La hermanita Por Ana Riera

A María le encantaba jugar con sus muñecas. Se pasaba horas vistiéndolas, peinándolas e imaginando mil historias. Por eso se emocionó tanto aquella tarde. Era domingo, lo recordaba porque habían ido a comer a casa de su abuela. Ya de vuelta, su padre la sentó sobre su regazo y le dijo que tenían algo importante que contarle. “Dentro de un par de meses vas a tener un hermanito.  Por eso a mamá le está creciendo la barriguita, porque el bebé está dentro”. María había abierto los ojos como platos. Su madre se sentó a su lado, en el sofá, y le acarició el pelo. “Ven, pon la mano sobre mi barriga. ¿Lo notas? ¿Notas cómo se mueve? Eso es porque tiene ganas de salir y poder jugar contigo”. María se quedó fascinada. Iba a tener un bebé de verdad. Sin duda, era el mejor regalo que podían hacerle.

Los dos meses siguientes se le hicieron larguísimos. Siempre que tenía ocasión acribillaba a preguntas a su madre. “¿Tendrá el pelo rubio como el mío? ¿Le gustará el chocolate? ¿Me dejará que le trence el pelo? ¿Sabrá jugar a la rayuela? A pesar de que sus padres respondían pacientemente todas sus preguntas, no conseguían sosegar sus ansias. ¡Tenía tantas ganas! Todas las noches, metida en la cama, imaginaba cómo sería su hermanita. Porque, aunque le habían dicho que no sabían si sería niño o niña, ella había decidido que sería una niña como ella. Como sus muñecas.

Por fin llegó el día. Su padre la despertó y le dijo que se iban al hospital, que el bebé ya estaba de camino. Ella se quedó con su abuela. Estaba tan emocionada que apenas probó bocado. “Pero bueno, bonita. Si apenas has comido nada. ¿Qué te pasa?”. “Es que estoy muy nerviosa, abuela. ¡Tengo tantas ganas de conocerla! Su abuela hizo todo lo que pudo para tenerla entretenida, pero ella tenía la cabeza en otro sitio y por mucho que se esforzara, no podía hacer otra cosa que pensar en su nueva hermanita y en todo lo que iba a hacer con ella.

Entonces sonó el teléfono. Cuando su abuela colgó el aparato, María estaba a sus pies, con ojos expectantes. Tenía el corazón desbocado y la boca seca. “Ha salido todo bien. Has tenido un hermanito. Se llamará Juan”. María miró atónita a su abuela. No comprendía lo que había sucedido. “No puede ser, seguro que no lo has entendido bien”. “¿A qué te refieres, cariño? ¿Qué es lo que ocurre?”.

“Pues que yo quería una hermanita, tenía que ser una hermanita. Yo no quiero ningún hermanito”. Tenía los ojos desencajados y le temblaba la voz de rabia. Su abuela la contempló preocupada. Intentó calmarla. “Anda tontina, viene lo que viene. Se ha hecho un poco tarde, y tanto tu madre como el pequeño tienen que descansar. Pero mañana, en cuanto desayunemos, iremos a conocerlo. Ya verás como en cuanto le veas, te gusta”. Se acercó para darle un beso, pero María se dio la vuelta, salió corriendo por el pasillo y se refugió en su dormitorio dando un portazo que ladeó uno de los cuadros que colgaban de la pared.

Al día siguiente se hizo la remolona todo lo que pudo. Tardó en salir de la cama y en vestirse, se manchó expresamente mientras desayunaba de modo que tuvo que cambiarse de ropa y no paró ni un instante quieta mientras su abuela intentaba peinarla. “Madre mía, si parece que tienes el baile de san vito. Así no hay quien deje la trenza tiesa”. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, a media mañana estaba lista para ir a conocer a su hermanito. Desesperada, se echó al suelo y empezó a repartir golpes a diestro y siniestro. La rabieta se prolongó más de media hora. Solo cesó cuando la abuela claudicó y le dijo que estaba agotada y que no tenía cuerpo para seguir batallando con ella.

María pensó que había conseguido que su abuela le hiciera caso y se pusiera de su parte. Pero lo cierto fue que la dejó con la vecina de enfrente y se marchó al hospital. Antes de cerrar la puerta, le dijo “Yo sí quiero conocer a ese muchachito. Seguro que es precioso. Tú te lo pierdes”.

Sentada en el sofá de la casa de enfrente, con los brazos alrededor de las rodillas encogidas, se sintió terriblemente desgraciada. El bebé acababa de llegar y ya todos le daban la espalda. Pero María era una niña lista. Se dio cuenta en seguida de que enfurruñándose y poniéndose en contra de él no hacía sino empeorar las cosas. Si quería ganar, si quería recuperar lo que era suyo, tenía que actuar de otro modo. Por eso se pasó el resto del tiempo, mientras esperaba que regresara su abuela, pensando cómo iba a comportarse.

