La duda Por Ana Riera

 

 

Jonás lo sabía. Sabía que su madre lo amaba. Ella misma se lo había dicho infinidad de veces. Así que lo sabía. Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, añoraba esos años en los que eso era suficiente, en los que no necesitaba nada más.

Cuando era pequeño le bastaba con oír de su boca que lo quería con locura para sentirse la persona más dichosa del mundo. La escuchaba, se dejaba abrazar por sus suaves brazos incrustando la cabeza entre sus carnes aún jóvenes y luego hacía lo que le pedía, con el alma ligera y la mente apaciguada. Era fácil.

Pero ya hacía mucho que las cosas habían cambiado. Era por culpa de esa voz que se había instalado en su cabeza, que le obligaba a preguntarse por qué, que le mostraba que existían otras posibilidades, aunque él no quisiera verlas. Las palabras y los abrazos de su madre ya no eran suficientes. De hecho, sus abrazos habían empezado a crisparle, como si fuera alérgico a ellos, como si hubiera mudado de piel y la nueva sufriera un rechazo a la de ella, a lo conocido hasta entonces.

Ojalá no hubiera oído nunca esa voz, ojalá la primera vez que se hizo audible hubiera sido capaz de acallarla, de desterrarla para siempre. Pero no había sido así. Y ahora ya no podía silenciarla, porque se había apoderado de su cerebro y cada vez sonaba con más fuerza.

Al principio, eso hacía que se sintiera débil, que se supiera indigno de ella. Eso lo atormentaba y le obligaba a bajar la cabeza en su presencia. Era un gesto que podía confundirse con el sometimiento, pero en realidad no era más que vergüenza tintada de confusión y de rabia.

Ya no recordaba cuándo fue la primera vez que la voz le susurró al oído que ella no lo amaba, que eso no era amor verdadero. El problema era que él no podía juzgar, no tenía herramientas para hacerlo. Solo había conocido ese tipo de amor. Así que, ¿cómo iba a compararlo? Pero oía la voz, cada vez más fuerte. Y cuando la oía, sentía una comezón en la boca del estómago que lo alejaba de ella. Como si se le hubiera colado una pequeña serpiente y se le enrollara justo ahí, cerrándole la entrada del intestino grueso, paralizándole el cuerpo por dentro y provocándole un dolor sordo que no le gustaba nada.

Sí, durante algún tiempo había sido capaz de controlar esa voz. Claro que eso fue cuando todavía sonaba débil, apenas un gemido que se colaba entre las ramas de su conciencia como una suave brisa. Por aquel entonces le bastaba con repetirse lo que ella le había dicho tantas veces. Que habría seres malignos que intentarían corromperle, hacerle dudar. Que tenía que ser fuerte y acordarse de que ella era la única que lo amaba de verdad, que solo podía confiar en ella, que era la que siempre había estado a su lado, desde el principio, para protegerle de todo lo malo. Perdido en la oscuridad de la noche luchaba incansable contra la voz. “Ella me ama, ella me ama. No sé quién eres, pero sé que tus intenciones son malas”.

La voz, sin embargo, se había hecho poderosa, alimentada tal vez por sus propios miedos e inseguridades. Los antiguos argumentos ya no le servían. No conseguían acallarla ni mitigar la inquietud que lo embargaba. No eran suficientes. Porque a sus palabras de “ella me ama”, la voz replicaba “¿cómo puedes estar seguro?”. Porque al grito de “sólo puedo confiar en ella”, la voz saltaba “y eso, ¿cómo lo sabes? ¿Te lo ha confirmado alguien que no sea precisamente ella?”. Aun así, él perseveraba, lo intentaba, seguía buscando argumentos: “Ella es la única que siempre ha estado ahí, a mi lado”, a lo que la voz argumentaba: “¿Acaso ha dejado que hubiera alguien más a tu lado?”. “Pero ella me protege de todo lo malo”. La voz, no obstante, volvía a la carga: “¿De qué te protege exactamente? ¿Qué es lo malo?”. Eran tantas las incógnitas…

Jonás cada vez estaba más confuso. Se sentía partido en dos, rasgado por la mitad de arriba abajo por una sierra invisible que dejaba la carne entera, para confundir los sentidos, pero partía el alma por la mitad, haciéndola añicos. Quería ser digno del amor de su madre, quería que ella supiera que él también la amaba a ella. Pero le era imposible no escuchar todo aquello que se adueñaba de su mente.

Lo peor, de todos modos, había empezado hacía apenas un par de semanas. Era una fuerza que no podía controlar, que se apoderaba de cada rincón de su cuerpo y focalizaba toda su atención, sin dejarle pensar en otra cosa. Era un anhelo que salía de todas y cada una de sus vísceras, y de la convicción absoluta de que lo único que podía hacer era salir de allí y comprobarlo todo por sí mismo. Solo así, enfrentándose a los peligros que acechaban, podría volver a su vida de antes, podría recuperar la paz y la seguridad que experimentaba cuando era niño, cuando todavía no había descubierto la voz, ni el clamor ensordecedor de las dudas.

Solo de imaginarlo sentía un miedo atroz, porque su madre le había advertido desde su más tierna infancia que fuera de esas cuatro paredes, fuera de ese nido seguro que ella había construido para él, todo era caos y confusión. Las fuerzas del mal acechaban en cada esquina y se alimentaban de la buena fe y la pureza de los chicos como él. Pero necesitaba verlo con sus propios ojos para poder hacer frente a la voz, para ser capaz de contestarle con rabia que sabía que todo lo que ésta aducía no eran más que mentiras. Solo de ese modo podría gritarle: “ahora sé que me ama más que a la vida misma, que sólo puedo confiar en ella. Ella me protege de todo lo malo que hay fuera y no necesito a nadie más. Soy feliz dentro de estas cuatro paredes, con su amor infinito”. Pero para poder espetarle eso a la cara a la maldita voz, primero tenía que salir y demostrarlo.

Por eso empezó a urdir un plan para escapar y poder deshacerse de toda esa angustia, de esa lucha titánica que tenía lugar dentro de él. Tenía que ser listo, hacerlo bien. Porque su madre no debía descubrir nunca que había estado fuera. No podría soportar que dejara de confiar en él. Tenía que esperar pacientemente a que se presentara una oportunidad. Centrar todas sus energías en estar preparado para aprovechar la ocasión idónea.

Empezó robándole alguna moneda de vez en cuando del monedero, que luego escondía debajo de su ropa interior, en el fondo del cajón de la cómoda. También hizo acopio de algunos víveres: unas galletas, unos frutos secos. Eso lo guardó en una bolsa de tela vieja, en el altillo del armario de su dormitorio. Además, preparó un sencillo hatillo con una muda y un par de calzoncillos. Sabía que la pulcritud era importante. “La limpieza acaba con la podredumbre, la aniquila”. Su madre se lo había repetido un millón de veces.

La ocasión llegó una soleada mañana de primavera, de la mano de una misteriosa carta. Alguien había deslizado un sobre inmaculado por debajo de la puerta. Estaba ahí, tirado en el suelo, cuando se levantó esa mañana. Lo encontró de camino al baño. Era algo tan inusual que lo vislumbró de lejos a pesar de estar todavía medio adormilado. Nunca antes había visto algo parecido. Lo cogió sorprendido. Había algo dentro, pero estaba cerrado. Intrigado, se dirigió a la cocina y se lo mostró a su madre. Ella, nerviosa, se lo arrancó en seguida de las manos. Miró el sobre desde todos los ángulos, como si buscara algo. Luego, decepcionada tal vez, lo rasgó por uno de los laterales dejando un eco desconocido en la estancia. Extrajo una hoja de papel con dedos temblorosos. Jonás tan solo consiguió atisbar que estaba escrita por uno de los lados mientras su madre se afanaba en leer aquellas líneas escritas con tinta oscura. Él la contemplaba expectante y fue mudo testigo de cómo iba mudando su semblante. Cuando por fin terminó de leerla lo miró un instante con ojos desorbitados, aunque él tuvo la sensación de que no lo veía. Y entonces, de repente, sin previo aviso, salió dejando tras de sí sus palabras aturulladas: “En seguida regreso. Tengo que solucionar un asunto”.

Jonás no apartó los ojos de ella ni un solo instante y, sin embargo, cuando las palabras fueron engullidas por sus oídos, ya no había ni rastro de ella. Se quedó ahí, en el centro de aquella habitación tan familiar, sin entender qué era lo que acababa de ocurrir. Pasaron unos minutos angustiosos durante los que le pareció que el mundo se había detenido. Por suerte, justo en ese instante sonó la cafetera devolviéndolo a la realidad. En un acto mecánico, corrió hasta la habitación contigua y apagó el fuego. Fue entonces cuando cesó el pitido desbocado de la cafetera, y se dio cuenta de que su madre había salido tan apresurada que había olvidado cerrar la puerta con llave.

Jonás advirtió que aquello sin duda tenía que ser una señal. Había llegado el momento tanto tiempo esperado. Por un breve instante, sintió que le fallaban las piernas, que la estancia empezaba a darle vueltas como si hubiera enloquecido. Pero logró sobreponerse. No en vano había visualizado muchas veces ese momento protegido por la oscuridad de la noche, justo antes de dejar que el sueño le venciera. Respiró hondo tres, cuatro, cinco veces. Luego, más tranquilo, se dirigió al dormitorio. Recuperó el dinero, los víveres y el hatillo que tenía preparados, se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta. No podía creer que por fin fuera a salir ahí fuera. Seguía sintiendo un miedo horrible, pero ahora que había llegado el momento le embargaba también una excitación que jamás antes había experimentado. Era como si se encontrara en lo alto de un precipicio, viendo a sus pies las llamas devastadoras del infierno como largas lenguas ávidas de carne fresca, y de repente vislumbrara un camino acolchado por el que podía escapar y sentirse ligero como el viento. Aunque eso sí, para llegar a él tenía que dar un salto audaz por encima del fuego.

Respiró hondo de nuevo. “Sabes que tienes que hacerlo, no queda más remedio, es la única forma”, se dijo. Luego, apoyó la mano en el pomo y lo agarró con fuerza. Estaba helado. Mejor. Porque no tenía ni idea de lo que se encontraría en cuanto abriera la puerta y saliera a la calle. Y el frío del metal le sugería que quizás el fuego tampoco estuviera tan cerca. Se concentró en su mano para tratar de apartar las espeluznantes imágenes que le venían a la cabeza. La mano empezaba a ponérsele roja de tanto apretar. Concentró toda su fuerza en sus cinco dedos, suspiró con fuerza e hizo girar el pomo.

La puerta cedió con un quejido sordo. Jonás la abrió de par en par. Allí al fondo, al otro extremo del amplio vestíbulo, la luz le llamaba insistente. No alcanzaba  a ver nada más. Solo la luz cristalina que lo llamaba con fuerza, como si llevara ahí esperándole una eternidad. Dudó aún unos segundos. Estaba sobre el abismo, pero si era capaz de dar un salto certero, podría salvarse. Si conseguía llegar hasta esa puerta y atisbar fuera protegido por la oscuridad del portal, ver con sus propios ojos todo lo que su madre le había contado, podría volver a casa y recuperar la paz de antaño. Y ni siquiera habría corrido un gran riesgo. Le pareció un plan perfecto. En apenas unos minutos todo habría terminado y él podría seguir adelante con su vida. Sin pensárselo más, se lanzó a la aventura.

— ¿Dónde crees que vas, desagradecido?

Las palabras le llegaron fuertes y claras, y a pesar de ello Jonás no alcanzó a comprenderlas.

— ¡He dicho que dónde crees que vas! ¿De verdad piensas que te he dedicado toda mi vida, que lo he sacrificado todo por ti para ver cómo me traicionas?

Jonás se dio cuenta de que se había quedado petrificado, con la pierna derecha en alto, incapaz de aterrizar en un suelo que había empezado a moverse bajo sus pies.

— ¡Tira para adentro, infeliz!

Notó el empujón de su madre y cómo se cerraba la puerta tras de sí con un portazo atronador.

— ¡Lo sabía! ¡Sabía que tramabas algo! Qué pensabas, ¿que no me daría cuenta de que me hurtabas el dinero y la comida, que no encontraría el hatillo? Me ha bastado con tenderte una trampa con una burda carta, una carta falsa, para pillarte.

