Un día cualquiera Por Elisa Pérez

No era tan tarde, pero Rosa estaba inquieta.

La oscuridad había derrotado de nuevo a la luz de un día cualquiera. No había sido distinto a otros, ni siquiera había tenido la intención de serlo al amanecer.

Cuando se puso en pie a primera hora de la mañana, con el pie derecho primero para no romper la tradición, Rosa ya experimentó el primer disgusto. Le seguía molestando la espalda. Un punzante y doloroso calambre le recorría la parte derecha al respirar.

Se recompuso, olvidó los estiramientos que el optimismo esporádico le obligaba a hacer diariamente, y se incorporó arrastrando los pies.

Tampoco la zapatilla estaba en el sitio esperado. Odiaba andar descalza. Seguro que Teo había revuelto todo en alguno de sus paseos nocturnos. O, incluso, Ramón en su despertar ruidoso del que iba dejando rastro fruto de una somnolencia tal, que o le hacía tropezar con la mesilla que llevaba en el mismo sitio más de veinte años; o pulsaba con descuido el interruptor de la luz iluminando la habitación. Siempre era el mismo ritual. Ya no se levantaba con él para darle un beso de despedida. La primera vez que dejó de acompañarle hasta la puerta muy temprano, sin mediar palabra, ni romper el silencio de una noche en retirada o de una mañana incipiente, Rosa le sintió respirar hondo y cerrar la puerta con más fuerza de la habitual. Ella permaneció acurrucada en su almohada. Quizá esperaba otra reacción de su marido. No sabía aún por qué había tomado esa decisión: quizá se había disipado ya el entusiasmo inicial; o el reconocimiento de su sacrificio por fin se imponía frente a la tiranía del otro. Esperó una respuesta suya que nunca llegó, simplemente pareció aceptar la decisión de su mujer y se olvidó de ese primer beso diario.

Habían transcurrido más de cinco años desde esa decisión, pero hoy la recordó con un escalofrío. Antes de salir, Ramón había cruzado el pasillo hasta la habitación, le sintió en el cerco de la puerta, notó su olor a colonia barata y aftershive. Transcurrieron unos segundos que aceleraron su corazón, pero sin mediar palabra, le oyó darse la vuelta y cerrar con fuerza la puerta de la casa. Rosa se sobresaltó, no sabía la razón de esa vuelta atrás, nunca lo hacía, dejaba todo listo en la entrada.

Óleo de Francesca Escobar Raya, 2009.

Ella habitualmente no dormía más tras la marcha de su marido. Desde hacía poco había descubierto un momento propio y auténtico sólo para ella. Escuchó una charla sobre sexualidad en la mujer y en un atrevimiento desconocido, se compró un consolador. Apenas recordaba ya la última vez que había sentido placer con su marido, no recordaba tampoco si alguna vez lo había experimentado. Ahora era distinto. Había conseguido alcanzar un placer intenso con su cuerpo del que desconocía casi todo, al que tenía miedo y al que subyugaba con la represión de miles de prejuicios. Había consiguiendo vencer todo eso, con un aparato que apenas le costó 50 euros. Seguro que una terapia me hubiera costado mucho más, se decía a menudo con una sonrisa.

Tras ese momento único, la bruma y la soledad volvieron a ocupar el resto del día.

En la cocina había un gran desorden. La lengua rasposa de Teo la recibió. No tenía ganas de carantoñas, le tocaba recoger lo que otro había hecho. Decidió acometerlo después. Y, como tantas otras veces, pensó que cuando volviera le reprocharía su descuido y desconsideración.

Los disgustos se sucedían: no había café, Ramón no había hecho café. “me basta con un descafeinado” repetía últimamente o “ya desayunaré en el bar junto al trabajo”. Claro, así evitaba tener que preparar un espumoso y confortable café para él y, además, para su mujer. Rosa se moría por una taza oscura y rebosante de líquido negro. Lo necesitaba, pero, con un absurdo rencor, decidió no hacérselo. Luego hablaría con Ramón.

Teo demandaba su desayuno también. Desde el principio le encantó la idea de tener un perro. Siempre le gustaron los animales. Cuando Raúl lo pidió, no hubo más motivos. Se fueron a la primera asociación y adoptaron un cachorro. Todos adoraban a ese can. Era suave, dulce, le hacía compañía en las interminables jornadas que pasaba sola. Desde hacía poco también había comenzado también a dar señales de que el tiempo le pasaba por encima. Le costaba moverse o correr. Sin duda echaba de menos a Raúl; como yo pensó al recordarlo. Un nudo se atravesó en su garganta haciéndole difícil tragar saliva. ¿Se habrá levantado ya? Por un minuto se emocionó imaginando que también él estaría pensando en ella.