Tras darle muchas vueltas, decidió que sería una niña encantadora, que se mostraría cariñosa y solícita con el pequeño. Aunque solo cuando hubiera algún adulto delante. Cuando por fin sonó el timbre, respiró hondo y puso a prueba su plan. “Abuela”, exclamó mientras se abalanzaba sobre ella con los brazos extendidos y una sonrisa de oreja a oreja. “Por fin has vuelto. ¡Qué bien!”. “Vaya, me alegro de que ya no estés enfadada, porque cuando te enfadas te pones muy fea”. Por un breve instante, a María se le torció el gesto, pero se recompuso de inmediato. “¿Cómo está el hermanito? ¿Es guapo? ¿Se parece a mí?”. “Pero bueno, ¡cuántas preguntas! Anda, deja que me quite los zapatos, que me están destrozando los pies, y te preparo unas tortitas con chocolate. Y mientras meriendas, te cuento todo lo que quieras saber”.

Al día siguiente por la tarde, aparecieron sus padres. Su madre llevaba algo en los brazos. Parecía un fardo. Se sentó en el sofá con delicadeza y le dijo que se acercara. “Ven a conocer a tu hermanito, preciosa”. María se acercó sin prisas. Su madre apartó un poco la mantita que envolvía al pequeño. Una carita sonrosada asomó por entre la ropa. Tenía muy poquito pelo, apenas una pelusilla, y unos ojos grandes muy abiertos. No tardó en volver a cerrarlos y empezó a hacer unos movimientos muy extraños con la boca, como si quisiera chupar un caramelo invisible. No le pareció muy espabilado. “Será más fácil de lo que esperaba”, pensó para sí.

Al levantar la mirada, vio la expresión expectante de todos los adultos. Supo intuitivamente que debía decir algo bonito, para que se quedaran tranquilos y la dejaran en paz. “Es muy pequeñito, parece una de mis muñecas. Hola Juan. Yo soy María, tu hermana mayor.”

Desde ese día, cuando estaba con algún mayor se dedicaba a hacerle carantoñas y a lanzarle besitos por el aire luciendo la mejor de sus sonrisas. Pero cuando se quedaba a solas, se dedicaba a maquinar todo tipo de pequeñas torturas. Por la noche se obligaba a permanecer despierta leyendo cuentos. Se refugiaba bajo las sábanas con su linterna morada y se hacía la dormida cuando sus padres entreabrían la puerta para comprobar que todo estaba en orden. Luego, cuando por fin la casa se quedaba en completo silencio, llegaba su momento de gloria. Se deslizaba silenciosa fuera de la cama, se colaba en el dormitorio del bebé y ponía en práctica las cosas que había imaginado. Le quitaba el chupete y lo tiraba al suelo, como si se hubiera colado por entre los barrotes. O lo destapaba para que cogiera frío. Su preferida, no obstante, consistía en pellizcarle los brazos y escabullirse antes de que alguien apareciera para ver por qué lloraba desconsolado. Le encantaba esperar tras la puerta hasta que oía a sus padres apresurarse hacia la habitación del pequeño para consolarlo y volver luego arrastrando los pies para desplomarse sobre la cama, rendidos y sin comprender del todo lo que ocurría.

Esa noche estaba más enojada que nunca. Juan llevaba un par de días malito y a ella no le habían hecho ni caso. Tumbada en su cama, mientras esperaba que sus padres se acostaran, recordó algo que había visto en una película. Era una película para mayores, pero sus padres habían olvidado apagar el televisor. Entró a hurtadillas y se acercó a la cuna. Dormía plácidamente. No le extrañó. Seguro que se sentía muy orgulloso. Solo tenía que llorar para conseguir todo lo que quería. Cogió el cojín que descansaba sobre el sillón que usaba su madre para darle de mamar. Se parecía al de la película. Se asomó por encima de los barrotes y se inclinó hacia delante. Estaba a punto de alcanzar su boca, cuando Juan abrió los ojos de par en par. Ella se detuvo, indecisa. Entonces él, sin previo aviso, se puso a reír moviendo entusiasmado las manos y los pies.

Su risa era peor que su llanto, más ofensiva. Le retumbaba en los oídos, no podía soportarlo. Cogió con fuerza el cojín y se lo puso sobre la boca con firmeza, para acallarlo. El ruido cesó casi de inmediato. Sus movimientos descontrolados se prolongaron un poco más. Cuando todo terminó, María dejó escapar un profundo suspiro, devolvió el cojín a su sitio, le echó un último vistazo a Juan y se marchó. El resto de la noche durmió de un tirón.

Por la mañana temprano, asistió encantada al zafarrancho que se organizó en su casa. Parapetada bajo las sábanas, aguzó sus cinco sentidos para no perderse detalle. Supo por la intensidad de los gritos y los sollozos que había vencido. Por fin volvía a ser la única reina de su casa.