MILA relato de Ana Riera

Mila

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Las primeras veces respondía agradecida.

–¿Hola bonita, estás bien?

–Sí, gracias.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Mila, me llamo Mila.

Bueno, lo cierto es que al principio no entendía nada de lo que le decían. Las palabras no eran más que ruido sin sentido martilleándole la cabeza. Aunque debía reconocer que las sonrisas que se dibujaban en esas caras desconocidas la tranquilizaban, al menos momentáneamente.

Al cabo de unos días, sin embargo, empezó a comprender esa lengua extraña. Seguramente ayudó que siempre fueran las mismas preguntas.

Sí. Las primeras veces respondía agradecida. Pero transcurridos un par de meses, las preguntas empezaron a molestarle. Tal vez fuera por el hecho de ver que no ocurría nada. Al recibir una de aquellas sonrisas parecía que iba a cambiar algo, pero pasaban los días y todo seguía igual. Fuera como fuese, la sensación de esperanza se había ido desvaneciendo lentamente, como una nube que se deshilacha imperceptiblemente mientras la observas desplazarse por el cielo.

Ahora le fastidiaba abiertamente que le repitieran las mismas preguntas de siempre. ¿Es que no iban a cansarse nunca?

–¿Hola bonita, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Tampoco soportaba ya las sonrisas. Al principio había creído que eran sinceras, que tenía sentido aferrarse a ellas. De un tiempo a esta parte, no obstante, le parecían huecas. Incluso le dolían físicamente.

–¿Hola guapa, estás bien?

–Pues no. Lo que estoy es jodida, eso es lo que estoy.

–¿Cómo te llamas, cielo?

–Lo cierto es que no tengo nombre. Lo he perdido porque nadie me ve realmente.

Eso le habría gustado soltarles a la cara a todas esas personas que se dirigían a ella como si fuera una figura de cristal que fuera a romperse con solo mirarla, pero que luego se marchaban a seguir con sus vidas. Vidas como la que le habían arrebatado a ella hacía unos meses.

–¿Hola guapa, estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

 

Ojalá nunca hubiera oído esas preguntas. Ojalá siguiera en su casa de paredes encaladas, oyendo trajinar a su madre en la cocina, tumbada en su cama de madrugada, tapada hasta la barbilla, robando unos minutos más de sueño al día antes de levantarse. Cómo echaba de menos su casa. Ahora que estaba lejos, que la había perdido, recordaba detalles de los que nunca había sido consciente. Como que le gustaba oler el intenso aroma del café inundándolo todo en cuanto bajaba por las empinadas escaleras de buena mañana. O que los primeros rayos de sol se colaran por la ventana bañando la mesa de rincón en la que se sentaba a desayunar, como dándole los buenos días. O sentarse en el viejo sofá arropada con una manta y apoyando la cabeza en el hombro de su padre con el sonido de la radio de fondo.

Mila no podía más y esa tarde explotó. Era un día cualquiera, casi idéntico a todos los que había vivido desde su llegada a ese lugar. Cola para ir al baño y a las duchas recién levantada, cola para desayunar en la gran sala común, vuelta al pabellón prefabricado para dejar las cosas de aseo y coger la ropa sucia, y vuelta a empezar. Cola para lavar la ropa, cola para tenderla en las cuerdas, cola para el reparto de champú o de jabón o de compresas, cola para la comida… Y luego, para rematar, la tortura de las caras sonrientes.

–Hola guapa, me llamo Eva. ¿Estás bien? ¿Cómo te llamas, cielo?

Mila no pudo evitarlo. Las palabras salieron disparadas de su boca a la velocidad de la luz. Fue como abrir un grifo con demasiada presión.

–No tengo nombre porque nadie me ve. Y estoy jodida, muy jodida. Yo tenía una casa, ¿sabe? Y una vida. Me iba bien. Mi madre chillaba mucho, pero me quería. Y mi padre siempre andaba quejándose, pero también me quería. Y yo a ellos. El instituto nuevo me gustaba, sobre todo porque iban mis dos mejores amigas. Y porque iba Roco, que me tenía loca. Y de repente todo eso, mi mundo entero, ha desaparecido. Y a nadie le importa una mierda. A nadie. O no llevaría aquí muriéndome de asco y de pena tres putos meses sin que ocurra nada, nada de nada. Así que rellene su puto informe, o lo que sea que rellenan, y luego déjeme en paz y siga con su vida, usted que puede.

Cuando terminó, Mila apenas podía respirar. Le faltaba el aire, le temblaban las manos. Sin embargo, le sostuvo la mirada. La mujer que tenía delante la observaba con los ojos muy abiertos. Pasaron varios segundos arrastrándose lastimosamente entre las dos. Por una vez, fue la otra la que acabó mirando al suelo.

Mila seguía alterada, pero poco a poco su respiración fue acompasándose. Aun así, le sorprendió oír la voz de la mujer.

–Tienes razón. Debes pensar que somos gilipollas. Lo siento –dijo sin dejar de mirar el suelo.

Mila no se esperaba estas palabras. Había pensado en marcharse, pero se quedó sentada.

–Tienes derecho a estar enfadada. Lo que te ha ocurrido es una puta mierda. Ni siquiera puedo imaginar cómo te sientes, por mucho que me esfuerce. Creí que hacía algo importante y elevado. Pero ahora mismo me siento como una verdadera estúpida.

Se hizo el silencio, pero esta vez no fue un silencio incómodo. A Mila eso la tranquilizó.

–¿Hay algo que pueda hacer? Quiero decir, ¿hay algo que puede hacer para lograr que te sientas un poquito mejor? Lo que sea, de verdad –añadió la mujer mirándola de nuevo a la cara. Por primera vez desde que había empezado esa pesadilla, por primera vez desde que se había convertido en una refugiada, a Mila le pareció que algo tenía sentido, o al menos que podía llegar a tenerlo. Las primeras lágrimas resbalaron mudas por sus mejillas. Luego llegó el sollozo desconsolado que llevaba reprimiendo desde hacía semanas. Cuando por fin empezó a remitir, mucho rato después, Eva seguía a su lado sujetándole la mano con fuerza entre las suyas.

Mila la miró y supo que esta vez iba a ser distinto. Porque Eva sí la estaba viendo de verdad y eso le permitía ser de nuevo una persona de carne y hueso. En su cara se dibujó una tímida sonrisa.

 

 

 

 

 

Cita anónima Por Ana Riera

Carla estaba excitadísima. No veía el momento de que llegara la hora. Sentía un vértigo que le producía náuseas y euforia a partes iguales. Trató de serenarse un poco. Todavía quedaba una hora de reloj. Intentó concentrarse en los gráficos que llenaban la pantalla de su ordenador, pero fue inútil. Su mente hacía rato que volaba lejos. Se levantó, cogió su bolsita de las pinturas y se refugió en el baño. Se refrescó un poco la nuca y se lavó las manos. Observó la imagen que le devolvía el espejo. Hacía tiempo que los ojos no le brillaban de ese modo. Se gustó. Incluso se encontró guapa. Le pareció increíble que la mera perspectiva de lo que iba a suceder pudiera influir hasta ese punto en su aspecto. Se dedicó una sonrisa pícara. Si le quedaba algún asomo de duda, se esfumó por completo en ese preciso instante. No se iba a echar atrás. Ya no.

Todo había empezado con su amiga Nuria. Habían salido a tomar una cerveza. Carla recordaba haberse quejado de Pablo, de su carácter excesivamente previsible.

–Pues haz algo distinto.

–¿Algo distinto? ¿Cómo qué?

–Ten una aventura.

–Joder, Nuria. Tú siempre tan comedida.

Carla quería mucho a su amiga, pero a veces la desconcertaba. A menudo no sabía si le hablaba en serio o si le tomaba el pelo. Como en ese momento. Por eso se lo preguntó.

–¿Hablas en serio?

–Pues claro que hablo en serio. Nada como echar una canita al aire para oxigenar una relación.

–Cualquiera que te oiga pensará que te va mogollón eso de poner cuernos.

–No, no te confundas. Tener sexo con un absoluto desconocido al que ni siquiera le ves la cara no entra en la categoría de poner los cuernos. Al menos no para mí.

–¿Pero se puede saber de qué hablas?

–De Secret Friends.

–¿Me estás vacilando?

Por la cara que puso su amiga supo que no era así. En un primer momento no quiso saber nada. Ser infiel era ser infiel, daba igual si le veías la cara al otro o no. Pero varios días más tarde, tras tomarse un par de vinos con Nuria, le pudo la curiosidad y volvió a sacar el tema. Su amiga le aseguró que todo era de lo más discreto. Escogías un tío viendo sólo su torso desnudo y cuatro líneas que había escrito sobre sí mismo. Luego esperabas a ver si aceptaba tu invitación. Si aceptaba, el día indicado te presentabas en un discreto hotel con una máscara que te llegaba por mensajero. La máscara te cubría la mayor parte de la cara. Sólo dejaba al descubierto tu boca y tus ojos. Protegida tras el anonimato, pasabas una ardiente velada y luego regresabas a tu casa satisfecha y como si no hubiera ocurrido nada. Si lo necesitabas, incluso te proporcionaban una coartada creíble.

Carla le había asegurado a su amiga que ella no estaba hecha para esa clase de cosas. Que no sabría disimular, que se le notaría al volver a casa, que la culpa la volvería loca. El lunes siguiente, no obstante, tras un fin de semana anodino y monótono, llegó al trabajo media hora antes, encendió el ordenador y entró en la página de Secret Friends.

Una semana más tarde, ahí estaba, hecha un manojo de nervios, deseando que llegara la hora. Escoger a su amante ocasional le había resultado más fácil de lo que imaginaba. Fue por la frase de presentación: “soy un buen chico, pero a veces siento la llamada de la selva y no puedo resistirme”. Se había identificado de inmediato. Por suerte, él había aceptado su invitación.

Instintivamente miró una vez más el reloj. Ya faltaba menos. Cogió el lápiz de ojos y se los perfiló de nuevo. Luego se repaso los labios con su carmín favorito. Pensó en echarse unas gotas de perfume, pero cambió de idea. Si iba a ser sexo salvaje, mejor oler a hembra. Se echó un último vistazo en el espejo y salió del baño.

Cuando por fin se montó en el coche media hora más tarde, le temblaban las manos. ¡Resultaba tan excitante! Quedar así, con un desconocido que se oculta tras una máscara, protegida a su vez por el anonimato, y lanzarse directamente a sus brazos, sin preámbulos, sin intercambiar una sola palabra. Sexo puro y duro. Hacía mucho tiempo que no se sentía así. Era revitalizante.

Llegó al hotel a la hora exacta. Ya solo quedaba seguir las instrucciones que había recibido. Debía entrar directamente al garaje y ocupar la plaza 34. En cuanto paró el motor, unas persianas metálicas empezaron a descender desde el techo a ambos lados y por la parte trasera. Medio minuto más tarde, el coche se encontraba encerrado en un pequeño habitáculo. Por un momento, Carla se agobió. Pero fue solo un instante, ya que en seguida vio que delante de ella había una puerta. Al momento se encendió un cartel luminoso que había justo encima. Carla leyó. “No olvide coger su máscara. Colóquesela antes de cruzar la puerta”. Estaba todo milimétricamente pensado.

Más tranquila, cogió la máscara y se la colocó. Comprobó cómo le quedaba en el espejo retrovisor. Era una máscara preciosa y la verdad es que le quedaba muy sensual. Su nivel de excitación se disparó. Bajó del coche, cruzó la puerta con paso decidido y cogió el ascensor que tenía enfrente. Sin necesidad de apretar ningún botón, éste se puso en marcha y la llevó directamente a su habitación. La 434.

Llamó con la señal acordada. Al momento oyó unos pasos y se abrió la puerta. Allí estaba su amante, con su máscara cubriéndole la cara y el deseo saliéndole por todos los poros de la piel. Se acercó a ella taladrándola con la mirada. A Carla se le aceleró todavía más el corazón. Tras observarla unos segundos, la arrastró dentro con mimo. En seguida posó un dedo sobre sus labios, se lo metió en la boca. Sin prisas lo deslizó por su cuerpo. Luego todo se precipitó. Hicieron el amor como posesos y luego repitieron, todavía sedientos de deseo. Dos horas más tarde, Carla salía de nuevo del ascensor y entraba en su coche, agotada pero feliz.

Esa mañana le había dicho a su marido que volvería más tarde. Le habían puesto una reunión de equipo a las seis y esas reuniones siempre acababan alargándose más de lo previsto. Tenía coartada. Además, se sentía extrañamente tranquila. Pensó que se debería al efecto sedante del sexo. O a que, al no poder poner cara a su amante, todo parecía más inofensivo, casi irreal. Como si se hubiera tratado de un sueño, una mera fantasía erótica muy realista, pero completamente inofensiva. Su amiga Nuria tenía razón. Ya en el barrio, encontró aparcamiento a la primera. Iba a bajarse del coche, cuando vio la máscara tirada sobre el asiento del copiloto. Tenía que esconderla en algún lugar seguro. Se le ocurrió el sitio perfecto. La metió en el bolso, lejos de miradas indiscretas, y se apeó.