Pese a haber transcurrido casi dos años de ausencia, cada jornada tenía que hacer el mismo ritual. Los primeros meses sintió alivio de que Raúl no estuviera, era un alivio corrompido por el cansancio y la desesperación. Después se tiñó de consuelo: él había aceptado esa decisión, esperanzado en sentirse mejor. Últimamente Rosa buscaba un sentido a todo lo ocurrido. La búsqueda de lo mejor para él se desvanecía al notar la distancia. ¿sería más feliz ahora? Desde luego ella no lo era.

A través de la puerta de la cocina contempló el montón de cajas del comedor. Respiró dolorida. Al menos habría cinco mil artículos dentro de ellas. Las abriría, clasificaría, contaría, montaría y cerraría por orden de modelos. Así era la cadena. En diez días todo aquello debía estar listo para recoger. La rutina, su rutina, se cernía a esas cinco acciones; luego tres días en espera del siguiente encargo, para empezar de nuevo la cadena y así, sucesiva y eternamente. Rosa miró la silla donde acomodarse para comenzar su trabajo. Estaba raída, se le antojó descolorida y usada. Ya no era cómoda para ella. La adquirió para la habitación de Raúl, sin embargo, nunca la usó porque no le gustaba el color, el respaldo, la forma del asiento… miles de excusas para concluir que no la quería, al igual que tantas otras cosas que le compró buscando un acercamiento que nunca llegaba. El seguía ensimismado en su nube de colores negros. Mientras la silla continuó arrinconada en el comedor hasta que ella comenzó a usarla para su trabajo diario de montaje de puntillas de raso.

Dudó si ducharse o no. Daba igual, nadie la iba a oler, ni tocar, ni mirar. En una ojeada rápida en el espejo del pasillo, concluyó que tendría que cortarse el pelo. Ya tendría tiempo de pensar en eso, resumió con resignación. Esperaba la llamada, a las 9 en punto cada martes. Hoy era martes y quedaban diez minutos para en punto.

La dichosa espalda la estaba matando, el simple movimiento de ponerse el chándal y las zapatillas intensificó el dolor. Emitió un alarido.

Aún no había mirado por la ventana hoy, ¿para qué? Se preguntó, estaría la misma calle, las mismas personas deambulando, nada distinto. ¡Todo un espectáculo la verdad!, se rio entre dientes.

Amedeo Modigliani, 1918-1919.

Estaba retrasando el comienzo de su jornada diaria pero la llamada debía entrar. Esperaba que no se le hubiera olvidado. No podrían visitarle hasta Navidad con lo que necesitaba oír su voz. Pero el temor del anterior martes la recordó que podría ocurrir de nuevo. ¡Qué desesperación! Solo reclamaba quince minutos de su tiempo para que le contara cómo iba el tratamiento, los ejercicios, los talleres… necesitaba saber que todo aquello tenía un objetivo: que no había sido en vano tanto tiempo alejados, buscando ayuda en el refuerzo de su autoestima y las bondades que, sin duda, tenía su hijo.

Comenzó a impacientarse. Se situó enfrente del teléfono en la silla. Quizá si se pusiera a trabajar. No, no quería sin antes escuchar la voz de su hijo al otro lado. Ya habían pasado más de diez minutos de las nueve. ¡Maldito seas, Raúl! No me hagas esto otra vez, por favor. Los sentimientos de culpa la persiguieron durante mucho tiempo tras tomar la decisión de internarle en un centro especializado. Habían sido tres veces, no podría soportar una cuarta. Y tampoco tenía certeza de que su hijo pudiera soportarlo.

La desesperanza iba en aumento. Decidió abrir alguna caja. Allí estaban las malditas puntillas, en sus paquetes de cien, finas y delicadas. “debes tratarlas con mucho esmero” le dijo la encargada cuando la contrató. A Rosa le pareció el trabajo perfecto: estaría en casa, cerca de su hijo, atendiendo su hogar, organizando su tiempo y con pocos gastos… Después llegaron los inconvenientes: las cajas eran voluminosas y pesadas, ocupaban gran parte del comedor, el olor a plástico se hacía insoportable, sus manos estaban agrietadas con cortes y rasguños, el salario era muy bajo…. Intentó dejarlo cuando Raúl fue internado, le vendría bien buscar algo fuera de casa, le recomendó el psicólogo… Si, pero ¿hacia dónde dirigirse? Estaba perdida, continuaba su rutina en espera de algo nuevo que nunca llegaba.

Y el teléfono sin sonar… No podía contactarle ella porque las terapias necesitaban su tiempo, les decían desde el Centro. El primer mes fue desolador: no había opciones de comunicarse con Raúl. Estaba aislado, medicado, el riesgo de autodestrucción era muy alto. Después los intervalos de buenos y malas rachas se sucedieron sin razón o con toda ella. Rosa se preguntaba miles de veces ¿cómo habían llegado a eso? ¿qué habían hecho mal? ¿qué parte de culpa era suya? Pero eso ha pasado ya, él ahora está mejor, mucho mejor, cuando vino en verano se le veía con ilusión, más delgado, con barba como su padre. …Y el teléfono no suena, mierda, ya son las 9.20.

