La garita Por Ana Riera

A Carla le molestaba su timidez. Sentía envidia de mujeres como Vero, su compañera de trabajo, siempre tan convencida de lo que hacía o decía. O como Raquel, su vecina, que miraba a la cara sin pestañear, como si para ella la vida no tuviera secretos. Ella no era así. Le costaba acercarse a los demás y nunca estaba segura de interpretar bien las señales. Se aceptaba, pero le incomodaba. No siempre había sido así.

Hacía unos días, su hermano mayor le había telefoneado. Le había hecho mucha ilusión, porque no solía hacerlo. Ese domingo su sobrina Sonia tenía una competición de patinaje artístico. Por lo visto se jugaba el pase a la final. “Por qué no te vienes, hermanita. Va a necesitar todo el apoyo del mundo, porque sus rivales directas son buenísimas”. Mientras la niña fue pequeña se había hecho cargo de ella todos los miércoles, porque ese día su madre salía más tarde del trabajo y su padre tenía clase. Pero desde que había empezado el instituto, Sonia prefería quedarse sola en casa o irse con alguna amiga, así que se habían distanciado. Por eso había dudado si aceptar. Pero le gustaba tanto verla hacer piruetas encaramada a los patines que por fin se decidió.

Le costó encontrar el polideportivo donde iba a darse la competición. No conocía mucho el barrio y se hizo un lío con las calles. Cuando por fin dio con él, tenía la respiración un tanto agitada. La garita fue lo primero que vio. Atrajo su atención como si fuera un imán de proporciones gigantescas. De golpe dejó de preocuparle el hecho de llegar tarde y perderse la actuación de su sobrina, porque el mundo entero había quedado reducido a esa garita.

Recorrió con los ojos su cristal curvado, el murete que protegía un pequeño habitáculo de miradas indiscretas, la silla con ruedas, el pequeño mueble blanco con una enorme cruz roja pintada en la puerta. Era prácticamente idéntica a la otra. Salvo que en el mueblecito de su garita no había ninguna cruz roja. Recordaba que dentro había una botella de alcohol y otra de agua oxigenada, vendas y algodón, tiritas y esparadrapo. Y también unas tijeritas de punta redonda. Oyó su voz como si estuviera allí mismo: “Pasa, pasa. ¿Ya te has vuelto a desollar la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Sin ser consciente de ello, se tapó los oídos presionando fuerte con las manos. Necesitaba silenciar esa voz. Por suerte las palabras de su hermano la trajeron de vuelta. “¿Qué haces ahí parada? Vamos, como no espabiles te pierdes la actuación de Sonia. Menos mal que llevan un poco de retraso”. Carla le miró sin verle del todo y se dejó arrastrar hasta el patio, donde se encontraba la pista de patinaje. Le habían guardado sitio en las gradas. Ella, por desgracia, fue incapaz de ver nada.

Desde aquel día, llevaba una losa oprimiéndole el pecho. En realidad, llevaba muchos años con ella, solo que no era consciente de ello porque había logrado silenciarla. Lo peor era la culpa. ¿Por qué se había puesto a saltar a la comba? ¿Por qué había perdido el ritmo? ¿Por qué no se había limitado a limpiarse la rodilla en la fuente? ¿Por qué se había sentado en el maldito taburete?

Hacía mucho tiempo. Sin embargo, los recuerdos regresaban nítidos, como si los hubiera vivido esa misma mañana. Veía a esa niña risueña y confiada. Notaba el alcohol haciéndole cosquillas en la nariz y la gasa húmeda sobre la herida, escociéndole. Luego oía esa voz rugosa y empalagosa, y todo se cubría de negro. Era un recuerdo desgarrador que, desde que se había liberado, volvía cruel una y otra vez. Cada día se sentía un poco peor que el anterior, un poco más muerta. Hasta que no pudo soportarlo más.