Media manzana más adelante, reconoció el coche de Pablo. Al pasar, posó la mano sobre el motor. Todavía estaba caliente. Igual había aprovechado para quedarse hasta más tarde en la oficina. O se había ido a tomar una copa con algún colega. Mejor. Así su aventura pasaría más desapercibida.

Entró en casa decidida, pero al ver a Pablo un latigazo de culpabilidad amenazó con traicionarla. Mientras se saludaban con un beso, consiguió dominarlo. Intercambiaron tres o cuatro frases banales.

–Voy a cambiarme, que vengo molida. En seguida estoy contigo y preparamos algo para cenar. Podemos hacer unos huevos revueltos. ¿Te apetecen?

–Sí, perfecto. Pero tranquila. Haz lo que tengas que hacer. No hay prisa.

Carla le dedicó una sonrisa y se metió en el dormitorio. De repente, la máscara le quemaba dentro del bolso, así que fue directa al vestidor. Había decidido esconderla en la caja de cartón donde guardaba su vestido de novia. Estaba en la estantería más alta. Era el sitio perfecto.

Cogió la escalera de detrás de la puerta, bajó la caja y la dejó en el suelo. Después sacó la máscara del bolso, la envolvió con un trozo de papel de seda para que no se estropeara y retiró la tapa de la caja. Al levantar un poco el vestido para meterla debajo topó con algo duro. También estaba envuelto con un trozo de papel de seda. Lo retiró con cuidado. Era otra máscara: la que había usado para ocultarse su amante de esa noche.

La duda Por Ana Riera

 

 

Jonás lo sabía. Sabía que su madre lo amaba. Ella misma se lo había dicho infinidad de veces. Así que lo sabía. Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, añoraba esos años en los que eso era suficiente, en los que no necesitaba nada más.

Cuando era pequeño le bastaba con oír de su boca que lo quería con locura para sentirse la persona más dichosa del mundo. La escuchaba, se dejaba abrazar por sus suaves brazos incrustando la cabeza entre sus carnes aún jóvenes y luego hacía lo que le pedía, con el alma ligera y la mente apaciguada. Era fácil.

Pero ya hacía mucho que las cosas habían cambiado. Era por culpa de esa voz que se había instalado en su cabeza, que le obligaba a preguntarse por qué, que le mostraba que existían otras posibilidades, aunque él no quisiera verlas. Las palabras y los abrazos de su madre ya no eran suficientes. De hecho, sus abrazos habían empezado a crisparle, como si fuera alérgico a ellos, como si hubiera mudado de piel y la nueva sufriera un rechazo a la de ella, a lo conocido hasta entonces.

Ojalá no hubiera oído nunca esa voz, ojalá la primera vez que se hizo audible hubiera sido capaz de acallarla, de desterrarla para siempre. Pero no había sido así. Y ahora ya no podía silenciarla, porque se había apoderado de su cerebro y cada vez sonaba con más fuerza.

Al principio, eso hacía que se sintiera débil, que se supiera indigno de ella. Eso lo atormentaba y le obligaba a bajar la cabeza en su presencia. Era un gesto que podía confundirse con el sometimiento, pero en realidad no era más que vergüenza tintada de confusión y de rabia.

Ya no recordaba cuándo fue la primera vez que la voz le susurró al oído que ella no lo amaba, que eso no era amor verdadero. El problema era que él no podía juzgar, no tenía herramientas para hacerlo. Solo había conocido ese tipo de amor. Así que, ¿cómo iba a compararlo? Pero oía la voz, cada vez más fuerte. Y cuando la oía, sentía una comezón en la boca del estómago que lo alejaba de ella. Como si se le hubiera colado una pequeña serpiente y se le enrollara justo ahí, cerrándole la entrada del intestino grueso, paralizándole el cuerpo por dentro y provocándole un dolor sordo que no le gustaba nada.

Sí, durante algún tiempo había sido capaz de controlar esa voz. Claro que eso fue cuando todavía sonaba débil, apenas un gemido que se colaba entre las ramas de su conciencia como una suave brisa. Por aquel entonces le bastaba con repetirse lo que ella le había dicho tantas veces. Que habría seres malignos que intentarían corromperle, hacerle dudar. Que tenía que ser fuerte y acordarse de que ella era la única que lo amaba de verdad, que solo podía confiar en ella, que era la que siempre había estado a su lado, desde el principio, para protegerle de todo lo malo. Perdido en la oscuridad de la noche luchaba incansable contra la voz. “Ella me ama, ella me ama. No sé quién eres, pero sé que tus intenciones son malas”.

La voz, sin embargo, se había hecho poderosa, alimentada tal vez por sus propios miedos e inseguridades. Los antiguos argumentos ya no le servían. No conseguían acallarla ni mitigar la inquietud que lo embargaba. No eran suficientes. Porque a sus palabras de “ella me ama”, la voz replicaba “¿cómo puedes estar seguro?”. Porque al grito de “sólo puedo confiar en ella”, la voz saltaba “y eso, ¿cómo lo sabes? ¿Te lo ha confirmado alguien que no sea precisamente ella?”. Aun así, él perseveraba, lo intentaba, seguía buscando argumentos: “Ella es la única que siempre ha estado ahí, a mi lado”, a lo que la voz argumentaba: “¿Acaso ha dejado que hubiera alguien más a tu lado?”. “Pero ella me protege de todo lo malo”. La voz, no obstante, volvía a la carga: “¿De qué te protege exactamente? ¿Qué es lo malo?”. Eran tantas las incógnitas…

Jonás cada vez estaba más confuso. Se sentía partido en dos, rasgado por la mitad de arriba abajo por una sierra invisible que dejaba la carne entera, para confundir los sentidos, pero partía el alma por la mitad, haciéndola añicos. Quería ser digno del amor de su madre, quería que ella supiera que él también la amaba a ella. Pero le era imposible no escuchar todo aquello que se adueñaba de su mente.

Lo peor, de todos modos, había empezado hacía apenas un par de semanas. Era una fuerza que no podía controlar, que se apoderaba de cada rincón de su cuerpo y focalizaba toda su atención, sin dejarle pensar en otra cosa. Era un anhelo que salía de todas y cada una de sus vísceras, y de la convicción absoluta de que lo único que podía hacer era salir de allí y comprobarlo todo por sí mismo. Solo así, enfrentándose a los peligros que acechaban, podría volver a su vida de antes, podría recuperar la paz y la seguridad que experimentaba cuando era niño, cuando todavía no había descubierto la voz, ni el clamor ensordecedor de las dudas.

Solo de imaginarlo sentía un miedo atroz, porque su madre le había advertido desde su más tierna infancia que fuera de esas cuatro paredes, fuera de ese nido seguro que ella había construido para él, todo era caos y confusión. Las fuerzas del mal acechaban en cada esquina y se alimentaban de la buena fe y la pureza de los chicos como él. Pero necesitaba verlo con sus propios ojos para poder hacer frente a la voz, para ser capaz de contestarle con rabia que sabía que todo lo que ésta aducía no eran más que mentiras. Solo de ese modo podría gritarle: “ahora sé que me ama más que a la vida misma, que sólo puedo confiar en ella. Ella me protege de todo lo malo que hay fuera y no necesito a nadie más. Soy feliz dentro de estas cuatro paredes, con su amor infinito”. Pero para poder espetarle eso a la cara a la maldita voz, primero tenía que salir y demostrarlo.

Por eso empezó a urdir un plan para escapar y poder deshacerse de toda esa angustia, de esa lucha titánica que tenía lugar dentro de él. Tenía que ser listo, hacerlo bien. Porque su madre no debía descubrir nunca que había estado fuera. No podría soportar que dejara de confiar en él. Tenía que esperar pacientemente a que se presentara una oportunidad. Centrar todas sus energías en estar preparado para aprovechar la ocasión idónea.

Empezó robándole alguna moneda de vez en cuando del monedero, que luego escondía debajo de su ropa interior, en el fondo del cajón de la cómoda. También hizo acopio de algunos víveres: unas galletas, unos frutos secos. Eso lo guardó en una bolsa de tela vieja, en el altillo del armario de su dormitorio. Además, preparó un sencillo hatillo con una muda y un par de calzoncillos. Sabía que la pulcritud era importante. “La limpieza acaba con la podredumbre, la aniquila”. Su madre se lo había repetido un millón de veces.

La ocasión llegó una soleada mañana de primavera, de la mano de una misteriosa carta. Alguien había deslizado un sobre inmaculado por debajo de la puerta. Estaba ahí, tirado en el suelo, cuando se levantó esa mañana. Lo encontró de camino al baño. Era algo tan inusual que lo vislumbró de lejos a pesar de estar todavía medio adormilado. Nunca antes había visto algo parecido. Lo cogió sorprendido. Había algo dentro, pero estaba cerrado. Intrigado, se dirigió a la cocina y se lo mostró a su madre. Ella, nerviosa, se lo arrancó en seguida de las manos. Miró el sobre desde todos los ángulos, como si buscara algo. Luego, decepcionada tal vez, lo rasgó por uno de los laterales dejando un eco desconocido en la estancia. Extrajo una hoja de papel con dedos temblorosos. Jonás tan solo consiguió atisbar que estaba escrita por uno de los lados mientras su madre se afanaba en leer aquellas líneas escritas con tinta oscura. Él la contemplaba expectante y fue mudo testigo de cómo iba mudando su semblante. Cuando por fin terminó de leerla lo miró un instante con ojos desorbitados, aunque él tuvo la sensación de que no lo veía. Y entonces, de repente, sin previo aviso, salió dejando tras de sí sus palabras aturulladas: “En seguida regreso. Tengo que solucionar un asunto”.

Jonás no apartó los ojos de ella ni un solo instante y, sin embargo, cuando las palabras fueron engullidas por sus oídos, ya no había ni rastro de ella. Se quedó ahí, en el centro de aquella habitación tan familiar, sin entender qué era lo que acababa de ocurrir. Pasaron unos minutos angustiosos durante los que le pareció que el mundo se había detenido. Por suerte, justo en ese instante sonó la cafetera devolviéndolo a la realidad. En un acto mecánico, corrió hasta la habitación contigua y apagó el fuego. Fue entonces cuando cesó el pitido desbocado de la cafetera, y se dio cuenta de que su madre había salido tan apresurada que había olvidado cerrar la puerta con llave.

Jonás advirtió que aquello sin duda tenía que ser una señal. Había llegado el momento tanto tiempo esperado. Por un breve instante, sintió que le fallaban las piernas, que la estancia empezaba a darle vueltas como si hubiera enloquecido. Pero logró sobreponerse. No en vano había visualizado muchas veces ese momento protegido por la oscuridad de la noche, justo antes de dejar que el sueño le venciera. Respiró hondo tres, cuatro, cinco veces. Luego, más tranquilo, se dirigió al dormitorio. Recuperó el dinero, los víveres y el hatillo que tenía preparados, se puso el abrigo y se dirigió hacia la puerta. No podía creer que por fin fuera a salir ahí fuera. Seguía sintiendo un miedo horrible, pero ahora que había llegado el momento le embargaba también una excitación que jamás antes había experimentado. Era como si se encontrara en lo alto de un precipicio, viendo a sus pies las llamas devastadoras del infierno como largas lenguas ávidas de carne fresca, y de repente vislumbrara un camino acolchado por el que podía escapar y sentirse ligero como el viento. Aunque eso sí, para llegar a él tenía que dar un salto audaz por encima del fuego.

Respiró hondo de nuevo. “Sabes que tienes que hacerlo, no queda más remedio, es la única forma”, se dijo. Luego, apoyó la mano en el pomo y lo agarró con fuerza. Estaba helado. Mejor. Porque no tenía ni idea de lo que se encontraría en cuanto abriera la puerta y saliera a la calle. Y el frío del metal le sugería que quizás el fuego tampoco estuviera tan cerca. Se concentró en su mano para tratar de apartar las espeluznantes imágenes que le venían a la cabeza. La mano empezaba a ponérsele roja de tanto apretar. Concentró toda su fuerza en sus cinco dedos, suspiró con fuerza e hizo girar el pomo.

La puerta cedió con un quejido sordo. Jonás la abrió de par en par. Allí al fondo, al otro extremo del amplio vestíbulo, la luz le llamaba insistente. No alcanzaba  a ver nada más. Solo la luz cristalina que lo llamaba con fuerza, como si llevara ahí esperándole una eternidad. Dudó aún unos segundos. Estaba sobre el abismo, pero si era capaz de dar un salto certero, podría salvarse. Si conseguía llegar hasta esa puerta y atisbar fuera protegido por la oscuridad del portal, ver con sus propios ojos todo lo que su madre le había contado, podría volver a casa y recuperar la paz de antaño. Y ni siquiera habría corrido un gran riesgo. Le pareció un plan perfecto. En apenas unos minutos todo habría terminado y él podría seguir adelante con su vida. Sin pensárselo más, se lanzó a la aventura.

