Los besos de Hitchcock Por Horacio Otheguy Riveira

Películas no sólo inolvidables, sino que se pueden ver varias veces y en cada visión se encuentran nuevas emociones que permiten encontrar nuevos ángulos, mayores sugerencias. Pero es en los besos de sus protagonistas donde recalan pasiones de una fascinante fuerza erótica, siempre vestidos, incluso cuando están en una cama. procurando, como siempre que se besa, escapar del aciago destino, de la mala sombra del miedo o la angustiosa soledad.

NOTORIOUS, Cary Grant, Ingrid Bergman, 1946

Encadenados, 1946

Ella ha estado con muchos hombres, ha sabido abusar del alcohol noche a noche y se ha despeñado alocadamente entre brazos desconocidos mientras su padre estadounidense colaboraba con los nazis.

Él es un espía que al principio desprecia la tendencia de la chica al libertinaje, pero llega la noche-noche en que descubre que esa chica es un bombón demasiado exquisito como para no probarlo; llega la noche en que todo podrá suceder maravillosamente en la terraza de verano con una brisa acogedora.

Ella no cocina, no se le da bien cocinar, así que hay un pollo asado y poco más, y él que llega dispuesto a todo, pero no puede ni siquiera sentarse a la mesa, debe salir a todo gas porque le citan para una reunión de urgencia. Dice que volverá con una botella de vino, pero antes de salir tienen un encuentro especial, se besan de pie ante la cámara en una sucesión de besos que no se había visto nunca en una pantalla.

En el pacato cine de Hollywood de ese año de 1946 millones de personas asisten a la proyección de Encadenados (Notorius), donde por primera vez Cary Grant e Ingrid Bergman se besan como si hicieran el amor en público; en la imaginación del espectador se deslizan sus ropas con la misma elegancia con que son capaces de interpretar cualquier personaje. Les acompañan sonrisas muy pequeñas, y en cada gesto hay un sinfín de tomas de desnudos que jamás serán posibles más allá de la imaginación del público y del orondo caballero británico que ha imaginado moment by moment cada movimiento antes de filmar su magnífica pieza de espionaje con alto suspense… Son besos que inauguran un ardiente romance entre una mujer sexualmente liberada y un tipo duro que nunca volverá a completar su sesión de besos porque en la mencionada reunión recibe una noticia de impacto: la mujer que tanto desea debe casarse con un criminal de guerra nazi exiliado en Brasil. A partir de ese momento, una espiral de intriga tan bien pergeñada que se puede disfrutar muchas veces: da igual que se conozca el proceso hasta el final, el camino resulta asombroso en detalles de incomparable belleza en el guión, la iluminación e interpretación de protagonistas y secundarios, estos siempre muy bien escogidos por Hitchcock.

 

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La ventana indiscreta, 1954

 

Un reportero gráfico ha tenido un accidente y está con una pierna rota. Ama la fotografía como la vida misma. El cuerpo larguirucho con torpe manera de hablar, ligeramente tartaja, de James Stewart estará durante toda la película sentado con una pierna escayolada, y al final, las dos.

El reportero gráfico se lo pasa muy bien mirando por la ventana la vida de los otros, amores contrariados, amores lujuriosos, rutinas, bullicio… de gente como él, de economía modesta, en un edificio de pequeños apartamentos. Su máquina fotográfica no pierde detalle, y tanto es así que descubre algo raro, una discusión, tal vez un crimen…

En su aislada parálisis recibe la visita de dos mujeres, una parlanchina asistenta que limpia y ordena (formidable Thelma Ritter), y una hermosa dama muy elegante, que parece desentonar en ese ambiente de reportero solterón que evita hablar de la boda que ella parece alentar.

Grace Kelly es tan hermosa que uno olvida que parece el colmo de la niña bien resabida y tirando a tonta, ojeando las revistas de moda, con especial interés por los modelos de novia. Y uno olvida todo eso porque se pasea por el estrecho ambiente como la tigresa más bella jamás imaginada, y también se mueve por encima de su inválido novio que recibe una sesión de besos absolutamente impuesta por la joven. Un encendido encuentro en el que las manos y los labios coronan una relación que —según cuentan amigos bien informados como Peter Bogdanovich— salió del set de rodaje para profundizar en sus placeres más bajos y sus instintos más altos. James y Grace pasaron peligros de muerte, sofocos enormes en una historia de inmovilidad y pasiones dislocadas… sólo a base de besos y más besos dirigidos por un obeso señor que veía en la preciosa rubia el colmo de fascinación sexual, como si de un planeta no inventado se tratara. Y acabaron felizmente prisioneros de esa debacle pasional… en el tiempo que duró el rodaje…