Jonás la miraba aterrado. Le costaba reconocer a su madre en aquella mujer con la cara desencajada que le gritaba de forma despiadada. No podía pensar, no podía hablar.

— ¿No dices nada? Claro que no dices nada, porque sabes que me has traicionado, que eres un traidor. Te lo he dado todo, todo. ¿Y así es como me lo pagas? Desagradecido, que eres un desagradecido. Pues que sepas una cosa, no pienso permitir que mi hijo se corrompa y se convierta en un degenerado.

A Jonás le hubiera gustado decirle que él no quería traicionarla, que él no era ningún degenerado, que sólo quería recuperar la paz, volver a ser feliz, acallar aquella voz. Pero la mujer histérica que tenía delante no se callaba, no dejaba de vociferar. Notó que estaba a punto de estallarle la cabeza. Y entonces ocurrió. Ni siquiera fue consciente de cómo. Pero obedeciendo a alguna orden misteriosa, su brazo se movió hacia la mesita del recibidor, cogió un pesado busto del creador de la orden a la que rezaban todas las noches antes de irse a la cama, lo elevó ligeramente y le asestó un duro golpe a la figura que tenía delante. Fue todo muy rápido. Pero por fin la mujer dejó de gritarle y curiosamente el suelo dejó de moverse bajo sus pies.

El viaje de la monarca Por Paula Alfonso

 

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Entre la lluvia de flashes que estalló sobre mí nada más salir, oí que me preguntaban si estaba nerviosa, si se trataba de una decisión bien meditada y si cabía la posibilidad aún de que me volviera atrás. Avanzaba deprisa por la cera dándome los últimos retoques, pero preferí detenerme, me di la vuelta, busqué al que me había interrogado, le miré a los ojos y solo su insultante juventud sirvió para que justificase sus ilógicas palabras. ¿Es que acaso se le cuestiona a alguien cómo hará su siguiente inspiración o dará el próximo paso?

  • No, querido, no hay marcha atrás. Mi viaje, el que estoy a punto de iniciar, lo llevaba inscrito en mis genes. Todo a lo largo de mi vida fue un mero proceso preparatorio para la llegada de este gran día.

¿Conocía usted la fecha exacta de su partida?

  • Tal vez debería responderle que no, que no lo esperaba, que el aviso me tomó por sorpresa, pero les estaría engañando y no es ese mi modo de proceder. Verán, no quisiera parecerles petulante por lo que les voy a decir, pero es la pura realidad. A diferencia de ustedes, yo percibo señales, pequeños indicios y estoy perfectamente capacitada para interpretarlos. Hoy día la sociedad, por muy robotizada que esté, es incapaz de predecir el lugar exacto donde descargará una tormenta o cuándo se producirá un terremoto y, sin embargo, los signos están ahí, siempre estuvieron. Si me lo permiten, creo que se están equivocando, tienen a su alrededor demasiados elementos perturbadores y eso les aleja de lo que erróneamente consideran “pequeñas cosas” cuando en realidad son decisivas, como los cambios en la dirección del viento, en su temperatura, en la humedad del aire o la posición de las estrellas. Gracias a que todo eso para mí sigue siendo una fuente esencial de información supe desde hacía días que debía prepararme para partir.

¿Qué siente al abandonar Canadá?

  • Nostalgia, aun no me he marchado y ya le echo de menos. Créanme, este país ha sido muy generoso conmigo, puso a mi disposición sus mejores recursos, cuidó que no me faltase de nada y en él realmente he sido feliz.

mariposa_monarca2_800-movil¿Pero aun así se va?

  • Sí, tengo que hacerlo, mi estancia aquí fue solo temporal. Me aguarda una larga travesía de más de 5.000 km antes de llegar a mi destino, México.

¿Se lleva algo de aquí, que de manera especial quiera conservar en su nueva residencia?

Otra pregunta estúpida. ¿Quién les habrá dado el título a algunos? No me extraña que se hable de degradación en la profesión periodística. Aun así, vuelvo a detenerme, sonrío de forma indulgente al que me ha interpelado, me armo de paciencia y le concedo el favor de mi respuesta

  • Bueno, en un principio pensé en meter dentro de una maleta bastantes cosas: libros, alguna revista de sociedad, música, ¡ah! y mis cosméticos, sobre todo mis cosméticos, pero finalmente tuve que descartarlo.

Continúo andando y atrás queda él todavía pensando.

¿No teme que en un viaje tan largo pueda ocurrirle algo?

  • Si se refiere a si voy prevenida contra imprevistos desagradables, ¡por supuesto! Pero no debe preocuparse, cuento con todo tipo de protección. Tenga la seguridad de que si alguien intentara atacarme el perjudicado sería él, no yo.

¿Lleva con usted alguna tecnología para asesorarse en ruta?

  • Sí, claro, dispongo de sofisticados GPS que me irán informando de forma constante sobre la fuerza de los vientos, el avance del sol y sobre todo de los lugares donde me puedo detener para repostar.

¿Cuánto calcula que durará el viaje? ¿Qué espera encontrar en México? ¿Va sola o le acompaña alguien?

  • Uno a uno —les ordenó mi jefe de prensa—. La señora contestará a todas sus preguntas, pero en estricto orden, por favor.

Cuánto agradecí tan oportuna intervención y también el estar muy cerca ya del lugar a partir del cual los periodistas y fotógrafos no podrían pasar. Un poco más y todo habrá terminado.

  • Verán, señores, está pensado hacer este recorrido en tramos de 120 km/dia, por lo tanto si hoy es 3 de agosto, calculo que para mediados o finales de septiembre se habrá alcanzado el final. En cuanto a lo que espero encontrar en México, me han informado de que se trata de uno de los mejores lugares del mundo para descansar, relajarse, disfrutar de la naturaleza y sí, como muchos de ustedes están pensando, encontrar pareja, pero, sinceramente, a mis años no creo que eso me vaya a suceder. Tampoco quiero que piensen que he cerrado definitivamente mis puertas al amor, ni mucho menos, pero tengo que ser realista.

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  • Y ¿la última pregunta? ¡Ah sí! Querían saber si voy sola o me acompaña alguien. Aparentemente, como pueden ver conmigo no viene nadie, pero eso no es del todo cierto, en mi interior late un pequeño ser que nacerá en tan solo unos días, su misión será muy breve, generar otro pequeño ser, que a su vez hará lo mismo con el siguiente. Solo los que nazcan a finales de septiembre o primeros de octubre podrán frenar tan intensa actividad reproductora, serán lo que los científicos denominan generación Matusalén, que en vez de vivir un mes,como lo hacemos todas, lo harán durante 6 o 7. Se tratará de una existencia con sus facultades ralentizadas y gracias a ello podrán descansar, analizar con detenimiento el tiempo pasado y reconducir posibles errores en el comportamiento de la especie para que no se vuelvan a repetir, será como una puesta a punto. En una palabra —y para no demorarme más— regresarán al estado más primitivo de nuestra naturaleza y saldrán después revitalizadas.

Creo que deberían conocernos mejor a las mariposas monarcas, díganselo así a sus lectores, algunas de nuestras pautas de conducta incorporadas en sus enloquecidos y absurdos ritmos de vida, les beneficiaría como especie, estoy totalmente convencida de ello.

Y ahora, si me lo permiten, tengo que partir. Ha sido un auténtico placer conocerles.

La vida de color rosa Por Elisa Pérez

Parcial de Lucien Freud.

La mañana ya había dado muestras suficientes de que iba a ser un día claro y soleado. Con cierta calma, Humberto se enfundó los vaqueros muy ceñidos y la camisa de flores, unas botas de tacón rojo completaban el atuendo elegido para la ocasión. Sobre el sillón permanecían el pantalón y la chaqueta negros que había usado en el funeral el día anterior. Con una pizca de rímel en las pestañas y un poco de color en los labios, salió de la casa con paso firme.

René Magritte.

La vida es ¿azul o verde? No sé, me respondía mi madre al tiempo que deambulaba en medio de su ropero eligiendo zapatos o contemplando algún pendiente adquirido hacía poco. ¡Qué pregunta tan absurda!, respondía ella sin más. Así era yo de pequeño. Me encantaban los colores, el rosa el que más. ¡Qué bobada! Después descubrí que la vida apenas tiene colores. De hecho, para mí casi siempre ha estado teñida de negro.

Es cierto que he vivido sin plantearme opciones, solo tenía que chascar los dedos y me llovían encima casi todos mis deseos: ¡Qué fácil lo tienes!, me repetía mi amigo César. A veces he añorado que hubiera sido de otra manera: elegir entre dos opciones para tener que dejar una, o verme sometido a la duda por tener que seleccionar, o luchar por obtener una cosa deseada. El coste de lo cómodo resulta demasiado agotador. Esta frase era rechazada por mi mente al introducirme en el garaje: el vehículo preferido de mi viejo reluce cual brillante rubí.

 

Entre los visillos del ático, el horizonte reflejaba un sol dorado que invitaba a asomarse. La mañana ya había dado muestras suficientes de que iba a ser un día claro y soleado. Con cierta calma, Humberto se enfundó los vaqueros muy ceñidos y la camisa de flores, unas botas de tacón rojo completaban el atuendo elegido para la ocasión. Sobre el sillón permanecían el pantalón y la chaqueta negros que había usado en el funeral el día anterior. Con una pizca de rímel en las pestañas y un poco de color en los labios, salió de la casa con paso firme. Las gafas oscuras ocultaban una noche de desenfreno y alcohol. El conserje le dio el pésame.

Hoy toca paseo por la carretera, me encanta pasear y elegir como cuando iba de caza con mi padre. “Tápate los oídos, pero no cierres los ojos, hay que mirar lo que se hace, disfrutarlo… pum, pum, pum…” siempre acertaba a la primera: jabalíes y hasta algún zorro nos traíamos a casa, como trofeos victoriosos, sintiéndonos felices. Cómo le admiraba, le creía el ser más valiente del mundo. Quería parecerme a él; más aún cuando decidió dejar a la simple de mi madre. Aún recuerdo sus frases “las mujeres solo sirven para una cosa, hijo, ya te enterarás… bueno, rectifico, para dos: para follarlas y para que nazcan hijos como tú”. Aún recuerdo su risa socarrona al decirme este tipo de cosas. Lástima que esa risa fuera decayendo demasiado pronto hasta convertirle en un pingajo de persona: ausente, perdido en una mente imperfecta, pronto me dejó a cargo de su imperio… ¡miles de euros a mi única y exclusiva disposición!

¡Qué agotamiento, vaya noche que me ha dado la puta esa, tengo las nalgas rotas! La próxima vez seleccionaré mejor. Eso sí ¡vaya par de tetas que se ha puesto! Y se ha ido sin decirme nada. ¡Anda! no he mirado el pantalón, seguro que me ha robado. Tendría que buscar un novio fijo, en lugar de andar picoteando… Como decía mi madre: “Un hombre necesita una mujer para estar completo”. Ilusa, no quería enterarse de nada, ¡si yo no soy un hombre, lo menos que necesito es una mujer fija! Aún recuerdo la cara que puso cuando me pilló con Antonio. Pues claro que soy gay, mamá… ¿mi padre? Yo qué sé, supongo que lo sabía, a su manera, claro”. La pobre no dejó de llorar durante una hora, seguro que terminó en el confesionario o en la joyería más cercana… ¡jodida vieja qué poco carácter tuvo siempre! Cómo disimuló su alegría en el entierro de papá, bueno, su religión hipócrita se lo impone así.

La mañana avanzaba lentamente. Antes de entrar en el túnel, Humberto pudo contemplar detrás las siluetas de los edificios de la ciudad. Frente a él una hilera de coches se iba acumulando en la carretera sinuosa. Al fondo una cadena de montañas bajas ofrecía su mejor versión. Azul y verde juntos, inseparables, eternos.

Cómo corre este trasto, hacía tiempo que no lo usaba, vaya regalo más estupendo que me ha dejado mi padre, si me viera aquí el viejo, que no me dejaba tocarlo mientras vivió. Bueno a correr un rato… ¡Vaya tráfico! A ver, a ver… a quién elijo hoy… Me encanta aquel gris, no, no soportaría otro viejo; mejor el otro… amarillo, seguro que es… buaf… una asquerosa familia feliz! A ver ése…. Sí, es perfecto, una mujer y sola. ¡Es hora de cazar!