— ¿Dónde crees que vas, desagradecido?

Las palabras le llegaron fuertes y claras, y a pesar de ello Jonás no alcanzó a comprenderlas.

— ¡He dicho que dónde crees que vas! ¿De verdad piensas que te he dedicado toda mi vida, que lo he sacrificado todo por ti para ver cómo me traicionas?

Jonás se dio cuenta de que se había quedado petrificado, con la pierna derecha en alto, incapaz de aterrizar en un suelo que había empezado a moverse bajo sus pies.

— ¡Tira para adentro, infeliz!

Notó el empujón de su madre y cómo se cerraba la puerta tras de sí con un portazo atronador.

— ¡Lo sabía! ¡Sabía que tramabas algo! Qué pensabas, ¿que no me daría cuenta de que me hurtabas el dinero y la comida, que no encontraría el hatillo? Me ha bastado con tenderte una trampa con una burda carta, una carta falsa, para pillarte.

Jonás la miraba aterrado. Le costaba reconocer a su madre en aquella mujer con la cara desencajada que le gritaba de forma despiadada. No podía pensar, no podía hablar.

— ¿No dices nada? Claro que no dices nada, porque sabes que me has traicionado, que eres un traidor. Te lo he dado todo, todo. ¿Y así es como me lo pagas? Desagradecido, que eres un desagradecido. Pues que sepas una cosa, no pienso permitir que mi hijo se corrompa y se convierta en un degenerado.

A Jonás le hubiera gustado decirle que él no quería traicionarla, que él no era ningún degenerado, que sólo quería recuperar la paz, volver a ser feliz, acallar aquella voz. Pero la mujer histérica que tenía delante no se callaba, no dejaba de vociferar. Notó que estaba a punto de estallarle la cabeza. Y entonces ocurrió. Ni siquiera fue consciente de cómo. Pero obedeciendo a alguna orden misteriosa, su brazo se movió hacia la mesita del recibidor, cogió un pesado busto del creador de la orden a la que rezaban todas las noches antes de irse a la cama, lo elevó ligeramente y le asestó un duro golpe a la figura que tenía delante. Fue todo muy rápido. Pero por fin la mujer dejó de gritarle y curiosamente el suelo dejó de moverse bajo sus pies.

El viaje de la monarca Por Paula Alfonso

 

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Entre la lluvia de flashes que estalló sobre mí nada más salir, oí que me preguntaban si estaba nerviosa, si se trataba de una decisión bien meditada y si cabía la posibilidad aún de que me volviera atrás. Avanzaba deprisa por la cera dándome los últimos retoques, pero preferí detenerme, me di la vuelta, busqué al que me había interrogado, le miré a los ojos y solo su insultante juventud sirvió para que justificase sus ilógicas palabras. ¿Es que acaso se le cuestiona a alguien cómo hará su siguiente inspiración o dará el próximo paso?

  • No, querido, no hay marcha atrás. Mi viaje, el que estoy a punto de iniciar, lo llevaba inscrito en mis genes. Todo a lo largo de mi vida fue un mero proceso preparatorio para la llegada de este gran día.

¿Conocía usted la fecha exacta de su partida?

  • Tal vez debería responderle que no, que no lo esperaba, que el aviso me tomó por sorpresa, pero les estaría engañando y no es ese mi modo de proceder. Verán, no quisiera parecerles petulante por lo que les voy a decir, pero es la pura realidad. A diferencia de ustedes, yo percibo señales, pequeños indicios y estoy perfectamente capacitada para interpretarlos. Hoy día la sociedad, por muy robotizada que esté, es incapaz de predecir el lugar exacto donde descargará una tormenta o cuándo se producirá un terremoto y, sin embargo, los signos están ahí, siempre estuvieron. Si me lo permiten, creo que se están equivocando, tienen a su alrededor demasiados elementos perturbadores y eso les aleja de lo que erróneamente consideran “pequeñas cosas” cuando en realidad son decisivas, como los cambios en la dirección del viento, en su temperatura, en la humedad del aire o la posición de las estrellas. Gracias a que todo eso para mí sigue siendo una fuente esencial de información supe desde hacía días que debía prepararme para partir.

¿Qué siente al abandonar Canadá?

  • Nostalgia, aun no me he marchado y ya le echo de menos. Créanme, este país ha sido muy generoso conmigo, puso a mi disposición sus mejores recursos, cuidó que no me faltase de nada y en él realmente he sido feliz.

mariposa_monarca2_800-movil¿Pero aun así se va?

  • Sí, tengo que hacerlo, mi estancia aquí fue solo temporal. Me aguarda una larga travesía de más de 5.000 km antes de llegar a mi destino, México.

¿Se lleva algo de aquí, que de manera especial quiera conservar en su nueva residencia?

Otra pregunta estúpida. ¿Quién les habrá dado el título a algunos? No me extraña que se hable de degradación en la profesión periodística. Aun así, vuelvo a detenerme, sonrío de forma indulgente al que me ha interpelado, me armo de paciencia y le concedo el favor de mi respuesta

  • Bueno, en un principio pensé en meter dentro de una maleta bastantes cosas: libros, alguna revista de sociedad, música, ¡ah! y mis cosméticos, sobre todo mis cosméticos, pero finalmente tuve que descartarlo.

Continúo andando y atrás queda él todavía pensando.

¿No teme que en un viaje tan largo pueda ocurrirle algo?

  • Si se refiere a si voy prevenida contra imprevistos desagradables, ¡por supuesto! Pero no debe preocuparse, cuento con todo tipo de protección. Tenga la seguridad de que si alguien intentara atacarme el perjudicado sería él, no yo.

¿Lleva con usted alguna tecnología para asesorarse en ruta?

  • Sí, claro, dispongo de sofisticados GPS que me irán informando de forma constante sobre la fuerza de los vientos, el avance del sol y sobre todo de los lugares donde me puedo detener para repostar.

¿Cuánto calcula que durará el viaje? ¿Qué espera encontrar en México? ¿Va sola o le acompaña alguien?

  • Uno a uno —les ordenó mi jefe de prensa—. La señora contestará a todas sus preguntas, pero en estricto orden, por favor.

Cuánto agradecí tan oportuna intervención y también el estar muy cerca ya del lugar a partir del cual los periodistas y fotógrafos no podrían pasar. Un poco más y todo habrá terminado.

  • Verán, señores, está pensado hacer este recorrido en tramos de 120 km/dia, por lo tanto si hoy es 3 de agosto, calculo que para mediados o finales de septiembre se habrá alcanzado el final. En cuanto a lo que espero encontrar en México, me han informado de que se trata de uno de los mejores lugares del mundo para descansar, relajarse, disfrutar de la naturaleza y sí, como muchos de ustedes están pensando, encontrar pareja, pero, sinceramente, a mis años no creo que eso me vaya a suceder. Tampoco quiero que piensen que he cerrado definitivamente mis puertas al amor, ni mucho menos, pero tengo que ser realista.

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  • Y ¿la última pregunta? ¡Ah sí! Querían saber si voy sola o me acompaña alguien. Aparentemente, como pueden ver conmigo no viene nadie, pero eso no es del todo cierto, en mi interior late un pequeño ser que nacerá en tan solo unos días, su misión será muy breve, generar otro pequeño ser, que a su vez hará lo mismo con el siguiente. Solo los que nazcan a finales de septiembre o primeros de octubre podrán frenar tan intensa actividad reproductora, serán lo que los científicos denominan generación Matusalén, que en vez de vivir un mes,como lo hacemos todas, lo harán durante 6 o 7. Se tratará de una existencia con sus facultades ralentizadas y gracias a ello podrán descansar, analizar con detenimiento el tiempo pasado y reconducir posibles errores en el comportamiento de la especie para que no se vuelvan a repetir, será como una puesta a punto. En una palabra —y para no demorarme más— regresarán al estado más primitivo de nuestra naturaleza y saldrán después revitalizadas.

Creo que deberían conocernos mejor a las mariposas monarcas, díganselo así a sus lectores, algunas de nuestras pautas de conducta incorporadas en sus enloquecidos y absurdos ritmos de vida, les beneficiaría como especie, estoy totalmente convencida de ello.

Y ahora, si me lo permiten, tengo que partir. Ha sido un auténtico placer conocerles.

La vida de color rosa Por Elisa Pérez

Parcial de Lucien Freud.

La mañana ya había dado muestras suficientes de que iba a ser un día claro y soleado. Con cierta calma, Humberto se enfundó los vaqueros muy ceñidos y la camisa de flores, unas botas de tacón rojo completaban el atuendo elegido para la ocasión. Sobre el sillón permanecían el pantalón y la chaqueta negros que había usado en el funeral el día anterior. Con una pizca de rímel en las pestañas y un poco de color en los labios, salió de la casa con paso firme.

René Magritte.

La vida es ¿azul o verde? No sé, me respondía mi madre al tiempo que deambulaba en medio de su ropero eligiendo zapatos o contemplando algún pendiente adquirido hacía poco. ¡Qué pregunta tan absurda!, respondía ella sin más. Así era yo de pequeño. Me encantaban los colores, el rosa el que más. ¡Qué bobada! Después descubrí que la vida apenas tiene colores. De hecho, para mí casi siempre ha estado teñida de negro.

Es cierto que he vivido sin plantearme opciones, solo tenía que chascar los dedos y me llovían encima casi todos mis deseos: ¡Qué fácil lo tienes!, me repetía mi amigo César. A veces he añorado que hubiera sido de otra manera: elegir entre dos opciones para tener que dejar una, o verme sometido a la duda por tener que seleccionar, o luchar por obtener una cosa deseada. El coste de lo cómodo resulta demasiado agotador. Esta frase era rechazada por mi mente al introducirme en el garaje: el vehículo preferido de mi viejo reluce cual brillante rubí.

 

Entre los visillos del ático, el horizonte reflejaba un sol dorado que invitaba a asomarse. La mañana ya había dado muestras suficientes de que iba a ser un día claro y soleado. Con cierta calma, Humberto se enfundó los vaqueros muy ceñidos y la camisa de flores, unas botas de tacón rojo completaban el atuendo elegido para la ocasión. Sobre el sillón permanecían el pantalón y la chaqueta negros que había usado en el funeral el día anterior. Con una pizca de rímel en las pestañas y un poco de color en los labios, salió de la casa con paso firme. Las gafas oscuras ocultaban una noche de desenfreno y alcohol. El conserje le dio el pésame.

Hoy toca paseo por la carretera, me encanta pasear y elegir como cuando iba de caza con mi padre. “Tápate los oídos, pero no cierres los ojos, hay que mirar lo que se hace, disfrutarlo… pum, pum, pum…” siempre acertaba a la primera: jabalíes y hasta algún zorro nos traíamos a casa, como trofeos victoriosos, sintiéndonos felices. Cómo le admiraba, le creía el ser más valiente del mundo. Quería parecerme a él; más aún cuando decidió dejar a la simple de mi madre. Aún recuerdo sus frases “las mujeres solo sirven para una cosa, hijo, ya te enterarás… bueno, rectifico, para dos: para follarlas y para que nazcan hijos como tú”. Aún recuerdo su risa socarrona al decirme este tipo de cosas. Lástima que esa risa fuera decayendo demasiado pronto hasta convertirle en un pingajo de persona: ausente, perdido en una mente imperfecta, pronto me dejó a cargo de su imperio… ¡miles de euros a mi única y exclusiva disposición!

¡Qué agotamiento, vaya noche que me ha dado la puta esa, tengo las nalgas rotas! La próxima vez seleccionaré mejor. Eso sí ¡vaya par de tetas que se ha puesto! Y se ha ido sin decirme nada. ¡Anda! no he mirado el pantalón, seguro que me ha robado. Tendría que buscar un novio fijo, en lugar de andar picoteando… Como decía mi madre: “Un hombre necesita una mujer para estar completo”. Ilusa, no quería enterarse de nada, ¡si yo no soy un hombre, lo menos que necesito es una mujer fija! Aún recuerdo la cara que puso cuando me pilló con Antonio. Pues claro que soy gay, mamá… ¿mi padre? Yo qué sé, supongo que lo sabía, a su manera, claro”. La pobre no dejó de llorar durante una hora, seguro que terminó en el confesionario o en la joyería más cercana… ¡jodida vieja qué poco carácter tuvo siempre! Cómo disimuló su alegría en el entierro de papá, bueno, su religión hipócrita se lo impone así.

La mañana avanzaba lentamente. Antes de entrar en el túnel, Humberto pudo contemplar detrás las siluetas de los edificios de la ciudad. Frente a él una hilera de coches se iba acumulando en la carretera sinuosa. Al fondo una cadena de montañas bajas ofrecía su mejor versión. Azul y verde juntos, inseparables, eternos.

