en aquel momento cruzaba el marco de la puerta.

 – Será mi mente que quiere hacerme ver que no era de este modo como imaginé pasar la tarde con Paula, pero ya no había remedio.

– Mirad chicos, es Ramón, mi amigo de la infancia, ya os he hablado de él. Aunque lo veáis con esa apariencia de no haber roto un plato, os puedo asegurar que es divertidísimo y además escribe de maravilla.

Horacio, el responsable, el tallerista jefe, como Paula le llamaba, me tendió enseguida su mano

– Bienvenido, Ramón, ¿qué te voy pidiendo?

– Una cerveza, gracias.

Uno a uno todos me fueron saludando cariñosamente mientras yo me esforzaba por grabar en mi memoria sus nombres y no confundirme después, pero aún percibía aquella extraña presión que me había asaltado a la entrada y me estaba haciendo sentir realmente incómodo.

 Bebimos, hablamos, reímos, y por mi parte hice cuanto pude para parecer uno más en el grupo, pero mis ojos, de manera obstinada volvían una y otra vez hacia la puerta, aquella fuerza desconocida había acabado apoderándose de mí de tal modo que ahora era todo yo, mi cuerpo entero, el que deseaba salir de allí, escapar, pero ¿de quién? ¿De qué?

 – ¿Bajamos ya? Preguntó Horacio.

– Sí, vamos.

Todos comenzaron a caminar hacia el fondo del local abriéndose paso entre los demás clientes. Paula y yo fuimos los últimos en apurar nuestra cerveza y seguirles, pero cuando solo habíamos avanzado unos metros un escalofrío me estremeció por entero.

– ¿Te pasa algo? ¿Te encuentras bien? Tienes muy mala cara.

 – No, nada, no te preocupes —le contesté— ha sido solo un momento, ya se me pasa. Vamos, que perdemos a los demás.

 Reanudamos la marcha, pero intencionadamente esta vez la dejé pasar delante, me estaba costando mucho caminar, sentía las piernas pesadas y poco a poco me fui distanciando. Al notar que no la seguía, Paula se detuvo, me buscó y desde lejos me hizo gestos para que me diera prisa. Al llegar junto a ella traté de disculparme, incluso recuerdo que le gasté una broma por la encerrona que me había preparado, ella se rió, como hacía siempre, y sin darle mayor importancia cogió mi mano y tirando de mí para que no volviera a perderme continuamos por donde habían ido sus amigos. Dócilmente me dejé llevar por entre grupos de clientes que apuraban sus bebidas, pero al llegar a un punto mis pies quedaron como anclados y tuvimos que detenernos. Estábamos en el comienzo de una escalera que descendía hasta el sótano donde supuse se reunía el taller, pero no podía seguir, me sentí paralizado.

 De nuevo Paula se impacientó:

 – No pensarías que nos íbamos a quedar aquí arriba ¿verdad? Venga, no le eches más cuento que nos están esperando.

 Soltó mi mano, se dio la vuelta y comenzó a bajar a toda prisa, después la vi desaparecer tras una puerta que dejó entreabierta para que yo la cruzara. Sin embargo no pude seguirla, y lo intenté, juro que lo intenté, pero aquellos escalones, aquellos escalones parecían haber tomado vida. Era como si una corriente desenfrenada de agua discurriera debajo de ellos y les hubiera soltado de sus cimientos forzándoles a ir de un lado a otro, subir y bajar, crecer desmesuradamente para de inmediato menguar hasta quedar convertidos en una ínfima expresión y todo sucedía a un ritmo vertiginoso. La secuencia era infernal, amenazadora. Cerré con fuerza los ojos para dejar de ser testigo de aquella locura, pero en mi cabeza empezó un zumbido que acabó haciéndome perder el equilibrio y tuve que apoyarme en la pared para no caer.

 Preocupada por mi tardanza, Paula salió de nuevo a la escalera y al encontrarme en ese estado subió corriendo a socorrerme.

 – Ramón, por Dios, qué te pasa, estás lívido.

– No lo sé, desde que hemos entrado me encuentro muy mal.

– Te has debido marear, venga, vamos abajo con todos, te sientas y verás cómo se te pasa.

 Muy despacio, cogiéndome por la cintura, me ayudó a descender por lo que para mí seguía siendo una montaña rusa zigzagueante y brutal, después nos encaminamos hacia aquella sala cuya puerta permanecía entreabierta.

 Cuando ya estábamos a punto de cruzarla no pude más y me detuve.

 – Paula, perdona, creo que tengo que irme, soy incapaz de entrar ahí…, diles a tus amigos que lo siento… otro día tal vez.

Me solté de sus brazos e hice ademán de girarme para marchar. Desconcertada, Paula quiso acompañarme, ir conmigo, decía, pero la tranquilicé asegurando que ya estaba mucho mejor, que lo único que necesitaba era el aire fresco de la calle. Impacientes, los del taller comenzaron a llamarnos, ella me miró indecisa y volvió a insistir.