Con un zigzag imprevisible de su vehículo rojo, se colocó justo detrás de la presa elegida. Algún bocinazo cercano le advirtió que su maniobra era atrevida o peligrosa. Le daba igual. Le gustaba el riesgo. Y desde luego le importaba muy poco lo que pensaran los demás.

¿Quién llamará ahora? ¡No he conectado el bluetooth! Buah, es Tomás, ¿qué querrá este picapleitos ahora? Si ya me explicó ayer no sé qué rollos de documentos necesarios para el juzgado… vale, cuando acabe le llamo. No sé por qué mi padre confiaba tanto en él, a mí no me gusta nada; sabe demasiado de mí, de mi familia, de mi vida… eso no es bueno.

¡Vaya, le gusta jugar a la muy zorra!, y ahora se coloca al otro lado de la carretera… ¡Me gusta! Allá voy pequeña. ¡Toma golpe…! ¡No intentes saber quién soy, mis cristales no me delatan, en cambio tú eres tan transparente que puedo ver el lacrimal cargado de agua en tus ojos a través de la ventana! Todas las mujeres son iguales: débiles, torpes, absurdas.

Los árboles del borde de la carretera observaban con su verdor intenso las peripecias de los conductores, cual espectadores que asisten a una carrera de bólidos.

Bien ¡ya empieza a ponerse nerviosa! ¡Qué calor y aún no estamos en verano…! Toma otro golpe, jajaja, tu coche no resistirá… ¡el mío es invencible! Es maravilloso conducir sabiendo que tienes el poder en tus manos. ¡tremendo!

Las gafas oscuras de Humberto comenzaron a empañarse con el sudor que le inundaba hasta la espalda. Se pasó la lengua por los labios engrosados de botox, para lamer una gota de líquido blanco que le llegó en medio de su frenesí con el volante.

No es posible que se me escape, no, bueno, ahora te cogeré, avanza, avanza… ¡qué día más claro, perfecto para la caza, sí que lo es! ¿Adónde se dirigirá, adónde irá? Me apetece seguirla un poco antes de acabar con todo. ¡Qué porquería de tráfico, es insoportable! Si pudiera terminaría con todos de un plumazo… y Tomás dale que te pego con el teléfono… ¡imposible! Me voy a parar… Buah, ahora no puedo salir de la fila, si lo hago no volveré a entrar en todo el día. ¡Malditos conductores, si todos corriéramos más no pasaría esto! Como mi padre, parecía una tortuga, pobre viejo… con los coches que manejaba y conduciendo a no más de 120… y la tonta de mi madre: no corras Alberto, no corras más… ¡tan miedica que daba asco…! Mejor que no vengas con nosotros, le decía mi padre, contigo cerca no puedo ni respirar. Ella nunca replicaba, cogía la tarjeta de crédito y ya está…

¡Se te escapa, Humberto, corre que se te escapa! Y todo por coger el móvil a ese estúpido de Tomas, pues soluciónalo tú que para eso te pago una pasta a final de mes, qué inepto, por Dios, ¡que te reclama hacienda, qué te reclama hacienda… pues arréglalo como puedas, joder! Yo no me tengo que ocupar de eso… Puff… se escapa,  ¡deudas, deudas….! Pero qué dice, se está haciendo mayor sin duda ese Tomás… Venga, vamos allá.

Al son de una música estridente, de nuevo el teléfono interrumpió los locos pensamientos de Humberto que apretaba con más fuerza el acelerador. Las gravillas de la carretera salían disparadas dejando paso al vehículo rojo con cristales tintados. Sobre un manto de asfalto continuaba la persecución sin sentido.

“Estoy asqueada de todo… tendrás que ocuparte de mis empresas, hijo, pero antes deberás dejar de vestir de esta forma, y comportarte como un hombre…”, pero si él era más maricón que yo, creía que no lo sabía, les vi, sí le vi con su chofer, no una, dos, varias veces, disimuló pero me fijé en cómo le estaba metiendo mano. Terminó babeando en una cama, meando en un pañal, jajajaja, qué más da, hoy puedo conducir esta maravilla… mira, mira quién está detrás de ti, sí, yo el gran Humberto Cortejo y Cía. Cómo acelera, está muy asustada, vaya si lo está. Aún recuerdo el anterior, qué risa. Debí rematar la faena, si es que en el fondo soy demasiado bueno, huyó cual comadreja. Jajajaja.

La risa le hizo retener el ritmo vertiginoso. A lo lejos la montaña daba la bienvenida a la ristra de coches que se acercaban. Un entramado de curvas se abría en el dibujo del asfalto.

Joder, qué golpe, si está bien me paro, que sí que sí, voy a ver qué quiere de nuevo el idiota de Tomás mientras despejan la zona. Voy a bajarme, así me estiro un poco… buah, qué mala pinta tiene ese coche… anda pero si es el de la mujer sola, vaya ¡se acabó la diversión me temo! Dime Tomás, me acabas de despertar, en toda la noche no he pegado ojo, estoy destrozado…

Luces, sirenas y estupor habían cubierto la entrada de la primera curva. Un coche yacía boca abajo sobre el terreno pedregoso y áspero junto a la carretera.

No me puedo creer, me dice que tengo que ir sin falta al notario. Bueno hasta aquí ha llegado mi diversión a ver cómo doy la vuelta con el lío que se ha montado aquí… vaya, qué pronto vamos abrir el testamento de mi padre, coño, bueno será divertido ver la cara de mi madre cuando sepa que todo el imperio es para mí, el hombrecito de rosa de papá. Ya está, me adentro un poco por este camino y me voy. Sí, habrá más días de caza, buah, me duele la cabeza, preferiría irme a dormir un rato antes que aguantar a la histérica de mi madre, al seboso abogado que tiene —estoy seguro que se lo tira— y al formal de Tomás. Al fin y al cabo ya sé lo que pone, sí creo que no iré a la notaría, no me apetece. Me meo, pararé en este llano, precioso el coche, te adoro papá, bueno no creo que te guste donde estés verme con él en medio de este camino abandonado. “Coge el todoterreno, coño”, me dirías… da igual ya no me puedes controlar. Adiós, papá, mira lo que hago con tu coche, uf, qué alivio. Bueno voy a ver dónde puedo dar la vuelta…

El sendero que se abría delante de Humberto estaba cubierto de baches junto a pequeñas planicies en las que las raíces de los árboles surgían indiscretas. Era fácil encontrar algo alrededor que relajara o sugiriera imaginación sin control. Para Humberto, sin embargo, no era más que otra unión indisoluble del odioso azul y verde. Sólo dos colores que se mostraban afines y demasiado presentes en la naturaleza.

¡Cómo es posible que siga atascada la carretera, ni notario ni leches! Me voy de una vez… ¿qué te pasa a ti? ¿Te molesta que te adelante!? ¡Pues que te den! Panolis, refinados, mira mi bólido, mejor que tú… ¡te jodes y me dejas pasar! Qué dolor de cabeza, el whisky, qué mal me ha sentado… claro, tanto disimular la pena, ha debido de comprimir mi cerebro… mi madre lo debe tener hecho papilla, jajaja, pobre, y no que quiere que la abrace! Buah, hace años que no lo hago, ¿ahora por qué? ¡no, qué va! ¡Que lama la calva de su abogado bobalicón, coño! ¡Qué desgraciada! Ostras, al reír me duele más aún la cabeza… y las gafas, me mata este sol, ¿dónde habrán ido a parar mis rayban?”

Con un brusco acelerón Humberto había conseguido colarse de nuevo entre la hilera de coches en el otro sentido, dejando a su espalda la curiosidad de sirenas y faros alrededor del accidente. Era mediodía ya, el sol apenas concedía paso a la brisa que llegaba de las montañas, para suavizar la incipiente primavera.

Ya estoy aquí, sí, aguantaré y acabaré cuanto antes con todo esto… ¡qué pesado, sí, ya, ya…! Espero que sea importante… porque si no ¡me van a oír! Vaya, ahí va mi madre y su novio! ¡Qué curioso, ella también llega tarde, quizás nos parezcamos más de lo que creo… jajajaja… Está guapa, erguida, claro que con ese adefesio al lado… joder, qué dolor de cabeza, venga, acabemos cuanto antes…

Le costaba subir las escaleras hasta un tercer piso. Humberto prefirió no coincidir con su madre en el ascensor… además no le gustaban demasiado esos cacharros claustrofóbicos y opacos. Ni siquiera en un edificio como aquel, lujoso, moderno, en blanco y cromado, el ascensor se alejaba de una sensación de caja fuerte atrapapersonas.

“hagan lo que sea por sacar a mi hijo de ahí, inmediatamente, mi hijo está atrapado…”, vaya voces daba el viejo a todo el mundo, ¡cómo mandaba el cabrón, diez minutos tardaron, pero rodaron cabezas, vaya si rodaron… su dulce secretaria, la primera, desde entonces pasó a tener un secretario… Jodido viejo, ¡qué grande, lástima que su baba al final fuera tan repugnante.

El despacho del notario estaba precedido por una antesala luminosa, en cuyo centro sobre un estrado de metacrilato una señorita daba la bienvenida. Con protocolo y cierta parsimonia les acompañó al interior de la sala donde les esperaban hacía rato. La congregación de tantas personas sorprendió a Humberto que, en un gesto de educación, dejó entrar primero a su madre. El taconeo de sus botas rojas fue lo último que se escuchó antes de que la bella secretaria cerrara la puerta tras de sí.

¡Qué se habrá creído esa panda de cretinos, ese deforme ser, baboso y arrastrado cree que se va a quedar con lo mío… “represento los intereses de Doña Elena Crespo Moreno…”, bla bla bla. ¡Mentecato…! y mi padre qué cabrón, te odio donde quieras que estés… Te maldigo, no puedo creerlo, yo, a mí, sí tu adorado hijo maricón, … no podía seguir escuchando más, me estallaba la cabeza… ¿qué voy hacer? Dios, sí, qué…? Pero ¿qué digo…? Todo es mío, soy el único heredero, el único… no lo permitiré, me voy de aquí, no, vuelvo a entrar… pero y quién es ese indeseable, quién lo ha invitado a esta fiesta… es una emboscada, todos contra mí y tú el primero, allá te pudras en el infierno… pedazo de putero… “como herederos a partes iguales… y para el otro hijo de Don Humberto…“ pero qué dice, no me extraña que mi madre te dejara… sí, ella también lo sabía, lo sabía seguro… ¡Qué voy hacer ahora! Esto es el final, el imperio era para mí, él me lo decía… ¡este dolor me mata!”

La tarde transcurría con el azul y el verde difuminados en una absurda lucha dentro de Humberto que, a manos del volante de su flamante deportivo, iba sin rumbo fijo. No quiso saber más dentro del despacho, no escuchó el final de la hermosa historia de amor de su padre cuyo punto culminante era un aumento de la familia inesperado. El acantilado que se abrió como una brecha dentro de su alma le empujaba hacia el vacío más absoluto.

Apenas saludó al portero al entrar; con un gesto de desdén le esquivó cuando iba a decirle algo. Descalzo, agotado tras haber conducido durante dos horas sin rumbo, se lanzó sobre la cama derrotado por el peso de la incertidumbre. La luna comenzaba a asomarse por el horizonte naranja. Un sinfín de sombras comenzaban a reflejarse sobre las paredes de la habitación del ático.

Mañana volveré a ir de caza, sí. Pero esta vez acabaré con la presa, luego quizás visite a Tomás para aclararlo todo… sí, eso haré pero ahora quiero dormir, la cabeza me va a reventar, me duele mucho, mucho…

¡¡Eh!!! y tú quién eres, qué quieres de mí, ¿te conozco? ¿Cómo has entrado? Socorro… ¿qué haces aquí? Tengo dinero, mucho dinero sí te lo daré todo, todo…

Con el rostro sobrecogido por el miedo, sus ojos se abrían, dejando las cuencas ennegrecidas por el maquillaje que se iba desvaneciendo. Retrocedió hacía la cama, huyendo de una imagen irreal que era la suya propia. Antes quiso deshacerse de sí mismo destruyendo lo que veía. Corrió para esconderse. Con la colcha se cubrió completamente el rostro horrorizado, ahogado por su propio miedo. La mujer de la limpieza encontró a Humberto al día siguiente con un gesto de espanto en su rostro sucio y varias manchas de sangre en su mano. Le llamó varias veces, finalmente avisó al portero y éste a la policía. Se pensó en el móvil de un robo, pero todo estaba en su sitio; se barajó un suicidio, pero nada inducía a ello. El dictamen del juez fue muerte natural. En el espejo del armario había señales de un golpe fuerte con un puño. Un pequeño rastro de sangre dibujaba una línea hasta la cama.