El dolor de espalda se agudizaba, apenas se podía mover por la rigidez. Se tumbó en la cama, experimentó cierto alivio. Con sus manos tapó la cara, enrojecida por las lágrimas. ¡Maldito seas! ¿No me vas a llamar?

Un rayo de luz la despertó, el frío la hizo estremecerse, se había quedado dormida. La almohada estaba mojada, había llorado hasta desfallecer con el teléfono entre las manos. No tenía llamadas perdidas de Raúl, pero tampoco Ramón habían contactado con ella. En un esfuerzo sobrehumano podía entender a Raúl, se encontraría en alguna terapia o ejercicio importante, pero a Ramón… no le comprendía; en todo esto estaba como ausente, como si se sintiera exento de tener que hacer algo, de responder con estímulos. Ella le había dejado de necesitar, eso es lo cierto, ya no más.

Le pareció que debía seguir con su vida y se acercó de nuevo a su trabajo. Las cajas, las dichosas cajas necesitaban una respuesta. Y si en alguna de ellas encontrara alguna sorpresa. ¿desde cuándo no había nada nuevo a su alrededor? Ya eran las 12; tenía que saber qué había pasado esta vez para no recibir la llamada prevista.

Tomó el teléfono para llamar al Centro de Manejo de la Conducta; a cientos de kilómetros una mujer le respondió.

La comida había sido rápida y nerviosa. Tenía el estómago encogido, aún no se lo podía creer. Dudó si contactar con Ramón, pero no lo hizo. Él ya lo sabía, conocía que Raúl se iba a ir dos semanas a una residencia a la Sierra alejada aún más de ellos. Es mayor de edad, contestó el terapeuta. Sí, les entiendo, pero debe saber que las decisiones las debe tomar él, Raúl es adulto. Le mandaré un mensaje para que contacte con ustedes y les cuente cómo se encuentra. Le va a venir muy bien esta salida.

Era cierto, Raúl tenía ya 20 años. Entre disgustos, riesgos y hospitales han pasado más de ocho años confiando en su recuperación y en su bienestar, sin lograrlo. Quizá es ella la culpable de que no encuentre la calma. Este pensamiento la martiriza como un martillo desde hace un tiempo.

Absorta en estos pensamientos, sonó el móvil. Lo había arrojado sobre la cama deshecha. Corrió a tiempo de comprobar que era su marido.

  • Claro que no, ya sabes lo que significan para mí sus llamadas, ¿por qué no me habías dicho nada?

Para Rosa la estupidez de su marido no tiene límites, no sólo le había ocultado la salida a la sierra de Raúl, sino que acababa de confesarle que el contacto único con el Centro será él, a partir de ahora, a prescripción de los terapeutas. ¡Sólo durante un tiempo, eso sí… se atreve a especificar el muy cretino!

Georgina Gray, 2006.

La noche iba anunciando su llegada, con una brisa fresca. Rosa sentía frío, pero no se atrevía a moverse de la incómoda silla esperando algo que nunca llegaba. Los platos de la comida se mezclaban con los del desayuno en la cocina; la cama aún revuelta, no ofrecía descanso alguno. Las puntillas permanecían esparcidas entre las cajas y la mesa de trabajo. Había sido otro día cualquiera más. Las dudas y las preguntas sin respuesta seguían agolpándose en su cabeza. Los árboles del exterior se movían con violencia al compás de la agitación que Rosa mantenía en su cabeza. Estaba desesperada y triste. Ya no podía aguantar más. Con calma se levantó de la desvencijada silla y se dirigió a la ventana. Un torrente de aire le dio la bienvenida, bajó la vista perdida en la distancia de la acera.

De pronto sonó el timbre.

  • ¿Raúl? – a través de la mirilla divisó a un joven con barba y pelo oscuro.

No escuchaba la charla del chico que intentaba convencer a Rosa de las bonanzas de un cambio de compañía eléctrica sentado en el sofá, con aspecto afable y bien parecido le hablaba entre números y coeficientes reductores.

  • ¿Te apetece cenar conmigo? Puedo preparar algo muy rápido. ¿Cómo me has dicho que te llamas?

Sin tiempo a contestar, se dirigió a la cocina dejando al desconocido turbado por la hospitalidad tan extraña de esa mujer.

  • Debo irme no se preocupe
  • Siéntate, Raúl, no estoy preocupada, siéntate ahí, enseguida traigo algo para picar.
  • Disculpe, me llamo Andrés, no Raúl.. no me extraña con tantos datos que le he contado, mi nombre es lo de menos…
  • No sé cuándo regresará mi marido, hemos discutido ¿sabes? Bueno da igual, preparo algo para los dos. Te voy hacer una tortilla, Raúl.

El día continuaba en su agonía. Al final no iba a ser otro día cualquiera para Rosa.

 

 

 

 

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