Imposibilidad Un relato de Ana Riera

Rosa ya no quería a Ismael, pero era incapaz de romper con él. Sencillamente no podía. La primera vez que fue consciente de esa peculiaridad de su carácter tenía apenas 9 años. Cristina había sido su mejor amiga desde que tenía uso de razón. Se habían conocido en la guardería. Las dos eran más bien tímidas, más bien tranquilas. Además, sus apellidos empezaban por la misma letra, así que las perchas donde colgaban el abrigo y la mochila cada mañana eran contiguas, sus sillas estaban una junto a la otra en la misma mesa rectangular, sus vasos para cuando tenían sed, prácticamente pegados.

Con el paso del tiempo, sin embargo, algo cambió.  Rosa se fue volviendo más locuaz, más sociable. Pero Cristina continuó siendo igual de introvertida. Poco a poco Cristina se convirtió en una carga, en un lastre que no dejaba avanzar a Rosa. Esta última era plenamente consciente de ello, pero no era capaz de poner fin a la relación. De hecho, prefirió mentir a sus padres y decir que no le gustaba su colegio. Lo repitió una y otra vez, hasta que logró que la cambiaran a otra escuela.

Habían pasado muchos años desde aquello, pero allí estaba ahora, sabiendo que su relación con Ismael no iba a ningún lado, pero con el pleno convencimiento de que nunca iba a decírselo a la cara. No era que le diera pena o que sufriera por si se lo tomaba a la tremenda. Era más bien una imposibilidad física. O mental. O ambas cosas a la vez.

Durante algún tiempo simplemente siguió con su vida sin hacer nada. Lo peor era que Ismael no sospechaba nada. Porque cuanto más claro tenía Rosa que la relación estaba en las últimas, más se esforzaba por hacerle la vida agradable a su pareja. Era como si algo la obligara a, de algún modo, equilibrar la balanza.

Lo cierto era, no obstante, que esa situación empezaba a resultarle realmente molesta, aunque intuía que no iba a ser tan fácil solucionarlo como cuando tenía 9 años. En cualquier caso, tenía que encontrar una táctica parecida a la de cambiarse de colegio, ya que había funcionado a la perfección.

Estuvo varios días dándole vueltas sin que nada la convenciera.

 

 

Ese día al salir del trabajo, Rosa sintió que había llegado al límite de su paciencia. Esa mañana, mientras desayunaba en casa, ver a Ismael allí, delante de ella, removiendo el café durante lo que le pareció una eternidad, había sentido náuseas. Sólo recordar su forma de sorber el líquido oscuro mientras esperaba en un semáforo, le revolvió las tripas, dio vueltas y más vueltas sin rumbo fijo, tratando de pensar en algo para quitárselo de encima, pero las ideas le daban esquinazo antes siquiera de materializarse.

Al fin, agotada, decidió regresar a casa. La idea no le atraía lo más mínimo. Se sentía decepcionada y asqueada y desesperada, pero estaba cansadísima. Le dolían hasta las pestañas. Se consoló pensando que igual ya se habría acostado, pues era bastante tarde.

Ya en el portal respiró hondo varias veces. Una vez dentro, subió lentamente los tres tramos de escaleras que la separaban de su destino. Luego metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Respiró de nuevo un par de veces. En la casa reinaba el silencio. Eso logró apaciguarla un poco. Avanzó sigilosa hacia la cocina sin encender ninguna luz, no fuera a despertarse. Casi la había alcanzado cuando algo llamó su atención. Un rayo de luna solitario entraba por la ventana del salón iluminando un sobre blanco que tenía su nombre escrito. Le pareció que estaba fuera de sitio. Fue a guardarlo en un cajón, pero le pudo la curiosidad. Apenas había dos líneas escritas:

“Me marcho de casa. Sé que dejarte con una nota es de cobardes, pero o lo hacía así o nunca hubiera sido capaz”.