La pelota Por Ana Riera

No. No le había molestado que la llamara “señora”. Ya sabía que no tenía 20 años. Además, no era más que una fórmula, como otras tantas. No, no había sido por eso.

A pesar de haber cumplido ya los 50, Mónica se sentía a gusto con su aspecto general. Aún tenía un cuerpo atlético. Y todavía reconocía sus rasgos en la imagen que le devolvía el espejo, incluso recién salida de la ducha, sin maquillaje ni cremas milagrosas.

Claro que había cosas que la desconcertaban, negarlo sería una estupidez. Como cuando compraba un billete por internet y la pantalla le pedía que introdujera la fecha de nacimiento. El día y el mes no suponían un problema. Pero al llegar al año, le sorprendía lo mucho que tenía que descender por la pestaña que se desplegaba. ¿De verdad habían pasado todos esos años? Primero los que empezaban por 20, como 2022, 2021, 2020. Y luego, mucho más abajo, los que empezaban por 19.

Mónica tenía que reconocer que imaginar los miles y miles de personas que habían nacido después que ella le producía una intensa sensación de vértigo. Como si se asomara a un precipicio del que no alcanzara a ver el fondo.

Pero hoy no había sido nada de eso lo que la había sumido en un estado de profunda nostalgia. Comprendía perfectamente que para el niño que asomaba la cabeza entre los barrotes de la valla para pedirle el balón que había ido a parar a la calle, ella fuera una señora con todas las letras.

El problema es que esa escena le había hecho recordar de golpe otra muy parecida, solo que con los papeles intercambiados. Ella era la niña, la que asomaba la cabeza entre los barrotes, con el pelo revuelto y las gotas de sudor escapando por debajo de su flequillo rebelde.

“¿Por favor señor, podría pasarme esa pelota?”

Su voz le sonó extraña en el recuerdo. El hombre estaba medio de espaldas. Mónica no podía verle la cara. Hasta que se giró y vio que se trataba de su profesor de gimnasia. Se alegró de que fuera él, porque era muy simpático, pero recordaba que le había parecido muy mayor. Y eso a pesar de que no tendría más de 40 años.

Fue eso, la sensación que volvió a experimentar de repente al rememorar aquel momento de su pasado, lo que le produjo el desasosiego que ya no la había abandonado en todo el día, como si se le hubiera pegado a la piel para, poco a poco, irse filtrando por sus poros.

Quizá fue por eso. O tal vez eso no fuera más que el detonante, la gota que colmó un vaso que venía llenándose en silencio desde hacía mucho tiempo. Pero en cuanto oyó las llaves girando en el pomo de la puerta, Mónica sintió como una oleada de ira le subía dese lo más profundo de las entrañas, abriéndose paso como un tsunami, hasta que le salió por la boca en forma de reproches. Se los lanzó de inmediato a la cara y no paró hasta quedarse completamente vacía.

Ni la cara de desconcierto de él, ni los años compartidos, ni al rato los ojos de súplica que la miraban desde el otro lado del salón, sirvieron para aplacarla. Curiosamente, en cuanto lo hubo soltado todo, sintió una paz que, por fin, desterró toda la nostalgia de su cuerpo.

Un día cualquiera Por Elisa Pérez

No era tan tarde, pero Rosa estaba inquieta.

La oscuridad había derrotado de nuevo a la luz de un día cualquiera. No había sido distinto a otros, ni siquiera había tenido la intención de serlo al amanecer.

Cuando se puso en pie a primera hora de la mañana, con el pie derecho primero para no romper la tradición, Rosa ya experimentó el primer disgusto. Le seguía molestando la espalda. Un punzante y doloroso calambre le recorría la parte derecha al respirar.

Se recompuso, olvidó los estiramientos que el optimismo esporádico le obligaba a hacer diariamente, y se incorporó arrastrando los pies.

Tampoco la zapatilla estaba en el sitio esperado. Odiaba andar descalza. Seguro que Teo había revuelto todo en alguno de sus paseos nocturnos. O, incluso, Ramón en su despertar ruidoso del que iba dejando rastro fruto de una somnolencia tal, que o le hacía tropezar con la mesilla que llevaba en el mismo sitio más de veinte años; o pulsaba con descuido el interruptor de la luz iluminando la habitación. Siempre era el mismo ritual. Ya no se levantaba con él para darle un beso de despedida. La primera vez que dejó de acompañarle hasta la puerta muy temprano, sin mediar palabra, ni romper el silencio de una noche en retirada o de una mañana incipiente, Rosa le sintió respirar hondo y cerrar la puerta con más fuerza de la habitual. Ella permaneció acurrucada en su almohada. Quizá esperaba otra reacción de su marido. No sabía aún por qué había tomado esa decisión: quizá se había disipado ya el entusiasmo inicial; o el reconocimiento de su sacrificio por fin se imponía frente a la tiranía del otro. Esperó una respuesta suya que nunca llegó, simplemente pareció aceptar la decisión de su mujer y se olvidó de ese primer beso diario.

Habían transcurrido más de cinco años desde esa decisión, pero hoy la recordó con un escalofrío. Antes de salir, Ramón había cruzado el pasillo hasta la habitación, le sintió en el cerco de la puerta, notó su olor a colonia barata y aftershive. Transcurrieron unos segundos que aceleraron su corazón, pero sin mediar palabra, le oyó darse la vuelta y cerrar con fuerza la puerta de la casa. Rosa se sobresaltó, no sabía la razón de esa vuelta atrás, nunca lo hacía, dejaba todo listo en la entrada.

Óleo de Francesca Escobar Raya, 2009.

Ella habitualmente no dormía más tras la marcha de su marido. Desde hacía poco había descubierto un momento propio y auténtico sólo para ella. Escuchó una charla sobre sexualidad en la mujer y en un atrevimiento desconocido, se compró un consolador. Apenas recordaba ya la última vez que había sentido placer con su marido, no recordaba tampoco si alguna vez lo había experimentado. Ahora era distinto. Había conseguido alcanzar un placer intenso con su cuerpo del que desconocía casi todo, al que tenía miedo y al que subyugaba con la represión de miles de prejuicios. Había consiguiendo vencer todo eso, con un aparato que apenas le costó 50 euros. Seguro que una terapia me hubiera costado mucho más, se decía a menudo con una sonrisa.

Tras ese momento único, la bruma y la soledad volvieron a ocupar el resto del día.

En la cocina había un gran desorden. La lengua rasposa de Teo la recibió. No tenía ganas de carantoñas, le tocaba recoger lo que otro había hecho. Decidió acometerlo después. Y, como tantas otras veces, pensó que cuando volviera le reprocharía su descuido y desconsideración.

Los disgustos se sucedían: no había café, Ramón no había hecho café. “me basta con un descafeinado” repetía últimamente o “ya desayunaré en el bar junto al trabajo”. Claro, así evitaba tener que preparar un espumoso y confortable café para él y, además, para su mujer. Rosa se moría por una taza oscura y rebosante de líquido negro. Lo necesitaba, pero, con un absurdo rencor, decidió no hacérselo. Luego hablaría con Ramón.

Teo demandaba su desayuno también. Desde el principio le encantó la idea de tener un perro. Siempre le gustaron los animales. Cuando Raúl lo pidió, no hubo más motivos. Se fueron a la primera asociación y adoptaron un cachorro. Todos adoraban a ese can. Era suave, dulce, le hacía compañía en las interminables jornadas que pasaba sola. Desde hacía poco también había comenzado también a dar señales de que el tiempo le pasaba por encima. Le costaba moverse o correr. Sin duda echaba de menos a Raúl; como yo pensó al recordarlo. Un nudo se atravesó en su garganta haciéndole difícil tragar saliva. ¿Se habrá levantado ya? Por un minuto se emocionó imaginando que también él estaría pensando en ella.

Pese a haber transcurrido casi dos años de ausencia, cada jornada tenía que hacer el mismo ritual. Los primeros meses sintió alivio de que Raúl no estuviera, era un alivio corrompido por el cansancio y la desesperación. Después se tiñó de consuelo: él había aceptado esa decisión, esperanzado en sentirse mejor. Últimamente Rosa buscaba un sentido a todo lo ocurrido. La búsqueda de lo mejor para él se desvanecía al notar la distancia. ¿sería más feliz ahora? Desde luego ella no lo era.

A través de la puerta de la cocina contempló el montón de cajas del comedor. Respiró dolorida. Al menos habría cinco mil artículos dentro de ellas. Las abriría, clasificaría, contaría, montaría y cerraría por orden de modelos. Así era la cadena. En diez días todo aquello debía estar listo para recoger. La rutina, su rutina, se cernía a esas cinco acciones; luego tres días en espera del siguiente encargo, para empezar de nuevo la cadena y así, sucesiva y eternamente. Rosa miró la silla donde acomodarse para comenzar su trabajo. Estaba raída, se le antojó descolorida y usada. Ya no era cómoda para ella. La adquirió para la habitación de Raúl, sin embargo, nunca la usó porque no le gustaba el color, el respaldo, la forma del asiento… miles de excusas para concluir que no la quería, al igual que tantas otras cosas que le compró buscando un acercamiento que nunca llegaba. El seguía ensimismado en su nube de colores negros. Mientras la silla continuó arrinconada en el comedor hasta que ella comenzó a usarla para su trabajo diario de montaje de puntillas de raso.

Dudó si ducharse o no. Daba igual, nadie la iba a oler, ni tocar, ni mirar. En una ojeada rápida en el espejo del pasillo, concluyó que tendría que cortarse el pelo. Ya tendría tiempo de pensar en eso, resumió con resignación. Esperaba la llamada, a las 9 en punto cada martes. Hoy era martes y quedaban diez minutos para en punto.

La dichosa espalda la estaba matando, el simple movimiento de ponerse el chándal y las zapatillas intensificó el dolor. Emitió un alarido.

Aún no había mirado por la ventana hoy, ¿para qué? Se preguntó, estaría la misma calle, las mismas personas deambulando, nada distinto. ¡Todo un espectáculo la verdad!, se rio entre dientes.

Amedeo Modigliani, 1918-1919.

Estaba retrasando el comienzo de su jornada diaria pero la llamada debía entrar. Esperaba que no se le hubiera olvidado. No podrían visitarle hasta Navidad con lo que necesitaba oír su voz. Pero el temor del anterior martes la recordó que podría ocurrir de nuevo. ¡Qué desesperación! Solo reclamaba quince minutos de su tiempo para que le contara cómo iba el tratamiento, los ejercicios, los talleres… necesitaba saber que todo aquello tenía un objetivo: que no había sido en vano tanto tiempo alejados, buscando ayuda en el refuerzo de su autoestima y las bondades que, sin duda, tenía su hijo.

Comenzó a impacientarse. Se situó enfrente del teléfono en la silla. Quizá si se pusiera a trabajar. No, no quería sin antes escuchar la voz de su hijo al otro lado. Ya habían pasado más de diez minutos de las nueve. ¡Maldito seas, Raúl! No me hagas esto otra vez, por favor. Los sentimientos de culpa la persiguieron durante mucho tiempo tras tomar la decisión de internarle en un centro especializado. Habían sido tres veces, no podría soportar una cuarta. Y tampoco tenía certeza de que su hijo pudiera soportarlo.

La desesperanza iba en aumento. Decidió abrir alguna caja. Allí estaban las malditas puntillas, en sus paquetes de cien, finas y delicadas. “debes tratarlas con mucho esmero” le dijo la encargada cuando la contrató. A Rosa le pareció el trabajo perfecto: estaría en casa, cerca de su hijo, atendiendo su hogar, organizando su tiempo y con pocos gastos… Después llegaron los inconvenientes: las cajas eran voluminosas y pesadas, ocupaban gran parte del comedor, el olor a plástico se hacía insoportable, sus manos estaban agrietadas con cortes y rasguños, el salario era muy bajo…. Intentó dejarlo cuando Raúl fue internado, le vendría bien buscar algo fuera de casa, le recomendó el psicólogo… Si, pero ¿hacia dónde dirigirse? Estaba perdida, continuaba su rutina en espera de algo nuevo que nunca llegaba.