Cómo corre este trasto, hacía tiempo que no lo usaba, vaya regalo más estupendo que me ha dejado mi padre, si me viera aquí el viejo, que no me dejaba tocarlo mientras vivió. Bueno a correr un rato… ¡Vaya tráfico! A ver, a ver… a quién elijo hoy… Me encanta aquel gris, no, no soportaría otro viejo; mejor el otro… amarillo, seguro que es… buaf… una asquerosa familia feliz! A ver ése…. Sí, es perfecto, una mujer y sola. ¡Es hora de cazar!

Con un zigzag imprevisible de su vehículo rojo, se colocó justo detrás de la presa elegida. Algún bocinazo cercano le advirtió que su maniobra era atrevida o peligrosa. Le daba igual. Le gustaba el riesgo. Y desde luego le importaba muy poco lo que pensaran los demás.

¿Quién llamará ahora? ¡No he conectado el bluetooth! Buah, es Tomás, ¿qué querrá este picapleitos ahora? Si ya me explicó ayer no sé qué rollos de documentos necesarios para el juzgado… vale, cuando acabe le llamo. No sé por qué mi padre confiaba tanto en él, a mí no me gusta nada; sabe demasiado de mí, de mi familia, de mi vida… eso no es bueno.

¡Vaya, le gusta jugar a la muy zorra!, y ahora se coloca al otro lado de la carretera… ¡Me gusta! Allá voy pequeña. ¡Toma golpe…! ¡No intentes saber quién soy, mis cristales no me delatan, en cambio tú eres tan transparente que puedo ver el lacrimal cargado de agua en tus ojos a través de la ventana! Todas las mujeres son iguales: débiles, torpes, absurdas.

Los árboles del borde de la carretera observaban con su verdor intenso las peripecias de los conductores, cual espectadores que asisten a una carrera de bólidos.

Bien ¡ya empieza a ponerse nerviosa! ¡Qué calor y aún no estamos en verano…! Toma otro golpe, jajaja, tu coche no resistirá… ¡el mío es invencible! Es maravilloso conducir sabiendo que tienes el poder en tus manos. ¡tremendo!

Las gafas oscuras de Humberto comenzaron a empañarse con el sudor que le inundaba hasta la espalda. Se pasó la lengua por los labios engrosados de botox, para lamer una gota de líquido blanco que le llegó en medio de su frenesí con el volante.

No es posible que se me escape, no, bueno, ahora te cogeré, avanza, avanza… ¡qué día más claro, perfecto para la caza, sí que lo es! ¿Adónde se dirigirá, adónde irá? Me apetece seguirla un poco antes de acabar con todo. ¡Qué porquería de tráfico, es insoportable! Si pudiera terminaría con todos de un plumazo… y Tomás dale que te pego con el teléfono… ¡imposible! Me voy a parar… Buah, ahora no puedo salir de la fila, si lo hago no volveré a entrar en todo el día. ¡Malditos conductores, si todos corriéramos más no pasaría esto! Como mi padre, parecía una tortuga, pobre viejo… con los coches que manejaba y conduciendo a no más de 120… y la tonta de mi madre: no corras Alberto, no corras más… ¡tan miedica que daba asco…! Mejor que no vengas con nosotros, le decía mi padre, contigo cerca no puedo ni respirar. Ella nunca replicaba, cogía la tarjeta de crédito y ya está…

¡Se te escapa, Humberto, corre que se te escapa! Y todo por coger el móvil a ese estúpido de Tomas, pues soluciónalo tú que para eso te pago una pasta a final de mes, qué inepto, por Dios, ¡que te reclama hacienda, qué te reclama hacienda… pues arréglalo como puedas, joder! Yo no me tengo que ocupar de eso… Puff… se escapa,  ¡deudas, deudas….! Pero qué dice, se está haciendo mayor sin duda ese Tomás… Venga, vamos allá.

Al son de una música estridente, de nuevo el teléfono interrumpió los locos pensamientos de Humberto que apretaba con más fuerza el acelerador. Las gravillas de la carretera salían disparadas dejando paso al vehículo rojo con cristales tintados. Sobre un manto de asfalto continuaba la persecución sin sentido.

“Estoy asqueada de todo… tendrás que ocuparte de mis empresas, hijo, pero antes deberás dejar de vestir de esta forma, y comportarte como un hombre…”, pero si él era más maricón que yo, creía que no lo sabía, les vi, sí le vi con su chofer, no una, dos, varias veces, disimuló pero me fijé en cómo le estaba metiendo mano. Terminó babeando en una cama, meando en un pañal, jajajaja, qué más da, hoy puedo conducir esta maravilla… mira, mira quién está detrás de ti, sí, yo el gran Humberto Cortejo y Cía. Cómo acelera, está muy asustada, vaya si lo está. Aún recuerdo el anterior, qué risa. Debí rematar la faena, si es que en el fondo soy demasiado bueno, huyó cual comadreja. Jajajaja.

La risa le hizo retener el ritmo vertiginoso. A lo lejos la montaña daba la bienvenida a la ristra de coches que se acercaban. Un entramado de curvas se abría en el dibujo del asfalto.

Joder, qué golpe, si está bien me paro, que sí que sí, voy a ver qué quiere de nuevo el idiota de Tomás mientras despejan la zona. Voy a bajarme, así me estiro un poco… buah, qué mala pinta tiene ese coche… anda pero si es el de la mujer sola, vaya ¡se acabó la diversión me temo! Dime Tomás, me acabas de despertar, en toda la noche no he pegado ojo, estoy destrozado…

Luces, sirenas y estupor habían cubierto la entrada de la primera curva. Un coche yacía boca abajo sobre el terreno pedregoso y áspero junto a la carretera.

No me puedo creer, me dice que tengo que ir sin falta al notario. Bueno hasta aquí ha llegado mi diversión a ver cómo doy la vuelta con el lío que se ha montado aquí… vaya, qué pronto vamos abrir el testamento de mi padre, coño, bueno será divertido ver la cara de mi madre cuando sepa que todo el imperio es para mí, el hombrecito de rosa de papá. Ya está, me adentro un poco por este camino y me voy. Sí, habrá más días de caza, buah, me duele la cabeza, preferiría irme a dormir un rato antes que aguantar a la histérica de mi madre, al seboso abogado que tiene —estoy seguro que se lo tira— y al formal de Tomás. Al fin y al cabo ya sé lo que pone, sí creo que no iré a la notaría, no me apetece. Me meo, pararé en este llano, precioso el coche, te adoro papá, bueno no creo que te guste donde estés verme con él en medio de este camino abandonado. “Coge el todoterreno, coño”, me dirías… da igual ya no me puedes controlar. Adiós, papá, mira lo que hago con tu coche, uf, qué alivio. Bueno voy a ver dónde puedo dar la vuelta…

El sendero que se abría delante de Humberto estaba cubierto de baches junto a pequeñas planicies en las que las raíces de los árboles surgían indiscretas. Era fácil encontrar algo alrededor que relajara o sugiriera imaginación sin control. Para Humberto, sin embargo, no era más que otra unión indisoluble del odioso azul y verde. Sólo dos colores que se mostraban afines y demasiado presentes en la naturaleza.

¡Cómo es posible que siga atascada la carretera, ni notario ni leches! Me voy de una vez… ¿qué te pasa a ti? ¿Te molesta que te adelante!? ¡Pues que te den! Panolis, refinados, mira mi bólido, mejor que tú… ¡te jodes y me dejas pasar! Qué dolor de cabeza, el whisky, qué mal me ha sentado… claro, tanto disimular la pena, ha debido de comprimir mi cerebro… mi madre lo debe tener hecho papilla, jajaja, pobre, y no que quiere que la abrace! Buah, hace años que no lo hago, ¿ahora por qué? ¡no, qué va! ¡Que lama la calva de su abogado bobalicón, coño! ¡Qué desgraciada! Ostras, al reír me duele más aún la cabeza… y las gafas, me mata este sol, ¿dónde habrán ido a parar mis rayban?”

Con un brusco acelerón Humberto había conseguido colarse de nuevo entre la hilera de coches en el otro sentido, dejando a su espalda la curiosidad de sirenas y faros alrededor del accidente. Era mediodía ya, el sol apenas concedía paso a la brisa que llegaba de las montañas, para suavizar la incipiente primavera.

Ya estoy aquí, sí, aguantaré y acabaré cuanto antes con todo esto… ¡qué pesado, sí, ya, ya…! Espero que sea importante… porque si no ¡me van a oír! Vaya, ahí va mi madre y su novio! ¡Qué curioso, ella también llega tarde, quizás nos parezcamos más de lo que creo… jajajaja… Está guapa, erguida, claro que con ese adefesio al lado… joder, qué dolor de cabeza, venga, acabemos cuanto antes…

Le costaba subir las escaleras hasta un tercer piso. Humberto prefirió no coincidir con su madre en el ascensor… además no le gustaban demasiado esos cacharros claustrofóbicos y opacos. Ni siquiera en un edificio como aquel, lujoso, moderno, en blanco y cromado, el ascensor se alejaba de una sensación de caja fuerte atrapapersonas.

“hagan lo que sea por sacar a mi hijo de ahí, inmediatamente, mi hijo está atrapado…”, vaya voces daba el viejo a todo el mundo, ¡cómo mandaba el cabrón, diez minutos tardaron, pero rodaron cabezas, vaya si rodaron… su dulce secretaria, la primera, desde entonces pasó a tener un secretario… Jodido viejo, ¡qué grande, lástima que su baba al final fuera tan repugnante.

El despacho del notario estaba precedido por una antesala luminosa, en cuyo centro sobre un estrado de metacrilato una señorita daba la bienvenida. Con protocolo y cierta parsimonia les acompañó al interior de la sala donde les esperaban hacía rato. La congregación de tantas personas sorprendió a Humberto que, en un gesto de educación, dejó entrar primero a su madre. El taconeo de sus botas rojas fue lo último que se escuchó antes de que la bella secretaria cerrara la puerta tras de sí.

¡Qué se habrá creído esa panda de cretinos, ese deforme ser, baboso y arrastrado cree que se va a quedar con lo mío… “represento los intereses de Doña Elena Crespo Moreno…”, bla bla bla. ¡Mentecato…! y mi padre qué cabrón, te odio donde quieras que estés… Te maldigo, no puedo creerlo, yo, a mí, sí tu adorado hijo maricón, … no podía seguir escuchando más, me estallaba la cabeza… ¿qué voy hacer? Dios, sí, qué…? Pero ¿qué digo…? Todo es mío, soy el único heredero, el único… no lo permitiré, me voy de aquí, no, vuelvo a entrar… pero y quién es ese indeseable, quién lo ha invitado a esta fiesta… es una emboscada, todos contra mí y tú el primero, allá te pudras en el infierno… pedazo de putero… “como herederos a partes iguales… y para el otro hijo de Don Humberto…“ pero qué dice, no me extraña que mi madre te dejara… sí, ella también lo sabía, lo sabía seguro… ¡Qué voy hacer ahora! Esto es el final, el imperio era para mí, él me lo decía… ¡este dolor me mata!”

La tarde transcurría con el azul y el verde difuminados en una absurda lucha dentro de Humberto que, a manos del volante de su flamante deportivo, iba sin rumbo fijo. No quiso saber más dentro del despacho, no escuchó el final de la hermosa historia de amor de su padre cuyo punto culminante era un aumento de la familia inesperado. El acantilado que se abrió como una brecha dentro de su alma le empujaba hacia el vacío más absoluto.

Apenas saludó al portero al entrar; con un gesto de desdén le esquivó cuando iba a decirle algo. Descalzo, agotado tras haber conducido durante dos horas sin rumbo, se lanzó sobre la cama derrotado por el peso de la incertidumbre. La luna comenzaba a asomarse por el horizonte naranja. Un sinfín de sombras comenzaban a reflejarse sobre las paredes de la habitación del ático.

Mañana volveré a ir de caza, sí. Pero esta vez acabaré con la presa, luego quizás visite a Tomás para aclararlo todo… sí, eso haré pero ahora quiero dormir, la cabeza me va a reventar, me duele mucho, mucho…

¡¡Eh!!! y tú quién eres, qué quieres de mí, ¿te conozco? ¿Cómo has entrado? Socorro… ¿qué haces aquí? Tengo dinero, mucho dinero sí te lo daré todo, todo…

Con el rostro sobrecogido por el miedo, sus ojos se abrían, dejando las cuencas ennegrecidas por el maquillaje que se iba desvaneciendo. Retrocedió hacía la cama, huyendo de una imagen irreal que era la suya propia. Antes quiso deshacerse de sí mismo destruyendo lo que veía. Corrió para esconderse. Con la colcha se cubrió completamente el rostro horrorizado, ahogado por su propio miedo. La mujer de la limpieza encontró a Humberto al día siguiente con un gesto de espanto en su rostro sucio y varias manchas de sangre en su mano. Le llamó varias veces, finalmente avisó al portero y éste a la policía. Se pensó en el móvil de un robo, pero todo estaba en su sitio; se barajó un suicidio, pero nada inducía a ello. El dictamen del juez fue muerte natural. En el espejo del armario había señales de un golpe fuerte con un puño. Un pequeño rastro de sangre dibujaba una línea hasta la cama.

