La vedette Relato de Paula Alfonso

         Me podría pasar el día entero mirándola, escuchándola, imaginándola mía. Todo en ella me cautiva, aunque esto no me hace especial, porque a quién no le pueden gustar sus pechos firmes, su cuello largo, sus brazos sensuales, sus manos cuidadas, ese talle estrecho que a veces dudo que pueda ser real o el suave balanceo de sus caderas. Es una reina, la reina del cabaret en un hermoso teatro.

         Desde hace dos meses vengo cada noche al Moulin Rouge, tengo una mesa reservada muy cerca del escenario y Dimitri, nada más verme comienza a preparar mi consumición, un Macallan con hielo en vaso largo y dos canapés de anchoa. Algunos pueden pensar que esto que hago es una frivolidad, además de un gasto considerable, pero no saben que para mí resulta estrictamente necesario. Si pasara un solo día sin ver a esta preciosa mujer, no sé qué me ocurriría.

 

 

 Ella es la que me mantiene con vida, la que hace que me ponga en pie cada mañana, la que con su sola presencia consigue que olvide la infamia de que fui objeto

—Bonsoir Monsieur Blanchat. Et voila.

—Bonsoir Dimitri. Merci

Aquí está mi whisky, tomo el vaso y lo muevo para que los hielos se asienten en el fondo, lo vuelvo a dejar en la mesa y espero, el Macallan se debe tomar muy frío. Y para que esa espera sea más breve, me echo hacia atrás en mi respaldo, saco mi cajetilla de tabaco y enciendo un cigarro.

Soy de los primeros en llegar y, mientras fumo, imagino allá en los camerinos al ballet y a mi diva preparándose para mí. Solo para mí. Poco a poco va llegando más gente, ocupan sus mesas, hablan, pero según vaya pasando el tiempo y el local se llene, tendrán que elevar el tono de sus voces y al final nadie podrá entenderse.

Tuve la fortuna de conocer a Brigitte personalmente una tarde estando de servicio, y desde entonces me convertí en su más fiel seguidor.

“Estando de servicio”. Qué raro me suena eso ahora.

A juzgar por los elogios, ascensos y felicitaciones que recibí a lo largo de mi carrera, considero que fui un buen policía. Mis superiores me alabaron, con todos me llevé muy bien, con todos menos con el último, para el que me convertí en una peligrosa amenaza, un tumor que debía extirpar, y lo hizo, desde luego que lo hizo.

Si no me hubiera quedado esa noche hasta tan tarde, o si hubiese tomado otro camino hacia la salida, no habría escuchado lo que le oí decir hablando con alguien, en su despacho; se comprometía a facilitar la perpetración de un robo y, a cambio de esa asegurada impunidad, se quedaría con parte del botín, 700.000 francos para él y 300.000 para su cómplice, un individuo poco profesional, violento en los interrogatorios, con el que me tocó trabajar cerca de un año.

Toco el vaso y el cristal me dice que la temperatura de su interior ha alcanzado el nivel óptimo. Bebo un sorbo y todo mi cuerpo reacciona.

Mi jefe, admirado, elogiado y galardonado en numerosas ocasiones, al que se le consideraba una autoridad dentro de la policía, al final resultó ser un vil delincuente.

Entendí que al tener conocimiento de sus planes se abría un complicado dilema ante mí; si no decía nada estaría encubriendo un delito y se me podía considerar cómplice, pero si lo denunciaba, lógicamente él lo negaría y sería mi palabra contra la suya, la de un subordinado contra su jefe directo. No obstante, también sabía, que hiciera lo que hiciera, era imposible que yo saliera indemne de aquel turbio asunto, como así fue.

La sala ya está casi llena y el bullicio se ha vuelto atronador. Saco mi reloj de bolsillo, abro su tapa y calculo que aún faltan diez minutos para que las luces se apaguen y suba el telón. Me da tiempo a fumarme otro pitillo y beber un sorbo más de whisky.

Mientras no tuve nada decidido pasé días muy difíciles, tenía que aparentar normalidad para que no sospechasen, pero estaba distraído, ajeno a mi trabajo. Cuando mi jefe me llamaba a su despacho o venía hasta mi mesa, lo pasaba fatal, no entendía cómo no veía en mis ojos el desprecio que me producía, aparentar normalidad en esas ocasiones me suponía un esfuerzo brutal. Con los compañeros resultaba algo más fácil. Al acabar la jornada solíamos reunirnos todos en el pub para distraernos un rato, durante esos días era incapaz de seguir sus conversaciones y sobre todo de intervenir en ellas, aun así tenía que hacerlo por lo de la “naturalidad”, pero en aquellos momentos, las discusiones de fútbol, política o mujeres, que es lo que siempre tratábamos, no me interesaban en absoluto, mi cabeza estaba en otro sitio.