Y el teléfono sin sonar… No podía contactarle ella porque las terapias necesitaban su tiempo, les decían desde el Centro. El primer mes fue desolador: no había opciones de comunicarse con Raúl. Estaba aislado, medicado, el riesgo de autodestrucción era muy alto. Después los intervalos de buenos y malas rachas se sucedieron sin razón o con toda ella. Rosa se preguntaba miles de veces ¿cómo habían llegado a eso? ¿qué habían hecho mal? ¿qué parte de culpa era suya? Pero eso ha pasado ya, él ahora está mejor, mucho mejor, cuando vino en verano se le veía con ilusión, más delgado, con barba como su padre. …Y el teléfono no suena, mierda, ya son las 9.20.

El dolor de espalda se agudizaba, apenas se podía mover por la rigidez. Se tumbó en la cama, experimentó cierto alivio. Con sus manos tapó la cara, enrojecida por las lágrimas. ¡Maldito seas! ¿No me vas a llamar?

Un rayo de luz la despertó, el frío la hizo estremecerse, se había quedado dormida. La almohada estaba mojada, había llorado hasta desfallecer con el teléfono entre las manos. No tenía llamadas perdidas de Raúl, pero tampoco Ramón habían contactado con ella. En un esfuerzo sobrehumano podía entender a Raúl, se encontraría en alguna terapia o ejercicio importante, pero a Ramón… no le comprendía; en todo esto estaba como ausente, como si se sintiera exento de tener que hacer algo, de responder con estímulos. Ella le había dejado de necesitar, eso es lo cierto, ya no más.

Le pareció que debía seguir con su vida y se acercó de nuevo a su trabajo. Las cajas, las dichosas cajas necesitaban una respuesta. Y si en alguna de ellas encontrara alguna sorpresa. ¿desde cuándo no había nada nuevo a su alrededor? Ya eran las 12; tenía que saber qué había pasado esta vez para no recibir la llamada prevista.

Tomó el teléfono para llamar al Centro de Manejo de la Conducta; a cientos de kilómetros una mujer le respondió.

La comida había sido rápida y nerviosa. Tenía el estómago encogido, aún no se lo podía creer. Dudó si contactar con Ramón, pero no lo hizo. Él ya lo sabía, conocía que Raúl se iba a ir dos semanas a una residencia a la Sierra alejada aún más de ellos. Es mayor de edad, contestó el terapeuta. Sí, les entiendo, pero debe saber que las decisiones las debe tomar él, Raúl es adulto. Le mandaré un mensaje para que contacte con ustedes y les cuente cómo se encuentra. Le va a venir muy bien esta salida.

Era cierto, Raúl tenía ya 20 años. Entre disgustos, riesgos y hospitales han pasado más de ocho años confiando en su recuperación y en su bienestar, sin lograrlo. Quizá es ella la culpable de que no encuentre la calma. Este pensamiento la martiriza como un martillo desde hace un tiempo.

Absorta en estos pensamientos, sonó el móvil. Lo había arrojado sobre la cama deshecha. Corrió a tiempo de comprobar que era su marido.

  • Claro que no, ya sabes lo que significan para mí sus llamadas, ¿por qué no me habías dicho nada?

Para Rosa la estupidez de su marido no tiene límites, no sólo le había ocultado la salida a la sierra de Raúl, sino que acababa de confesarle que el contacto único con el Centro será él, a partir de ahora, a prescripción de los terapeutas. ¡Sólo durante un tiempo, eso sí… se atreve a especificar el muy cretino!

Georgina Gray, 2006.

La noche iba anunciando su llegada, con una brisa fresca. Rosa sentía frío, pero no se atrevía a moverse de la incómoda silla esperando algo que nunca llegaba. Los platos de la comida se mezclaban con los del desayuno en la cocina; la cama aún revuelta, no ofrecía descanso alguno. Las puntillas permanecían esparcidas entre las cajas y la mesa de trabajo. Había sido otro día cualquiera más. Las dudas y las preguntas sin respuesta seguían agolpándose en su cabeza. Los árboles del exterior se movían con violencia al compás de la agitación que Rosa mantenía en su cabeza. Estaba desesperada y triste. Ya no podía aguantar más. Con calma se levantó de la desvencijada silla y se dirigió a la ventana. Un torrente de aire le dio la bienvenida, bajó la vista perdida en la distancia de la acera.

De pronto sonó el timbre.

  • ¿Raúl? – a través de la mirilla divisó a un joven con barba y pelo oscuro.

No escuchaba la charla del chico que intentaba convencer a Rosa de las bonanzas de un cambio de compañía eléctrica sentado en el sofá, con aspecto afable y bien parecido le hablaba entre números y coeficientes reductores.

  • ¿Te apetece cenar conmigo? Puedo preparar algo muy rápido. ¿Cómo me has dicho que te llamas?

Sin tiempo a contestar, se dirigió a la cocina dejando al desconocido turbado por la hospitalidad tan extraña de esa mujer.

  • Debo irme no se preocupe
  • Siéntate, Raúl, no estoy preocupada, siéntate ahí, enseguida traigo algo para picar.
  • Disculpe, me llamo Andrés, no Raúl.. no me extraña con tantos datos que le he contado, mi nombre es lo de menos…
  • No sé cuándo regresará mi marido, hemos discutido ¿sabes? Bueno da igual, preparo algo para los dos. Te voy hacer una tortilla, Raúl.

El día continuaba en su agonía. Al final no iba a ser otro día cualquiera para Rosa.

 

 

 

 

Nuevos vecinos Por Elisa Pérez

Óleo de Héctor Daffara.

 

La nueva pareja de vecinos se iba a presentar dispuesta a pasárselo bien en su recién estrenado barrio.

Ajenos a las inevitables miradas y comentarios que suscitarían en los demás, habían aceptado la invitación de Esther. Como no tenían ningún compromiso para ese día, a Andrés le pareció que sería una forma estupenda de conocer el entorno en el que habían caído. Centrado en su trabajo, le divertía alternar de vez en cuando y conocer gente nueva.

Por su parte, María emitió una mueca de aceptación mientras él le lamía el cuello con avidez. No necesitaba convencerla, irían a esa barbacoa. Seguro que se divertía mucho también.

Se colocó una cinta de colores entre el pelo color zanahoria, que le caía en una suave cascada rizada sobre los hombros despejados. Finalizaba el verano pero le gustaba sugerir, mostrar, tenía unos preciosos brazos y una espalda muy sensual, según Andrés, y nunca escatimaba en mostrarlos.

Lucas vivía con Esther, anfitriona sin igual, conversadora incansable que alargaba su trabajo como secretaria internacional con demasiada frecuencia. Esta vez era una barbacoa, la semana anterior una cena temática… Mientras encendía el carbón, Lucas la contempló moverse incansable, saludando efusivamente a los primeros invitados: los nuevos vecinos. Sus manos de dedos largos, huesudos, dejaron de afanarse con el carbón ante la llegada de esos dos desconocidos.

  • ¡Qué bien que hayáis podido venir! Conoceréis a la mayor parte de los vecinos… es un barrio estupendo… pero qué bonito pelo tienes, precioso… Acomodaos por ahí…

María no respondía al bombardeo de halagos, propuestas y preguntas de su efusiva vecina. Esperaría su oportunidad. Quizás la encontrara pronto. Dirigió su vista hacia la barbacoa. El anfitrión estaba dejando su tarea hostigado efusivamente por su mujer: ¡Ven a saludar a los nuevos vecinos!

Lucas besó en las mejillas a María. Se ruborizó como un adolescente. Casi percibió su calor facial al tiempo que su intenso perfume. El olor le turbó, un intercambio fugaz de miradas le paralizó.

– Soy auxiliar de vuelo… —esta frase le inquietó aún más—.

– Qué coincidencia —exclamó entusiasmada María—, mi marido viaja mucho, seguro que habéis coincidido en algún vuelo… y ahora somos vecinos, ¡genial!

La palabra coincidencia no era la apropiada quiso protestar Lucas. Le incomodaba la facilidad de Esther para contar su vida y establecer lazos de familiaridad con cualquiera. Además esa mujer, su vecina desde hacía pocas semanas, le provocaba cierta inquietud.

  • Somos muchos en la empresa, es difícil coincidir —justo lo que él hubiera querido decir, si se hubiera atrevido, lo verbalizaba María con una firmeza que espantaba cualquier réplica.
  • Hago solo viajes transoceánicos cada seis semanas. El resto del tiempo no viajo —una sonrisa entre burlona y convincente pretendía dejar el tema de su trabajo de lado—.
  • Ah, claro, entonces puede ser que en alguno de sus viajes a China hayáis coincidido. No te acuerdas de ella, ¿verdad Lucas? Es tan despistado, tremendamente… si no fuera por mí… Ahí llegan Berta y Juan… Venid chicos que os presento.

La había reconocido. No le gustaba volar pero lo tenía que hacer con frecuencia por trabajo. Los vaivenes del avión se acentuaron cada vez más. El pánico le sacó de un sueño entrecortado. Con calma, ella se acercaba a cada pasajero para tranquilizarles. Llegó hasta él rozándole con su falda azul y dejando un halo de perfume igual de intenso que el que planeaba en el ambiente de su jardín en ese momento, para ofrecerle un vaso de agua que Lucas no rechazó. El líquido incoloro recorrió su garganta como un torrente fresco, que cerraba el brote de nerviosismo que comenzaba a sentir. Los recuerdos siguieron invadiendo su memoria en medio de la algarabía vecinal. Se colocó frente a ella con la mano extendida con un refresco. Comprobó que su rostro transmitía la misma seguridad de hacía tres años. La transición que le daba el descanso entre besos y saludos de bienvenida, la dedicó a observar los inconfundibles ojos verdes de su vecina.

María apenas le miró al recoger el refresco que le ofrecía. Permanecía atenta al monólogo de Andrés. El jardín comenzaba a llenarse de gente, todos deseosos de conocer a los nuevos. A su lado Esther ejercía una fuerte y dura protección intentando no dejarles solos en ningún momento, reclamando el protagonismo de haber sido la primera en presentarlos en sociedad.

  • Tienes un marido encantador —le susurró al oído—, Lucas es más callado, ya ves, se encarga de la barbacoa sólo por no tener que hablar con gente…, aunque vete tú a saber, quizás las mate callando… —una sonora carcajada retumbó demasiado cerca del oído de María que la miró con una sonrisa burlona—.

Mientras daba vueltas a las hamburguesas y las chascas tomaban el tono rojizo más idóneo, a Lucas le invadían recuerdos que creía olvidados. La llegada a destino fue tan bien acogida por los pasajeros que todos aplaudieron al pisar tierra. Había sido un vuelo terrible, las atenciones de María consiguieron calmar el miedo general. Después una breve despedida en la puerta del avión, siguió a un encuentro fortuito en la cafetería del aeropuerto, a falsos saludos y a algunas risas que llevaron a lo imprevisible, a lo inesperado. Jamás antes había engañado a Esther, en ninguna de sus ausencias había tenido contacto con otras mujeres. Fue la primera vez y, ahora recordaba, también la última. Al tiempo que daba vuelta a la ristra de chorizos a punto de quemarse, revivió la sorpresa y la contrariedad que experimentó al despertarse a la mañana siguiente, en la cama del hotel cercano al aeropuerto. Tan sólo el rastro de su perfume permanecía con él sobre una almohada testigo de una noche desenfrenada y vibrante. Durante semanas revivió esas horas en su cabeza notando que la excitación le invadía sin control, recorriendo las líneas del cuerpo de María.

Las mujeres se arremolinaban alrededor de Andrés que en modo líder, conseguía embelesarlas con historias que María apenas escuchaba. Prefería juguetear con su copa o anudarse la cinta del pelo. Le observaba sopesando si le hacían caso por su derroche de humor o solo por ser la novedad. No era muy atractivo pero le gustó a María cuando le conoció en un vuelo a Japón. Su fingida comicidad y sus manos huesudas y largas, que movía con desenfreno al hablar, la atrajeron especialmente.