La pelota Por Ana Riera

No. No le había molestado que la llamara “señora”. Ya sabía que no tenía 20 años. Además, no era más que una fórmula, como otras tantas. No, no había sido por eso.

A pesar de haber cumplido ya los 50, Mónica se sentía a gusto con su aspecto general. Aún tenía un cuerpo atlético. Y todavía reconocía sus rasgos en la imagen que le devolvía el espejo, incluso recién salida de la ducha, sin maquillaje ni cremas milagrosas.

Claro que había cosas que la desconcertaban, negarlo sería una estupidez. Como cuando compraba un billete por internet y la pantalla le pedía que introdujera la fecha de nacimiento. El día y el mes no suponían un problema. Pero al llegar al año, le sorprendía lo mucho que tenía que descender por la pestaña que se desplegaba. ¿De verdad habían pasado todos esos años? Primero los que empezaban por 20, como 2022, 2021, 2020. Y luego, mucho más abajo, los que empezaban por 19.

Mónica tenía que reconocer que imaginar los miles y miles de personas que habían nacido después que ella le producía una intensa sensación de vértigo. Como si se asomara a un precipicio del que no alcanzara a ver el fondo.

Pero hoy no había sido nada de eso lo que la había sumido en un estado de profunda nostalgia. Comprendía perfectamente que para el niño que asomaba la cabeza entre los barrotes de la valla para pedirle el balón que había ido a parar a la calle, ella fuera una señora con todas las letras.

El problema es que esa escena le había hecho recordar de golpe otra muy parecida, solo que con los papeles intercambiados. Ella era la niña, la que asomaba la cabeza entre los barrotes, con el pelo revuelto y las gotas de sudor escapando por debajo de su flequillo rebelde.

“¿Por favor señor, podría pasarme esa pelota?”

Su voz le sonó extraña en el recuerdo. El hombre estaba medio de espaldas. Mónica no podía verle la cara. Hasta que se giró y vio que se trataba de su profesor de gimnasia. Se alegró de que fuera él, porque era muy simpático, pero recordaba que le había parecido muy mayor. Y eso a pesar de que no tendría más de 40 años.

Fue eso, la sensación que volvió a experimentar de repente al rememorar aquel momento de su pasado, lo que le produjo el desasosiego que ya no la había abandonado en todo el día, como si se le hubiera pegado a la piel para, poco a poco, irse filtrando por sus poros.

Quizá fue por eso. O tal vez eso no fuera más que el detonante, la gota que colmó un vaso que venía llenándose en silencio desde hacía mucho tiempo. Pero en cuanto oyó las llaves girando en el pomo de la puerta, Mónica sintió como una oleada de ira le subía dese lo más profundo de las entrañas, abriéndose paso como un tsunami, hasta que le salió por la boca en forma de reproches. Se los lanzó de inmediato a la cara y no paró hasta quedarse completamente vacía.

Ni la cara de desconcierto de él, ni los años compartidos, ni al rato los ojos de súplica que la miraban desde el otro lado del salón, sirvieron para aplacarla. Curiosamente, en cuanto lo hubo soltado todo, sintió una paz que, por fin, desterró toda la nostalgia de su cuerpo.

Un día cualquiera Por Elisa Pérez

No era tan tarde, pero Rosa estaba inquieta.

La oscuridad había derrotado de nuevo a la luz de un día cualquiera. No había sido distinto a otros, ni siquiera había tenido la intención de serlo al amanecer.

Cuando se puso en pie a primera hora de la mañana, con el pie derecho primero para no romper la tradición, Rosa ya experimentó el primer disgusto. Le seguía molestando la espalda. Un punzante y doloroso calambre le recorría la parte derecha al respirar.

Se recompuso, olvidó los estiramientos que el optimismo esporádico le obligaba a hacer diariamente, y se incorporó arrastrando los pies.

Tampoco la zapatilla estaba en el sitio esperado. Odiaba andar descalza. Seguro que Teo había revuelto todo en alguno de sus paseos nocturnos. O, incluso, Ramón en su despertar ruidoso del que iba dejando rastro fruto de una somnolencia tal, que o le hacía tropezar con la mesilla que llevaba en el mismo sitio más de veinte años; o pulsaba con descuido el interruptor de la luz iluminando la habitación. Siempre era el mismo ritual. Ya no se levantaba con él para darle un beso de despedida. La primera vez que dejó de acompañarle hasta la puerta muy temprano, sin mediar palabra, ni romper el silencio de una noche en retirada o de una mañana incipiente, Rosa le sintió respirar hondo y cerrar la puerta con más fuerza de la habitual. Ella permaneció acurrucada en su almohada. Quizá esperaba otra reacción de su marido. No sabía aún por qué había tomado esa decisión: quizá se había disipado ya el entusiasmo inicial; o el reconocimiento de su sacrificio por fin se imponía frente a la tiranía del otro. Esperó una respuesta suya que nunca llegó, simplemente pareció aceptar la decisión de su mujer y se olvidó de ese primer beso diario.

Habían transcurrido más de cinco años desde esa decisión, pero hoy la recordó con un escalofrío. Antes de salir, Ramón había cruzado el pasillo hasta la habitación, le sintió en el cerco de la puerta, notó su olor a colonia barata y aftershive. Transcurrieron unos segundos que aceleraron su corazón, pero sin mediar palabra, le oyó darse la vuelta y cerrar con fuerza la puerta de la casa. Rosa se sobresaltó, no sabía la razón de esa vuelta atrás, nunca lo hacía, dejaba todo listo en la entrada.

Óleo de Francesca Escobar Raya, 2009.

Ella habitualmente no dormía más tras la marcha de su marido. Desde hacía poco había descubierto un momento propio y auténtico sólo para ella. Escuchó una charla sobre sexualidad en la mujer y en un atrevimiento desconocido, se compró un consolador. Apenas recordaba ya la última vez que había sentido placer con su marido, no recordaba tampoco si alguna vez lo había experimentado. Ahora era distinto. Había conseguido alcanzar un placer intenso con su cuerpo del que desconocía casi todo, al que tenía miedo y al que subyugaba con la represión de miles de prejuicios. Había consiguiendo vencer todo eso, con un aparato que apenas le costó 50 euros. Seguro que una terapia me hubiera costado mucho más, se decía a menudo con una sonrisa.

Tras ese momento único, la bruma y la soledad volvieron a ocupar el resto del día.

En la cocina había un gran desorden. La lengua rasposa de Teo la recibió. No tenía ganas de carantoñas, le tocaba recoger lo que otro había hecho. Decidió acometerlo después. Y, como tantas otras veces, pensó que cuando volviera le reprocharía su descuido y desconsideración.

Los disgustos se sucedían: no había café, Ramón no había hecho café. “me basta con un descafeinado” repetía últimamente o “ya desayunaré en el bar junto al trabajo”. Claro, así evitaba tener que preparar un espumoso y confortable café para él y, además, para su mujer. Rosa se moría por una taza oscura y rebosante de líquido negro. Lo necesitaba, pero, con un absurdo rencor, decidió no hacérselo. Luego hablaría con Ramón.

Teo demandaba su desayuno también. Desde el principio le encantó la idea de tener un perro. Siempre le gustaron los animales. Cuando Raúl lo pidió, no hubo más motivos. Se fueron a la primera asociación y adoptaron un cachorro. Todos adoraban a ese can. Era suave, dulce, le hacía compañía en las interminables jornadas que pasaba sola. Desde hacía poco también había comenzado también a dar señales de que el tiempo le pasaba por encima. Le costaba moverse o correr. Sin duda echaba de menos a Raúl; como yo pensó al recordarlo. Un nudo se atravesó en su garganta haciéndole difícil tragar saliva. ¿Se habrá levantado ya? Por un minuto se emocionó imaginando que también él estaría pensando en ella.

Pese a haber transcurrido casi dos años de ausencia, cada jornada tenía que hacer el mismo ritual. Los primeros meses sintió alivio de que Raúl no estuviera, era un alivio corrompido por el cansancio y la desesperación. Después se tiñó de consuelo: él había aceptado esa decisión, esperanzado en sentirse mejor. Últimamente Rosa buscaba un sentido a todo lo ocurrido. La búsqueda de lo mejor para él se desvanecía al notar la distancia. ¿sería más feliz ahora? Desde luego ella no lo era.

A través de la puerta de la cocina contempló el montón de cajas del comedor. Respiró dolorida. Al menos habría cinco mil artículos dentro de ellas. Las abriría, clasificaría, contaría, montaría y cerraría por orden de modelos. Así era la cadena. En diez días todo aquello debía estar listo para recoger. La rutina, su rutina, se cernía a esas cinco acciones; luego tres días en espera del siguiente encargo, para empezar de nuevo la cadena y así, sucesiva y eternamente. Rosa miró la silla donde acomodarse para comenzar su trabajo. Estaba raída, se le antojó descolorida y usada. Ya no era cómoda para ella. La adquirió para la habitación de Raúl, sin embargo, nunca la usó porque no le gustaba el color, el respaldo, la forma del asiento… miles de excusas para concluir que no la quería, al igual que tantas otras cosas que le compró buscando un acercamiento que nunca llegaba. El seguía ensimismado en su nube de colores negros. Mientras la silla continuó arrinconada en el comedor hasta que ella comenzó a usarla para su trabajo diario de montaje de puntillas de raso.

Dudó si ducharse o no. Daba igual, nadie la iba a oler, ni tocar, ni mirar. En una ojeada rápida en el espejo del pasillo, concluyó que tendría que cortarse el pelo. Ya tendría tiempo de pensar en eso, resumió con resignación. Esperaba la llamada, a las 9 en punto cada martes. Hoy era martes y quedaban diez minutos para en punto.

La dichosa espalda la estaba matando, el simple movimiento de ponerse el chándal y las zapatillas intensificó el dolor. Emitió un alarido.

Aún no había mirado por la ventana hoy, ¿para qué? Se preguntó, estaría la misma calle, las mismas personas deambulando, nada distinto. ¡Todo un espectáculo la verdad!, se rio entre dientes.

Amedeo Modigliani, 1918-1919.

Estaba retrasando el comienzo de su jornada diaria pero la llamada debía entrar. Esperaba que no se le hubiera olvidado. No podrían visitarle hasta Navidad con lo que necesitaba oír su voz. Pero el temor del anterior martes la recordó que podría ocurrir de nuevo. ¡Qué desesperación! Solo reclamaba quince minutos de su tiempo para que le contara cómo iba el tratamiento, los ejercicios, los talleres… necesitaba saber que todo aquello tenía un objetivo: que no había sido en vano tanto tiempo alejados, buscando ayuda en el refuerzo de su autoestima y las bondades que, sin duda, tenía su hijo.

Comenzó a impacientarse. Se situó enfrente del teléfono en la silla. Quizá si se pusiera a trabajar. No, no quería sin antes escuchar la voz de su hijo al otro lado. Ya habían pasado más de diez minutos de las nueve. ¡Maldito seas, Raúl! No me hagas esto otra vez, por favor. Los sentimientos de culpa la persiguieron durante mucho tiempo tras tomar la decisión de internarle en un centro especializado. Habían sido tres veces, no podría soportar una cuarta. Y tampoco tenía certeza de que su hijo pudiera soportarlo.

La desesperanza iba en aumento. Decidió abrir alguna caja. Allí estaban las malditas puntillas, en sus paquetes de cien, finas y delicadas. “debes tratarlas con mucho esmero” le dijo la encargada cuando la contrató. A Rosa le pareció el trabajo perfecto: estaría en casa, cerca de su hijo, atendiendo su hogar, organizando su tiempo y con pocos gastos… Después llegaron los inconvenientes: las cajas eran voluminosas y pesadas, ocupaban gran parte del comedor, el olor a plástico se hacía insoportable, sus manos estaban agrietadas con cortes y rasguños, el salario era muy bajo…. Intentó dejarlo cuando Raúl fue internado, le vendría bien buscar algo fuera de casa, le recomendó el psicólogo… Si, pero ¿hacia dónde dirigirse? Estaba perdida, continuaba su rutina en espera de algo nuevo que nunca llegaba.