 ¿Seguro que ya estás mejor? ¿No quieres que te acompañe?

Ya estoy bien, no te preocupes, te prometo que cualquier otro día volveré y entraré contigo.

 De acuerdo, pero que te conste que sigues siendo un cabezota.

 Me dio un beso rápido en la mejilla y franqueó aquella puerta.

 A solas ya, me volví hacia la escalera y quedé sorprendido al ver que por alguna extraña razón había dejado de moverse, los peldaños parecían sólidos, su apariencia ahora era normal. Con cierto recelo apoyé el pie en el primer escalón, lo sentí firme, seguro, resistente, encaré el segundo, ningún cambio, todo parecía bien, continué subiendo el tercero, el cuarto, y entonces reparé en la ventana. Estaba en la pared a la altura justo de mi cara. Deslizando mis ojos por su madera agrietada y llena de grasa, se me despertó una imperiosa necesidad de tocarla, de abrirla de par en par y ver qué se escondía al otro lado. Y ¿por qué no? Sin dudarlo estiré el brazo, apoyé mi mano sobre el sucio picaporte, presioné y la cerradura cedió. Un viento frío y a la vez reconfortante sacudió mi cara cuando finalmente las dos hojas giraron. Me aproximé a los barrotes de la reja y lo que encontré al otro lado fue un simple y sencillo patio de vecinos. ¿Qué era lo que esperaba encontrar? Cerré los ojos y me mantuve todavía allí unos instantes saboreando los olores de cenas recién hechas, escuchando retazos de conversación que se mezclaban con los sonidos de la tele, y sin poderlo evitar a través de ellos me vi transportado a mi casa, mi pequeña y segura cocina, a mi refugio, a mi paz.

 ¿Pero por qué sigo aquí? Por qué no me he ido ya y he puesto final a esta aciaga noche?

  Abrí los ojos y con determinación me separé de la ventana, cuando estaba a punto de encajar sus hojas y cerrarla reparé en otra similar que había al otro lado del patio. También estaba enrejada y me pareció ver que detrás de sus barrotes o mejor apoyado en ellos había algo. La oscuridad solo me permitía intuir un bulto, un cuerpo inmóvil, pero alguien en el piso superior encendió la luz y entonces lo vi con claridad, era un niño de pocos años. Asomaba su cara por entre dos barrotes a los que estaba firmemente agarrado y me miraba, desde el principio hubo en él algo que me alarmó y no tardé en descubrirlo, sus ojos, aquellos ojos que apenas pestañeaban estaban inundados de un pánico aterrador. En ese momento me desmayé.

 Al despertar reconocí que estaba en la habitación de un hospital, el silencio, las letras en las sábanas, aquel olor a desinfectante, ¿qué me había pasado?, ¿por qué me encontraba allí?, traté de encontrar respuestas pero mi mente no recuperaba nada. Intenté entonces levantarme, pero estaba tan débil que apenas me moví.

 – ¿Por qué no me avisaste, Ramón, por qué no me dijiste que no podías volver a entrar allí.

Era Paula y parecía realmente asustada, tenía una de mis manos entre las suyas y me hablaba muy cerca, como si temiera que no pudiera oírla.

 – ¿Allí?

– Sí, en aquel local, en aquel sótano.

Cerré los ojos y como si estuviera ante la proyección de una antigua película comencé a revivir con una fuerte sensación de pánico escenas que creí enterradas para siempre.

El saco con el que me cubrieron la cabeza olía a vómitos e inmundicia y era tan tupido que casi me impedía respirar. Me lo habían puesto al sacarme por la fuerza de mi casa. Me resistí cuanto pude, al bajarme por la escalera grité con desesperación pidiendo auxilio, pero sabía que nadie, ningún vecino abriría su puerta para ayudarme, era mucho el miedo que se tenía. Escuché cerrarse tras de mi la pesada puerta del portal, y el frío de la calle sacudió mi cara. Llovía y las gotas de agua tras colarse por entre la trama de aquella arpillera me iban dejando en los labios el sabor de la suciedad y el miedo que aquel tejido tenía acumulado. Después sentí que abrían la portezuela de una furgoneta y de un empujón me tiraban dentro, a partir de ahí comenzaron a golpearme.

– Sucio comunista de mierda, te vas a enterar ahora. Maricones, que sois todos unos maricones, qué ¿te quejas?, duele ¿verdad? ¿Dónde están tus cojones ahora?, eres un hijo de puta, un asqueroso niñato de papá. Te teníamos ganas, ¿sabes? Y nos vamos a encargar bien de ti.