El olor a carne asada había invadido el barrio, las luces comenzaban a encenderse de forma acompasada como si de una orquesta se tratara. El humo se evaporaba entre las hojas de los numerosos árboles que adornaban el jardín de Lucas y Esther. Él no podía concentrarse como en otras ocasiones; el sudor le empapaba la camisa. Corrió dentro de la casa. Debía cambiarse. Olería a chasca, a humo, a culpa. Las dudas iniciales se esfumaron pronto. La miró al pasar junto al grupo donde Esther sonreía mientras escuchaba. La certeza absoluta de que era ella alteró aún más a Lucas. El pelo un poco más largo quizás; le parecía más esbelta imbuida en unos ajustados pantalones naranja, todo eso no hacía más que reconocerla en aquella mujer con la que tuvo la mejor aventura amorosa de su vida.

  • Cariño ¿estás bien?, esta noche te has superado con la carne… ¡exquisita!… qué majos nuestros vecinos, ¿verdad? Y ella tiene mucho estilo… su marido es tan divertido.

Lucas reconoció esa sensación de desamparo que le entraba cada vez que oía a su mujer desentrañar la vida de otros. Los diseccionaba, penetraba con un bisturí hasta sus entrañas. El terror de que descubriera su secreto se extendía por todo su cuerpo, cual mancha de aceite.

El convite continuó bullicioso, permitiendo que el frescor de la noche se aproximara con sigilo.

  • Qué maravilla de encuentro, gracias por invitarnos —la voz aguda de María se expandió por los oídos de Lucas— me estoy divirtiendo mucho… Y además te he estado observando mientras te afanabas en preparar la barbacoa y…

Lucas en ese momento quiso interrumpirla para gritar: ¡sí, soy yo, el de hace dos años! Pero no abrió la boca, por el contrario continuó expectante.

  • … y me preguntaba de dónde has sacado esa habilidad con el asado… lo sazonas, lo volteas, lo mimas… parece que lo estuvieras acariciando, te voy a nombrar el mejor chef de barbacoas del mundo.

¿En serio? ¿Así le veía: el mejor chef de barbacoa…? No le había reconocido, después de todo… solo por el asado, solo le hablaba por eso.

  • Y tengo que reconocer además —María proseguía su alegato presuntamente ajena a la desilusión creada en Lucas— que no suelo comer carne al menos en barbacoas… Oye, te noto muy acalorado, ¿te traigo una bebida?
  • ¿Eh?, no, ahora no, he bebido ya unas cuantas copas… gracias —la miró desde una distancia que hacía difícil no olerla. Por encima del aroma a asado su perfume se imponía—.

Por un minuto sostuvieron las miradas. Al otro lado del jardín se produjo una risa generalizada cuando alguien cayó a la piscina.

  • Perdona, ahora vuelvo… —Luis corría a auxiliar a su mujer que disfrutaba de un baño nocturno mientras invitaba a que otros hicieran lo mismo. Según ella era una forma fantástica de terminar una noche de fiesta, a pesar de que había jurado que esta vez no lo promovería.

La noche había conseguido situarse entre los invitados, entregada a su eterno devenir. Andrés había acabado su repertorio de temas, se mantenía con cara de cansado, riendo bobalicón. A él no le gustaba nadar y menos exponer su desnudez. María se acercó. Le dijo algo al oído, mientras él le besaba el cuello suavemente. Ambos se levantaron. Parecían conocer el camino, a pesar de ser la primera vez que estaban en esa casa. Lucas les contempló mientras repartía toallas entre aquellos que quisieron seguir el ejemplo de su mujer. Ambos entraron en la casa, cogidos de la cintura. Lucas no podía evitar mirarlos; observar el caminar erguido y armonioso de María le excitó.

  • Voy a por más toallas —con esa excusa corrió a la casa, necesitaba seguirlos. Ni en la cocina, ni en el salón, quizás en la biblioteca… Ni rastro de ellos.

Un pequeño grito ahogado le atrajo hacia la planta superior. El grito se hizo más evidente. Una de las puertas permanecía ligeramente abierta. Lucas no pudo evitarlo, acercó primero el ojo derecho para mirar; luego apoyó el oído para sentir los gemidos, los susurros entrecortados de placer de la pareja. Fue un minuto que pareció un segundo lo que le bastó para atreverse a abrir un poco más la puerta, le importó poco que pudieran verlo, tenía que confirmar que eran ellos.

Desde una posición más clara consiguió ver la escena imaginaria que llevaba toda la tarde reviviendo con María. Un ahogado gemido de Andrés puso punto y final a la escena. Lucas aprovechó que los dos yacían desnudos sobre la cama para bajar corriendo hacia fuera. Necesitaba tomar aire. De fondo, las risas desde la piscina ahogaban los latidos desbocados de su corazón.

  • Queremos proponer un brindis —María intentaba acaparar la atención de los invitados— por nuestros anfitriones, los mejores y más encantadores vecinos que jamás he encontrado! —todos siguieron a la mujer que poco a poco había conseguido atraer la atención de los presentes— y especialmente quiero celebrar que esta noche he probado la mejor barbacoa del mundo. Lucas, eres el mejor chef de barbacoas! —la sonrisa burlona de María se tornaba en rabia dentro de Lucas al escucharla una vez más con esa cantinela ridícula.
  • Gracias de nuevo por invitarnos —a la salida de la fiesta ya concluida, María se dirigía a Lucas con los zapatos en la mano, el rímel aún en sus pestañas y los pantalones desabrochados por la cantidad de carne que había tomado, según confesaba. En una noche había pasado de ser la nueva a convertirse en la reina: adorable, irónica, sensual… había encandilado a todos oscureciendo las aparentes virtudes del bueno de Andrés.

Mientras, a Lucas le costaba reponerse de lo vivido. Se debatía entre lo visto y lo sucedido hacía dos años.

  • ¡Me encantó conoceros! —Esther se deshacía en elogios y cumplidos.

El último abrazo entre ambas mujeres desató el desconcierto en Lucas: María le comentaba algo a Esther en voz baja que hacía abrir los ojos de ésta de forma exagerada. ¿Qué le habrá dicho?

Un beso soplado en el aire fue la última imagen de la vecina para Lucas, que de reojo la observó marcharse entre el resto de invitados destacando con su andar altanero, sobresaliendo con su melena naranja, riendo del brazo de Andrés que se arrastraba parsimoniosamente.

 

Lucas no podía dormir, se dedicó a recoger los restos de la fiesta, mientras Esther caía sobre la cama víctima de su excesiva dedicación a los demás:

  • ¿Sabes que me ha confesado María? Qué Andrés no es su marido. Me ha dicho que es su última conquista… resulta un poco descarada, ¿no crees? ¡Qué pena, con lo majo que es él!

[Mujer mirando por la ventana, Carolina Torres]

Antes de que terminara de ponerse el pijama, Esther roncaba plácidamente. En su bolsillo Lucas guardaba un papel que había encontrado entre las copas del brindis. Dudó si abrirlo. Lo desplegó sin reconocer la letra, la intuición fue suficiente: “… Mira por la ventana superior del lado derecho… me desnudaré lentamente para ti. Andrés se habrá dormido; por cierto, ya sabrás que no es mi marido, ¿verdad?”

Desconcertado aún más, y sudoroso por el esfuerzo de entender, cerró y guardó el sobre. Saldría a tomar un poco de aire.

Desde una silla del jardín que aún permanecía en pie giró sus ojos hacia la derecha… el pequeño reflejo de una lámpara encendida destacaba en la oscuridad de la noche.

Lucas cerró y guardó el sobre, dispuesto a hablar con su mujer sobre lo agradables y simpáticos que han resultado los nuevos vecinos.

De prestado Por Ana Riera

Sonia sentía que vivía de prestado. Bueno, lo sentía desde que tenía 11 años. En realidad, desde el día que había tenido el accidente. Creía sinceramente que estaba predestinada a tener una vida corta. Y si todo hubiera salido de acuerdo a lo que los astros le tenían reservado, así habría sido. Pero ocurrió algo imprevisto. Y lo que tenía que ser un fatal accidente, como otros muchos, se truncó.

 

Esa mañana de otoño todas las piezas del tablero estaban perfectamente dispuestas para que sucediera lo que tenía que suceder. La cuerda plastificada se encontraba alrededor de la señal de tráfico. Ella pasó justo por allí a la hora prevista. Distraída, metió un pie dentro de la cuerda tal y como estaba escrito. La cuerda le trabó el paso y la hizo caer de bruces, sin tiempo para apoyar las manos. Llevaba en la bolsa de la compra un envase de cristal que se rompió en mil pedazos. Uno de los trozos se le clavó en la tierna muñeca. Secuencia perfecta, fin del suceso, desenlace mortal.

Pero no fue así. A pesar de que a esas horas tempranas las calles solían estar desperezándose todavía, sobre todo siendo domingo, de la nada apareció una mujer.

Sonia tan solo se acordaba de algunos detalles. Recordaba que tenía una larga melena negro azabache, y lisa, muy lisa. Recordaba que llevaba una falda larga hasta los pies, aunque era incapaz de decir de qué color era. Y lo más importante, tan importante como para convertirse en un elemento clave de la historia. Enroscado al cuello lucía un delicado pañuelo.

Sonia era capaz de rememorar asimismo pequeños fragmentos de lo que debió ocurrir esa mañana, aunque envueltos en una espesa neblina. Ella levantándose del suelo sin saber qué había sucedido. Ella mirándose el brazo derecho, a la altura de la muñeca, y descubriendo que tenía un gran boquete que no debería estar ahí. Ella acercándose a una desconocida, mostrándole el brazo y diciéndole: “¿Me ayudas?” La desconocida arrancándose el pañuelo del cuello y atándoselo en la parte superior del brazo. Ella sentada en un taxi junto a la desconocida. El vehículo entrando en un edificio oscuro y frío protegido por una especie de mampara gigante de grueso plástico transparente. Ella tumbada en una camilla viendo una sucesión interminable de luces en el techo.

Luego llegaron las batas blancas, que le dedicaban miradas dulces y sonrisas tiernas, aunque Sonia podía adivinar la inquietud en sus gestos.  Y las preguntas, miles de preguntas: “¿Cómo te llamas, bonita? ¿Quién te ha hecho ese torniquete? ¿Cuántos años tienes? ¿Sabes dónde vives? ¿Has desayunado esta mañana? ¿Recuerdas el número de teléfono de tu casa?”

Sonia no podía pensar con claridad, sólo sentir. Y se sintió extraña en su cuerpo, y en ese lugar desconocido al que no pertenecía, y en las escenas que se sucedían con ella como protagonista.

 No fue hasta más tarde, mucho más tarde, que pudo recomponer las piezas y comprender realmente lo que había sucedido esa mañana de domingo. Un domingo que había empezado como tantos otros, sin dejar entrever ningún detalle que le advirtiera de lo que iba a ocurrir, sin nada que le hiciera sospechar que su vida pendía de un hilo, que su existencia, a pesar de su corta edad, podía esfumarse entre sus dedos por un loco designio del destino.

Pero contra todo pronóstico, Sonia sobrevivió a la caída, a la enorme pérdida de sangre, que dejó una mancha enorme y oscura en la acera como mudo testimonio, a la sutura de venas, tendones y piel de su muñeca derecha. Desde entonces Sonia sentía que estaba de prestado en esta vida, que alguien se había empeñado en regalarle una segunda oportunidad de forma arbitraria.

El torniquete, una palabra que hasta ese día nunca había salido de su boca, le había salvado la vida. Todos en el hospital elogiaron lo bien hecho que estaba. Tuvo suerte incluso con el traumatólogo que estaba de guardia en urgencias ese día. Un chico joven, con el pelo negro azabache como el de la desconocida, que recién comenzaba pero que ya había empezado a destacar. Un joven médico que le salvó la muñeca y logró que ni siquiera perdiera la movilidad a pesar de la grave lesión. Como si todo hubiera sido un mal sueño. ¿Cómo no iba a sentirse de prestado?

Lo peor para Sonia era sentirse en deuda con la desconocida. Porque la mujer, tras usar el delicado pañuelo para que dejara de brotar la sangre de la herida, tras dejarla en el hospital a buen recaudo, había desaparecido sin dejar rastro. Ni un teléfono de contacto, ni un nombre. Nada.