Y el teléfono sin sonar… No podía contactarle ella porque las terapias necesitaban su tiempo, les decían desde el Centro. El primer mes fue desolador: no había opciones de comunicarse con Raúl. Estaba aislado, medicado, el riesgo de autodestrucción era muy alto. Después los intervalos de buenos y malas rachas se sucedieron sin razón o con toda ella. Rosa se preguntaba miles de veces ¿cómo habían llegado a eso? ¿qué habían hecho mal? ¿qué parte de culpa era suya? Pero eso ha pasado ya, él ahora está mejor, mucho mejor, cuando vino en verano se le veía con ilusión, más delgado, con barba como su padre. …Y el teléfono no suena, mierda, ya son las 9.20.

El dolor de espalda se agudizaba, apenas se podía mover por la rigidez. Se tumbó en la cama, experimentó cierto alivio. Con sus manos tapó la cara, enrojecida por las lágrimas. ¡Maldito seas! ¿No me vas a llamar?

Un rayo de luz la despertó, el frío la hizo estremecerse, se había quedado dormida. La almohada estaba mojada, había llorado hasta desfallecer con el teléfono entre las manos. No tenía llamadas perdidas de Raúl, pero tampoco Ramón habían contactado con ella. En un esfuerzo sobrehumano podía entender a Raúl, se encontraría en alguna terapia o ejercicio importante, pero a Ramón… no le comprendía; en todo esto estaba como ausente, como si se sintiera exento de tener que hacer algo, de responder con estímulos. Ella le había dejado de necesitar, eso es lo cierto, ya no más.

Le pareció que debía seguir con su vida y se acercó de nuevo a su trabajo. Las cajas, las dichosas cajas necesitaban una respuesta. Y si en alguna de ellas encontrara alguna sorpresa. ¿desde cuándo no había nada nuevo a su alrededor? Ya eran las 12; tenía que saber qué había pasado esta vez para no recibir la llamada prevista.

Tomó el teléfono para llamar al Centro de Manejo de la Conducta; a cientos de kilómetros una mujer le respondió.

La comida había sido rápida y nerviosa. Tenía el estómago encogido, aún no se lo podía creer. Dudó si contactar con Ramón, pero no lo hizo. Él ya lo sabía, conocía que Raúl se iba a ir dos semanas a una residencia a la Sierra alejada aún más de ellos. Es mayor de edad, contestó el terapeuta. Sí, les entiendo, pero debe saber que las decisiones las debe tomar él, Raúl es adulto. Le mandaré un mensaje para que contacte con ustedes y les cuente cómo se encuentra. Le va a venir muy bien esta salida.

Era cierto, Raúl tenía ya 20 años. Entre disgustos, riesgos y hospitales han pasado más de ocho años confiando en su recuperación y en su bienestar, sin lograrlo. Quizá es ella la culpable de que no encuentre la calma. Este pensamiento la martiriza como un martillo desde hace un tiempo.

Absorta en estos pensamientos, sonó el móvil. Lo había arrojado sobre la cama deshecha. Corrió a tiempo de comprobar que era su marido.

  • Claro que no, ya sabes lo que significan para mí sus llamadas, ¿por qué no me habías dicho nada?

Para Rosa la estupidez de su marido no tiene límites, no sólo le había ocultado la salida a la sierra de Raúl, sino que acababa de confesarle que el contacto único con el Centro será él, a partir de ahora, a prescripción de los terapeutas. ¡Sólo durante un tiempo, eso sí… se atreve a especificar el muy cretino!

Georgina Gray, 2006.

La noche iba anunciando su llegada, con una brisa fresca. Rosa sentía frío, pero no se atrevía a moverse de la incómoda silla esperando algo que nunca llegaba. Los platos de la comida se mezclaban con los del desayuno en la cocina; la cama aún revuelta, no ofrecía descanso alguno. Las puntillas permanecían esparcidas entre las cajas y la mesa de trabajo. Había sido otro día cualquiera más. Las dudas y las preguntas sin respuesta seguían agolpándose en su cabeza. Los árboles del exterior se movían con violencia al compás de la agitación que Rosa mantenía en su cabeza. Estaba desesperada y triste. Ya no podía aguantar más. Con calma se levantó de la desvencijada silla y se dirigió a la ventana. Un torrente de aire le dio la bienvenida, bajó la vista perdida en la distancia de la acera.

De pronto sonó el timbre.

  • ¿Raúl? – a través de la mirilla divisó a un joven con barba y pelo oscuro.

No escuchaba la charla del chico que intentaba convencer a Rosa de las bonanzas de un cambio de compañía eléctrica sentado en el sofá, con aspecto afable y bien parecido le hablaba entre números y coeficientes reductores.

  • ¿Te apetece cenar conmigo? Puedo preparar algo muy rápido. ¿Cómo me has dicho que te llamas?

Sin tiempo a contestar, se dirigió a la cocina dejando al desconocido turbado por la hospitalidad tan extraña de esa mujer.

  • Debo irme no se preocupe
  • Siéntate, Raúl, no estoy preocupada, siéntate ahí, enseguida traigo algo para picar.
  • Disculpe, me llamo Andrés, no Raúl.. no me extraña con tantos datos que le he contado, mi nombre es lo de menos…
  • No sé cuándo regresará mi marido, hemos discutido ¿sabes? Bueno da igual, preparo algo para los dos. Te voy hacer una tortilla, Raúl.

El día continuaba en su agonía. Al final no iba a ser otro día cualquiera para Rosa.

 

 

 

 

«Humor y autoría»: Luigi de Angelis escribe sobre tres audaces cineastas

Por Horacio Otheguy Riveira

Un muchacho escapa de rutinas felices, de gozosos escalamientos intelectuales a temprana edad, y cuando se topa con carencias, frustraciones, golpes dolorosos, encuentra en el cine un mundo con vida propia, diferente a la suya, y con extraña capacidad de acercarle a todos los ámbitos de la literatura, entrando así en un jardín donde fluyen fuentes fascinantes a través de la literatura, tanto arropado por ficciones, como por el academicismo enciclopédico… y así se forja una personalidad, “casi sin darse cuenta”, viviendo, leyendo, viendo, acrecentando una capacidad de observación que le lleva a diferentes partes del mundo desde su origen en Guayaquil, Ecuador, viendo teatro en Broadway, Quito o Buenos Aires, y estudiando en muy diversos lugares, siempre contando con dos hermanos muy influyentes: su talento y su perseverancia porque todos sus estudios fueron, y son, fruto de becas muy selectivas. Un  niño, un muchacho, un hombre.

Abreviado perfil de Luigi De Angelis Soriano, presente ahora como autor de su primera publicación, un ensayo muy original galardonado en justicia. La edición corresponde al Departamento de ciencias sociales y humanidades de la muy prestigiosa Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Y en ella el amante del cine ha volcado su pasión con un original aporte ensayístico sobre tres personalidades femeninas y aspectos que van de lo sociológico a lo filosófico con el cine como una gran pantalla donde el entretenimiento de millones de personas no excluyen en absoluto la posibilidad de reflexionar sobre profundos aspectos, así como también sobre la algarabía contradictoria de la vida cotidiana.

«Recuerdo cuando era muy joven y veía películas en los canales de televisión pagada. Pocas veces llamaba mi atención la programación del horario estelar, por lo que mis recuerdos se remontan a una época en la que básicamente madrugaba para encontrar algo que me interesase. Así, entre otras cosas, un buen día vi My American Cousin (1985, de Sandy Wilson). Se trata de una película especial, no muy conocida, con una sólida recreación de la década de 1950 y un tono afable, anecdótico y natural. Probablemente fue una de las primeras películas dirigidas por una mujer que vi. A ésta le siguieron otras obras que fueron poco a poco despertando mi interés en el cine dirigido y escrito por mujeres, algunas de ellas son The Virgin Suicides (1999, de Sofía Coppola) y Holy Smoke (1999, de Jane Campion). Aunque cada película era diferente, había algo en su visión que me enganchaba, quizás era la novedad de mirar desde otro ángulo, poniendo atención a otras cosas.

Ya en aquella época podía reconocer que había algunos aspectos comunes en la mirada desde lo femenino, pero también que no todas las directoras, sólo por el hecho de ser mujeres, compartían temáticas, estilos o modos de aproximarse a sus sujetos y objetos de interés. Cuando se reconoce que existe esta diversidad de posibilidades, es viable que el receptor perciba si no la presencia de un sujeto real, al menos una noción abstracta de autora que deja huellas en su producción.

Este reconocimiento sugiere que la búsqueda de la autora es un ámbito de estudio que favorece una toma de consciencia sobre la experiencia subjetiva. Pero además en mi investigación incluyo otro elemento: el género. Aunque en el imaginario colectivo el personaje del autor viste ropa de hombre, he decidido desde el principio aludir a su cariz femenino. De este modo, al nombrar a la autora, lo que propongo es subrayar un cúmulo de experiencias en las que la actividad creativa y el género se entrelazan como hilos que tejen una identidad ejercida desde fuera de la apuntada generalización».

Con este punto de partida, en un proceso de literatura muy ágil, cautivador, vamos entrando en el meollo del libro, es decir, en el eje que interesa al autor y da título al volumen: Humor y autoría en el estilo de tres creadoras como la libanesa, también actriz Nadine Labaki (1974), la neoyorquina Nicole Holofcener (1960) y la actriz, guionista y directora californiana Greta Gerwig (1983). «Desde diferentes contextos socioculturales, las tres utilizan el humor para matizar sus narrativas y planteamientos estilísticos, conduciendo al espectador a ese momento de identificación espontánea con presencias autoriales determinadas».

 

Nadine Labaki junto al cartel de Caramel, film que transcurre «en la Beirut contemporánea, donde cinco mujeres tienen como punto de encuentro el colorido salón de belleza Si Belle. Layale (Nadine Labaki) es la dueña del salón y mantiene un romance con un hombre casado. Nisrine (Yasmine Al Massri) es musulmana y está a punto de casarse, pero guarda un secreto. Rima (Joanna Moukarzel) lidia con el descubrimiento de su orientación sexual, le atraen las mujeres. Jamale (Gisele Aouad) es una actriz de comerciales que se resiste a envejecer. Rose (Sihame Haddad) es una costurera que cuida de su hermana con demencia senil. Los hombres aparecen poco en la narrativa de Caramel, pero el más notable es Youssef (Adel Karam), un agradable policía de tránsito perdidamente enamorado de Layale.

Nicole Holfcener, guionista y directora de Please Give.

La trama de Please Give tiene lugar en Manhattan. En la forma de un retablo costumbrista, cinco mujeres mantienen relaciones vecinales en un edificio. Kate (Catherine Keener) –en compañía de Alex (Oliver Platt), su marido– es la propietaria de una exclusiva tienda de muebles que obtiene la mercancía comprando a bajo costo los bienes de gente recientemente fallecida. Empieza a plantearse dilemas éticos a partir de su modo de vida. Abby (Sarah Steele), hija de Kate, tiene problemas para aceptar su cuerpo. Rebecca (Rebecca Hall) es una radióloga tímida con cierta dificultad para encontrar una relación afectiva. Mary (Amanda Peet), hermana de Rebecca, es una atractiva cosmetóloga cuyas inseguridades se han agudizado. Andra (Ann Guilbert); abuela de Rebecca y Mary, vecina de Kate, es una anciana huraña, incapaz de decir una palabra amable. Un sexto personaje femenino importante es la señora Portman (Lois Smith), paciente de la clínica donde trabaja Rebecca.

 

«Lady Bird se desarrolla en Sacramento, California. Al modo del género coming-of-age, explora el crecimiento psicológico y moral de una adolescente cuya vida es mostrada en relación a su entorno familiar, estudiantil, social y amoroso». En la foto, su protagonista Saoirse Ronan. Detrás, la directora Greta Gerwig, indicando detalles de una secuencia.

Para terminar esta breve crónica introductoria de un libro valioso en aportes y sugerencias, Luigi de Angelis Soriano nos deja con una espléndida metáfora que plasma su homenaje a las cineastas con ilusión de espectador agradecido, hacia estas creadoras singulares:

Mientras pensaba en los temas que he abordado siempre tuve presente una analogía con relación a Nadine Labaki, Nicole Holofcener y Greta Gerwig. He pensado en manos de mujer moldeando arcilla, la piel tocando el material, dándole forma, creando figuras con las yemas de los dedos, implicando su cuerpo, dejando su marca en la masa que con talento, trabajo y delicadeza se convierte en una obra capaz de cobrar sentido en la mirada y en el cuerpo del espectador. De este modo, siento que Caramel, Please Give y Lady Bird reflejan este tipo de trabajo artesanal, dejando en las obras las pistas necesarias para identificar a las cineastas.

Luigi De Angelis Soriano tiene varios perfiles, además de su pasión por el cine. En la actualidad es Candidato a doctor en literatura comparada en Western University (Canadá). Ha obtenido Master en Literatura comparada: estudios literarios y culturales por la Universidad Autónoma de Barcelona. Master en derecho civil y procesal civil por la Universidad Técnica Particular de Loja. Licenciado en educación con mención en inglés por la Universidad Técnica Particular de Loja. Abogado por la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil.

