Raquel, Raquel (1968) Por Luigi De Angelis

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Con un presupuesto nada ostentoso, dirigida de forma sensible y pulcra por Paul Newman y protagonizada por su esposa, la siempre exquisita Joanne Woodward, Raquel, Raquel me parece un buen ejemplo de la clase de obra que nace de la constancia y la pasión por contar historias. En efecto, es una película que siempre logra involucrarme con la visión personal de su creador.

Intimista y humano, el drama que propone Newman es el estudio de un personaje definido por su contexto y su pasado. Raquel es una mujer de 35 años, soltera, maestra de escuela, introvertida y sexualmente reprimida. Su vida transcurre de manera sosegada en un pequeño pueblo en medio de flashbacks que muestran una niñez de represión emocional y fantasías intermitentes que denotan su ansiedad por experimentar el roce de su piel con la de un hombre y gozar del placer carnal.

Como generalmente ocurre en cintas cuyo interés radica en el análisis del personaje central, el aspecto interpretativo es crucial. En este sentido, Joanne Woodward cumple con una actuación deliberadamente lacónica y a la vez vívida, revelando las mejores aptitudes e instintos de una actriz capaz de imbuirse en su papel. Woodward hechiza con una interpretación que transmite ansiedad, temor, esperanza, soledad y reivindicación a través de miradas elocuentes y un dominio absoluto de la expresión corporal. De igual forma cabe destacar a Estelle Parsons en el papel secundario de Calla, la mejor amiga de Raquel, un sorprendente retrato progresista y simpático de una mujer lesbiana, algo poco común.

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Para su primera película como director Paul Newman consiguió montar una obra brillante. Raquel, Raquel es una cinta inteligente y madura que lentamente se erige como una rareza dentro del cine americano por su manera sensible y desprejuiciada de analizar la sexualidad femenina a partir del cúmulo de experiencias de una mujer común.

“Wolves”: Michael Shannon, un tipo resentido que odia a su hijo

Por Horacio Otheguy Riveira

Wolves (Lobos), La última apuesta, 2016, de Bart Freundlich, presenta un tema poco transitado en el mundo del espectáculo: el odio de un hombre hacia su hijo, a ratos enmascarado en una actitud de compañerismo y admiración. Y lo hace de manera muy original, con un estilo de cine negro en el que el drama psicológico se arriesga en una densidad generalmente ausente en el cine de estrellas con deporte al fondo.

Con poco diálogo, una realización ágil que tiene en cuenta una fotografía interesantísima del maestro Juan Miguel Azpiroz, ya que compone como cuadros de exquisitas sutilezas las escenas intimistas, y se entrega de lleno en la espectacularidad del baloncesto juvenil.

Es esta una película que rompe los esquemas propios del subgénero deportivo, tanto si es laudatorio como si es crítico, pues en lugar de ser “una de deporte”, es “con” deporte, alejada de todos los estándares conocidos.

Sí es verdad que en las que el eje es algún deporte muy popular se ha dado bastante el conflicto padre-hijo, especialmente en dos grandes títulos: Marcado por el odio, 1956 -memorias del boxeador Rocky Graziano con Paul Newman- y, ya en exaltación clásica de equipo miserable que triunfa, a pesar del borracho del padre de su estrella, Hoosiers, 1986 con Dennis Hooper en el amargo personaje y Gene Hackman en el duro entrenador, la más premiada con el basket de protagonista. Sin embargo, en esta Wolves la trama se espesa sustancialmente evitando los lugares comunes en planteamiento y desenlace, reduciendo las escenas de balón en mano, y potenciando situaciones muy íntimas, como las sexuales del joven protagonista, resueltas con notable pudor, más sugerentes que explícitas, pero muy importantes en la evolución emocional del personaje.

 

En un hogar con serias dificultades económicas convive un trío descompensado de padres con único hijo: muchacho brillante que, gracias a sus éxitos deportivos también tiene facilidades para los estudios en los que destaca ampliamente. Seductor sin proponérselo, conquista a una muchacha y otra hace lo imposible por tenerlo a su alcance. La vida del adolescente crece y se desarrolla dentro de un proceso en el que lo que más impresiona es su silencio. Incapaz de enfrentarse a su padre, calla la amargura de padecer sus incongruencias y evidentes maldades, como si ambos se comunicaran en un ring de insospechada violencia. Hay en los gestos del padre una agresividad mordiente, y en el silencio del muchacho un dolor inapresable, aunque seguramente consciente. Mientras tanto la esposa y madre también ama a esa figura tan sórdida de un hombre sensible e inteligente, profesor de literatura, escritor que no consigue publicar… y sobre todo un jugador empeñado en destruirse a sí mismo, destruyendo también a su familia. Un hombre que se va desfigurando psicológicamente rumbo a la ruina total… pero la película deja respirar al espectador y abre una coherente posibilidad de camino nuevo… Lo hace aportando una interesante resolución absolutamente cinematográfica. Y es en la ausencia de discurso moralista donde la película establece su poético lenguaje, su carga dramática, sin evitar algunos buenos momentos de juego en la ya clásica competitividad de la sociedad estadounidense.