A través de las voces intenté calcular cuántos estaban cerrados allí conmigo, pero el dolor de sus golpes me hacía perder la cuenta y tenía que volver a empezar. Como un pelele fui zarandeado de un lado a otro, y si me dejaban en el suelo aún era peor porque las patadas venían de todas direcciones. La sangre me salía a borbotones por la nariz y me obligaba a apurar con la boca un aire a todas luces insuficiente, dentro de aquella arpillera me estaba asfixiando.

 En el partido nos habían aleccionado, nos preparaban para que resistiéramos el dolor y no nos doblegáramos, nuestra victoria era aguantar sin hablar, lo único que nos podía hacer sentir más fuertes que ellos era no delatar a nuestros compañeros, que de nuestros labios no saliera ni uno solo de sus nombres.

De pronto una de aquellas voces dio la orden y el vehículo se puso en marcha. Noté cómo mis agresores ocupaban sus asientos y parecía que por unos minutos se olvidarían de mí. ¿Quién me habría delatado? Anoche supimos que estaban haciendo una redada por el barrio, y tuve tiempo para deshacerme de todo lo que pudiera implicarme. Sin embargo, estos bestias al no encontrar nada metieron bajo mi colchón unos pasquines y es por eso por lo que me van a implicar. Me los mostraron cuando todavía estábamos en mi casa y aunque solo los vi un momento supe enseguida que no pertenecían a mi célula sino a otra que había caído dos meses antes, qué estrategia más burda para detenerme. Pero si habían venido a por mí es que alguien les había dado mi nombre, mi dirección.

 — Eh tú, nenaza, no te vayas a dormir ahora, ¿quieres un poco de agua para el camino? Ahí va.

 En medio de sus carcajadas noté que un chorro caliente me recorría la cabeza, me mojaba los ojos, la boca, la nariz. No me defendí pero las heridas comenzaron a escocerme rabiosamente.

 – Venga muévete, escoria, que sois todos escoria.

De nuevo otra patada en los riñones me hizo bramar de dolor.

 Comenzaron a hablar de la reunión que habían tenido el día anterior, al parecer todos estuvieron de acuerdo en que era necesario planificar nuevas estrategias, cerrar más la pinza antes de que el Generalísimo faltase, porque después, quien sabe.

 Me vino una arcada y vomité dentro de aquel saco, el olor era horrible

 Al cabo de un rato un frenazo me hizo intuir que habíamos llegado a nuestro destino. Alguien me cogió de un brazo, me puso en pie y tiró de mí hacia fuera. El frío de la noche fue como un bálsamo para mis heridas, pero duró muy poco, de nuevo me tomaron entre dos y casi en volandas me hicieron atravesar la calle.

 – A sus órdenes, mi sargento. Dígale al capitán que hemos pescado a otro. Le llevo a interrogatorios.

 Me condujeron por lo que pudo ser un vestíbulo, desconozco si grande o pequeño porque mis pies apenas rozaban el suelo. Al llegar a un punto me soltaron y caí como una marioneta, una fuerte patada en la espalda me hizo rodar por unas escaleras que parecían no tener fin. Intenté protegerme la cabeza y dejar que fueran la columna y las costillas las que se llevaran la peor parte, pero creo que dio igual, fui dando bandazos hasta acabar sobre unas losas frías y húmedas. Brazos robustos me pusieron de nuevo en pie y me llevaron a una habitación, me sentaron en una silla y después me ataron de pies y manos. Al fin retiraron el saco de mi cabeza y me esforcé en ver, saber dónde estaba, mirar la cara de los que iban a ser mis torturadores, pero la hinchazón y el ungüento de vomito y sangre había cosido mis párpados y no los podía despegar.

 Enseguida percibí una claridad muy molesta y traté de esquivarla volviendo la cabeza, pero una mano me lo impidió.

 — Verás cómo con esto se te aclaran las ideas.

 Un cubo de agua dio directo en mi cara, casi me ahoga, pero con ello logré abrir un poco los ojos. Sin embargo, ahora era la intensa luz del reflector la que me impedía ver. Detecté tres bultos, al menos eran tres los guardias que estaban en aquella sala conmigo. Uno de ellos se me acercó.

 — Hueles muy mal, ¿sabes?, pero aun así me voy a sentar a tu lado

 Escuché cómo arrastraba una silla y efectivamente se colocaba muy cerca.

 — Mira, chaval, tú no deberías estar aquí, en realidad sabemos que no eres responsable de nada malo. ¿Que últimamente te has rodeado de compañías digamos poco aconsejables? Y quién no, ¿que incluso has hablado más de la cuenta?, pero vivimos en un país libre y eso no es un delito. Así que sé inteligente, colabora y en media hora estás de nuevo en tu casa como si no hubiera pasado nada. Mira, has tenido la suerte de que hoy esté yo de guardia y, qué quieres, me has caído bien, pareces buen chaval así que cuando te deje con mi compañero procura no cabrearle porque ese sí que tiene mala leche, si quiere te lo puede hacer pasar muy mal ¿estamos?