En estas páginas pueden encontrarse relatos y crónicas cinematográficas en las que desenvuelve con solvencia sus dotes literarias y variados conocimientos cinematográficos, desde la doble perspectiva del gozoso espectador y el feliz analista.

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Algunos de sus textos:

El dulce porvenir, de Atom Egoyan

Carol, de Todd Haynes

Voces (relato inspirado en un cuadro de Remedios Varo)

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Nuevos vecinos Por Elisa Pérez

Óleo de Héctor Daffara.

 

La nueva pareja de vecinos se iba a presentar dispuesta a pasárselo bien en su recién estrenado barrio.

Ajenos a las inevitables miradas y comentarios que suscitarían en los demás, habían aceptado la invitación de Esther. Como no tenían ningún compromiso para ese día, a Andrés le pareció que sería una forma estupenda de conocer el entorno en el que habían caído. Centrado en su trabajo, le divertía alternar de vez en cuando y conocer gente nueva.

Por su parte, María emitió una mueca de aceptación mientras él le lamía el cuello con avidez. No necesitaba convencerla, irían a esa barbacoa. Seguro que se divertía mucho también.

Se colocó una cinta de colores entre el pelo color zanahoria, que le caía en una suave cascada rizada sobre los hombros despejados. Finalizaba el verano pero le gustaba sugerir, mostrar, tenía unos preciosos brazos y una espalda muy sensual, según Andrés, y nunca escatimaba en mostrarlos.

Lucas vivía con Esther, anfitriona sin igual, conversadora incansable que alargaba su trabajo como secretaria internacional con demasiada frecuencia. Esta vez era una barbacoa, la semana anterior una cena temática… Mientras encendía el carbón, Lucas la contempló moverse incansable, saludando efusivamente a los primeros invitados: los nuevos vecinos. Sus manos de dedos largos, huesudos, dejaron de afanarse con el carbón ante la llegada de esos dos desconocidos.

  • ¡Qué bien que hayáis podido venir! Conoceréis a la mayor parte de los vecinos… es un barrio estupendo… pero qué bonito pelo tienes, precioso… Acomodaos por ahí…

María no respondía al bombardeo de halagos, propuestas y preguntas de su efusiva vecina. Esperaría su oportunidad. Quizás la encontrara pronto. Dirigió su vista hacia la barbacoa. El anfitrión estaba dejando su tarea hostigado efusivamente por su mujer: ¡Ven a saludar a los nuevos vecinos!

Lucas besó en las mejillas a María. Se ruborizó como un adolescente. Casi percibió su calor facial al tiempo que su intenso perfume. El olor le turbó, un intercambio fugaz de miradas le paralizó.

– Soy auxiliar de vuelo… —esta frase le inquietó aún más—.

– Qué coincidencia —exclamó entusiasmada María—, mi marido viaja mucho, seguro que habéis coincidido en algún vuelo… y ahora somos vecinos, ¡genial!

La palabra coincidencia no era la apropiada quiso protestar Lucas. Le incomodaba la facilidad de Esther para contar su vida y establecer lazos de familiaridad con cualquiera. Además esa mujer, su vecina desde hacía pocas semanas, le provocaba cierta inquietud.

  • Somos muchos en la empresa, es difícil coincidir —justo lo que él hubiera querido decir, si se hubiera atrevido, lo verbalizaba María con una firmeza que espantaba cualquier réplica.
  • Hago solo viajes transoceánicos cada seis semanas. El resto del tiempo no viajo —una sonrisa entre burlona y convincente pretendía dejar el tema de su trabajo de lado—.
  • Ah, claro, entonces puede ser que en alguno de sus viajes a China hayáis coincidido. No te acuerdas de ella, ¿verdad Lucas? Es tan despistado, tremendamente… si no fuera por mí… Ahí llegan Berta y Juan… Venid chicos que os presento.

La había reconocido. No le gustaba volar pero lo tenía que hacer con frecuencia por trabajo. Los vaivenes del avión se acentuaron cada vez más. El pánico le sacó de un sueño entrecortado. Con calma, ella se acercaba a cada pasajero para tranquilizarles. Llegó hasta él rozándole con su falda azul y dejando un halo de perfume igual de intenso que el que planeaba en el ambiente de su jardín en ese momento, para ofrecerle un vaso de agua que Lucas no rechazó. El líquido incoloro recorrió su garganta como un torrente fresco, que cerraba el brote de nerviosismo que comenzaba a sentir. Los recuerdos siguieron invadiendo su memoria en medio de la algarabía vecinal. Se colocó frente a ella con la mano extendida con un refresco. Comprobó que su rostro transmitía la misma seguridad de hacía tres años. La transición que le daba el descanso entre besos y saludos de bienvenida, la dedicó a observar los inconfundibles ojos verdes de su vecina.

María apenas le miró al recoger el refresco que le ofrecía. Permanecía atenta al monólogo de Andrés. El jardín comenzaba a llenarse de gente, todos deseosos de conocer a los nuevos. A su lado Esther ejercía una fuerte y dura protección intentando no dejarles solos en ningún momento, reclamando el protagonismo de haber sido la primera en presentarlos en sociedad.

  • Tienes un marido encantador —le susurró al oído—, Lucas es más callado, ya ves, se encarga de la barbacoa sólo por no tener que hablar con gente…, aunque vete tú a saber, quizás las mate callando… —una sonora carcajada retumbó demasiado cerca del oído de María que la miró con una sonrisa burlona—.

Mientras daba vueltas a las hamburguesas y las chascas tomaban el tono rojizo más idóneo, a Lucas le invadían recuerdos que creía olvidados. La llegada a destino fue tan bien acogida por los pasajeros que todos aplaudieron al pisar tierra. Había sido un vuelo terrible, las atenciones de María consiguieron calmar el miedo general. Después una breve despedida en la puerta del avión, siguió a un encuentro fortuito en la cafetería del aeropuerto, a falsos saludos y a algunas risas que llevaron a lo imprevisible, a lo inesperado. Jamás antes había engañado a Esther, en ninguna de sus ausencias había tenido contacto con otras mujeres. Fue la primera vez y, ahora recordaba, también la última. Al tiempo que daba vuelta a la ristra de chorizos a punto de quemarse, revivió la sorpresa y la contrariedad que experimentó al despertarse a la mañana siguiente, en la cama del hotel cercano al aeropuerto. Tan sólo el rastro de su perfume permanecía con él sobre una almohada testigo de una noche desenfrenada y vibrante. Durante semanas revivió esas horas en su cabeza notando que la excitación le invadía sin control, recorriendo las líneas del cuerpo de María.

Las mujeres se arremolinaban alrededor de Andrés que en modo líder, conseguía embelesarlas con historias que María apenas escuchaba. Prefería juguetear con su copa o anudarse la cinta del pelo. Le observaba sopesando si le hacían caso por su derroche de humor o solo por ser la novedad. No era muy atractivo pero le gustó a María cuando le conoció en un vuelo a Japón. Su fingida comicidad y sus manos huesudas y largas, que movía con desenfreno al hablar, la atrajeron especialmente.

El olor a carne asada había invadido el barrio, las luces comenzaban a encenderse de forma acompasada como si de una orquesta se tratara. El humo se evaporaba entre las hojas de los numerosos árboles que adornaban el jardín de Lucas y Esther. Él no podía concentrarse como en otras ocasiones; el sudor le empapaba la camisa. Corrió dentro de la casa. Debía cambiarse. Olería a chasca, a humo, a culpa. Las dudas iniciales se esfumaron pronto. La miró al pasar junto al grupo donde Esther sonreía mientras escuchaba. La certeza absoluta de que era ella alteró aún más a Lucas. El pelo un poco más largo quizás; le parecía más esbelta imbuida en unos ajustados pantalones naranja, todo eso no hacía más que reconocerla en aquella mujer con la que tuvo la mejor aventura amorosa de su vida.

  • Cariño ¿estás bien?, esta noche te has superado con la carne… ¡exquisita!… qué majos nuestros vecinos, ¿verdad? Y ella tiene mucho estilo… su marido es tan divertido.

Lucas reconoció esa sensación de desamparo que le entraba cada vez que oía a su mujer desentrañar la vida de otros. Los diseccionaba, penetraba con un bisturí hasta sus entrañas. El terror de que descubriera su secreto se extendía por todo su cuerpo, cual mancha de aceite.

El convite continuó bullicioso, permitiendo que el frescor de la noche se aproximara con sigilo.

  • Qué maravilla de encuentro, gracias por invitarnos —la voz aguda de María se expandió por los oídos de Lucas— me estoy divirtiendo mucho… Y además te he estado observando mientras te afanabas en preparar la barbacoa y…

Lucas en ese momento quiso interrumpirla para gritar: ¡sí, soy yo, el de hace dos años! Pero no abrió la boca, por el contrario continuó expectante.

  • … y me preguntaba de dónde has sacado esa habilidad con el asado… lo sazonas, lo volteas, lo mimas… parece que lo estuvieras acariciando, te voy a nombrar el mejor chef de barbacoas del mundo.

¿En serio? ¿Así le veía: el mejor chef de barbacoa…? No le había reconocido, después de todo… solo por el asado, solo le hablaba por eso.

  • Y tengo que reconocer además —María proseguía su alegato presuntamente ajena a la desilusión creada en Lucas— que no suelo comer carne al menos en barbacoas… Oye, te noto muy acalorado, ¿te traigo una bebida?
  • ¿Eh?, no, ahora no, he bebido ya unas cuantas copas… gracias —la miró desde una distancia que hacía difícil no olerla. Por encima del aroma a asado su perfume se imponía—.

Por un minuto sostuvieron las miradas. Al otro lado del jardín se produjo una risa generalizada cuando alguien cayó a la piscina.

  • Perdona, ahora vuelvo… —Luis corría a auxiliar a su mujer que disfrutaba de un baño nocturno mientras invitaba a que otros hicieran lo mismo. Según ella era una forma fantástica de terminar una noche de fiesta, a pesar de que había jurado que esta vez no lo promovería.

La noche había conseguido situarse entre los invitados, entregada a su eterno devenir. Andrés había acabado su repertorio de temas, se mantenía con cara de cansado, riendo bobalicón. A él no le gustaba nadar y menos exponer su desnudez. María se acercó. Le dijo algo al oído, mientras él le besaba el cuello suavemente. Ambos se levantaron. Parecían conocer el camino, a pesar de ser la primera vez que estaban en esa casa. Lucas les contempló mientras repartía toallas entre aquellos que quisieron seguir el ejemplo de su mujer. Ambos entraron en la casa, cogidos de la cintura. Lucas no podía evitar mirarlos; observar el caminar erguido y armonioso de María le excitó.

  • Voy a por más toallas —con esa excusa corrió a la casa, necesitaba seguirlos. Ni en la cocina, ni en el salón, quizás en la biblioteca… Ni rastro de ellos.

Un pequeño grito ahogado le atrajo hacia la planta superior. El grito se hizo más evidente. Una de las puertas permanecía ligeramente abierta. Lucas no pudo evitarlo, acercó primero el ojo derecho para mirar; luego apoyó el oído para sentir los gemidos, los susurros entrecortados de placer de la pareja. Fue un minuto que pareció un segundo lo que le bastó para atreverse a abrir un poco más la puerta, le importó poco que pudieran verlo, tenía que confirmar que eran ellos.

Desde una posición más clara consiguió ver la escena imaginaria que llevaba toda la tarde reviviendo con María. Un ahogado gemido de Andrés puso punto y final a la escena. Lucas aprovechó que los dos yacían desnudos sobre la cama para bajar corriendo hacia fuera. Necesitaba tomar aire. De fondo, las risas desde la piscina ahogaban los latidos desbocados de su corazón.

  • Queremos proponer un brindis —María intentaba acaparar la atención de los invitados— por nuestros anfitriones, los mejores y más encantadores vecinos que jamás he encontrado! —todos siguieron a la mujer que poco a poco había conseguido atraer la atención de los presentes— y especialmente quiero celebrar que esta noche he probado la mejor barbacoa del mundo. Lucas, eres el mejor chef de barbacoas! —la sonrisa burlona de María se tornaba en rabia dentro de Lucas al escucharla una vez más con esa cantinela ridícula.
  • Gracias de nuevo por invitarnos —a la salida de la fiesta ya concluida, María se dirigía a Lucas con los zapatos en la mano, el rímel aún en sus pestañas y los pantalones desabrochados por la cantidad de carne que había tomado, según confesaba. En una noche había pasado de ser la nueva a convertirse en la reina: adorable, irónica, sensual… había encandilado a todos oscureciendo las aparentes virtudes del bueno de Andrés.

Mientras, a Lucas le costaba reponerse de lo vivido. Se debatía entre lo visto y lo sucedido hacía dos años.

  • ¡Me encantó conoceros! —Esther se deshacía en elogios y cumplidos.