A pesar de las dificultades, debí hacerlo muy bien porque nadie se dio cuenta de mi estado, solo Damián, mi confidente, mi amigo. Mientras los demás se iban marchando porque se les hacía tarde, él con excusas, a veces estúpidas, me fue reteniendo, y cuando al fin nos quedamos solos, me preguntó sin rodeos qué me pasaba. Al principio me resistí a hablar, pero estaba tan desesperado y solo que acabé contándoselo. Éramos amigos desde la academia y siempre le tuve por un hombre íntegro, leal y muy buen policía

 Su primera reacción fue preguntarme si estaba seguro de que aquello fue lo que escuché, se lo confirmé y, es más, le dije resuelto “He decidido que mañana les denuncio”. Ahora sí lo tenía claro, yo no era como ellos y si no denunciaba estaría próximo a serlo. Damián, que me había escuchado atentamente, al oír lo de la denuncia, reaccionó y con un argumento aparentemente inteligente, acabó convenciéndome de que esperara. Me dijo que aquel trato podía encubrir otra realidad, que la intención del Comisario fuera probar la catadura moral de Arnaud. Ojalá, y la hipótesis del que yo creía mi amigo, hubiera resultado cierta, pero fracasó. No obstante, le hice caso, sin saber que con ese tiempo de espera les estaba regalando un tiempo precioso en el que urdir un plan, esta vez contra mí.

Uno de aquellos días Damián, con la excusa de que estaba teniendo problemas con su mujer y se encontraba francamente mal, me pidió que le acompañara al pub, que lo necesitaba. Estábamos en horas de servicio, pero por ayudar a mi amigo lo que fuera. Llegamos y en el corto espacio de media hora, había pedido tres rondas de ginebra, que ambos apuramos, a lo que unió una cuarta, aprovechando que yo había ido al baño y no se lo podía impedir, y que por supuesto, igualmente nos bebimos.

Recuerdo mi preocupación, cuando nos incorporamos a nuestros puestos, ni él ni yo estábamos en condiciones de intervenir en cualquier urgencia o asunto donde nos necesitaran. Deseé con toda mi alma que en aquella hora y media que nos quedaba para salir no ocurriera nada, pero no había pasado ni media hora cuando nos avisaron de que dentro de un edificio en ruinas había un hombre armado que desde lo más alto disparaba a diestro y siniestro. El comisario nos llamó para adjudicarnos el caso. Fue él, Damián, quien condujo el coche, sin darme opción a elegir y, cuando llegamos al edificio, fue también el que planificó la operación. Subiría hasta las últimas plantas porque, según me dijo, le habían avisado de que era allí donde se encontraba el hombre armado, y yo debería permanecer abajo para cubrir la salida. Me pareció bien y esperé. Al cabo de un rato, escuché la voz de mi amigo que gritaba

—Alto policía –y a continuación un disparo.

Después, todavía desde arriba, me avisó nervioso de que el individuo estaba bajando, venía en mi dirección y llevaba en la mano un arma de fuego, pero cuando me di la vuelta para tomar medidas, aquel hombre, de una gran envergadura, se echó sobre mí y tuve que disparar, murió en el acto.

Me interrogaron innumerables veces, al parecer lo que decía Damián no coincidía con mi testimonio. Él alegaba que en ningún momento me dijo que me quedara en la planta baja, simplemente que hice caso omiso a la orden de seguirle. También que, desde arriba, por dos veces, me advirtió que el individuo no iba armado. Me juzgaron durísimamente, no tanto por haber matado a aquel tipo indefenso, sino porque di positivo en las pruebas de alcoholemia y drogas, seguramente mi querido y leal amigo, mientras estaba en el aseo, me echó algo en el vaso.

Fue el mismo comisario jefe, al que yo me disponía a denunciar, el que muy digno y estirado, de pie tras su mesa, con la bandera de España, un Cristo crucificado y la foto de los reyes estrechándole la mano, en la pared de detrás, me exigió que le entregara mi credencial y mi arma

—Está usted despedido del cuerpo -fueron sus últimas palabras.

Después me enteré de que a Damián le habían ascendido y que seguía felizmente casado con su esposa, solo que ahora vivían en un barrio residencial muy elegante. Quise hablar con él por teléfono, pero nunca respondió, su mujer al menos intentó atenderme, pero cuando reconoció mi voz, se puso muy nerviosa y colgó. Así, de este modo tan infame, unos delincuentes me robaron mi profesión de policía.