 

Burt Freundlich (Manhattan, 1970) ha dirigido capítulos de seres de televisión de cierto prestigio y notable éxito popular como Mozart in the Jungle o Californication, y ha escrito y realizado varios largometrajes dentro del amplio género de la comedia, como Volviendo a casa, 1997 (reparto encabezado por Julianne Moore, con quien se casó en 2003, ya padres de dos hijos),  World Traveler, 2001, Ellas y ellos, 2005…, la mayoría de las cuales, como Wolves, no fueron estrenadas en España,  hoy en día localizables online y en cadenas como Movistar.

 

 

Uno de los pocos encuentros verdaderamente afectuosos. Una secuencia fugaz en un sórdido ambiente en que el padre fracasado en cuanto emprende no soporta los continuos éxitos de su hijo.

 

Taylor John Smith, sumamente expresivo en su dolor y su perplejidad en una película que se explica fundamentalmente en imágenes. Aquí, Carla Giugino, su madre, curándole una herida que le provocó su padre “con la mejor intención”.

 

Michael Shannon encarna a un hombre de una patología sumamente peligrosa para sus seres queridos. En él acecha un monstruo que crece a medida que aumentan sus frustraciones como escritor y como adicto al juego, firme candidato a la autodestrucción que se podría llevar a su familia por delante…

 

Los besos de Hitchcock Por Horacio Otheguy Riveira

Películas no sólo inolvidables, sino que se pueden ver varias veces y en cada visión se encuentran nuevas emociones que permiten encontrar nuevos ángulos, mayores sugerencias. Pero es en los besos de sus protagonistas donde recalan pasiones de una fascinante fuerza erótica, siempre vestidos, incluso cuando están en una cama. procurando, como siempre que se besa, escapar del aciago destino, de la mala sombra del miedo o la angustiosa soledad.

NOTORIOUS, Cary Grant, Ingrid Bergman, 1946

Encadenados, 1946

Ella ha estado con muchos hombres, ha sabido abusar del alcohol noche a noche y se ha despeñado alocadamente entre brazos desconocidos mientras su padre estadounidense colaboraba con los nazis.

Él es un espía que al principio desprecia la tendencia de la chica al libertinaje, pero llega la noche-noche en que descubre que esa chica es un bombón demasiado exquisito como para no probarlo; llega la noche en que todo podrá suceder maravillosamente en la terraza de verano con una brisa acogedora.

Ella no cocina, no se le da bien cocinar, así que hay un pollo asado y poco más, y él que llega dispuesto a todo, pero no puede ni siquiera sentarse a la mesa, debe salir a todo gas porque le citan para una reunión de urgencia. Dice que volverá con una botella de vino, pero antes de salir tienen un encuentro especial, se besan de pie ante la cámara en una sucesión de besos que no se había visto nunca en una pantalla.

En el pacato cine de Hollywood de ese año de 1946 millones de personas asisten a la proyección de Encadenados (Notorius), donde por primera vez Cary Grant e Ingrid Bergman se besan como si hicieran el amor en público; en la imaginación del espectador se deslizan sus ropas con la misma elegancia con que son capaces de interpretar cualquier personaje. Les acompañan sonrisas muy pequeñas, y en cada gesto hay un sinfín de tomas de desnudos que jamás serán posibles más allá de la imaginación del público y del orondo caballero británico que ha imaginado moment by moment cada movimiento antes de filmar su magnífica pieza de espionaje con alto suspense… Son besos que inauguran un ardiente romance entre una mujer sexualmente liberada y un tipo duro que nunca volverá a completar su sesión de besos porque en la mencionada reunión recibe una noticia de impacto: la mujer que tanto desea debe casarse con un criminal de guerra nazi exiliado en Brasil. A partir de ese momento, una espiral de intriga tan bien pergeñada que se puede disfrutar muchas veces: da igual que se conozca el proceso hasta el final, el camino resulta asombroso en detalles de incomparable belleza en el guión, la iluminación e interpretación de protagonistas y secundarios, estos siempre muy bien escogidos por Hitchcock.

 

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La ventana indiscreta, 1954

 

Un reportero gráfico ha tenido un accidente y está con una pierna rota. Ama la fotografía como la vida misma. El cuerpo larguirucho con torpe manera de hablar, ligeramente tartaja, de James Stewart estará durante toda la película sentado con una pierna escayolada, y al final, las dos.

El reportero gráfico se lo pasa muy bien mirando por la ventana la vida de los otros, amores contrariados, amores lujuriosos, rutinas, bullicio… de gente como él, de economía modesta, en un edificio de pequeños apartamentos. Su máquina fotográfica no pierde detalle, y tanto es así que descubre algo raro, una discusión, tal vez un crimen…

En su aislada parálisis recibe la visita de dos mujeres, una parlanchina asistenta que limpia y ordena (formidable Thelma Ritter), y una hermosa dama muy elegante, que parece desentonar en ese ambiente de reportero solterón que evita hablar de la boda que ella parece alentar.