El último abrazo entre ambas mujeres desató el desconcierto en Lucas: María le comentaba algo a Esther en voz baja que hacía abrir los ojos de ésta de forma exagerada. ¿Qué le habrá dicho?

Un beso soplado en el aire fue la última imagen de la vecina para Lucas, que de reojo la observó marcharse entre el resto de invitados destacando con su andar altanero, sobresaliendo con su melena naranja, riendo del brazo de Andrés que se arrastraba parsimoniosamente.

 

Lucas no podía dormir, se dedicó a recoger los restos de la fiesta, mientras Esther caía sobre la cama víctima de su excesiva dedicación a los demás:

  • ¿Sabes que me ha confesado María? Qué Andrés no es su marido. Me ha dicho que es su última conquista… resulta un poco descarada, ¿no crees? ¡Qué pena, con lo majo que es él!

[Mujer mirando por la ventana, Carolina Torres]

Antes de que terminara de ponerse el pijama, Esther roncaba plácidamente. En su bolsillo Lucas guardaba un papel que había encontrado entre las copas del brindis. Dudó si abrirlo. Lo desplegó sin reconocer la letra, la intuición fue suficiente: “… Mira por la ventana superior del lado derecho… me desnudaré lentamente para ti. Andrés se habrá dormido; por cierto, ya sabrás que no es mi marido, ¿verdad?”

Desconcertado aún más, y sudoroso por el esfuerzo de entender, cerró y guardó el sobre. Saldría a tomar un poco de aire.

Desde una silla del jardín que aún permanecía en pie giró sus ojos hacia la derecha… el pequeño reflejo de una lámpara encendida destacaba en la oscuridad de la noche.

Lucas cerró y guardó el sobre, dispuesto a hablar con su mujer sobre lo agradables y simpáticos que han resultado los nuevos vecinos.

De prestado Por Ana Riera

Sonia sentía que vivía de prestado. Bueno, lo sentía desde que tenía 11 años. En realidad, desde el día que había tenido el accidente. Creía sinceramente que estaba predestinada a tener una vida corta. Y si todo hubiera salido de acuerdo a lo que los astros le tenían reservado, así habría sido. Pero ocurrió algo imprevisto. Y lo que tenía que ser un fatal accidente, como otros muchos, se truncó.

 

Esa mañana de otoño todas las piezas del tablero estaban perfectamente dispuestas para que sucediera lo que tenía que suceder. La cuerda plastificada se encontraba alrededor de la señal de tráfico. Ella pasó justo por allí a la hora prevista. Distraída, metió un pie dentro de la cuerda tal y como estaba escrito. La cuerda le trabó el paso y la hizo caer de bruces, sin tiempo para apoyar las manos. Llevaba en la bolsa de la compra un envase de cristal que se rompió en mil pedazos. Uno de los trozos se le clavó en la tierna muñeca. Secuencia perfecta, fin del suceso, desenlace mortal.

Pero no fue así. A pesar de que a esas horas tempranas las calles solían estar desperezándose todavía, sobre todo siendo domingo, de la nada apareció una mujer.

Sonia tan solo se acordaba de algunos detalles. Recordaba que tenía una larga melena negro azabache, y lisa, muy lisa. Recordaba que llevaba una falda larga hasta los pies, aunque era incapaz de decir de qué color era. Y lo más importante, tan importante como para convertirse en un elemento clave de la historia. Enroscado al cuello lucía un delicado pañuelo.

Sonia era capaz de rememorar asimismo pequeños fragmentos de lo que debió ocurrir esa mañana, aunque envueltos en una espesa neblina. Ella levantándose del suelo sin saber qué había sucedido. Ella mirándose el brazo derecho, a la altura de la muñeca, y descubriendo que tenía un gran boquete que no debería estar ahí. Ella acercándose a una desconocida, mostrándole el brazo y diciéndole: “¿Me ayudas?” La desconocida arrancándose el pañuelo del cuello y atándoselo en la parte superior del brazo. Ella sentada en un taxi junto a la desconocida. El vehículo entrando en un edificio oscuro y frío protegido por una especie de mampara gigante de grueso plástico transparente. Ella tumbada en una camilla viendo una sucesión interminable de luces en el techo.

Luego llegaron las batas blancas, que le dedicaban miradas dulces y sonrisas tiernas, aunque Sonia podía adivinar la inquietud en sus gestos.  Y las preguntas, miles de preguntas: “¿Cómo te llamas, bonita? ¿Quién te ha hecho ese torniquete? ¿Cuántos años tienes? ¿Sabes dónde vives? ¿Has desayunado esta mañana? ¿Recuerdas el número de teléfono de tu casa?”

Sonia no podía pensar con claridad, sólo sentir. Y se sintió extraña en su cuerpo, y en ese lugar desconocido al que no pertenecía, y en las escenas que se sucedían con ella como protagonista.

 No fue hasta más tarde, mucho más tarde, que pudo recomponer las piezas y comprender realmente lo que había sucedido esa mañana de domingo. Un domingo que había empezado como tantos otros, sin dejar entrever ningún detalle que le advirtiera de lo que iba a ocurrir, sin nada que le hiciera sospechar que su vida pendía de un hilo, que su existencia, a pesar de su corta edad, podía esfumarse entre sus dedos por un loco designio del destino.

Pero contra todo pronóstico, Sonia sobrevivió a la caída, a la enorme pérdida de sangre, que dejó una mancha enorme y oscura en la acera como mudo testimonio, a la sutura de venas, tendones y piel de su muñeca derecha. Desde entonces Sonia sentía que estaba de prestado en esta vida, que alguien se había empeñado en regalarle una segunda oportunidad de forma arbitraria.

El torniquete, una palabra que hasta ese día nunca había salido de su boca, le había salvado la vida. Todos en el hospital elogiaron lo bien hecho que estaba. Tuvo suerte incluso con el traumatólogo que estaba de guardia en urgencias ese día. Un chico joven, con el pelo negro azabache como el de la desconocida, que recién comenzaba pero que ya había empezado a destacar. Un joven médico que le salvó la muñeca y logró que ni siquiera perdiera la movilidad a pesar de la grave lesión. Como si todo hubiera sido un mal sueño. ¿Cómo no iba a sentirse de prestado?

Lo peor para Sonia era sentirse en deuda con la desconocida. Porque la mujer, tras usar el delicado pañuelo para que dejara de brotar la sangre de la herida, tras dejarla en el hospital a buen recaudo, había desaparecido sin dejar rastro. Ni un teléfono de contacto, ni un nombre. Nada.

A Sonia siempre le había dolido no poder darle las gracias, no poder expresarle toda la gratitud que le inundaba con solo evocar lo poco que recordaba de ella. Le obsesionaba no poder ponerle cara, no poder pronunciar su nombre. Llevaba la mayor parte de su vida arrastrando esa deuda.

Obra del artista eslovaco Miroslav Zgabaj.

El día que cumplió los 51, justo 40 años después de sentir que había vuelto a nacer, la sensación de prestado se hizo insoportable. Tal vez fue porque le impresionó haber superado el medio siglo. O porque empezaba a no reconocerse en la imagen que le devolvía el espejo. En cualquier caso, Sonia sintió que debía encontrarla fuera como fuese, pero la misión le parecía una hazaña imposible. Habían pasado cuarenta años y no tenía un solo dato por el que empezar a tirar de la madeja, ningún rastro al que aferrarse.

Entonces se acordó del médico. De él si recordaba el nombre, jamás lo había olvidado: doctor Sancho. Decidió empezar por ahí. Si no lograba encontrarla a ella, tal vez podría, de alguna manera, saldar la deuda a través de él. Había transcurrido mucho tiempo, así que debía estar en la cúspide de su carrera o a punto de jubilarse. Por suerte en ese largo lapso de tiempo había aparecido internet.

Sonia encendió el ordenador y tecleó el nombre del médico en la barra de búsqueda. Le llevó menos de diez minutos localizarlo. Incluso encontró una foto. El hombre de la imagen lucía una hermosa melena plateada y unas finas arrugas rodeaban sus ojos como olas minúsculas. Era él. Estaba segura. Según la información de la pantalla, ahora era el jefe de traumatología de un hospital de renombre.

Sonia decidió que no podía ser una casualidad que lo hubiera encontrado tan rápido. Se dijo que debía seguir adelante. Tal vez fuera la última oportunidad de pagar una deuda que llevaba acompañándola durante demasiado tiempo. Y que cada vez le pesaba más.

Pidió cita con el insigne doctor. Tuvo que insistir mucho e inventar algo complicado para que le recibiera él en persona. Dijo que tenía una vértebra rota, que le habían dicho que tenía que someterse a una compleja cirugía y que quería una segunda opinión. Del mejor. No le gustaba engañar a la gente, pero eran mentiras necesarias. Al menos eso se dijo a sí misma para tranquilizarse. Él lo entendería.

Los nervios se la comían mientras se dirigía al hospital. Había repetido lo que iba a decirle un millón de veces. Había imaginado un sinfín de reacciones distintas. ¿Se acordaría de aquella niña de once años que apareció ese domingo en urgencias con la muñeca destrozada? ¿Comprendería lo que sentía? ¿Se enfadaría con ella por haber pedido una consulta que no necesitaba como pretexto para verle? ¿Pensaría que estaba loca?

Por encima de las dudas, por encima de los nervios, Sonia sentía una sensación de tristeza, una pena que se concretaba en una especie de vacío en medio del estómago. Porque incluso si la entrevista salía bien, incluso si el médico la comprendía, incluso si se acordaba de ese día concreto hacía ya 40 años, ella no podría saldar del todo su cuenta pendiente. Porque el médico, al fin y al cabo, solo había hecho su trabajo.  Su verdadera salvadora era la desconocida y ella seguiría sin poder ponerle cara.

De camino al piso 3, consulta 11, puerta B, tal y como le había indicado el chico de detrás del mostrador, trató de darle esquinazo a la tristeza. Debía concentrarse en el encuentro con el doctor, ceñirse al plan de tratar de redimir la sensación de prestado a través de él.

En la sala de espera no había nadie. Las sillas vacías le ensancharon el hueco del estómago. Seguía sin decidirse a sentarse cuando se abrió la puerta y una voz todavía sin amo pronunció su nombre, que retumbó entre las cuatro paredes. Era una voz grave y suave a la vez. Sonia avanzó hacia ella como hipnotizada. Por fin había llegado el momento.

La recibió de pie, junto a la puerta, con su bata impoluta y su cabello plateado. Le sentaba bien. En cuanto lo tuvo delante, sentados ya los dos, cada uno a un lado de la mesa, le contó toda la historia. Sin preámbulos, sin rodeos. Quizás fuera su mirada sonriente, pero se sentía extrañamente tranquila. Además, necesitaba sacarlo todo de una vez.

Le habló de la niña que se tropezó en la calle aquella mañana, de cómo una desconocida la había ayudado, de lo asustada que estaba cuando llegó a urgencias con un boquete en la muñeca, de cómo una versión jovencísima de él le había curado la herida. Y también le habló de su pena, de lo mucho que le pesaba no haber podido darle las gracias a aquella mujer, no poder ponerle cara, no poder pronunciar su nombre.

Sonia debía reconocer que entre las muchas reacciones que había imaginado, la que el médico le brindó finalmente, no se la esperaba. La miró un tanto enigmático y, tras unos segundos pensativo, le dijo que se acordaba de ella, que se alegraba mucho de ver que estaba bien. Pero que se olvidara de la chica. Que no tenía más importancia. Que seguramente tenía algún tipo de formación sanitaria y simplemente había hecho lo que tenía que hacer ante un accidente.

–Mira, el mérito es todo tuyo. Por haberte levantado, por haber tenido la sangre fría de buscar ayuda, por haber seguido con la rehabilitación sin quejarte a pesar del dolor. Porque yo sé que tuvo que dolerte. Y mucho.

Sonia estaba confusa. Le gradecía sus palabras, pero no acababa de entender lo que le decía. ¿Cómo no iba a tener importancia lo que había hecho la chica? ¿Cómo no iba a sentirse agradecida? ¡Le había salvado la vida!

El médico, que no había dejado de observarla, suspiró.

–¿Qué te contaron exactamente tus padres?

–¿Mis padres?

–Me refiero sobre la chica.

_ ¿Qué importa eso ahora?

Sonia empezaba a ponerse nerviosa. No entendía qué pretendía.

–Importa, más de lo que crees.

–Pues que me hizo un torniquete, que me dejó en el hospital, que tenía prisa, que se marchó sin dejar ni el teléfono.

–Bueno. Eso no fue exactamente así.

–¿A qué se refiere?

–Sí dejó su teléfono. Siempre se pide un teléfono.

–Pero eso no puede ser… mis padres me dijeron…

–Les pidió dinero, a tus padres, por haberte salvado. Me lo contó tu madre. Tuvimos que amenazarla para que se olvidara del asunto. Igual te salvó, pero no era buena gente.

Obra de Gema Hernández, Madrid.