 

 

 

Pero ¿por qué dejo que se me haga mala sangre con estos desagradables recuerdos, cuando estoy aquí, en el Moulin Rouge en mi mesa, frente a un maravilloso whisky esperando a mi princesa?

Comienzan a sonar las notas que anuncian el comienzo de su actuación. La sala, que está prácticamente llena, se agita ante la expectación. Las luces van bajando de intensidad y cuando llegue la oscuridad solo brillarán los puntos rojos de los cigarrillos encendidos. Yo también enciendo el mío y, como cada noche, me dispongo a disfrutar de su actuación.

 Con traje negro ajustado y sombreros de copa van saliendo de entre las bambalinas los chicos de la compañía y con una coreografía sencilla, adaptada al ritmo de la música, avanzan por el escenario hasta ocupar su puesto. De espaldas a nosotros, se despojan de sus sombreros y con ellos en la mano señalan hacia arriba, hacia un supuesto cielo. Muchos de los que están aquí seguro que no lo saben, pero de ahí, de ese cielo, descenderá la estrella, la diva, la única.

Ya lo hace, ya baja, fantástica, guapa, guapísima. Acomodo el pitillo en la comisura de los labios, me pongo de pie y aplaudo hasta que las manos me duelen.

Hoy lleva el vestido rojo, con brillantes y la capa de armiño blanco, es uno de los trajes que más me gusta, apoteósico, espectacular. Mientras desciende, nos mira y en señal de gratitud y sin dejar de sonreír se lleva las manos al corazón, de nuevo me levanto y aplaudo a rabiar.

Comienza a entonar su canción, tiene una melodía alegre que interpreta con suaves contoneos y movimientos de sus magníficas y largas piernas. Su voz es prodigiosa, el público enmudece y admira, solo admira.

Cuando la peana que la sostenía se detiene sobre la madera del escenario, ella da un paso y avanza elegante mientras continúa su canción. Sus compañeros ahora la rodean y por unos instantes nos la arrebatan de nuestra mirada, pero merecerá la pena porque cuando se retiren, en el centro del escenario aparecerá la reina, despojada de la capa de armiño y mostrándose en todo su esplendor. Recorre provocativamente el escenario, y al girarse nos muestra una espalda desnuda y sensual. Su dulce cara ovalada está enmarcada por un bonito sombrero del mismo color del traje y un penacho de plumas que se mueven a su compás. No deja de sonreír, hasta parece que nos ha guiñado un ojo. Cuando la música llega a su culmen, sus ayudantes se arremolinan de nuevo a su alrededor, la toman por los brazos, la cintura, las caderas y todos a la vez la elevan sobre sus cabezas, para pasearla por el escenario. Ella, echada como sobre una cheslong, se deja llevar sin dejar de sonreír.

La vuelven a depositar suavemente en el suelo y en una apoteosis única extiende sus brazos hacia el cielo y termina su canción. La gente cree que esto es realmente el final, pero queda lo mejor. Moviéndose como solo ella sabe, avanza hasta el comienzo del escenario para estar más cerca de su público y se inclina elegantemente, una vez, dos, hasta tres veces y al hacerlo sus pechos quedan casi libres y parecen imitarla.

         Se incorpora y mirándonos a todos cruza sus brazos contra el pecho con verdadera pasión y lo hace de tal forma que sentimos su presión en nuestros cuerpos. Los aplausos se prolongan tanto que tiene que salir varias veces a saludar. Se nota cansada, pero aun así está preciosa

Cuando abandona definitivamente el escenario, aplasto mi cigarrillo en el cenicero, apuro el whisky que me queda, cojo mi sombrero, la gabardina y el paraguas y me marcho yo también, las demás actuaciones del espectáculo no me interesan, prefiero irme con el buen sabor que me deja ella, la única, la mejor. “Hasta mañana mon amour”, le digo con el pensamiento, mirando hacia la zona donde está su camerino. Algún día seré capaz de ir hasta tu puerta, llamaré y te entregaré un ramo de rosas amarillas, que son las que te gustan, y una caja de chocolates belgas, pero eso será algún día, porque todavía no estoy preparado.

         Empujaba ya la puerta de salida, cuando a mi espalda escuché carreras de acomodadores y personal del servicio, que se decían nerviosos algo a media voz.

—Ha sufrido un accidente, la señorita Brigitte ha tenido un accidente.