Grace Kelly es tan hermosa que uno olvida que parece el colmo de la niña bien resabida y tirando a tonta, ojeando las revistas de moda, con especial interés por los modelos de novia. Y uno olvida todo eso porque se pasea por el estrecho ambiente como la tigresa más bella jamás imaginada, y también se mueve por encima de su inválido novio que recibe una sesión de besos absolutamente impuesta por la joven. Un encendido encuentro en el que las manos y los labios coronan una relación que —según cuentan amigos bien informados como Peter Bogdanovich— salió del set de rodaje para profundizar en sus placeres más bajos y sus instintos más altos. James y Grace pasaron peligros de muerte, sofocos enormes en una historia de inmovilidad y pasiones dislocadas… sólo a base de besos y más besos dirigidos por un obeso señor que veía en la preciosa rubia el colmo de fascinación sexual, como si de un planeta no inventado se tratara. Y acabaron felizmente prisioneros de esa debacle pasional… en el tiempo que duró el rodaje…

 

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Con la muerte en los talones, 1959

 

La madre de un exquisito ejecutivo es una ricachona excéntrica, de lo más divertida, que le sigue tratando como a un niño incorregible. Él, Cary Grant, otra vez galán impecablemente trajeado, se pavonea por el salón de un gran hotel, y en esas que le confunden con otro y empieza una auténtica pesadilla de ojos abiertos y corazón a tope. Le detienen, broma va broma viene intenta quitárselos de encima, cuando lo consigue ya está buscado por tipos muy malos y también por la policía. Su foto con un cadáver y un cuchillo en la mano sale en la portada de los periódicos. Ahí es nada.

Se fuga a todo dar, mejor dicho a todo tren, porque la escena más lúbrica y lujuriosa transcurre en un vagón, de pie, con una chica muy alta y sugerente, una Eva Marie Saint que no tiene el atractivo de Ingrid Bergman ni de Grace Nelly, pero nos convence lo mismo que al ingenuo que recorre su encantadora figura en un tiovivo de besos que la circunvalan de pies a cabeza y se posan allá donde ella lo permite, y lo permite todo, abandonada a los labios de un hombre que de pronto olvida todos los peligros que corrió y descuida los que seguramente correrá, todo sea por permanecer un poco más trepando por ese cuerpo del que sólo conoce su boca mientras el bueno de Hitchcock no pierde detalle indicando otra sesión de voluptuoso encuentro entre dos que apenas se conocen. Nuevamente la censura ha sido burlada: ¡Total, son sólo besos!, murmuran los censores, y callan las damas defensoras de la sacrosanta moral, que suelen amotinarse para prohibir cualquier cosa que se menee demasiado y provoque temible subidón de temperatura.

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Cortina rasgada, 1966

Una de espías con la guerra fría de fondo, entre fieros comunistas y un seducto tan valiente como Paul Newman. Por la mitad hay un asesinato escalofriante y a la vez maravilloso que ya querríamos cometer todos alguna vez, pero por orden, uno por uno, en una gran cocina de casa rural, con horno incluido, y es que un facineroso muy repelente debe ser vencido por el justo entre los justos, modelo de autodefensa para una historia que no siempre funciona pero que provoca sofocos al comienzo cuando sabemos que el cuerpo de Julie Andrews pasó la noche con el cuerpo de Paul Newman, es decir, las cándidas Mary Poppins y María de Sonrisas y lágrimas, por primera vez en el cine se convierten en ¡una mujer madura que tiene relaciones sexuales con un hombre con el que no está casada!

Y lo sabemos porque al despertar por la mañana él la besa, y cómo la besa, qué sesión matutina con el dulce sabor de la boca peliculera que jamás necesita cepillarse los dientes con Colgate para intentar entrar entre los muslos de su chica preferida, y allí está la silueta de Julie a merced de su incorruptible que resultará temible y temerario, pero, eso sí, después de recorrer por entero a una actriz que esta vez no canta con su espléndida voz, sólo interpreta a un personaje poco interesante, pero que se crece cuando besa antes del desayuno, lo mismo que hizo la noche última de los besos íntimos, secretos, amantísimos que creara Alfred Hitchcock durante un tiempo en que sus rubias se lo permitían y exigían, sus amantes amantísimas en su imaginario que, grandes profesionales, le sonreían y se dejaban colocar allí donde él quería y necesitaba… para que todos compartiéramos su hasta entonces secreta pasión.

Lo bueno del cine es su eternidad. Excepto Julie Andrews, todos los demás, incluido el director, ya han fallecido, pero sus películas están a nuestra disposición para que aprendamos a besar, a comprender que no hay fiesta completa sin sesión de besos, y cuando no se pueda hacer otra cosa, o mostrarla o sugerirla… están las bocas de quienes no saben si se quieren porque recién empezaron a alternar, pero que siempre necesitan de un amor que bese el beso redentor que ilumine la vida a cada instante.

Y de paso, ya como ritual místico, coronando su mayor obra maestra (desde luego que tiene varias), dejémonos llevar por el Vértigo en que reaparece James Stewart, quien besa a dos en una; a Kim Novak en el papel de una burguesa muy estirada, y en el de una chica corriente, procurando, como siempre que se besa, escapar del aciago destino, de la mala sombra del miedo o la angustiosa soledad.

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Vértigo, 1958