A Sonia siempre le había dolido no poder darle las gracias, no poder expresarle toda la gratitud que le inundaba con solo evocar lo poco que recordaba de ella. Le obsesionaba no poder ponerle cara, no poder pronunciar su nombre. Llevaba la mayor parte de su vida arrastrando esa deuda.

Obra del artista eslovaco Miroslav Zgabaj.

El día que cumplió los 51, justo 40 años después de sentir que había vuelto a nacer, la sensación de prestado se hizo insoportable. Tal vez fue porque le impresionó haber superado el medio siglo. O porque empezaba a no reconocerse en la imagen que le devolvía el espejo. En cualquier caso, Sonia sintió que debía encontrarla fuera como fuese, pero la misión le parecía una hazaña imposible. Habían pasado cuarenta años y no tenía un solo dato por el que empezar a tirar de la madeja, ningún rastro al que aferrarse.

Entonces se acordó del médico. De él si recordaba el nombre, jamás lo había olvidado: doctor Sancho. Decidió empezar por ahí. Si no lograba encontrarla a ella, tal vez podría, de alguna manera, saldar la deuda a través de él. Había transcurrido mucho tiempo, así que debía estar en la cúspide de su carrera o a punto de jubilarse. Por suerte en ese largo lapso de tiempo había aparecido internet.

Sonia encendió el ordenador y tecleó el nombre del médico en la barra de búsqueda. Le llevó menos de diez minutos localizarlo. Incluso encontró una foto. El hombre de la imagen lucía una hermosa melena plateada y unas finas arrugas rodeaban sus ojos como olas minúsculas. Era él. Estaba segura. Según la información de la pantalla, ahora era el jefe de traumatología de un hospital de renombre.

Sonia decidió que no podía ser una casualidad que lo hubiera encontrado tan rápido. Se dijo que debía seguir adelante. Tal vez fuera la última oportunidad de pagar una deuda que llevaba acompañándola durante demasiado tiempo. Y que cada vez le pesaba más.

Pidió cita con el insigne doctor. Tuvo que insistir mucho e inventar algo complicado para que le recibiera él en persona. Dijo que tenía una vértebra rota, que le habían dicho que tenía que someterse a una compleja cirugía y que quería una segunda opinión. Del mejor. No le gustaba engañar a la gente, pero eran mentiras necesarias. Al menos eso se dijo a sí misma para tranquilizarse. Él lo entendería.

Los nervios se la comían mientras se dirigía al hospital. Había repetido lo que iba a decirle un millón de veces. Había imaginado un sinfín de reacciones distintas. ¿Se acordaría de aquella niña de once años que apareció ese domingo en urgencias con la muñeca destrozada? ¿Comprendería lo que sentía? ¿Se enfadaría con ella por haber pedido una consulta que no necesitaba como pretexto para verle? ¿Pensaría que estaba loca?

Por encima de las dudas, por encima de los nervios, Sonia sentía una sensación de tristeza, una pena que se concretaba en una especie de vacío en medio del estómago. Porque incluso si la entrevista salía bien, incluso si el médico la comprendía, incluso si se acordaba de ese día concreto hacía ya 40 años, ella no podría saldar del todo su cuenta pendiente. Porque el médico, al fin y al cabo, solo había hecho su trabajo.  Su verdadera salvadora era la desconocida y ella seguiría sin poder ponerle cara.

De camino al piso 3, consulta 11, puerta B, tal y como le había indicado el chico de detrás del mostrador, trató de darle esquinazo a la tristeza. Debía concentrarse en el encuentro con el doctor, ceñirse al plan de tratar de redimir la sensación de prestado a través de él.

En la sala de espera no había nadie. Las sillas vacías le ensancharon el hueco del estómago. Seguía sin decidirse a sentarse cuando se abrió la puerta y una voz todavía sin amo pronunció su nombre, que retumbó entre las cuatro paredes. Era una voz grave y suave a la vez. Sonia avanzó hacia ella como hipnotizada. Por fin había llegado el momento.

La recibió de pie, junto a la puerta, con su bata impoluta y su cabello plateado. Le sentaba bien. En cuanto lo tuvo delante, sentados ya los dos, cada uno a un lado de la mesa, le contó toda la historia. Sin preámbulos, sin rodeos. Quizás fuera su mirada sonriente, pero se sentía extrañamente tranquila. Además, necesitaba sacarlo todo de una vez.

Le habló de la niña que se tropezó en la calle aquella mañana, de cómo una desconocida la había ayudado, de lo asustada que estaba cuando llegó a urgencias con un boquete en la muñeca, de cómo una versión jovencísima de él le había curado la herida. Y también le habló de su pena, de lo mucho que le pesaba no haber podido darle las gracias a aquella mujer, no poder ponerle cara, no poder pronunciar su nombre.

Sonia debía reconocer que entre las muchas reacciones que había imaginado, la que el médico le brindó finalmente, no se la esperaba. La miró un tanto enigmático y, tras unos segundos pensativo, le dijo que se acordaba de ella, que se alegraba mucho de ver que estaba bien. Pero que se olvidara de la chica. Que no tenía más importancia. Que seguramente tenía algún tipo de formación sanitaria y simplemente había hecho lo que tenía que hacer ante un accidente.

–Mira, el mérito es todo tuyo. Por haberte levantado, por haber tenido la sangre fría de buscar ayuda, por haber seguido con la rehabilitación sin quejarte a pesar del dolor. Porque yo sé que tuvo que dolerte. Y mucho.

Sonia estaba confusa. Le gradecía sus palabras, pero no acababa de entender lo que le decía. ¿Cómo no iba a tener importancia lo que había hecho la chica? ¿Cómo no iba a sentirse agradecida? ¡Le había salvado la vida!

El médico, que no había dejado de observarla, suspiró.

–¿Qué te contaron exactamente tus padres?

–¿Mis padres?

–Me refiero sobre la chica.

_ ¿Qué importa eso ahora?

Sonia empezaba a ponerse nerviosa. No entendía qué pretendía.

–Importa, más de lo que crees.

–Pues que me hizo un torniquete, que me dejó en el hospital, que tenía prisa, que se marchó sin dejar ni el teléfono.

–Bueno. Eso no fue exactamente así.

–¿A qué se refiere?

–Sí dejó su teléfono. Siempre se pide un teléfono.

–Pero eso no puede ser… mis padres me dijeron…

–Les pidió dinero, a tus padres, por haberte salvado. Me lo contó tu madre. Tuvimos que amenazarla para que se olvidara del asunto. Igual te salvó, pero no era buena gente.

Obra de Gema Hernández, Madrid.

Las zapatillas de ballet Por Paula Alfonso

— Mamá ¿sabes dónde están mis zapatillas?

— Las dejé a los pies de tu cama, te lo dije anoche ¿te acuerdas?

— No las veo, no las veo y es ya muy tarde.

— No te pongas nerviosa, hija, espera a que acabe de vestirme y voy para allá.

Ahí está mi madre como siempre desviviéndose ante cualquier cosa que pueda afectar a su hijita.

— Date prisa, por favor, mamá.

— Elena, tú no habrás visto mis zapatillas, ¿verdad?

— ¿Yo? Qué va,

Eso, ahora mi hermana viene a mi habitación y me pregunta y encima se me queda mirando como si dudara, como si no creyera del todo mi respuesta, pero qué par de estúpidas están hechas las dos.

— Oye, no me cierres la puerta. –Le grito

— ¡Si siempre me regañas cuando te la dejo abierta!

— Pero ahora la quiero así.

Empuja la puerta con tal ímpetu que rebota en la pared y tengo que sujetarla para que no vuelva a cerrarse. Bien, así mejor, por nada del mundo me perdería yo estos minutos de gloria, quiero vivirlos, disfrutarlos, no perderme detalle.

— Tenemos que salir en 15 minutos o no llegaremos, recordad los atascos que se montan todos los años a la entrada del colegio.

El que faltaba, papá con sus histerismos, pero le entiendo, a él estos finales de curso le repatean tanto como a mí, son tres o cuatros horas sin poderte mover en un salón hasta arriba de gente y teniendo que soportar el discurso de la directora, que siempre es el mismo, las ridículas representaciones de cada curso, desde preescolar hasta sexto, y finalmente la entrega de diplomas a las alumnas aventajadas, así, año tras año… ¡Tardes para no olvidar! ¡Lo juro! Pero como la niña hace de cisne protagonista en la muerte del ídem, y será una de las que reciba el diploma, allí hay que estar y encima poniendo caras de emoción, de alegría, de falsa sorpresa. Seguro que cuando digan su nombre por el micro mi madre echa una lagrimita, ya tendrá previsto en su bolso un pañuelo especial para la ocasión. ¡Qué ridiculez! Menos mal que mi padre no es así, ya lo estoy imaginando, no habrán pasado ni quince minutos cuando empezará a revolverse nervioso en su asiento, mirará el reloj, se quejará a mi madre del calor , y sudará, y al salir no habrá quien le hable porque estará cabreado como una mona.

— Por Dios, mamá, que estoy mirando por todos los sitios y no las encuentro, ven ya por favor, ¿seguro que las recogiste del tendedero?

— Sí, seguro, dame dos minutos más y te echo una mano, verás qué pronto las encuentro yo. Elena, tú ya estás, ¿no?

Hasta el tono de voz le cambia cuando se dirige a mí, no lo puede disimular, entre mi hermana y yo hay un abismo para ella.

— Pues claro, hace media hora. Ya sabes que no necesito acicalarme tanto como vosotras.

— Bueno, vale, Elena, solo te preguntaba.

— Ya estoy aquí cielo mío, déjame antes verte, pero qué guapísima estas vestida de cisne, lo vas a hacer muy bien, te lo aseguro, ya imagino yo el salón de actos puesto en pie aplaudiéndote, la profesora emocionada y yo…

— Mamá, las zapatillas, que no tenemos tiempo.

— ¡Ah sí! ¿A ver?, yo las puse justo aquí, sobre el asiento de esta silla, ¿no se habrán caído por detrás? ¿Las habrá cogido tu hermana?

— ¡Otra! ¡Ya he dicho que yo no he visto ninguna zapatilla!

Con mi grito trato de ser convincente para que me dejen las dos en paz, a ver si lo consigo.

— Pero, por Dios, ¿qué ha podido pasar con las zapatillas? Ni que tuvieran vida propia.

— Cinco minutos, deberíamos estar saliendo en cinco minutos, ¿se puede saber qué hacéis?

— Javier, no encontramos las zapatillas de ballet de la niña y te aseguro que anoche después de cogerlas del tendedero y planchar las cintas se las puse aquí, junto al traje.

— Mamá, sin zapatillas no podré bailar, ¿qué vamos a hacer?

Mi hermana entra ahora en su fase de lloriqueos, pero, bueno, le daba dos tortazos en la cara que se iba a enterar. ¿Por qué tuvo que nacer, no era yo sola suficiente para mis padres? Al parecer no y tuvieron que ir a por otro hijo. “Nos dimos otra oportunidad”, como dice mi madre cuando habla de este tema con sus amigas y entonces vino ella tan rubita, tan mona, con ese cuerpo, esas piernas, esa agilidad… pero hoy no se saldrá con la suya, hoy no recibirá aplausos ni felicitaciones, hoy será uno de los días más amargos de su vida.

— No, cariño mío, no, tú no me llores, seguiremos buscando y aparecerán, ya lo verás.

— ¿Y no se te ocurrió tener unas de repuesto por si pasaba algo así, Pilar? Es lo que se hace en estos casos.

— Mira, Javier, no me vengas ahora con lecciones, si realmente quieres ayudar busca tú también, las zapatillas tienen que aparecer.

Debajo de mis nalgas noto el bulto aplastado por el peso de mi cuerpo, y no puedo evitar que una gran sonrisa se dibuje en mi cara. Podía sacarlas ahora y enseñárselas: “Mirad, han aparecido, están aquí”, pero aunque lo hiciera de nada serviría porque al esconderlas he notado un crujido, la puntera de una de ellas ha debido de romperse. Por el único que siento todo esto es por papá que le oigo hurgar también por los cajones, pero por ellas, las otras dos, haría esto y mucho más de tanto como las odio.