A partir de ese instante, un solo pensamiento se fue apoderando poco a poco de su mente. Tenía que encontrarlo. Tenía que mirarle a la cara de nuevo. Una vez más. Por eso una tarde, al llegar del trabajo, se sentó delante de su portátil, se metió en internet y tecleó el nombre de su antiguo colegio. Era un nombre largo y llevaba muchísimo sin usarlo, pero le salió del tirón.Una vez en la web de la escuela, introdujo la palabra conserje en la pestaña de buscador. Al instante apareció un nombre: Eusebio Landero. Carla no daba crédito. Había esperado no encontrarlo, que su rastro hubiera desaparecido. Pero seguía trabajando allí, después de tantos años.

Sintió el impulso de salir corriendo hacia el colegio. Pero era tarde. Estaría cerrado a cal y canto. Trató de serenarse. ¿Cómo era posible? ¿Acaso nadie había advertido lo que ocurría? Se suponía que las cosas habían cambiado, que ese tipo de acciones ya no se permitían. Se metió en la cama sin cenar. A pesar de que hacía un tiempo primaveral, Carla temblaba como una hoja mecida caprichosamente por el viento. Se echó otra manta por encima, pero siguió tiritando. Todo su cuerpo se convulsionaba, rebelándose contra la evidencia aterradora.

Los minutos pasaron lastimosamente lentos, como si quisieran dilatar voluntariamente el tiempo de espera. Fue una noche larguísima. Se sentía atrapada en una trampa invisible que la mantenía en un estado de tensión insoportable. Cuando por fin se hizo de día, le costó incorporarse. Se le hizo una montaña pensar que tenía que vestirse, que abandonar la seguridad de su piso, que coger el autobús rodeada de extraños. Pero sabía que no le quedaba más remedio. Cuando aquello había ocurrido, no había hecho nada. Todos esos años se había tratado de indultar diciéndose que no era más que una niña asustada. Pero ahora era una adulta. Una adulta a la que ya no le quedaban fuerzas para seguir soportando una losa como aquella.

Cuando llegó al colegio le costó reconocerlo. Se quedó allí plantada, contemplándolo desde la acera de enfrente, durante mucho rato. Hasta que sonó el timbre. Era el mismo que en sus tiempos. Sin pensarlo siquiera empezó a andar hacia la entrada, como si aquel sonido fuera un canto de sirena al que no pudiera resistirse. Empujó la pesada puerta de cristal y entró en el vestíbulo.

Allí estaba la garita, con su actitud desafiante. Volvió a sentirse como cuando era una niña de apenas ocho años. Avanzó hacia ella arrastrando los pies, con las manos escondidas en los bolsillos del abrigo y la cabeza gacha. No soportaba mirarla de frente. Se encontraba a menos de un metro cuando oyó su voz: “Pasa, pasa. ¿Ya te has vuelto a desollar la rodilla? Si es que no paráis. Menos mal que estoy yo aquí. Anda, siéntate en el taburete, que ahora mismo te curo”.

Fue como si un resorte secreto se moviera de nuevo tras muchos años de abandono, obligándole a levantar la cabeza. A pesar de las canas y la incipiente joroba, Carla le reconoció de inmediato. Tenía una niña cogida de la mano y le hablaba con su voz rugosa y empalagosa. Otra vez no, otra vez no, le gritaba una vocecita en su interior. Entonces, todo se precipitó.

Sus pies se movieron muy deprisa, como si tuvieran vida propia, y corrieron hacia el interior de la garita. Eusebio la miró sorprendido, pero no dijo nada. Por un instante pareció que el tiempo se había detenido. Entonces dio un paso hacia ella. Ella percibió un destello plateado. Lo siguiente que recordaba era a Eusebio retrocediendo incrédulo, con los ojos desorbitados y un abrecartas precioso clavado en el estómago. Carla sintió que se había quitado un gran peso de encima. Entonces miró a la niña y le dedicó la mejor de sus sonrisas.

Las ilustraciones son reproducciones de obras de Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011)
https://www.museothyssen.org/coleccion/artistas/freud-lucian

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