No he dudado, les he seguido y junto a ellos entré en el camerino,

         —Atrás, déjenme pasar, soy policía —he dicho con voz firme.

La mayoría de los que allí estaban volvieron la cabeza y al verme han dado un paso atrás abriéndome un pasillo que desembocaba en ella. Estaba sentada en su tocador, y se tapaba la cara con las manos, todo su cuerpo temblaba y se le notaba asustada.

—Señorita Brigitte —le ha dicho, la que supuse sería su asistente, tocándole suavemente en el hombro.

—¿El señor..?

—Blanchett , soy el el inspector Louis Blanchett de la comisaría 16.

 Después me llevé la mano al bolsillo para mostrar mi acreditación, pero afortunadamente nadie miraba mi gesto y me han librado de tener que improvisar una disculpa por no tenerla.

—¿Qué le ha pasado, señorita?

He palpado el bolsillo de mi chaqueta y lo que sí permanecía allí era mi pequeño cuaderno y el lápiz negro que usaba en los interrogatorios; creo que nunca podré separarme de ellos

Como enseguida he visto que en las condiciones que estábamos no iba a conseguir que hablara, he pedido a todos los presentes que nos dejaran solos. La más reticente en irse fue su ayudante, pero finalmente lo hizo.

Saqué el cuaderno, y me senté a su lado. Su piel desprendía un aroma a rosas y jazmín que embriagaba.

—Cuénteme, por favor, lo que le ha ocurrido, quiero ayudarla.

Retiro lentamente las manos de su cara y me miró. Sus ojos de un verde intenso, vistos tan de cerca me parecieron dos esmeraldas recién extraídas de las minas de Boyacá.

—Verá señor inspector, al terminar mi actuación he venido a mi camerino como hago siempre, abrí la puerta y ahí, al lado de ese biombo estaba esperando una persona.

Qué difícil me estaba resultando aquel interrogatorio ¡Por Dios! Era incapaz de centrarme, su cuerpo me estaba mostrando detalles nuevos que hasta ahora desconocía, por ejemplo, sus lunares, los tenía grandes, pequeños, claros, más oscuros, pero todos perfectamente diseminados, como si un pintor se los hubiera dibujado con pincel. De entre todos ellos hubo uno que me cautivó especialmente, era pequeño y lo tenía muy cerca de la boca, me sentía extasiado, no podía retirar mis ojos de él.

Creo que fue mi silencio y su mirada intensa los que me han devuelto a la realidad.

Carraspeé un poco para aliviar el incómodo momento y seguí con el interrogatorio.

—¿La conocía usted, había visto a esa persona alguna vez?

—No lo sé, es que no pude verle la cara. Vestía una especie de hábito, como los de los monjes y se tapaba la cara con la capucha.

—¿Ha notado que le faltara algo, dinero, joyas…?

—No, no creo que se haya llevado nada.

—¿Y le dijo algo?

—Me ha entregado esto —metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó una hoja de papel doblada.

Cuando he visto lo que contenía, una sensación angustiosa se apoderó de mí. En su interior tenía pintada la cara de un niño y de su boca abierta le brotaba, lo que parecía ser un gran chorro de sangre. Sus trazos eran simples, infantiles, tal vez, pero imposible que en la mente de un niño se hubiera podido fraguar algo tan tétrico como era aquello.

Al doblar de nuevo la hoja, Brigitte volvió a llorar.

—No se preocupe…

¿Instintivamente estiré mi mano para apoyarla en su…, en su hombro?, ¿en su brazo?, ¿en su espalda? En realidad, no he sabido dónde y acabé metiéndome la mano en el bolsillo.

-Yo estaré con usted hasta que se vaya y si lo necesita, con mucho gusto la acompañaré a su casa.

Bruscamente se abrió la puerta del camerino que quedaba a nuestra espalda.

—Mi amor, mi cielo, qué te ha pasado, quién se ha atrevido a entrar aquí y asustar a mi niña. ¿Estás bien? ¿Seguro que estás bien? Qué susto cuando me han avisado…

Nada más escuchar su voz la reina del cabaret, se levantó, pasó por delante de mí como si no existiera y corrió a refugiarse en los brazos del recién llegado.

Ha debido ser la sorpresa lo que me ha dejado clavado en la silla, porque varias veces intenté levantarme, sin conseguirlo. Mis ojos no podían separarse de él, el que en aquellos momentos acunaba a mi reina, acariciaba tiernamente su pelo, besaba con frenesí su frente, sus labios, su cuello, porque él era el comisario jefe, el infame que me había expulsado del cuerpo.

 

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