 

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Con la muerte en los talones, 1959

 

La madre de un exquisito ejecutivo es una ricachona excéntrica, de lo más divertida, que le sigue tratando como a un niño incorregible. Él, Cary Grant, otra vez galán impecablemente trajeado, se pavonea por el salón de un gran hotel, y en esas que le confunden con otro y empieza una auténtica pesadilla de ojos abiertos y corazón a tope. Le detienen, broma va broma viene intenta quitárselos de encima, cuando lo consigue ya está buscado por tipos muy malos y también por la policía. Su foto con un cadáver y un cuchillo en la mano sale en la portada de los periódicos. Ahí es nada.

Se fuga a todo dar, mejor dicho a todo tren, porque la escena más lúbrica y lujuriosa transcurre en un vagón, de pie, con una chica muy alta y sugerente, una Eva Marie Saint que no tiene el atractivo de Ingrid Bergman ni de Grace Nelly, pero nos convence lo mismo que al ingenuo que recorre su encantadora figura en un tiovivo de besos que la circunvalan de pies a cabeza y se posan allá donde ella lo permite, y lo permite todo, abandonada a los labios de un hombre que de pronto olvida todos los peligros que corrió y descuida los que seguramente correrá, todo sea por permanecer un poco más trepando por ese cuerpo del que sólo conoce su boca mientras el bueno de Hitchcock no pierde detalle indicando otra sesión de voluptuoso encuentro entre dos que apenas se conocen. Nuevamente la censura ha sido burlada: ¡Total, son sólo besos!, murmuran los censores, y callan las damas defensoras de la sacrosanta moral, que suelen amotinarse para prohibir cualquier cosa que se menee demasiado y provoque temible subidón de temperatura.

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Cortina rasgada, 1966

Una de espías con la guerra fría de fondo, entre fieros comunistas y un seducto tan valiente como Paul Newman. Por la mitad hay un asesinato escalofriante y a la vez maravilloso que ya querríamos cometer todos alguna vez, pero por orden, uno por uno, en una gran cocina de casa rural, con horno incluido, y es que un facineroso muy repelente debe ser vencido por el justo entre los justos, modelo de autodefensa para una historia que no siempre funciona pero que provoca sofocos al comienzo cuando sabemos que el cuerpo de Julie Andrews pasó la noche con el cuerpo de Paul Newman, es decir, las cándidas Mary Poppins y María de Sonrisas y lágrimas, por primera vez en el cine se convierten en ¡una mujer madura que tiene relaciones sexuales con un hombre con el que no está casada!

Y lo sabemos porque al despertar por la mañana él la besa, y cómo la besa, qué sesión matutina con el dulce sabor de la boca peliculera que jamás necesita cepillarse los dientes con Colgate para intentar entrar entre los muslos de su chica preferida, y allí está la silueta de Julie a merced de su incorruptible que resultará temible y temerario, pero, eso sí, después de recorrer por entero a una actriz que esta vez no canta con su espléndida voz, sólo interpreta a un personaje poco interesante, pero que se crece cuando besa antes del desayuno, lo mismo que hizo la noche última de los besos íntimos, secretos, amantísimos que creara Alfred Hitchcock durante un tiempo en que sus rubias se lo permitían y exigían, sus amantes amantísimas en su imaginario que, grandes profesionales, le sonreían y se dejaban colocar allí donde él quería y necesitaba… para que todos compartiéramos su hasta entonces secreta pasión.

Lo bueno del cine es su eternidad. Excepto Julie Andrews, todos los demás, incluido el director, ya han fallecido, pero sus películas están a nuestra disposición para que aprendamos a besar, a comprender que no hay fiesta completa sin sesión de besos, y cuando no se pueda hacer otra cosa, o mostrarla o sugerirla… están las bocas de quienes no saben si se quieren porque recién empezaron a alternar, pero que siempre necesitan de un amor que bese el beso redentor que ilumine la vida a cada instante.

Y de paso, ya como ritual místico, coronando su mayor obra maestra (desde luego que tiene varias), dejémonos llevar por el Vértigo en que reaparece James Stewart, quien besa a dos en una; a Kim Novak en el papel de una burguesa muy estirada, y en el de una chica corriente, procurando, como siempre que se besa, escapar del aciago destino, de la mala sombra del miedo o la angustiosa soledad.

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Vértigo, 1958

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