 Asentí con la cabeza.

— Hala, chaval, a ver si la próxima vez que te vea es para darte los papeles porque te vas a tu casa, de ti depende, todo es mucho más fácil si tú colaboras.

Escuché cómo se levantaba y retiraba la silla. Lo siguiente que noté fue un intenso puñetazo en el estómago que me cortó la respiración.

 Yo soy el de la mala leche y mira cómo me las gasto, así que habla, quiénes más están contigo. Qué creéis, que porque no hayamos estudiado, porque no hayamos ido a la universidad somos gilipollas o qué? Sabemos que perteneces a una célula comunista, que en la manifestación del jueves tú eras uno de los cabecillas, a ver, quiénes eran los otros, danos sus nombres, contesta.

 Otro puñetazo, esta vez directo en la mandíbula que estuvo a punto de arrancarme la cabeza.

 — Andrés, vamos con él a la bañera —ordenó—. Verás como allí sí cantas.

 Soltaron mis ligaduras, me pusieron en pie, para después arrodillarme ante una gran pileta llena de agua. Una mano me cogió de los pelos y sumergió mi cabeza con fuerza en aquel líquido que sabía a azufre, no podía respirar, me ahogaba, quería gritar y sólo conseguía que por mi boca entrase más agua, traté de zafarme, pero era imposible, la fuerza de aquellos brazos era descomunal. Al fin de un tirón me sacaron, los oídos me zumbaban y por más que abría la boca no conseguía aspirar todo el aire que mis pulmones demandaban. De nuevo aquella mano me volvió a sumergir en el agua. No sé cuántas veces lo hicieron porque perdí el conocimiento, o eso creo porque lo siguiente que recuerdo es verme en una celda oscura y fría.

 Había un sucio camastro y como pude me arrastré hasta él, cerré los ojos con el deseo de evadirme, imaginar que no estaba allí, sino en cualquier otro lugar, pero el dolor, la sed, el miedo y aquellos alaridos que durante toda la noche traspasaron las paredes me obligaron a no moverme de aquella horrorosa realidad

 No sé cuánto tiempo pudo pasar hasta que vinieron de nuevo. Las mismas voces, la misma tortura, el mismo dolor, pero no hablé, no les di ningún nombre. Alguien dijo en una ocasión que aunque cantáramos el tormento seguiría, y si realmente era así, para qué les íbamos a dar ese gusto

 De pronto aquel que dijo que le había caído bien, se acercó y de una patada me tiró al suelo con silla y todo.

 — ¡Bueno, ya está bien de contemplaciones, a este hay que darle el paseíllo y me voy a encargar yo ahora mismo!

 Vi como metía su mano debajo del brazo y la sacaba empuñando un arma que sin contemplaciones apoyó en mi sien. En aquel momento estuve seguro de que iba a morir y me pareció tan injusto. Era tan joven y tenía tantos planes para el futuro, terminar mi carrera, encontrar novia, casarme. Recordé a mis padres, mis hermanos, el resto de mi familia, mis amigos. Qué les dirían sobre mí, de qué modo iban a justificar ante ellos mi muerte. Creo, bueno, no, estoy seguro de que lloré, pero enseguida me rehice, si aquellos iban a ser mis últimos instantes con vida debía aprovecharlos y una certeza me ayudó ocupando por completo mi mente, la de la victoria. A pesar de que estaba maniatado y que todo mi cuerpo era una llaga les había vencido, a ellos, a aquellos energúmenos que se mofaban de su crueldad, de su sadismo. De mis labios amoratados y sangrantes no escapó ni un solo nombre. Recuerdo que este pensamiento me inundó de valor y levanté la cara que hasta entonces había tenido caída sobre el pecho. Lo hice no para implorar piedad al que iba a ser mi asesino, sino imaginando qué imagen podía tener mi futuro, aquel que estaban a punto de arrebatarme y despedirme de él. Entonces vi aquella ventana abierta, daba a un patio de vecinos. Por unos instantes soñé que volaba a través de ella, que dejaba de sentir en mi sien la frialdad de aquel cañón que cruelmente me presionaba, que nada me dolía. De pronto en la negrura de aquel patio alguien de un piso superior encendió la luz y todo el espacio se iluminó. Entonces me fijé que en la ventana que quedaba justo enfrente había un niño. Asomaba su cara por el hueco entre dos barrotes, estaba muy quieto y me miraba. Parecía aterrado, sus ojos reflejaban un pánico como nunca antes había visto, entonces me invadió una profunda tristeza y como pude le sonreí, sí, no sé si él llegó a percibirlo pero antes de que el disparo sonara, le sonreí.

 Es todo cuanto recuerdo de aquellos días.

Deja un comentario