Los lloros de mi hermana han aumentado de intensidad y mi madre con los nervios desatados, está llamando a las madres de las otras niñas para ver si por casualidad alguna de ellas tuviera zapatillas de repuesto, pero una a una todas le van contestando que no.

— Mamá, entonces, si yo no estoy, saldrá en mi lugar la suplente, Alejandra Herranz y la última vez que ensayamos le salió fatal. Va a ser un fracaso, lo sé, si no voy yo la actuación saldrá muy mal.

— Hija mía, no llores más, lo siento, lo siento mucho.

Desde aquí puedo imaginar la escena, las dos, madre e hija abrazadas y envueltas en lágrimas, patético, realmente patético. Ahora sí que me gustaría sacar las zapatillas y mostrárselas para reírme en su cara de lo estúpidas que son, pero estoy disfrutando tanto con esta situación que creo que me voy a reservar un poco más. ¡Vaya! El teléfono está sonando y lo coge papá.

— No, soy su marido, espere que le paso con mi mujer.

— ¿Si? Ah, hola, no, no han aparecido, no sé qué ha podido pasar, estoy desesperada. ¿Qué me dices? ¿Sí? ¿Seguro? ¿De su mismo número? Gracias, gracias de verdad, no sabes el favor que me haces, ahora mismo nos pasamos por tu casa a recogerlas.

— Cariño mio, alégrate, la madre de Amanda ha encontrado en su casa unas zapatillas de ballet que son de tu mismo número y nos las deja, así que venga, sécate esas lágrimas y pon cara alegre que nos vamos, se va a quedar todo el mundo boquiabierto con tu actuación, ya lo verás. Javier, ya está resuelto solo que antes de ir al colegio tenemos que pasarnos por la casa de Amanda para recoger unas zapatillas que nos prestan, encárgate tú de llevar a Elena hasta el coche y yo pliego la silla.

Apenas tuve tiempo de buscar un nuevo escondite para las zapatillas. Papá ha entrado como una exhalación en mi cuarto, se ha abalanzado sobre mí y me ha levantado como si fuera una pluma. A grandes zancadas me lleva hasta la puerta y por el camino me fijo en mis piernas; deformes, ridículas, inoperantes, se balancean de un lado a otro como hojas de otoño a punto de caer.

Está bien familia, hoy no ha podido ser, pero la siguiente vez no fallaré, os lo juro.

La noche americana de Truffaut Por Horacio Otheguy Riveira

 

Se llamaba François Truffaut y empezó siendo un niño que se escapaba de todas partes para ir al cine, donde el mundo le hablaba al oído con voces más verdaderas, susurros femeninos y piernas de seda: aventuras de quien sería el hombre que amaba a las mujeres y les rendía permanente homenaje, también dolorosos desplantes, también simpáticas situaciones de flaqueza masculina, también besos robados, también celos compulsivos, también sabiduría propia y ajena que le permitió dejar por un rato su propio universo y acercarse al de Ray Bradbury y descubrir que bajo la potencia del Fahrenheit 451 los libros arden mejor y entre sus llamas es capaz de surgir con fuerza el amor de la preciosa inglesa Julie Christie y el apuesto alemán Oskar Werner para fugarse de la quema y memorizar las mejores historias de la literatura.

Muy joven aún, Truffaut publicó la primera gran entrevista a Alfred Hitchcock (El cine según Hitchcock), hasta entonces despreciado por la crítica que no consideraba artísticos ciertos géneros por “comerciales” (léase terror, intriga, policiaco). Pero ahí estaba el estudioso del cine para ir a todo tren con la ansiedad que le caracterizó siempre, saltando de un tema a otro, de un amor a otro amor en lo personal, pero también en su búsqueda de razones y miradas, de armas con las que luchar en una existencia que quizás, en su interior, preveía corta. De hecho, en 1984 lo expulsó para siempre de los estudios de cine un derrame cerebral con sólo 52 años, y un montón de películas tan valiosas a sus espaldas que Steven Spielberg le invitó a participar como actor en su primer juego de ciencia-ficción Encuentros en la tercera fase.

Para entonces François había dirigido obras ya consideradas magistrales. En algunas fue también protagonista, con escasos matices sobre su habitual expresión anhelante y sorprendida, en otras fue actor secundario o extra que pasaba por ahí. Un entusiasta exigente que tenía prisa por descubrir mundos y compartirlos con la mayor cantidad de gente posible.

Entre sus títulos más notables sobre los que podría escribir largo y tendido: Los cuatrocientos golpes, Disparen sobre el pianista, Historia de Adele H, Jules et Jim, La piel suave, La piel dura, La novia vestía de negro, Domicilio conyugal, El pequeño salvaje, La mujer de al lado… y La noche americana, la película de 1973 que recibió un Oscar, lo que le permitió iniciar una nueva fase a toda su producción con mayor distribución internacional.

Una película en la que él mismo interpreta al director inseguro, cambiante, feliz como un niño, angustiado como un adolescente, trabajador incansable como un adulto que sabe lo que quiere, y nuevamente un niño fascinado por los personajes y los actores que tiene que poner en marcha un realizador de cine.

Un hombre de cine que ha de saber jugar con las torpezas de los actores veteranos que tiemblan ante el paso del tiempo, la sensualidad de las jóvenes actrices, los devaneos de todos con todas y la esperanza que cada uno tiene de que La noche americana (ese artilugio por el que se recrea una noche para ser filmada a plena luz del día) pueda expandirse con encanto en su propia vida, entre las sábanas de sus propios sueños.

Una película emocionante y divertida que es muchas cosas más, que funciona como una piñata que al romperse despliega un sinfín de golosinas para los amantes del cine: una reflexión apasionada que para hacerse posible tuvo que lograr un equilibrio matemático (con una inspiradísima banda sonora de Georges Delerue): equilibrio prodigioso entre la comedia y el drama, entre el humor ligero y la inseguridad de sus personajes (también espectadores), acerca del oficio de hacer películas, del arte de contar historias, de la dificultad por hacerlas verosímiles, de buscar la comprensión y la emoción de la gente.

Alejado siempre de todo afán discursivo y aleccionador, alejado siempre de la menor pedantería, François Truffaut —con su gran conocimiento del cine en las venas—, nos regala un eterno presente con el que nos homenajea a todos sin distinción, y una vez más, esgrimiendo una obsesión que ya estaba en su primera película y que aquí reaparece con una secuencia memorable y onírica que tal vez sea la que mejor resume la película: el director de la película dentro de la película duerme sueños agitados, cada jornada es un hándicap para sacar adelante el film dentro de los implacables límites que impone el productor. En su ajetreado dormir se reencuentra con el pasado en blanco negro, cuando de niño robaba por las noches los carteles de un cine donde se proyectaba Ciudadano Kane.

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La terraza Por Ana Riera

 

Había estado deambulando sin rumbo fijo durante más de dos horas, quizás tres. Sentía un peso enorme en el estómago que le retorcía las vísceras y le embotaba los sentidos. Sus pensamientos se entrecruzaban locamente, emborronándose unos a otros. Pero seguía poniendo primero un pie y luego el otro, de forma automática, como si seguir avanzando fuera su único objetivo.

Sin ser consciente de ello, sus pasos la habían llevado hasta su antiguo barrio. Le costó reconocerlo, porque a pie de calle no parecía el mismo. Coincidían el nombre de las calles, su distribución. Sin embargo, las tiendas de barrio que habían alimentado su infancia se habían volatilizado y habían sido sustituidas por acogedoras cafeterías, negocios a medio camino entre modernos y alternativos, una inmobiliaria con un montón de fotografías que mostraba los inmuebles de turno y varias tiendas de todo a cien. Tan solo la farmacia seguía en el mismo sitio, pero los antiguos albarelos blancos y azules habían desaparecido y en su lugar se había instalado una explosión de luz y color que no olía a nada.

Y luego estaban los árboles. Habían crecido tanto que parecían otros. De algún modo, no obstante, fueron ellos los responsables. O tal vez fuera la brisa que sin previo aviso se coló bajo su pelo despeinándola. Instintivamente, echó la cabeza ligeramente hacia atrás, para apartar la melena de sus ojos. Fue entonces cuando se topó con las copas de los majestuosos castaños de Indias, cuyas ramas jugueteaban nerviosas, como si quisieran abrazar un trozo cada vez más grande de cielo; o desbaratar alguna nube hasta desmigajarla.

Se sentía tan desesperada como las hojas, yendo de un lado para otro sin un objetivo claro, lanzándose al vacío para luego volver al punto de partida siendo la misma, aunque sintiéndose cada vez un poco más decepcionada, un poco más exhausta. Quizás por eso se entretuvo un buen rato observándolas. De pronto se sintió cansada, así que se sentó en un banco de madera, justo debajo del ejemplar más alto. Al colarse traviesa entre las hojas, la brisa les arrancaba bellos sonidos que la adormecían. Cerró los ojos durante un rato. Por un momento consiguió apaciguarse un poco. Incluso su respiración se volvió más pausada. Hasta que un pensamiento gris cruzó su cerebro haciéndole abrir los ojos de golpe, como si un extraño mecanismo se hubiera puesto en marcha de repente.

Justo en ese instante, una ráfaga más fuerte separó las ramas que tenía enfrente y la puso en su campo de visión.  Fue como ver una vieja fotografía. Era su antigua terraza, la terraza del que durante 20 años había sido el piso de sus padres. Reconoció al instante las piedras grisáceas que recubrían la parte inferior, los cristales esmerilados con su pátina amarillenta, que se extendían de lado a lado y, cayendo sobre ellos como un párpado somnoliento, el viejo toldo color verdoso un tanto ajado por la luz del sol.

Lo reconoció, sí. Sin embargo, esos recuerdos parecían pertenecer a otra existencia, a un tiempo muy lejano al que ya no pertenecía.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para echar la vista atrás. Vio a una niña con coletas que reía con una risa repleta de destellos cristalinos mientras giraba sobre sí misma con los brazos extendidos. Y a una chica de mirada melancólica y corazón intrépido que se enfrentaba a su padre y recibía una bofetada de su madre. Sintió sus lágrimas quemándole la piel y luego el vacío llevándose la terraza entera.

Pasaron muchos minutos arrastrándose despacio. Sintió que un dolor inmenso la desgarraba por dentro, sacando a la superficie sus pedazos rotos. Cuando por fin se recompuso, se levantó y echó andar con la determinación pintada en la mirada. Tenía que ser allí. Solo podía ser allí. En el lugar donde el mundo se había resquebrajado bajo sus pies.

–Hola, ¿puedo ayudarle en algo?

Se quedó observando a la mujer que la miraba inquisitiva con una mano apoyada en la puerta, cerca de la cadena, y la otra en el quicio.

–Verá, a lo mejor le parecerá un poco raro, pero hace tiempo, mucho tiempo en realidad, yo viví en este piso.

–Entiendo.

–¿De verás? Bueno, no sé. La cuestión es que he regresado esta mañana, después de muchos años de ausencia, y me preguntaba si….

–Si qué.

–Si podría salir un momento a la terraza.

–La verdad, no sé, suena un poco extraño.

–Ya, supongo. Es solo que me gustaría volver a ver la imagen que estuve contemplando la última vez, justo el día que me marché de aquí.

La mujer se lo pensó un par de minutos más mientras la contemplaba. Finalmente, se retiró de la puerta y la invitó a pasar con un leve gesto de cabeza.

Entró despacio, arrastrando los pies, como si le diera miedo despertar a algún espíritu maligno. Avanzó por el pasillo hasta el salón. La cristalera que se abría a la terraza estaba impoluta. Se acercó. La puerta estaba abierta. Respiró con fuerza el aire con su aroma a mar sin atreverse a salir todavía. Cogió aire de nuevo. Puso un pie fuera. Por un instante temió que las baldosas se desintegraran bajo sus zapatos. Pero no ocurrió nada. Sacó el otro pie y avanzó hasta la barandilla. Notó el sol calentándole la cara y el viento enredándose en el pelo, igual que aquel día lejano. Se asomó un poco, como entonces. Lo justo para poder contemplar el mar majestuoso al fondo, lanzando destellos luminosos hacia todos lados. Se sumergió en sus aguas y dejó que las olas arrastraran todos los malos momentos, todo el rencor que llevaba agazapado en el cuerpo. Y allí, en su querida terraza, en ese pequeño rincón que tanto había amado, consiguió por fin hacer las paces consigo misma.